Loe raamatut: «Isis modernista», lehekülg 5

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5] De cuyo comité editorial formó parte en sus primeros años Roso de Luna a distancia, pues nunca pisó suelo costarricense, aunque sí visitó Sudamérica en sustitución de Annie Besant en 1909.

6] Sobre esta afinidad estructural e histórica entre neoplatonismo y teosofía blavatskiana, cf. Chaves, 2018b.

7] Al respecto, cf. mi ensayo “La pérdida de la Estrella. La gira de Krishnamurti por América Latina en 1935”, en el libro Estudios sobre la historia del esoterismo occidental en América Latina: enfoques, aportes, problemas y debates, UNAM/UBA, 2018.

8] Dos ejemplos concretos de la influencia del primer libro de Blavatsky en la literatura española son el poemario El velo de Isis (1913), de Francisco Villaespesa, y El velo de Isis. Las mil y una noches ocultistas, de Mario Roso de Luna. En ambos las referencias a Blavatsky son explícitas.

I

Contextos

(historia y testimonios)

Rubén Darío

Nicaragua

(1867-1916)

Desde temprana edad Darío se sintió atraído por los asuntos “sobrenaturales”, a partir de las consejas populares que corrían en su medio todavía muy rural y propicio a todo tipo de ultramundanerías, tal como señala el personaje de uno de sus relatos fantásticos, “La larva”, cuando dice: “Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible”, y añade: “En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes” (1982, 67). Justamente en ese relato de fuerte tono autobiográfico se narra su encuentro, en total sobriedad, con una criatura de este tipo.

Más crecido, entró en contacto con doctrinas esotéricas cultas, como la masonería y el espiritismo. En el caso de la primera, trató en León al masón polaco José Leonard Bertholet, e hizo algunas lecturas al respecto, según señala en su Autobiografía: “cayó en mis manos un libro de masonería, y me dio por ser masón, y llegaron a serme familiares: Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y toda la endiablada y simbólica liturgia de esos terribles ingenuos” (1966, 28). No obstante esta supuesta ingenuidad masónica, Darío se incorporó a la Orden el 24 de enero de 1908, específicamente a la Logia Progreso núm. 1 del Oriente de Managua (Arellano, 2010).

Un foco de interés seguro fue el espiritismo, tanto en libros como en sesiones, algo que continuó a lo largo de su vida, en diferentes lugares. Darío declara a su amigo el periodista Francisco Huezo, pocos días antes de morir, ser “feligrés en las capillas de Allan Kardec y Annie Besant” (esto es, representantes del espiritismo y la teosofía, respectivamente):

Yo he sido eso; yo he creído. He estudiado, he visto mucho, en París, en Italia. Suceden cosas sorprendentes, inexplicables. Son hechos extraordinarios, como cábalas de misterio. Ahí está la Eusapia Paladino, italiana, una médium prodigiosa. Cuando trabaja, en su cámara, a media luz, se observan fenómenos maravillosos alrededor de su cabeza, como un nimbo extraño. Se ven perfiles de personas que surgen y desaparecen, caras animadas, manos que los asistentes quisieran oprimir entre las suyas. En fin, manifestaciones especiales, fuertes. Y la Eusapia es una ignorante, casi ruda. Habla muy mal su idioma, el italiano, según he tenido oportunidad de apreciar, pues algunas veces la visité y comí en su compañía (Torres, 1982, 402).

Darío oscila entre el interés por los asuntos ocultos y el miedo a ellos, a los desórdenes nerviosos que puedan generarle. A principios de la última década del siglo XIX Darío conoce en Guatemala a Jorge Castro Fernández, a quien hemos mencionado anteriormente como un pionero de la teosofía en Costa Rica, tras haber estudiado en Europa. Castro, por entonces diplomático, introduce a Darío a la literatura teosófica, por entonces toda una novedad en el mundo hispánico. Se vuelven muy amigos y, entusiasmados por sus lecturas sobre la vida después de la muerte, hacen un pacto de que el primero que muera se le aparecerá al otro de manera irrefutable. Pasan algunos años, no muchos, y en 1901 Jorge Castro muere en Panamá de manera imprevista. Darío no lo sabe y, sin embargo, lo ve y oye sonidos del piano sin que haya nadie para tocarlo. Luego se entera de su muerte. El escalofrío lo alcanza cual relámpago y la piel se le pone de gallina. La combinación de los fenómenos paranormales vividos y la noticia de la muerte de su amigo impresionan tanto a Darío, que no solo lo convencerán para el resto de su vida de la existencia post mortem, sino que lo llevará a escribir unas bellas páginas necrológicas por él, bajo el título de “Jorge Castro Fernández”,1 su iniciador teosófico.

Ya en Argentina, Darío continúa con sus intereses esotéricos, ahora en compañía de Leopoldo Lugones, tal como manifiesta en su Autobiografía: “Como dejo escrito, con Lugones y Piñeiro Sorondo hablaba mucho sobre ciencias ocultas. Me había dado desde hacía largo tiempo a esta clase de estudios […] había tenido ocasión, desde muy joven, si bien raras veces, de observar la presencia y la acción de las fuerzas misteriosas y extrañas, que aún no han llegado al conocimiento y dominio de la ciencia oficial” (1966, 118). Es en Argentina donde Darío comienza la elaboración de sus primeros cuentos fantásticos, en los que incorpora temáticas y nomenclatura procedentes de la teosofía y el espiritismo. Es decir, su interés continuo por lo misterioso no se queda en lo anecdótico y personal sino que tiene consecuencias literarias, favoreciendo su incursión en la incipiente producción fantástica latinoamericana.

En Europa, pese a sus reticencias, sigue cultivando sus intereses ocultistas, como vimos en el caso de sus visitas a Eusapia Paladino y, en Francia, al célebre ocultista Gérard Encausse, mejor conocido por su seudónimo Papus, autor de una vasta obra publicada y traducida a múltiples lenguas, incluido el español, y una figura importante para el esoterismo latinoamericano, pues extendió a estos rumbos algunas de las organizaciones en las que participaba, como el martinismo, entre otras, por medio de delegados como el ocultista germano-mexicano Arnold Krumm-Heller. Pues bien, señala Darío que “en París, con Leopoldo Lugones, hemos observado en el doctor Encausse, esto es, el célebre ‘Papus’, cosas interesantísimas” (1966, 118).

En varias ocasiones Darío menciona a Papus, siempre en tono elogioso, como ocurre en el texto aquí seleccionado, “Siempre el misterio”, en que lo describe como “un buzo de lo desconocido, un pensador y un explorador del más allá”, como una garantía de la veracidad de los fenómenos parapsicológicos, que en ese tiempo se denominaban “metapsíquicos”, siguiendo la nomenclatura de Charles Richet (1850-1935), un médico galardonado con el Premio Nobel en 1913 por sus investigaciones sobre la anafilaxia, y que también fue un pionero de la parapsicología. Precisamente Richet es mencionado en la última parte del texto a propósito de otro caso notable de prodigios “metapsíquicos”, el de la médium costarricense Ofelia Corrales, aludida ahí pero sin decir su nombre, aunque con todas las claves para que el lector de su época pudiese saber de quién se trataba, dada la notoriedad que alcanzó su caso, a fines de la primera década e inicios de la segunda, en el ámbito de la investigación paranormal.

Los fenómenos generados por Corrales (incluidas fotografías ectoplásmicas) fueron conocidos por revistas y periódicos en Costa Rica, México, España, Estados Unidos, Francia y Alemania, y algunos llegaron incluso a compararla con Eusapia Paladino, en versión tropical. En su caso, la investigación por parte de los investigadores científicos fue llevada a cabo, no por Richet, como indica Darío, sino por Willy Reichel, quien viajó a Costa Rica para ello, y quien terminó negando la validez de dichos fenómenos, no sin la oposición de otros investigadores como César de Vesme, colaborador de Annales des Sciences Psychiques, de Francia, en donde se tradujo del alemán y se publicó la investigación de Reichel, con los comentarios de De Vesme, contrarios al germano por sus irregularidades metodológicas y por sus prejuicios hacia la médium y su familia. En este sentido, pese a que Reichel acusó de fraude a Corrales (si bien le reconoce, pese a todo, algunas dotes mediúmnicas), De Vesme la defendió con fuerza (y con éste, muchos otros en Costa Rica2). En este pleito de parapsicólogos, la versión negativa de Reichel fue la que, a la larga, terminó imponiéndose, al ser recuperada por el Premio Nobel Richet en su libro Traité de Metapsychique (1922), y llamar a los fenómenos de Corrales como “supercherie grossière”, sin tomar en cuenta la detallada crítica de De Vesme. En cualquier caso, pese a la descalificación extranjera, Ofelia Corrales continuó con su trabajo mediúmnico (como se indicó antes, fue la médium oficial del gobernante Federico Tinoco, y cuando este abandonó el país por la rebelión popular, rumbo a Francia, en 1919, se la llevó con él, donde ella vivió unos pocos años, antes de retornar a Costa Rica), y llegó a convertirse en la figura más importante de la historia del espiritismo práctico en su país.

Muchos son los escritos de Rubén Darío donde aborda sus inquietudes sobre lo oculto, incluyendo crónicas, relatos e incluso poemas, por ejemplo en su crónica sobre Onofroff, el mesmerista de escena, titulada “La esfinge”. Ahí llega a preguntarse si “llegaremos a creer en la teosofía de madame Blavatsky, a hablar de “la ciencia oriental” y de “la ciencia de los mahatmas”, y a definir al ocultismo de forma totalmente blavatskiana: “¿qué es el ocultismo? El ocultismo o ciencia oculta, se dice la filosofía por excelencia, madre de todas las ciencias; posee un método especial, la analogía; enseña desde hace siglos la evolución y algo más: la involución, da la clave de todas las ciencias, y las reúne todas en una síntesis general. Estudia las ciencias oficiales y las ciencias ocultas, propiamente dichas, y las concilia perfectamente” (en Schmigalle, 2015). ¿No se subitula la principal obra de Blavatsky La Doctrina Secreta como “síntesis de la religión, la filosofía y la ciencia”? ¿No era este también el objetivo de la filosofía de la naturaleza del idealismo alemán, con Schelling a la cabeza?

De los autores hispanoamericanos, quizás sea Darío el mejor estudiado en estos vínculos con lo misterioso.

“Siempre el misterio” 3

El hombre de los ojos profundos que piensa y que sueña en medio de las corrientes tumultuosas del vibrante París, me presenta un periódico y me dice señalándome una columna: “Lea”.

Leo: “En vista de las nuevas manifestaciones espiritistas que han de pasar en diferentes puntos del mundo, manifestaciones “sensacionales” que sobrepasarán con mucho los fenómenos producidos hasta el día, el grupo de los nuevos cristianos cumple con el deber de informar al público que las prácticas espiritistas ofrecen grandes inconvenientes y algunas veces, grandes peligros. No se debe entregar a ellas sino con las intenciones más nobles y el corazón más anhelante. Lo subconsciente, el desdoblamiento de la personalidad, la telepatía, la alucinación y, sobre todo, el “fraude innumerable”, son otros tantos engaños que rodean las entradas del espiritismo; en fin, los espíritus engañadores pululan. Que sean entidades formadas por los fluidos pensamientos que se escapan constantemente de los individuos, o que tengan otro origen, ellos “existen”. Solamente la plegaria y la limpieza del alma pueden preservarnos de ellos. Hay el mal espiritismo y el buen espiritismo, como hay la buena y la mala iglesia, la buena y la mala república, la buena y la mala monarquía, etc. El espiritismo está llamado a prestar a la Humanidad servicios considerables. Guardémosle puro. Él es el que unirá la ciencia a la religión, el que nos permitirá probar científicamente la revelación y el milagro. No vayáis a los espíritus sino por medio de la plegaria, y recordad que el bien atrae el bien y el mal atrae el mal. Es la ley de atracción y de repulsión que rige el mundo moral como el mundo físico”.

—Perfectamente — dije.

— ¿Y usted qué piensa de esto?

— Que apartando los inconvenientes de los grupos, entre los cuales Bouvard y Pecuchet4 tienen casi siempre digna representación, algo se percata de lo desconocido, de un modo especial en estos momentos, por los estudiosos de lo oculto. Y en cuanto a las manifestaciones extraordinarias, sé de dos que impresionarían a cualquiera.

Y se las conté.

Son las siguientes:

*

* *

Hace algunos años llegó a mi morada parisiense un joven uruguayo que me presentó una carta de recomendación de Leopoldo Lugones. Es la única persona que me haya sido recomendada por el gran poeta, y, en verdad, eran merecidos los elogios que me hiciera de la inteligencia y cortesía de aquel amigo. Tuvimos buenas relaciones desde entonces. Pude apreciar su cultura, su dedicación a variadas disciplinas, su gusto por el Arte, por las Letras, y su facilidad de asimilación, al par que su modesta discreción. Cuando llegamos a tener cierta confianza, mostróme sus ensayos literarios, y ellos denotaban tanto el ingenio como los buenos estudios. Recuerdo, entre otras cosas, que el joven M... –pondré, por razones claras, tan sólo la inicial de su apellido– me leyó unos cuantos sonetos en francés, de los mejores que haya conocido escritos en esa lengua por autores hispanoamericanos. Luego pasamos juntos un verano en las costas de Bretaña, en la casi isla de Roscanvel, no lejos de Camaret-sur-Mer, en la misma finca de campo en donde estuviera por unos días Ricardo Rojas,5 el cual habla de ella en uno de sus libros.

El Sr. M... era casado, tenía dos niños y recibía unas pequeñas rentas de América, que le bastaban para llenar las necesidades de su hogar y sus aficiones de hombre de letras. Hacía, así mismo, de cuando en cuando operaciones de comercio de obras de arte, en las que no creo haya obtenido mucho provecho. A causa de esto partió para Buenos Aires y dejamos de comunicarnos por algún tiempo. Retornó a París. Su salud estaba minada. Un desenlace fatal se precipitó, durante el tiempo en que yo me encontrara recientemente en tierras aztecas y cubanas. Cuando retorné, su viuda me narró las angustias de una enfermedad terrible y los últimos momentos de su marido, que me llamaba antes de expirar.

He aquí que se presenta lo misterioso. No voy a buscar la causa, sino a señalar los hechos.

Unos diez días después del embalsamamiento del cuerpo y de su depósito en una cripta, la señora de M... fue en compañía de sus dos niños a colocar unas flores en la tumba.

Al día siguiente, en compañía siempre de sus niños y de un caballero español, llegó a almorzar a un restaurante del boulevard Saint-Michel.

La concurrencia era grande. Las mesas estaban casi todas ocupadas. Solamente había dos disponibles. Se sentaron a ellas. No habían concluido el primer plato, cuando entró al establecimiento el Sr. M..., difunto. Ocupó la mesa que estaba frente de la viuda. Aquel hombre llamó la atención de todos los clientes del restaurante que lo notaron.

“II a l’air d’un mort!”, decían unos. “II est près que mourant!”, decían otros. La viuda, al verle, calcúlese la impresión que sentiría. Por lo bajo dijo a su acompañante: “¡Mi marido!”

Los niños, por su parte, dijeron a la señora: “Mamá, mamá; ahí está papá. ¿Cómo nos dijiste que se había ido al cielo, que se lo habían llevado los angelitos?” La señora reconoció toda la indumentaria, desde el calzado hasta los lentes, unos lentes obscuros que ella misma le comprara. No se trataba, pues, de un sosie, sino de un caso extraordinario. El reencarnado, o lo que fuese, no habló. Señaló al mozo algo en el menú. Los platos que trajeron y que, por otra parte, no probó, eran los mismos que él prefiriera y acostumbrara en su casa. Sonreía a los niños. No miraba a la señora ni al caballero que la acompañaba. A poco, pagó, se levantó con la misma dificultad con que se le viera andar cuando entrara y salió a la calle. Llamado el patrón de la casa, dijo que no conocía al extraño personaje y los mozos afirmaron que era aquélla la primera vez que le habían visto.

Al día siguiente llegué a París, de vuelta de Madrid y al serme narrado lo sucedido y al preguntarme la señora si yo conocía a alguna persona que pudiera darle una explicación de aquel fenómeno misterioso, le contesté afirmativamente. Esa misma tarde la conduje a casa de un amigo, eminente sabio en ciencias ocultas, el doctor Encausse, conocido en el mundo de las letras y del ocultismo con el seudónimo de “Papus”. Es uno de los “escritores iniciados en quienes se encuentran los principios de la antigua ciencia mágica”, según las palabras de Marc Saunier. Su tratado de ciencias ocultas, su admirable libro Le Tarot des Bohémiens, “libro que revela enteramente el sentido filosófico y científico del Tarot” y tantas otras producciones, le han conquistado una gran autoridad. Sin reclame, sin farsas, es todo lo contrario de más de un sonoro charlatán. Sus relaciones se extienden a todo el mundo. Es un buzo de lo desconocido, un pensador y un explorador del más allá. No voy a pintar la escena de la consulta. Sólo, sí, diré que el Dr. Encausse dijo cosas muy raras por lo que contenían de la adivinación; que asombró a la dama hablándole de asuntos tan íntimos que sólo eran conocidos por ella y su finado esposo. Díjole de la visita que hiciera al cementerio y de la clase de flores que llevara. Aseguróle ser, en efecto, su marido quien se le presentara en el restaurante en pleno día y a la vista de todo el mundo. Hablóle de cierto pliego cerrado y lacrado cuya existencia ignorara la viuda y que después encontró. Y salimos de la morada sibilina, los que presenciamos la entrevista, admirados y confundidos por lo curioso y peregrino del caso.

No puede suponerse que haya habido alucinación en el restaurante, porque habría que convenir entonces en que la alucinación había sido colectiva, no sólo de la señora y de los dos niños, sino del patrón, de los mozos y de las gentes que comentaron la llegada del tipo espectral, que comparaban con un muerto o con un moribundo. Luego, los conocimientos e intuiciones especiales del sabio ocultista explican el hecho, claro que no para los escépticos, sino para quienes tengan algún conocimiento o nociones de ciencias secretas. El esoterismo, diremos perogrúllicamente, no es para todo el mundo.

Hace poco, en una reunión en que se tratase del suceso anterior, un distinguido centroamericano que ha ocupado un alto puesto en el Gobierno de Costa Rica, nos dijo:

“Lo que podré asegurar – yo que no tengo el espíritu muy abierto a lo que la ciencia no puede verificar– es que en la capital de mi país existe una señorita de la mejor sociedad6 que se ha revelado médium extraordinaria, y por la cual se producen fenómenos psicofísicos que dejan muy atrás los de la famosa Eusapia Paladino. Por ello, varios hombres de ciencia europeos están muy interesados y se ha embarcado ya, o está para embarcarse para la América Central, el Dr. Richet”.

Y nos contó entonces lo que él había presenciado, en compañía de algunas otras personas, entre las cuales el viajero francés conde de Perigny, después de diversas demostraciones de lo oculto, lo siguiente: La señorita se sentó al piano. Entabló conversación con gentes invisibles, pero cuyas palabras se oían en el mismo salón. Luego acompañó el canto de diez o doce voces, un coro admirablemente concertado que atronó la sala y que dejó grandemente asombrados a cuantos lo escucharon. Las manifestaciones espíritas en casa de dicha señorita son tan raras y extranaturales, que una de las principales sociedades especialistas de Inglaterra, la Royal Psychical Society, ha ofrecido costear el viaje a la médium y a toda su familia a Londres, con el fin de estudiar detenidamente los hechos.

Enrique Gómez Carrillo Guatemala (1873-1927)

Hijo de inmigrantes españoles, Enrique Gómez Tible (su nombre completo verdadero) emigró muy joven a Europa, cambió su segundo apellido (no quería que los bromistas lo llamaran “Enrique Comestible”, a él, un aristócrata del espíritu) y aunque se asentó en Francia a los 18 años, vivió por temporadas en España, donde publicó profusamente, tanto en los diarios y revistas, como en forma de libros, que normalmente estaban constituidos por recolecciones y recombinaciones de sus trabajos parciales, exceptuando sus novelas. Su proyección fue enorme, tanto en España como en la América Hispana. También publicaba en Francia, en la famosa editorial Garnier, meca de muchos escritores latinoamericanos. Se convirtió en un referente importante del modernismo literario de la época, sobre todo como ensayista literario y como cronista de viajes. Instalado en París, era el punto de enlace de buena parte de los poetas latinoamericanos con los franceses, como Rubén Darío y Amado Nervo, pues Gómez Carrillo se jactaba de tratar a Verlaine, Moréas y hasta a Oscar Wilde.

De tantos modernistas que idealizaron el viaje, pocos viajaron tanto como Gómez Carrillo, y no solo por Europa y América, sino también por África y Asia. Algunos de sus títulos son: De Marsella a Tokio. Sensaciones de Egipto, la India, la China y el Japón (1906), El Japón heroico y galante (1912), La sonrisa de la Esfinge (1913), Jerusalén y la Tierra Santa (1914) y El encanto de Buenos Aires (1921). También escribió crónicas de Europa en tiempos de guerra, como En el corazón de la tragedia (1917). Fue el gran cronista de viajes del modernismo, “el Pierre Loti en español”, como le gustaba llamarse, y curiosamente, a casi cien años de su muerte, pareciera que es lo que lo mantiene vivo como escritor: su condición de cronista viajero, cuando menos si uno toma como indicador las recientes reediciones de algunas de sus obras, tras un periodo de algo semejante al olvido. Otra parte de su trabajo literario es de tipo novelesco, en el que destacan Tres novelas inmorales, que reúne Del amor, del dolor y del vicio, Bohemia sentimental y Maravillas o pobre clown, que suceden en ese medio bohemio y literario que tanta fama le dio. También está la novela El evangelio del amor (1922), de exotismo histórico (Bizancio) con las marcas eróticas del fin de siglo XIX.

El texto seleccionado, “Las religiones de París”, forma parte del libro de 1895 Literatura extranjera, una defensa ideológica del modernismo (también publicó en 1893 Sensaciones del arte7), en el que dedicó ensayos a diversos escritores admirados por él y propuestos como lecturas para los jóvenes escritores latinoamericanos, un poco a la manera de lo que hará Rubén Darío en Los raros (1896), un año después. Entre los autores abordados por Gómez Carrillo están Charles Swinburne, Walt Whitman, María Bashkirtseff, Alejandro Pushkin, Villiers de l’Isle Adam, Henrik Ibsen y Gabriel D’Annunzio, es decir, un repertorio muy parecido al de Darío. Resulta curioso que en esa recopilación de textos sobre la nueva literatura del momento, el autor incluya tres artículos que tratan el asunto religioso: “Dos evangelistas”, “El neomisticismo” y el aquí seleccionado, “Las religiones de París”.

Por su oficio de periodista y cronista, Gómez Carrillo estaba muy al tanto de la actualidad literaria de Francia, pero también del cambiante panorama religioso que comenzaba a afectarla, sobre todo por el lado de la irrupción esotérica. En el texto, menciona a cuatro autores que se habían referido a dicho fenómeno de diversidad religiosa en Francia (la otra parte de la secularización): a J.-K.Huysmans, que con su novela Là-bas (1891) había abordado de forma entremezclada el mundo de la magia y el ocultismo, tanto en el pasado (con la historia de Gilles de Rais) como en el París del XIX; a Jules Bois, que había escrito Les petites religions de Paris (1894); a los escritos sobre esos tópicos de Gilbert-Augustin Thierry en la Revue de Deux Mondes; al medievalismo católico-rosacruz de Joséphin Péladan. El tema siguió atrayendo la atención del medio, pues todavía en 1937 se publicaron Les religions nouvelles de Paris, de Pierre Geyraud, y Les compagnons de la hiérophanie, de Victor-Émile Michelet, este último libro sin duda una excelente galería del ocultismo francés del fin de siglo, escrito por uno de sus participantes, con buen estilo y conocimiento de cerca y desde dentro.

Por supuesto que el texto de Gómez Carrillo es periodístico, de tipo más literario, no académico (aunque mencione algunas fuentes de este tipo, como Labor y Burnouf), y de ahí la fragilidad de parte de su información, aunque al final el estilo literario lo salve. Dada su postura mundana y secular, presenta (con mucha ironía) a algunas de las nuevas corrientes que muy pronto comenzarían a correr también por España y América Latina, como el budismo (presentado casi como una forma cristiana, incluido un Dios que en Buda sobra) y la teosofía, de la que se nota que casi nada conoce, por lo que recurre a la polémica figura de Blavatsky, “fundadora del culto parisiense de las Siete Tierras y sacerdotisa suprema del templo de los Espíritus” para, según él, fundamentar su escrito. Dado el lugar privilegiado de París en el imaginario de la época, sobre todo entre los modernistas, no es raro que éstos hubieran dirigido sus miradas a aquellos misterios que fascinaban a la “capital del siglo XIX”, en opinión de Walter Benjamin, el notable crítico judeoalemán.

“Las religiones de París” 8

Uno de los puntos históricos que más han de preocupar a los futuros cronistas parisienses es el infinito número de religiones misteriosas que hoy existen en la capital de Francia.

Cuando Huysmans, Thierry y Péladan comenzaron a decir, en 1891, que los modernos hijos de Lutecia no se contentaban con rendir culto a Jesús, sino que también solían inclinarse ante las imágenes de Lucifer, de Isis y de Hermes, los librepensadores se echaron a reír y los católicos se asustaron. “Cuatro religiones para una sola ciudad –decían los primeros– son demasiadas religiones”. Y los segundos exclamaban: “¡Verdaderamente París es la capital del vicio, de la blasfemia, de la idolatría… Desconocer al verdadero Dios y adorar a un ídolo, es un verdadero pecado; mas creer en varias divinidades sacrílegas conociendo al único Todopoderoso, es más que un pecado, es un crimen…!”.

Los politeístas franceses, no obstante, continuaron buscando dioses en los países de las antiguas teogonías, y lograron por fin convertir a la ciudad del rey san Luis en un verdadero panorama de ceremonias exóticas.

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Doce son, actualmente, las sectas religiosas de París; a saber: pagana, swedenborgiana, budista, teosófica, lumínica, satánica, humanitaria, luciferiana, eseniana, gnóstica, ísica y mágica. Para darse cuenta de la importancia que cada una de estas cofradías misteriosas tiene en la Ciudad-Luz, es necesario leer el libro que acaba de publicarse con el título Les Petites religions de Paris. Por mi parte sólo quiero decir lo que, gracias a Jules Bois, he podido averiguar acerca de la religión de la Humanidad, del culto de Buda, de la Sociedad Teosófica y del templo de Isis.

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El pontífice máximo de la religión de la Humanidad es un compatriota nuestro [9]. Se llama M. Lagarrigue; nació en Chile, estudió en los Estados Unidos o en Alemania, y a la edad de treinta años, sintiéndose atraído por el brillo de la escuela positivista francesa, vino a establecerse en París. Desde entonces vive en una casa muy vieja de la calle más histórica de la gran ciudad, rodeado de muebles antiquísimos, de cuadros primitivos y de incunables intensos. Al entrar en su habitación se siente un perfume penetrante de flores muertas y de cabelleras encanecidas, que atrae a la memoria el recuerdo de aquellas páginas asombrosas en que Théophile Gautier dejó encerrada el alma del Escorial. La palabra del maestro acentúa y completa esta impresión de tranquilidad religiosa y de agonía poética.

Lagarrigue, en efecto, habla del amor, de la vida, de la familia y de la caridad con entusiasmo fanático; pero en sus discursos hay algo que suena como una catilinaria contra la verdadera vida y contra el verdadero amor. “Nuestro patriarca Augusto Comte –dice– creía que, en una época futura, las bajezas del Amor iban a ser abolidas para que la mujer pudiese llegar a ser madre sin comercio carnal, fecundando con el pensamiento el huevo humano que lleva en sí…”. ¿No es verdad que estas palabras se prestan a los más curiosos comentarios, no sólo por decir lo que dicen, sino también por venir de quien vienen…? Está bien que un “quietista” ascético funde su ideal humanitario en la multiplicación casta, porque siendo la “concepción inmaculada” el estado de la Virgen María, a ella debe tender la utopía mística. Pero los positivistas que no creen en el pecado carnal ¿qué fin pueden proponerse al hacer el elogio de la castidad? Para ellos, al contrario, el comercio de los sexos debiera ser un acto digno de alabanza, puesto que gracias a él la especie humana se perfecciona y aumenta en medio del goce. Aun suponiendo que la idea fecundante no pudiese brotar sino de la unión intelectual de un hombre y una mujer, siempre el perfeccionismo absoluto resultaría estéril dentro de la escuela cuyo fin consiste en hacer la dicha “positiva” de la humanidad. Suprimir al macho y a la hembra para no dejar sino el “ser masculino” y el “ser femenino”, equivale a dar muerte a la gran armonía vital. El espectáculo de un universo regido únicamente por fluidos ideológicos sería poco simpático.

Otras utopías de Lagarrigue me parecen más ingeniosas y más dignas de un heredero de Comte, sobre todo por lo que éste tuvo, en sus últimos años, de místico y de fantástico.

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Para formar parte de la religión de la Humanidad es necesario no sólo amar a nuestros semejantes como a nosotros mismos, sino también a los “muertos de los demás” como a nuestros propios muertos. El dios de los humanitaristas es el conjunto de los que han dejado de existir. “El rezo –dice Lagarrigue– es la exaltación de nuestras mejores facultades por medio del recuerdo de los difuntos. Yo, por ejemplo, que nunca tuve esposa, ruego cada día a los manes de mi madre, y su existencia suprema es, en mi ser, un talismán contra la desgracia. Nuestra vida es subjetiva. Nosotros no creemos en la inmortalidad de las almas sino por el recuerdo que de ellos guardamos… Nuestros muertos no tienen, como los muertos de los católicos, una segunda vida espiritual; mas a pesar de eso saben gobernarnos de una manera perfecta con sólo el prestigio de la Nada y el Sepulcro”. Lo que más admiración me ha causado siempre en los discursos de nuestro ilustre compatriota, es esa mezcla de principios materialistas y de creencias espirituales que concierten el positivismo frío de la escuela francesa en una religión triste y discreta.

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