Loe raamatut: «Víctimas del absolutismo», lehekülg 3

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Lo que vio Feijoo: la Política

La guerra de sucesión y los dos partidos políticos

No se ha dicho lo suficiente, pero Feijoo reflejó nítidamente en su obra el proyecto político del reformismo ilustrado de la primera época. Precisamente, la fecha de su muerte, 1764, coincide con el reforzamiento de la concepción política probada durante décadas, en parte heredera del programa desgranado ampliamente por el padre maestro en su obra y que siempre reflejó la dialéctica de los dos partidos políticos en pugna, los dos que era posible observar en su tiempo y cuyo origen se remonta a la guerra de la sucesión. Por una parte el partido castizo, el que Teófanes Egido llamó partido español, o de los españoles, dominado por los grandes y sus valets, pacientes sufridores del desdén de Isabel Farnesio, que nunca confió en ellos, temerosa de su posible coaligación. Por otro, el que nació en las secretarías de despacho borbónicas ocupadas por ministros plebeyos, por el partido de los vizcaínos, el origen del ensenadismo —Ensenada llegó al ministerio en 1743 como un vizcaíno más—, o del partido ensenadista, una alternativa política sólida contra los grandes que continuaron luego los golillas Grimaldi y Floridablanca —que como veremos llegaron a confesarse hechuras de Ensenada—, basada en servir al rey y a lo que intuían ya que era el Estado, al que a veces, por incluir al pueblo, llamaban nación, un término muy utilizado por Campomanes para fundamentar la base jurídica de la política.

La oposición entre los dos partidos recorrió el siglo y se hizo más nítida con la caída de Ensenada por la conspiración urdida por el duque de Alba en julio de 1754; luego, ya muerto Feijoo, rebrotó en la trama montada por el conde de Aranda contra los golillas, primero contra Campomanes en 1771-1773, y luego contra Grimaldi en 1775-1776. El partido de estos aristócratas, cada vez más xenófobos, ocupaba los primeros puestos solo en ocasiones, pero era omnipresente al lado del rey, haciendo figura como mayordomos o caballerizos, y desde luego en el cuarto del príncipe, el lugar más favorable para su actividad conspiratoria, como demostró Aranda en su intento de utilizar al futuro Carlos IV para sus planes. Desde Feijoo, fueron duramente criticados por su vagancia y su falta de luces, pero a veces aparecía algún figurón que quería devolver a la nobleza su papel dirigente —en esto Aranda fue el líder indiscutible—, y adoptó diferentes manifestaciones: tras ocultarse contra Patiño en los pasquines y derribar a Ensenada, el partido se presentó abiertamente como el partido aragonés dirigido por el conde de Aranda, con la ayuda de su primo el conde de Ricla y de su íntimo amigo el marqués de Villahermosa. Finalmente, acabó reapareciendo en la conspiración de El Escorial y formando la camarilla de Fernando VII contra Godoy. Tuvo sus líderes, el ilustrado duque de Alba y el universitario Carvajal —que se jactaba de hablar solo en español—, luego el capitán general conde de Aranda, que despreciaba a los extranjeros que no sabían pronunciar ajo, cuerno y cebolla; finalmente el duque del infantado y los últimos restos de aquella nobleza más arcaica y militar, todavía caracoleando al frente de sus tropas.

El mariscal de Noailles, gran conocedor de España, había escrito al llegar Fernando VI al trono: «El orgullo de los grandes sufre al verse subordinado y sometido a unas personas cuyo nacimiento es inferior al suyo, y desearían ver la vuelta del antiguo gobierno tal como era bajo Carlos V y Felipe II y sus sucesores». En efecto, pasquines como El juego de pelota, o La botella de Alba, difundidos al llegar Carlos III a España, muestran hasta dónde llegaba su orgullo herido. Ya no se recordaba la defección de una buena parte de la nobleza castellana durante la guerra de sucesión, pero seguramente Felipe V no olvidó nunca, ni perdonó en su fuero interno —menos aún Isabel Farnesio—, las adhesiones austracistas que provocó la entrada de los aliados en Madrid en junio de 1706, un momento crucial de enorme transcendencia. El gobernador del Consejo de Castilla, Francisco Ronquillo, llenó de presos las cárceles de los alrededores de Madrid, sobre todo el viejo alcázar de Segovia, pero también La Alhambra de Granada o la ciudadela de Pamplona. El marqués de San Felipe silencia el nombre de los represaliados, pero se llegó a hacer una Memoria de los que aclamaron a Carlos, entre los que había, además de nobles, personal de palacio, consejeros de Castilla, cargos municipales, altos funcionarios que nada habían podido hacer para librarse de aparecer con el archiduque en las funciones protocolarias y que fueron tratados con tal saña que hasta el furibundo borbónico Melchor de Macanaz protestó.

Entre los nobles más encumbrados, además de Oropesa, Cifuentes y el almirante de Castilla, hay que citar al duque del infantado, preso unos meses en La Alhambra tras haberse encerrado en un convento en Pastrana sin saber qué partido tomar; a la duquesa de Alba, que acompañó al archiduque al exilio en Viena, donde dio a luz en octubre de 1714 a su hijo Fernando de Silva y Álvarez de Toledo, el duque de Huéscar, luego de Alba, que será mayordomo con Fernando VI; a la duquesa de Nájera, que murió en prisión en el alcázar de Segovia, mientras su marido acompañaba al archiduque; al marqués de Miraflores; al de Leganés, preso en Pamplona y muerto en Vincennes; al conde de Corzana, que murió en el exilio, en Viena; al de Eril; al de Haro; al de Lemos, cuñado de Medinaceli; etcétera. Tras años de sospechas, el duque de Medinaceli fue también encarcelado, en 1710, y tras probar varias prisiones acabó muriendo en circunstancias extrañas en Pamplona. La represión de la grandeza castellana fue de tal envergadura que Henry Kamen llegó a afirmar que «este fue el fin de los grandes de Castilla». Aunque matizó luego, al referirse a las consecuencias de su marginación de la política, añadiendo: «La caída de los grandes, aunque de fundamental importancia política y administrativa, tiene escaso significado en la historia social de España. Como en reinados anteriores, la nobleza siguió atrincherada en sus privilegios y sus posesiones». Sí, pero en política, no llegó a tener en todo el siglo el favor de los reyes y, por eso, el papel del partido fue en general irrelevante.

El otro partido nació también en la guerra de sucesión, con radicales servidores borbónicos como Melchor de Macanaz, Francisco Ronquillo, Juan Bautista Orendain y Azpilicueta —en 1725, marqués de la Paz, por la paz de Viena—, o José de Grimaldo —también elevado al marquesado por Felipe V—, y se reforzó con los vizcaínos de Juan de Goyeneche, Carlos Arizaga y Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías; se prolongó hasta Floridablanca, pasando por José Patiño Rosales, José del Campillo y Cossío y Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, terminando con un plebeyo Manuel Godoy, tan astuto como para presentarse entre aragoneses (Aranda) y golillas (Floridablanca) como el hombre sin partido, o mejor: el hombre del partido único, al fin y al cabo, lo que había pretendido Ensenada, le gran maître de todos. Estos hidalguillos medrados fueron odiados por la nobleza, pero tuvieron que apoyarse en ella hasta que llegaron al poder: Ensenada le debió el puesto al duque de Alba y a José de Carvajal y Lancáster, de la familia de los duques de Abrantes; Campomanes, José Moñino o Manuel de Roda comenzaron sus carreras sirviendo a la casa de Alba; luego utilizaron al conde de Aranda. El partido de los ensinadas tuvo sus activos ilustrados, como Agustín Pablo de Ordeñana y Goxenechea, Miguel Antonio de la Gándara, Jorge Juan y Santacilia, Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, o algunos reformistas muy críticos a los que era difícil proteger al final como Juan Meléndez Valdés, o ya muy al final, Ramón Salas. Olavide fue lo que hoy llamamos un «verso suelto».

Aunque a algunos les parezca una exageración, también encontramos entre los engagés, en los tiempos en que el enfrentamiento no había adquirido los tintes dramáticos que tuvo tras el motín de 1766, a Benito Jerónimo Feijoo, Padre Nuestro que estás en Oviedo —como le llamó jocosamente el padre Isla—, un fraile que leyó de todo y escribió de todo, del que curiosamente lo que menos se ha dicho es que fue un hombre político. Sin embargo, toda su obra es una inquieta cavilación en torno al programa político del reformismo político, a veces con artículos directos, otras dando mil vueltas; siempre mostrándose partidario de las reformas y de los reformistas. Como veremos, no se equivocó más que un par de veces en el partido político a seguir, que fue siempre el de los servidores del Estado.

El padre, que vio el discurrir sereno de la política durante los reinados de Felipe V y Fernando VI, notó al final de sus días el vértigo de las facciones; lo atribuyó a la figura para él descomunal de Carlos III, que venía a hacer la «feliz revolución» pronosticada por el padre Isla; es natural, pero Feijoo también sabía que cuando llegó el rey a España, los nobles estaban marginados del juego político tras décadas de desidia y desprestigio, al que él mismo había contribuido con sus críticas. Siempre fue prudente, pero el padre había llegado a escribir en el primer tomo del Teatro crítico (TC en adelante), publicado en 1739: «¿Qué caso puedo yo hacer de unos nobles fantasmones que nada hacen toda la vida, sino pasear calles, abultar corrillos y comer la hacienda que les dejaron sus mayores?» (TC, VIII: 12).

A la marginación política que había sufrido la nobleza en los reinados de Felipe V y Fernando VI, se sumaba al comienzo del reinado de Carlos III, la que les provocaba la nube de italianos que rodeaba al rey. Hacía falta un golpe de timón, se decía entre ellos, la nobleza debía formar al lado del rey para dar un nuevo rumbo al país, pero no había nadie dispuesto, a no ser que el conde de Aranda tomara las riendas. Pero Aranda estaba en Valencia, de cuartel. Los motines de 1766 le traerían a Madrid, como al duque de Alba, al lado del rey en Aranjuez, y a la vez contribuirían a crear una nueva política, en parte más dura en la exhibición pública de las herramientas del poder, ahora más militar que nunca. Como una paradoja más, la plenitud de la autoridad monárquica y el ascenso de una nueva clase política provocó, entre 1767, tras la expulsión de los jesuitas, y 1773, cuando Aranda dejó Madrid para servir en la Embajada de París, un apogeo de las Luces, un tono inusitado de optimismo, que solo empezó a decaer cuando se produjo el «giro de los golillas», a partir de 1773 y sobre todo en 1775-1776, cuando la corte se inundó de pasquines —la reacción brutal de Aranda contra los perdedores de Argel, Grimaldi y el general O’Reilly— y el rey sufrió su particular annus horribilis. Durante esos años, entre 1773 y la caída de Grimaldi a finales de 1776, las víctimas del despotismo se multiplicaron y la Inquisición, aprovechando la conspiración de Grimaldi y Ventura Figueroa contra Olavide —la víctima propiciatoria—, siempre con la anuencia del rey, se reforzó y demostró al mundo que todavía tenía poder a costa de hundir a la hechura más perfecta de Aranda. Antes había caído Setaro y muchos otros del mundo del teatro, de la ópera y de las artes, como denunció años después Moratín hijo recordando el riesgo en que les dejó la salida de Aranda del poder. Como dice Concepción de Castro sobre los políticos de la talla de Campomanes, Floridablanca, Roda, Aranda, etcétera, «ellos fueron quienes, con el rey, hicieron posible el clima en el que seguirá publicando Mayans, por ejemplo, y en el que se desarrollarían los eruditos, intelectuales y literatos de las generaciones siguientes, desde Capmany, Clavijo o Cadalso, hasta Jovellanos, Meléndez Valdés, Iriarte o Moratín».

Feijoo y Campomanes: el marco ideológico del siglo

Que Gonzalo Pontón diga de Feijoo que fue poco menos que un pobre hombre que solo pretendió «llenar páginas y páginas de ocurrencias para, al final, colar su mercancía», no debe desanimarnos; al contrario, debemos tomarlo como una invitación a descubrir qué clase de mercancía es esa que llegó a despertar el interés de Campomanes —y de Olavide— y que, además, convirtió la obra del fraile en el best seller del siglo, en España y en América. Para empezar, el discípulo de Josep Fontana afirma en su Lucha por la desigualdad que «el fraile benedictino no tiene ninguna intención reformista seria», lo que de nuevo invita a reflexionar sobre el significado de las reformas en España en la primera mitad del siglo XVIII, que obviamente no obedecían a la pretensión de cambiar drásticamente el sistema (en ese caso no hubieran sido reformas). ¿Cómo descubrir, por otra parte, que la intención reformista de alguien es seria o no? Afirma también Pontón que «su escepticismo (el de Feijoo) no es, desde luego, el de Hume», sin que sepamos por qué debía haberlo sido. Y finalmente, concluye: «Leer su Teatro crítico universal es, hoy, tarea ímproba», en lo que le damos la razón; según la Real Academia, una tarea ímproba es un esfuerzo intenso y continuado.

Ya en su tiempo, Feijoo recibió invectivas como las del franciscano Francisco Soto y Marne, que inclinaron al mismísimo Fernando VI a tomar partido por el padre maestro y decretar que nadie osara criticarle; o las de Manuel Miguel Lanz de Casafonda y Ozcoidi en Diálogos de Chindulza, que despreció al fraile que escribía de medicina y desaconsejaba estudiar griego —«verdaderamente es grande el daño que puede causar la opinión de este padre, que es venerado por oráculo en toda España y en las Indias»—; en la misma línea, el catedrático de matemáticas Diego de Torres Villarroel, le llamaba «reverendo mortal o crítico, que todo es uno», casi cuarenta años antes, cuando ambos eran antinewtonianos, un defecto que Feijoo sí corrigió en adelante, pero no el inclasificable catedrático y torero, correveidile de la casa de Alba, con toda seguridad el peor catedrático de matemáticas de la historia de España.

Hay muchas visiones sesgadas sobre el siglo ilustrado en el libro de Pontón, pero no es ese el principal problema. Lo más desafortunado es que plantea una batalla —la batalla del siglo— que da por perdida de antemano al desechar como inservible todo lo que huela a reformismo. Seguramente, él hubiera querido que, no solo Feijoo, sino sus abuelos, hubieran deseado tomar la Bastilla para ahorrarnos trabajo, puesto que solo la revolución puede adelantar la liberación de las cadenas. Sin embargo, a nuestro juicio, entender a Feijoo es entender el siglo, que es nuestra obligación como historiadores. Tanto es así que en adelante nos serviremos de Feijoo como guía político, pues da el tono realista de una Ilustración serena y práctica, posible, por supuesto católica. ¡Como si pudiera ser de otra manera! Ciertamente, una Ilustración con fuertes resabios frailunos, que el padre no ocultó, aunque tampoco utilizó nunca la influencia que pudo darle su posición en las «prisiones cortesanas», de las que huyó.

Es cierto que Feijoo aceptó la pena capital con el torpe argumento de que así, tras pasar por el garrote, se evitaba que el reo volviera a delinquir, a pecar, para la mentalidad de Feijoo. Esto lo resalta Pontón para denigrarle, pero esa forma de pensar era habitual no solo entre la clerigalla medievalizante, sino en los salones ilustrados, como demostraremos al ver desfilar a nuestros venerados próceres por escenarios de infinita crueldad; y no solo contra los desgraciados, sino también cuando las víctimas eran de los suyos, como ocurrió en los casos de Macanaz, Gándara, Olavide o Jovellanos. Costó mucho que las nuevas ideas sobre las penas —Beccaria publicó su tratado diez años después de morir Feijoo— llegaran a los tribunales, igual en España que en otros países europeos. En realidad, deberíamos decir, en relación con la pena de muerte, que sigue costando mucho intentar su abolición, una contradicción en tiempos de respeto de los derechos humanos que arranca precisamente de la Ilustración, un tiempo de obligaciones más que de derechos, como puede verse en el mismísimo Kant cuando plantea el «qué debo hacer» como imperativo moral.

El ideólogo español más político de la segunda mitad del siglo, Pedro Rodríguez de Campomanes, es uno de los muchos ejemplos de la contradicción y la paradoja: por una parte, ilustrado, culto y dispuesto a combatir la superstición de la clerigalla que dominaba sobre la España inerte; por otra, cruel y despiadado cuando pensaba en el ordenamiento social y en su posible erosión, déspota, como veremos. Si lo traemos aquí es porque no solo vio en Feijoo al pensador de las ideas políticas originarias del «régimen que hay ahora» —palabras de Feijoo al ponderar la obra política de los ministros de Fernando VI—, sino porque Campomanes apoyó plenamente las ideas del padre al publicar sus obras y escribir como prólogo la Noticia, una biografía de Feijoo pro domo sua, completamente utilitaria, en la que el recién nombrado fiscal del Consejo de Castilla atraía a su terreno al escritor para hacerle nauta político de las grandes realizaciones del siglo hasta entonces. En 1765, Campomanes necesitaba todavía las ideas protectoras de Feijoo, pues ya había arriesgado como fiscal del Consejo de Castilla descubriéndose partidario de la desamortización, del trabajo honrado, de la educación de los artesanos, contra los errores arrastrados por «la sangre noble y su viciosa perpetuación», en fin, las ideas que el Estado –es decir, el despotismo ilustrado en acción— debía ser capaz de llevar a la práctica, aunque sabía perfectamente los riesgos que eso iba a producir (solo tenía que recordar las críticas que sufrió y seguía sufriendo el real protegido, el sabelotodo Feijoo).

Forzando la máquina, Campomanes hizo de Feijoo un precursor del entramado ideológico que propició el desarrollo del Estado, aún a sabiendas de que la visión política del padre llegaba como mucho hasta aceptar «un cuerpo de Estado donde debajo de un gobierno civil estamos unidos por la coyunda de unas mismas leyes» (Glorias de España, TC, IV: 13-14), rozando la visión más estatista del togado Campomanes, basada en la fundamentación legal de las instituciones y en su desarrollo al calor del Derecho, o sea, de la Razón. No hace falta insistir en que, para Feijoo, la política no podía quedarse solo ahí, pues en último término dependía de Dios que influía en el príncipe para que evitara la tiranía, igual que para Saavedra Fajardo, a quien citó a menudo. Para Campomanes, sin embargo, Dios era prescindible en la praxis política, como para Ensenada, que llegó a decir: «La religión, por las contingencias», aunque sobre esto había que callar y hasta fingir. Feijoo ponía el contrapunto: «Con más seguridad, y facilidad logran sus fines los políticos sanos, que van por el camino de la rectitud, y la verdad, que los que siguen la senda del artificio, y el dolo; que aquella es la política fina, y esta la falsa» (TC, I: 1). Pero ¿cuál era el camino para la «política fina»? Pues sencillamente lo que hemos llamado reformismo borbónico. Como los fundamentos del sistema eran inamovibles, solo era posible reformar lo que se pudiera, es decir lo que el rey, la Iglesia y la nobleza estuvieran dispuestos a permitir. La Razón debía ser el instrumento para que los dos pilares del Antiguo Régimen cedieran algo en sus privilegios, incluso para que llegaran a colaborar, y en efecto a veces fue posible. En vida del padre de Oviedo, por la imposición; después, por la fuerza de las leyes.

Reformar… sin y con la nobleza

Como han puesto de relieve todos los historiadores, Feijoo no se sujetó a un plan en nada, menos en sus ideas políticas, que están dispersas en todos sus escritos. Lo que acabaría siendo su Teatro crítico, iniciado cuando ya tenía 50 años, es el resultado de un vasto universo de ideas susceptibles de crítica, como si se enfrentara a un erial, producto del siglo de la decadencia en que había nacido, en fecha tan lejana como 1676, y de su triste final, el rey enfermo, la guerra de la sucesión, las dificultades de los ministros plebeyos —la caída de Macanaz, las críticas contra Patiño, las sátiras contra los vizcaínos—, de lo que él fue testigo y víctima. Daba igual por dónde empezar, pero había algo en lo que el consenso era general: el método a seguir en política debía ser la reforma. Así lo expresó Feijoo:

No hay duda en que el particular que violentamente pretende alterar la forma establecida de gobierno incurre la infamia de sedicioso. Pero asimismo el magistrado que cierra los oídos a cualquiera que con el respeto debido quiere representarle algunos inconvenientes que tiene la forma establecida, merece la nota de tirano. Mayormente cuando el que hace la representación no aspira a la abrogación de leyes, sí solo a la reforma de algunos abusos que no autoriza ley alguna y solo tienen a su favor la tolerancia. (TC, VII: 11).

«Reforma de algunos abusos que no autoriza ley alguna», ese era el camino. Primero, señalar los abusos que no justifica la ley y, luego, reformar; palabras casi idénticas a las de Campomanes, que añadía algo que iba de suyo: «El poder de los magistrados deriva de la autoridad soberana y legislativa del monarca». El agente no debía ser el vulgo, la «turba de necios» —al que Feijoo dedicó el primer discurso de Teatro crítico y del que espera poco: «Verá mejor al sol un águila sola que un ejército de lechuzos»—; tampoco el particular —es decir, el propio afectado—, sino el magistrado, toda vez que su poder emana del rey. La reforma se debía hacer desde dentro del sistema y por aquellos «que pueden mandar y proteger», la idea que dominó en el siglo, la auctoritas como acción no como represión. Campomanes, que en 1765, cuando escribió la Noticia, mantenía buenas relaciones con la casa de Alba y con quien luego sería presidente del Consejo de Castilla, el conde de Aranda, dejaba espacio aquí para el tipo de noble al que había que sumar a las reformas, aunque mantenía el tono crítico de Feijoo y de tantos otros. «La nobleza —escribió— se adquiere con las acciones ilustres a beneficio de la nación, y se conserva con la continuación de ellas en los descendientes; no con la ociosa posesión de las rentas adquiridas por la virtud de los antepasados».

La crítica contra la nobleza ociosa se abrió curso sin obstáculos desde que la nueva dinastía se rodeó de abogados —los cagatintas, como llamaba el conde de Aranda a los abogaduchos como Campomanes, o los sármatas como Grimaldi— y los elevó a los principales puestos ejecutivos al crear para ellos las secretarías y la vía reservada. El régimen de «ministros con el rey» se demostró útil para apartar a los grandes y dar paso a servidores del Estado como Macanaz, Grimaldo, Orendain, Patiño, Campillo, Cuadra (Villarías), Somodevilla (Ensenada), Campomanes, Moniño (Floridablanca), hidalguillos medrados, a los que, como mucho, se les vestía de marqueses o condes para adornar el cargo y para que el rey tuviera siempre al lado gente noble. No es que hubiera en la Corte un partido de mentalidad burguesa del que Feijoo fuera portavoz espontáneo, como mantiene Iris M. Zavala y aprueba Giovanni Stiffoni —para eso es muy pronto todavía—. Lo que había, y Feijoo y su amigo Sarmiento lo sabían, era un gran peligro en el partido de los grandes, que no dejó de moverse en torno al cuarto del príncipe Fernando desde que Felipe V volvió —ilegalmente— al trono otra vez, en 1724, y desde que comprobaron que Isabel Farnesio apoyaba un Gobierno de ministros plebeyos y les detestaba. La reacción en contra aumentó la potencia y cohesión del partido, como suele ocurrir todavía hoy: una mala oposición refuerza al poder.

Al criticar a la nobleza y elogiar el trabajo, Feijoo se ponía a la delantera de la política del siglo en los aspectos más temerarios, los que podemos rastrear en el mayor instrumento antifeudal del siglo XVIII, el catastro de Ensenada —el trabajo es la medida de la riqueza, iguala a todos, puro materialismo—; también en los fundamentos ideológicos de Campomanes sobre la desamortización y, desde luego, en las críticas de Jovellanos contra el mayorazgo en la reforma agraria, iniciada por Campomanes y Olavide, precisamente retomando alguna idea de Feijoo. Ahora bien, una empresa de esa envergadura tenía que producir contradicciones en un hombre como Feijoo, al fin y al cabo un benedictino y, por eso, el padre no olvida nunca citar las raíces nobles de todos aquellos a los que pide aprobación o dedica su obra. A veces incluso llega a ser empalagoso, como en la dedicatoria a Gaspar de Molina, obispo y gobernador del Consejo de Castilla, a quien le recuerda todos sus ancestros nobles: «Siendo tan excelso el origen de los Molinas, aún lo es más el de los Oviedos» (TC, VIII).

Feijoo debía saber que nadie que no fuera noble llegó a obispo en el siglo XVIII, así que al reflejar que el obispo también era conde seguramente se le escapó alguna sonrisa picarona. Y es que esta era la gran paradoja que quizás entendamos mejor con las propuestas teóricas de Pierre Bourdieu, que Jacques Soubeyroux ha aplicado a su construcción de un Goya que desprecia la nobleza, pero que no deja de pedir que le reconozcan, a él y a su familia, la condición de infanzón (hidalgo). A favor y en contra, avec et contre, así se fue modulando la política de los reformistas contra el viejo orden feudal, al que indefectiblemente pertenecían.