Allegro Molto. 60 Años de Anécdotas

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Allegro Molto

60 Años de Anécdotas Musicales

JOSÉ ALFREDO PÁRAMO

Fernando Díez de Urdanivia

Proemio

Rafael Ruiz Tejada (Rruizte)

Ilustraciones

BIBLIOTECA MUSICAL MÍNIMA

3

Allegro Molto

60 Años de Anécdotas Musicales

Páramo, José Alfredo

Música

156 páginas de 14 x 20.5 cms

Vol. 3 de la Biblioteca Musical Mínima

© José Alfredo Páramo

© Fernando Díez de Urdanivia Serrano

Primera edición: 2010

Segunda edición: 2011

ISBN libro físico: 978-607-0023-729

ISBN libro electrónico: 978-607-8427-093

Biblioteca Musical Mínima

Director de la colección:

Fernando Díez de Urdanivia

Diseño y cuidado de la edición:

Carmen Bermejo

carmenbermejo2010@gmail.com

Editor:

LUZAM

Río Lerma No. 260

Col. Vistahermosa

62290 Cuernavaca, Mor.

Tel. (777) 315-4022

www.luzam.com.mx

discosluzam@gmail.com

Impreso y hecho en México

Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio. Se autorizan breves citas en artículos y comentarios bibliográficos, periodísticos, radiofónicos, televisivos o en internet, dando al autor el crédito correspondiente.

Acerca del Autor

José Alfredo Páramo (Ciudad de México, 1934). Periodista, crítico de música y catedrático de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García desde 1977.

Empezó a escribir profesionalmente en 1964. Ha colaborado con los periódicos Excélsior, El Sol de México, El Sol Satélite, Noroeste (Sinaloa) y La Voz de Michoacán. En este último, fue director de la sección de música del suplemento cultural Acento.

Colaboró con el portal Esmas, de Televisa, y con las revistas Señal, Expresiones de San Luis, Negocios y Bancos, La Nación y Sucesos para Todos.

Fue traductor de Editora Técnica y de la revista Selecciones. Trabajó para las agencias Reportajes de México, Reportajes Mundiales y Prensa Internacional.

Fue miembro del consejo editorial de la publicación La Cuestión Social, del Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana (Imdosoc), y escribe en la revista Signo de los Tiempos, de este instituto.

Fue presidente de la Asociación Musical Miguel Bernal Jiménez y escribió una biografía de este músico intitulada He nacido para cantar tus alabanzas. Es autor del libro Vericuetos de la lengua española (Ediciones Septién, 2002).

Ha sido invitado a dar pláticas previas a los conciertos de la Filarmónica de la Ciudad de México, la Sinfónica Nacional y la Orquesta de Cámara de Bellas Artes.

Director de Servicios Escolares de la Septién, coordina las actividades culturales de la institución y tiene a su cargo el taller sabatino de apreciación musical.

Colaboró durante hace 20 años con el periódico El Economista, en el que publicó las columnas semanales Elija el mejor concierto y Allegro molto.

Actualmente es miembro del Consejo Artístico de la Academia de Música del Palacio de Minería.

Para Josefina,

en comunión con la Cuarta de Shostakovich

Acerca del ilustrador

Rruizte nació en la ciudad de México. (En diciembre de 2009 cumplió sus primeros 840 meses de vida).

Desde muy pequeño empezó a rayar paredes, libros y cuadernos, obteniendo a cambio tremendas felpas paternales.

Después de un largo periodo dubitativo, se decidió por el dibujo y la pintura en vez de la medicina, considerando que los médicos entierran sus errores; en cambio, los caricaturistas los publican.

Estudió dibujo y pintura del año 1958 a 1962, en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, de la UNAM.

De 1958 a 1998 realizó cine animado, y debutó haciendo caricaturas de humor y cartón político en periódicos y revistas en 1963, y ahí sigue hasta que la muerte lo separe de su mesa, su tinta y su cartulina.

Participa en casi todos los concursos de caricatura que organizan en el mundo, en los que, invariablemente, obtiene el penúltimo lugar.

Proemio

A los muchachos suele sobrarles la juventud y faltarles las anécdotas. Recordar es oficio de viejos, y hacerlo con cierta gracia es cualidad de quienes no se toman la vida muy a pecho. Por lo general, tampoco ellos se consideran serios en el mal sentido del término, si es que hay otro.

Aunque a veces resulte difícil deslindar la fantasía del recuerdo personal, es necesario convenir en ésta que parece una verdad: quien cuenta cuentos, también cuenta con la adhesión del que lo escucha y le cree todo.

Se habla del género anecdótico, pero en pocas ocasiones se hacen las luces más indispensable para explicarlo. La maestra valenciana Dolores Jiménez dejó puntualizaciones que deben aprovecharse. Para ella, la anécdota es un recurso paralelo al recuerdo; es el fruto de una selección que nada debe al azar e implica garantía de verosimilitud. En cuanto al estilo anecdótico, hace la mejor de las definiciones: es decir sin pulir.

No viene al caso remontarnos a orígenes que nos lleven al contexto latino y después pasen por Balzac; pero debemos recordar a Nicolás de Chamfort, que en el siglo XVIII escribió la obra Máximas y pensamientos; anécdotas y caracteres, donde sustenta la especie que nos ocupa sobre pilares de ejemplaridad no personales; le da capacidad para ser instrumento de crítica; la hermana con el cuento y con la fábula, y a quien la escribe lo nombra “historiador de la vida cotidiana” y le exige brillantez de ingenio.

Si juzgamos con liberalidad que puede ser justicia estricta, estaremos de acuerdo en que la anécdota ha sido manantial de verdades y mentiras. En el primer caso se ha vuelto historia; en el segundo, novela. ¿Qué fueron los juglares, sino contadores de anécdotas que sin la intervención de su gracia y su talento hubiesen sido datos sacados de la morgue? ¿Acaso Cervantes no es, en primera instancia, espléndido recopilador de las anécdotas de Sancho y el bueno de don Alonso?

La maestra Jiménez habla de tres condiciones en la anécdota: evocación fiel, apego a la realidad y ausencia de elementos accesorios. Características difíciles de ser tomadas al pie de la letra, porque dejan fuera la fragilidad de la memoria, la inventiva del que relata, y la sal y pimienta que no pueden ser exógenas.

Toda anécdota es de primera, de segunda o de tercera mano. En el primer caso, el protagonista es quien cuenta. En el siguiente, es alguien a quien agarró en la maroma. La tercera posibilidad puede considerarse la más musical: el que repite está tocando de oído.

Puesto que hemos llegado a la palabra sagrada, convengamos en que las anécdotas musicales han sido tema de libros y conversaciones; chismes y despliegues irreverentes en torno a personalidades que, lejos de perder, se hacen más grandes cuando se las humaniza.

De Beethoven para acá, los episodios jocosos y tragicómicos forman sólido andamiaje en la vida de los músicos, y con frecuencia nos permiten conocerlos mucho mejor que sus trances infaustos. Como toda actividad humana, la musical está sujeta al percance y el percance suele acabar provocando simpatía, cuando no risa.

Toscanini, Von Karajan, Koussevitzky, Furtwaengler y Carlos Chávez fueron, unos más y otros menos, comidilla de las huestes que dirigían y que, aunque no lo parezca, profesaban por ellos la devoción más respetuosa. El tema del resbalón que entorpece el camino del arte no hace distingos entre el director de orquesta que mete la pata; el pianista que se pierde o el gato que sale a medio concierto a pasearse por el escenario. De allí la infinitud de los asuntos.

Quienes recopilan y publican anécdotas son como entomólogos reuniendo su colección de mariposas. Tienen su mérito y, al igual que sin la ciencia de los insectos, sin el cuidado de los recopiladores no conoceríamos hechos desfasados que nos acercan a sus protagonistas. Quienes escriben vivencias propias muestran, además, el valor de involucrarse a riesgo de acabar como víctima propiciatoria.

Seis décadas de vida en la música, han surtido a José Alfredo Páramo de materiales suficientes para pergeñar un trabajo que trasciende por su interés, su buena prosa y el auténtico humor que no para mientes en mostrar las íntimas desnudeces.

La Biblioteca Musical Mínima publica este anecdotario en su colección, por su valor intrínseco. Cosa distinta es que la amistad, el afecto y camaradería inspiren estos párrafos que no serán lo bueno del libro, pero figurarán entre los más sentidos.

Fernando Díez de Urdanivia

Quien porfía, estrena sinfonía

En 1953 se realizó en la ciudad de México uno de los estrenos musicales más extraños de que se tenga memoria: el de la Cuarta Sinfonía, Romántica, de Carlos Chávez (1899-1978), compuesta por encargo de la Orquesta de Louisville.

Es probable que las circunstancias del evento hayan superado en dramatismo a la primera audición de La consagración de la primavera, de Stravinsky, prototipo de premiere turbulenta. Sólo que la sinfonía de Chávez no precipitó un alud de comentarios desfavorables, manifestaciones de disgusto o exclamaciones airadas; tampoco el compositor tuvo que abandonar la sala por una puerta posterior, escoltado por la policía.

 

Sin embargo, en el Palacio de Bellas Artes el ambiente estuvo cargado de tensión por razones particulares.

Ni siquiera los gatos...

La función se había iniciado normalmente. Las puertas de la Sala Principal estaban cerradas desde minutos antes, como lo exigía Chávez, y se impedía el paso a los retrasados.

Con su puntualidad característica, salió al escenario, agradeció la ovación y subió al podio. Volteó hacia el público y esperó unos segundos a que hubiera silencio absoluto.

“Hoy día, todo sale a las mil maravillas en los conciertos; ni siquiera hay gatos que se deslicen furtivamente por el escenario”. La observación hecha en cierta ocasión por el pianista Walter Gieseking fue válida para la primera parte de la velada. Pero a partir del intermedio, ésta tomaría un curso diferente.

Todo empezó con un ruido misterioso que interrumpió la charla del público congregado en los pasillos y el vestíbulo del teatro, el cual quedó sumergido en tinieblas más densas que la conciencia de un director de orquesta que finge un acceso de tos durante la cadenza del solista.

Pasado el estupor inicial, algunas personas comenzaron a encender cerillos. Los caballeros más elegantes tuvieron la oportunidad de lucir sus encendedores que, en esos tiempos, eran tan lujosos como ineficaces.

Uno de los músicos –¿habría sido el oboísta?– asombró a todo el mundo al silbar, con impecable fraseo, la melodía tradicional de las Posadas.

Las bromas continuaron un buen rato. Todas ellas eran típicas de las preocupaciones y de la mentalidad de los años de la guerra fría.

—¡Los rusos sobrevuelan la ciudad! ¡Van a bombardearla!

—Eso quisieras, pero fueron interceptados por los gringos.

—Ni una cosa ni la otra: los antichavistas están decididos a boicotear el estreno.

La espera se hacía interminable. El humor de la gente empezó a marchitarse y de él brotó la flor negra de la impaciencia. Cuando se indicó al público que pasara a la sala, reinaba aún la oscuridad, por más que se hubiera asegurado que todo estaba “bajo control”.

Unos obreros colocaban sobre la concha acústica una serie de foquitos que volvieron a evocar el ambiente navideño de los días invernales, a pesar del calor reinante.

Chávez ya se fue a dormir

Tras otra prolongada espera, salió al proscenio un circunspecto caballero. A pesar de la penumbra, todos se percataron de que no se trataba del maestro, puesto que su paso no eran tan ágil y juvenil como el suyo.

—Es el director suplente –susurró un melómano–, porque Chávez ya se fue a dormir.

Pronto se despejó la incógnita: el misterioso personaje ofreció disculpas al público e hizo un pormenorizado relato de lo sucedido. Hizo este tremendo anuncio:

–Sucede que un empleado de este Palacio de Bellas Artes puso las manos en los controles de la iluminación y se electrocutó.

Un murmullo de asombro invadió el recinto y se escucharon unos aplausos provenientes de las alturas en sombra. El resto del público no se hizo cómplice de la demostración de humor macabro y los acalló rápidamente.

Nueva espera

Diez minutos después, entró al proscenio otro señor para rectificar:

—Damas y caballeros: el empleado que puso las manos en los controles no se electrocutó, como erróneamente les fue informado. Únicamente sufrió algunas quemaduras y ya lo están atendiendo en la Cruz Roja.

Había pasado mucho tiempo desde que se produjo el apagón y la tolerancia del público había rebasado su nivel, aunque todos permanecíamos en nuestros asientos.

Fiat lux

El maestro Chávez regresó por fin al podio, levantó los brazos e hizo la consabida señal. Ya íbamos a escuchar la sinfonía que el músico, tan amado por unos como vituperado por otros, había compuesto en Acapulco.

Qué grata impresión producía aquella música profundamente mexicana, aunque distante del primer nacionalismo de El fuego nuevo, Los cuatro soles y la Sinfonía India.

Los músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional iban saliendo airosos de la interpretación de la difícil obra; pero minutos después, un murmullo leve, nervioso, volvió a invadir la sala. Los instrumentistas veían furtiva, angustiadamente los focos; el auditorio compartía su intranquilidad: la luz se iba otra vez.

Luz, más luz

Solamente el maestro conservaba la serenidad, aunque es probable que en su mente martillara con obstinación la suplicante frase de Goethe: “Luz, más luz”.

Pero he aquí que la iluminación bajaba de intensidad, parecía extinguirse, volvía, bajaba de nuevo...

A la mitad de la sinfonía, la situación se tornó desesperada. Los codazos dados a los vecinos de butaca se multiplicaban y crecía la expectación. Los cuchicheos, que se habían iniciado en pianísimo como un rocío primaveral, formaban ya un impetuoso oleaje.

Los músicos casi no podía distinguir entre las negras y las corcheas: tenían las cabezas hundidas en los atriles y hacían esfuerzos por tocar en esas condiciones. Lo único que el público lograba distinguir, al fondo de escenario, era la cabellera plateada del timbalista Carlos Luyando.

A estas alturas, todo el mundo había comprendido que la catástrofe era inevitable.

En un intrincado pasaje –un tutti– dejó de vibrar el débil filamento del último foco y quedamos sumergidos en las tinieblas que deben haber precedido al Génesis.

La situación era embarazosa. Afortunadamente, tras unos instantes de desconcierto, el público alivió la tensión con sus aplausos. Con los ojos de la imaginación podíamos ver al maestro agradeciendo la ovación con sus corteses ademanes.

Otra prolongada espera.

Chávez no acepta la derrota

Con tantos contratiempos, cualquier otro concierto se habría suspendido, pero Carlos Chávez estaba decidido a presentar ante el público mexicano la sinfonía cuyo estreno mundial acababa de realizar en Kentucky.

Una vez que refuncionó la raquítica planta eléctrica del Palacio de Bellas Artes, Chávez se dispuso a reanudar la interpretación en el pasaje donde había sido interrumpido el flujo de la música; pero en ese instante, una persona se dirigió a él en voz alta:

—¡Da capo, maestro, por favor!

El director y compositor vio al intruso con una expresión indescriptible. ¿Disgusto? ¿Incredulidad? ¿Complacencia? Nadie lo supo.

Volvió las hojas de su partitura y los músicos lo imitaron. En un ambiente de desasosiego tuvo, contra todos los pronósticos, una feliz ejecución la Cuarta Sinfonía.

El calor había dado paso al frío de la madrugada. Los maestros del atril, agotados pero estoicos, habían hecho acopio de buena voluntad y profesionalismo.

Dos días después, un erudito crítico comparaba esta interpretación con la clásica ejecución de la Sinfonía Los adioses, de Haydn, en la que cada instrumentista, al terminar su parte, apaga la luz del atril y se retira en silencio hasta que no queda más luz en el proscenio que la del violín concertino.

Ningún comentario periodístico fue tan certero como el que describió el heroico empeño del maestro: “Quien porfía, estrena sinfonía”.

La Resurrección, frustrada

En los años que se agregaron ceros al valor de nuestra moneda, nunca me imaginé que la entrega de dos mil pesos para que se desayunara uno de mis hijos en la mañana dominical, iba a marcar el destino del concierto que yo tanto anhelaba escuchar.

Estaba programada, como obra única, la Segunda Sinfonía, denominada Resurrección, de Gustav Mahler, dirigida por Kaplan, estadounidense que había llegado a México precedido por cierta asombrosa publicidad.

Gilbert Kaplan nació el 3 de marzo de 1941 en la ciudad de Nueva York. Además de ser un multimillonario hombre de negocios y un director de orquesta aficionado que inclusive ha actuado al frente de la New York Philharmonic (para escándalo de algunos instrumentistas del conjunto), fundó la revista Institutional Investor y se ha dedicado al periodismo.

En el libro conmemorativo del trigésimo aniversario de la Orquesta Sinfónica de Minería, se explica así la incorporación al programa de la Academia de Música del Palacio de Minería de Gilbert Kaplan:

Saturnino Suárez y Luis Herrera de la Fuente debieron aceptar (1991) la “amistosa presión” del Secretario de Hacienda, que había sido compañero de estudios de Kaplan, para que lo invitaran a dirigir la Orquesta, lo que resultó, por cierto, muy exitoso.

“¿Cómo le dices al Secretario de Hacienda que no?”, dice don Luis irónicamente. “Es como si un monstruo te dice: o me firmas aquí o te mueres... pues firmas”.

Aficionado o no, el hecho era que a este hombre que arribó al país en su jet particular se le había encargado, en calidad de huésped, la conducción de uno de los mejores conjuntos mexicanos: la Orquesta Sinfónica de Minería.

No fue la curiosidad morbosa, sino el amor a la música de Mahler lo que me llevó a apresurarme para arribar temprano a las taquillas de la Sala Nezahualcóyotl.

Filas colosales

A pesar de que llegué a las taquillas 40 minutos antes del concierto, encontré filas colosales en cada una de ellas. Nervioso, decidí formarme en la menos desproporcionada y aposté a mi buena suerte.

Veinticinco minutos después, me encontraba a una distancia razonable de la ventanilla. Tan razonable, que pude leer el letrero siniestro: “Agotadas todas las localidades para el concierto de la Orquesta Sinfónica de Minería de los días sábado 13 y domingo 14 de agosto”.

—¿Qué no es ésta la fila para los boletos de la Segunda de Mahler? –pregunté entre descorazonado e ingenuo a mis vecinos de fila.

—No, mi amigo –respondió uno de ellos–, es para el próximo concierto de la temporada, el de la semana entrante. Los de éste se agotaron desde hace varios días.

Con la actitud del solista que toca una nota falsa en el último compás, decidí desandar los 45 kilómetros que separan el Centro Cultural Universitario de las colinas del municipio conurbado de Naucalpan. Pero había apostado a mi buena suerte, que no podía fallarme.

—Me sobra un boleto –anunció una señora–, ¿quién lo...?

Como cascada de corcheas en partitura de Bach, caímos varios pretendientes sobre ella. La expresión de súplica de mi rostro debe de haber sido más convincente que la de mis rivales, puesto que a mí extendió la mano.

—¿Cu... cuánto le debo? –la ametrallé tartamudo.

—Dos mil pesos.

Metí rápidamente la mano en el bolsillo. Recordaba que tenía un billete de mil, una moneda de 500 y cinco de 100, justamente lo que necesitaba. Pero, oh, infortunio, el dinero se lo había dejado a mi hijo hora y media antes.

Los demás aspirantes trataron de aprovechar mi desconcierto. Uno de ellos agitó ante los ojos de la señora un billete de dos mil. Abrí apresurado el bolso de mano, ese bolso que escandaliza a mis hijos, al que llaman mariconera. El billete que traía era verde, con el retrato de Cárdenas, el del petróleo.

—Tenga, señora, gracias.

Ella iba a entregarme el pase para el Paraíso, pero añadió:

—Sólo que no tengo cambio.

Mi primer intento fue dejarle ese billete de diez mil, pero era el único que llevaba.

—Espéreme –rogué–, corro a la cafetería a cambiar. Por favor no vaya a venderlo a otra persona.

Mi salvadora hizo una mueca de impaciencia y amenazó:

—No se tarde, ¿eh? Porque si no...

De unas zancadas llegué a la cafetería.

—Pronto, por favor, un café y un... un... rollo de canela. ¿Dónde pago?

Regresé con mi hada madrina justo a tiempo para evitar el último asalto de mis rivales.

—Tenga, señora, aquí están los dos mil pesos. Gracias, de veras muchas gracias.

El café fatal

Faltaban unos cinco minutos para el inicio del concierto. Recordé que había dejado en la barra mi café y el rollo de canela. Regresé a la cafetería y de dos tragos di cuenta de la bebida y envolví el pan en una servilleta de papel.

La muchacha me miró extrañada y me preguntó si quería más café. Ante mi titubeo, añadió:

—Es gratis.

Llenó nuevamente el vaso de plástico y de un trago vacié su contenido. Sentía la lengua y la garganta quemadas. Subí en tempo vivacísimo por las escaleras hasta la localidad del segundo piso, donde tuve la fortuna de encontrar una butaca vacía, y me dispuse a concentrarme en lo que habría de escuchar.

 

Ya habían entrado los instrumentistas y los cantantes. El espectáculo era hermoso: una orquesta de grandes proporciones cubría el abanico del proscenio. Los hombres vestían de impecable etiqueta y las blusas blancas de las muchachas brillaban como crestas de olas en aquel mar negro. Atrás de los instrumentistas se extendía la franja azul del cielo de los vestidos de las jóvenes del coro.

“Esto es un anticipo de la eterna bienaventuranza”, pensé, mientras las cuerdas iniciaban la sinfonía de mis amores, de 76 minutos de duración.

Se cierne el infortunio

Hacia el final del primer movimiento, Allegro maestoso, empecé a sufrir los efectos diuréticos de los dos cafés. De haber sido previsor, habría corrido al baño en el lapso relativamente largo entre ese movimiento y el segundo, Andante moderato. Debido a que está escrito en otra tonalidad, requiere una nueva afinación por parte de los músicos, lo que les lleva algún tiempo.

Para agravar mi infortunio, desaproveché también la pausa entre los movimientos segundo y tercero. Estaba en un grave apuro: en adelante, la música de esta sinfonía fluye en forma continua.

Oh, roja florecilla

Había perdido la concentración y ya no disfrutaba la música. Vivía nada más para cavilar en la forma más eficaz de solucionar mi angustioso problema.

En el momento de la aparición de la voz humana en esta sinfonía, cuando la contralto canta: “Oh, roja florecilla, el hombre yace en un gran dolor”, llegué a la crisis final.

Todavía logré escuchar los siguientes versos: “El hombre está en una gran tortura. Yo preferiría estar en el cielo”. Pensé entonces: “Preferiría estar en el baño, caramba” y tras abandonar la sala, me lancé presuroso.

Ajeno a la música, divagué por el camino sobre temas relacionados con la fisiología y, concretamente, sobre las funciones que suelen jugarnos malas pasadas.

Recordé entonces cómo, en mi infancia, se consideraba de pésimo gusto hablar de esos temas: “No digas que vas al baño, niño –nos amonestaban–, sé pudoroso y di que vas a lavarte las manos”.

Asimismo, recordé el día en que una secretaria de reciente ingreso en la institución donde trabajo se puso intempestivamente de pie durante el dictado de un documento urgente y, a modo de disculpa, me dijo: “Perdone, señor, pero tengo un asunto muy importante que tratar”.

Cuando insistí en que debería terminar de tomarme el dictado, supe a qué se refería. Pensé: “Qué barbaridad, esta confesión habría sido considerada en mis tiempos una desvergüenza”. Pero fui comprensivo y di la anuencia para que fuera a resolver su asunto.

El Edén recobrado

“Oh, roja florecilla...” Qué florecilla ni qué nada. Ahora pensaba en otra canción: Agüita amarilla, cuyo argumento me comentaron, otra vez para mi asombro, unos compañeros de trabajo. Se trata de una agüita amarilla que corre frente a la casa de la amada; parte de ella es bebida por las vacas y la otra se evapora, se transforma en nubes, cae sobre el papá de la novia y hasta la mamá lava con ella... es que el doncel enamorado ha bebido quién sabe cuántas cervezas.

Llegué por fin al mezanine, donde se encuentra lo que constituía para mí el Edén recobrado. “O roja florecilla, el hombre yace ahora en un gran dolor”. En una gran apuración a punto de resolver.

Instantes después, pude haberme sentido feliz otra vez, a no ser porque se había arruinado parte de la sinfonía.

¿Dónde estará mi boleto?

Allá iba nuevamente, corriendo escaleras arriba: “Roja florecilla, ya te has marchitado, pero me queda aún el coro final”, me dije aliviado.

—¡Un momento! –gritó una de las cuidadoras al cerrarme el paso en un descanso de la escalera–, sin boleto no puede pasar.

Al no encontrarlo al primer intento, traté sobresaltado de explicarle que yo sí tenía ese boleto, que había tenido necesidad de salir un momento a... a... lavarme las manos.

—¡Muéstreme el boleto, por favor! –rugió implacable.

Busqué en un bolsillo del saco, en el otro; en el bolsillo pectoral, en el de la camisa, en mi agenda, en mi cartera, en las bolsas del pantalón.

—Aquí debe de estar –le dije sonriendo para hacerme el simpático–; aquí, en mi bolso de mano.

Empecé a sacar cosas de la mariconera: el pañuelo, la otra agenda, el peine, la licencia de manejar, las llaves, mis anteojos, un kleenex, mis cafiaspirinas, un librillo de psicoterapia... ¡Nada!

—Oiga –supliqué–, déjeme pasar, se lo ruego. Yo sí tenía ese boleto. Mire: era azul, decía: “Segundo piso”.

La empleada me miró entre conmovida y burlona:

—Ande, señor, recoja todas sus cosas y pase.

El Azteca

Regresé por fin al segundo piso, pero no había forma de reingresar en la sala. “Una pausa, una pausa, mi reino por una pausa –martillaba en mi cerebro la frase plagiada a Shakespeare– una pausa y me cuelo”.

Se acercó a mí un empleado de seguridad armado con un walkie-talkie y un rostro feroz.

—No tiene boleto, ¿verdad?

Traté de explicarle mi situación:

—Mire, yo estaba adentro; me pasó lo que a los niños, me dieron ganas de... y...

Su rostro se suavizó:

—Entre sin hacer ruido.

Pero su susurro fue escuchado por una empleada, quien lo amonestó como si hubiera sido su marido:

—¡Ni pienses en abrir la puerta! Ahora van a tocar desde aquí unos músicos y tienen que hacerlo con esta puerta bien cerrada. ¿Pues qué te pasa?

En efecto, había sendos grupos de trompetas, cornos y percusiones en los extremos norte y sur de la sala, en el segundo piso. Seguían las indicaciones del director gracias a un circuito cerrado de televisión, el cual me permitió escuchar el final de esa Resurrección pasada por agua, aun cuando el sonido de las bocinas de los televisores haya sido muy mediocre.

Con envidia “de la mala” vi a través del grueso cristal doble que separa las localidades del vestíbulo cómo el público disfrutaba no sólo la música, sino el esplendor de la orquesta y el coro.

Me sentía desconsolado, como deben haberse sentido los israelitas a los que no les fue permitido llegar a la Tierra Prometida, que ya tenían a la vista.

Lo peor fue que las voces de los walkie-talkies de los empleados de seguridad acabaron con mi concentración:

—Aquí el Alemán. Oye, Azteca, están haciendo mucho ruido los compañeros en los pasillos. Cambio.

Ah, sí, el Azteca fue quien quiso franquearme la puerta. Lo miré agradecido por su buena obra frustrada y me prometí no volver a tomar café antes de un concierto.

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