Hablando con extraños y otros cuentos

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Hablando con extraños y otros cuentos
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HABLANDO CON EXTRAÑOS

Y OTROS CUENTOS

© Juan González Fuentealba, 2021

© Pehoé ediciones, enero 2022

Pehoé ediciones

San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile

ISBN Digital: 978-956-6131-36-6

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.

ÍNDICE

La Lección

Antes de morir

El trabajo de Ricky

A solas en Londres 36

Hablando con extraños





Para Rosabetty Muñoz y para Jorge Fernández Darraz, de quienes tuve la suerte de ser su estudiante, y siempre me animaron a escribir. Gracias.

LA LECCIÓN

El sol se ocultaba en las grandes planicies. La última luz de la tarde encendió los pastizales en un breve suspiro. Después, la oscuridad. Grandes sombras flotantes en el cielo como lentos peces en tranquilas aguas. La mujer se mantenía en pie a la entrada de la casa, con la puerta abierta y las lámparas apagadas.

Sonidos suaves de hojas crujientes y silbidos fugaces venían de la arboleda que la rodeaba. Las manos frías de la mujer se sujetaban una a la otra. Al soltarse, inquietas, insistían en volver a encontrarse. Sus ojos quietos donde, hace unos momentos, había habido una última línea de luz, y donde ahora sólo quedaba un vacío manto negro.

Entró, cerrando la puerta tras de sí.

En la hoguera apiló astillas sobre hojas secas. Era hora de hacer el fuego. El niño estaba acostado en el piso, mirando el techo con las manos entrelazadas sobre el vientre. Era delgado, y las ropas empezaran a quedarle cortas. El fuego iluminó al niño, cuerpo entero, junto al rostro de su madre.

Calentaron carne ya estofada del almuerzo y comieron en silencio. Al terminar la cena se acostaron sin decir nada, sin apenas mirarse. Compartían una cama fría, con poca emoción.

El humo se alejaba invisible, perdiéndose en el corazón oscuro de la noche. El viento era el aliento helado de una bestia dormida, y en el silencio apabullante un hombre se abría paso vacilante entre los árboles. Cojeaba y se caía a cada tantos pasos. Llevaba las ropas rotas y las manos por delante, como un lastimoso reemplazo de la vista perdida.

Salió de la arboleda y entró en la planicie, pequeña como un jardín. Frente a él vio una leve luz palpitante, a la distancia de un tiro de piedra. El fuego asomaba su resplandor por la esquina de la ventana. El hombre suspiró, dio media docena de pasos y se desplomó en la hierba húmeda. Sin luna para iluminarlo, con los ojos cerrados pegados al piso se dejó perder en la profundidad del sueño.

La humedad del rocío lo cubría como una rama más sobre el prado. Al despertar se movió lentamente, como si apenas viviera. La mujer apuntó el rifle hacia su cabeza, ajustando el tiro mientras el hombre se incorporaba.

¿Quién es usted? Preguntó.

Sólo voy de paso, señora.

¿De dónde viene?

De San Lucas, en el valle. El hombre logró arrodillarse, quedando frente a la mujer. El rifle apuntaba a su frente.

Son tres días a caballo. Usted no viene solo.

Vengo, señora. Vengo solo. Mi caballo estaba herido y murió a la mitad del camino.

¿Qué quiere aquí?

El hombre suspiró. Nada, dijo. Llegué aquí por accidente. No quiero nada.

La mujer ajustó la culata del rifle a su hombro. El ojo del cañón brillaba como acero pulido bajo el sol.

Nadie viene aquí por nada. Voy a dispararle si no me dice algo más.

Señora, por favor. Estoy escapando, pero soy inocente, por el amor de Dios. Llevo días huyendo por una injusticia terrible.

Voy a dispararle.

El hombre comenzó a temblar. Hubiera llorado de no ser por el agotamiento.

Por favor, no… Suplicó.

La mujer no dejó de apuntarle. Usted no es inocente, dijo. Todos los culpables dicen ser inocentes, pero nadie vendría aquí sin una intención.

Señora, por favor, mire mis manos, dijo mostrando las palmas. No tengo nada, ni intenciones ni nada más. Huyo de una injusticia y llegué aquí por casualidad.

Mentira.

En San Lucas fui acusado de robar y matar ganado y sin razón trataron de matarme. Escapé sólo por el amor de Dios.

¿Por dónde ha venido?

Crucé el río. Casi me ahogo, quise prender fuego y no pude.

Podía verse fango espeso sobre la ropa del hombre, como si se hubiera arrastrado por la ribera del río.

Debe irse. Llegarán buscándole y no tenemos asuntos con usted. Apuntó el rifle nuevamente, el cual había bajado suavemente por un momento. Le apuntaba al ojo derecho, el vacío negro e indiferente del cañón.

Está bien, señora, me iré. No sabrá nada más de mí.

El hombre se levantó forzosamente y desapareció en el bosque. Al volver a la casa el niño la esperaba en la entrada. No dijo nada mientras ella pasaba a su lado. La miraba como el rifle había mirado al hombre.

Una noche sin luna. La oscuridad era pesada como el aceite. Habían evitado prender alguna lumbre, esperando a que la casa se perdiera entre las sombras del bosque y de la noche.

La mujer no se permitía descanso. El niño dormía escondido bajo un cerro de frazadas, escondido del frío. Su madre lo vigilaba; a él y a la noche más allá de la ventana.

El viento movía los árboles y susurraba sugerencias tenebrosas. El respirar suave de un ser vivo, donde un hombre podría esconderse.

La mujer estaba sentada, con una caja de municiones esperando quieta sobre su regazo. La vieja tapa de cartón no podía ya cerrarse. Los bordes estaban gastados e incompletos, las balas sólo hasta la mitad. El rifle junto a ella, parado en el respaldo de otra silla, dibujaba una cruda silueta en la oscuridad.

Pasaron dos noches más. Los días atrapados en su propia quieta rutina. Nada nuevo había aparecido, ni siquiera un perro perdido. No había columnas de humo en el cielo. Vigilaba al niño de cerca, incluso esperándole afuera del baño. La caseta estaba a veinte pasos lejos de la casa, demasiado cercana al bosque.

A la tercera noche, la mujer abría los ojos como un animal sin razón. El terror silencioso de la vigilia le dejaba sólo las fuerzas necesarias para mantenerse despierta, pero no para mucho más. Abrazaba al rifle como si fuera un pilar, más que un arma.

Sin tan sólo pudiera matarse la oscuridad completa, pensaba. Si tan sólo tuviera un cuerpo aún al cual dispararle.

Despertó a la mañana siguiente con el mentón hundido en el pecho. Tenía el cuello adolorido, como si se le hubiera partido un hueso. La luz brillante, y ante sus ojos vacíos los pálidos horrores del día. La puerta abierta dejaba entrar la brisa fresca y el olor al pastizal. Tenía la boca seca y se sintió naturalmente atraída hacía el rocío. Dio los cuatro pasos hasta la puerta. En la entrada, sentados sobre la tarima, se encontraban el niño y el hombre comiendo en silencio. Se escuchó el chasquido del rifle al levantarse. El hombre giró hacia su espalda con los ojos llenos de sorpresa y temor. Su boca no perdió tiempo en devorar lo que le quedaba de alimento.

Mamá, dijo el niño, no es necesario. Sólo tiene hambre.

La mujer levantó la culata a la altura de su cabeza. El hombre se cubrió la cara con las manos, a modo de reflejo. La mujer se detuvo antes de asestar el golpe.

¿Cómo ha llegado hasta aquí? Preguntó la mujer, que parecía quebrada, a punto de llorar.

Me desmayé en el bosque. El niño me encontró.

La mujer miró a su hijo. ¿Cuántas veces había visto el niño morir a un hombre? Se preguntó. Un hombre no es un animal, y un animal no es un hombre.

Ya le dieron de comer.

-Sí.-

Entonces váyase.

Lo matarán, dijo el niño.

El silencio entre ellos ahondaba el sonido de los árboles y de los pájaros, que cantaban alegres, sin sospechar el tormento del corazón humano.

Hay que amarrarlo. El niño y el hombre no dijeron nada, quedándose quietos.

¡Busca una cuerda! Gritó la mujer ¡Rápido!

Lo amarraron a una silla, con los brazos rodeando el respaldo. Casi no podía levantar la cabeza. La mujer le apuntó con el rifle todo el tiempo, mientras el niño anudaba las cuerdas.

Después le dieron un poco de agua.

El silencio, por lo general común, era ahora extraordinario, fuera de la naturaleza de los objetos. Después de años laboriosos, construyendo una rutina mansa y disciplinada, cual retiro de las pasiones, todo se encontraba ahora cruzado por la amenaza desconocida del mundo y su guerra.

El hombre atado a la silla. La mujer y el niño se miraban en medio del silencio salvaje. ¿Qué hacer? Se preguntaban con los ojos.

Señora, dijo el hombre, he sido perseguido cruelmente. Le agradezco su ayuda.

La mujer lo observó en silencio.

Los hombres del pueblo me han perseguido sin que yo pudiera hacer nada. La crueldad es una bestia, y si no fuera por usted, señora, estaría muerto.

 

Usted mató a esos animales.

Le aseguro que no. No he hecho nada.

La mujer se levantó de golpe de su asiento, furiosa. Todos hemos hecho algo, dijo.

El niño miraba con ojos cansados. La luz de una lámpara de aceite distorsionaba los objetos en un aire cremoso y amarillo. Miraba al hombre sin pausa. Sus ropas negras y su cabello oscuro y grasiento. Miraba su cuello nudoso, cruzado por una pobre barba, la cual parecía romper la piel al salir. Pero sobre todo, le miraba la manzana de Adán, incrustada dolorosamente en la carne, mientras subía y bajaba al tragar.

El niño tragó a su vez y se llevó una mano al cuello. Sintió la tibieza de su propia sangre bajo la piel de sus dedos.

¿Tiene hijos? Preguntó.

Sí.

¿Dónde están?

En casa. No han podido acompañarme.

¿Usted los dejó?

No. Volveré con ellos apenas pueda. Ha sido un viaje muy largo.

La mujer tomó una postura feroz. ¿Piensa volver con ellos? Preguntó. ¿Con su esposa también?

El hombre bajó la mirada, pero se esforzó en levantarla nuevamente.

Tengo dos hijos y mi esposa. Ellos me esperan, porque no habrían podido venir. Pero yo iré.

¿Estarán bien? Preguntó el niño. Sí.

¿Cómo lo sabe?

Porque los hombres son crueles, pero no tanto. A mi esposa la harían viuda, pero no le harían nada más.

Usted no conoce a los hombres, dijo la mujer.

El hombre no había intentado forzar las cuerdas ni una sola vez. Había sido de noche y era de día otra vez. La mujer aún se resistía a dormir, aunque no podía evitarlo del todo. Despertaba agitada, como si emergiera de sus pesadillas totalmente confundida. El niño entraba agua y leña, enseres necesarios para una catástrofe.

Usted debe pensar que no hay nada bueno en mí. Que si tratan de matar a un hombre, debe ser siempre por una razón, dijo el hombre mirando a la mujer.

El niño dejó caer la leña que llevaba en un estruendo. Se quedó de pie entre los adultos.

La mujer miró al niño. Nadie bueno es odiado, dijo. Si los hombres llegan aquí, lo entregaré sin preguntar nada.

Entonces máteme rápido y me ahorrará el dolor.

La mujer miró al niño nuevamente. No había suficiente distancia entre ellos para un tiro seguro. ¿Y si el niño terminaba muerto por un error de Dios?

Escuche, un vecino mío quería quedarse con parte de mi tierra. Discutimos por un cerco, y dijo que me mataría. Yo no lo tomé en serio, pero a los días dijo en el pueblo que alguien estaba robando sus vacas. Les robó animales a otras familias y puso la carne faenada en mi casa. Él y otros hombres se embriagaron una tarde y fueron a buscarme. Escapé por un milagro.

¿Y su esposa? ¿Y sus hijos?

Están bien.

¿Con un grupo de hombres ebrios?

Ellos están bien. Lagrimas se asomaron en el borde de los ojos del hombre. Tenían el aspecto aceitoso del sudor.

La mujer le dijo a su hijo que fuera por más leña. El niño salió lento, mirando sus pies al caminar.

Los ojos de la mujer eran dos abismos de fuego. Los del hombre eran dos charcos helados en la noche olvidada.

Su familia está muerta, o peor, porque usted es un cobarde. Alejarse no cambiará eso.

Señora…

Cállese. No tiene forma de volver. ¿Cómo lo haría? No tiene caballo, ni comida, ni armas.

Amarrado a la silla, pequeño como era ese hombre, las cuerdas parecían innecesarias. Era poco más que una piel sostenida por varas y golpeada por todo.

No le mienta a mi hijo.

Necesito ir al baño.

Trae el balde, le dijo la mujer al niño.

No podré usarlo, a menos que perfore esta silla.

Puede orinar con el balde inclinado. El niño ya lo tenía en las manos, sosteniéndolo a un costado de su cuerpo.

Orinar no es el problema.

Puede aguantarse entonces.

El hombre se estremeció ligeramente. Le aseguro que no podré, y no quiero avergonzar esta casa.

Estaba oscuro afuera, y en la casa sólo el fuego de la chimenea iluminaba el lugar. No podría llegar a la letrina amarrado a la silla, en medio de esa oscuridad. Le pidió al niño que lo soltara y que usara la cuerda sobrante para reforzar las amarras en los pies y manos. Durante el proceso su corazón empezó a latir fuertemente. No le gustaba ver a su hijo cerca de aquel hombre. Sentía miedo y enojo, y la boca se le llenaba con sabor a metal.

Usted sólo ha sido un gran problema, le dijo mientras lo escoltaba afuera de la casa. Con las manos y los pies amarrados, la marcha era lenta e incómoda. El hombre avanzaba a saltos irregulares, como una bestia mal formada.

Lo lamento, dijo.

No basta con lamentarlo. Pone en peligro a mi hijo y a mí, todo por su propia seguridad.

Avanzaron la mitad del camino. El hombre iba como podía, más por desesperación que habilidad, sin ver donde caería en el siguiente salto.

Los hombres que me buscan no tienen nada contra usted.

Eso no me dice nada. ¿Cree que no me harían nada a mí o a mi hijo si tuvieran la oportunidad?

Señora, yo no lo haría.

Recorrieron todo el camino. Estaban frente a la caseta del baño.

Ocúpese de su asunto. Si intenta algo le dispararé.

El hombre entró sin decir nada más. El cielo estaba nublado, y no había una sola estrella a la vista. La mujer sentía el frío cayendo sobre sus hombros, retorciendo su estómago en temblores gruesos, solo como el miedo podía hacerlo. Pensó que podría matarlo allí mismo, sin que el niño lo viera. Si tratara de escapar, no tendría más opción que matarlo, y el niño tendría que entenderlo así. Se vio a si misma enterrando el cadáver, en mitad de la noche, y repentinamente un profundo cansancio la inundó por completo.

El hombre abrió la puerta y dio un corto salto al frente. Las cuerdas estaban intactas.

¿Qué le pasó al padre del niño? Preguntó.

Silencio y oscuridad entre ambos.

Usted tampoco está aquí por opción.

No la tenía, es verdad.

¿Qué pasó?

La mujer se volvió hacia la casa. Había un leve resplandor en la ventana. El niño no sabía nada, incluso con esa mirada llena de juicios, no era posible que supiera algo.

Maté a mi esposo y vine aquí. Por favor, no pregunte nada más.

El hombre atravesó la oscuridad con su mirada.

Ellos no lo saben.

Eso no importa. Podrían adivinarlo, y aunque no lo hicieran, tampoco importa.

Yo puedo ayudarla.

¿Cómo?

Un nuevo silencio entre ellos, más pesado que antes.

La mujer estaba agotada, ya no como un animal salvaje al ruedo sino, más bien, como un espíritu humano rendido al fin.

Una mujer y un niño, dijo. Sólo somos una mujer y un niño.

Amarrado en la noche, el hombre ya no podía verla. No podía levantar los ojos del piso, lleno de sombras. Volvieron a la casa en silencio. La mujer no levantó el rifle, hasta que llegó a la casa y vio nuevamente a su hijo.

¿Qué vamos a hacer, mamá?

Vamos a quedarnos aquí.

¿Y con él?

Él tiene su propia suerte.

¿Y tú y yo?

Lo mismo.

El hombre dormía recostado en el piso, aún amarrado.

Iremos por el bosque, hacia el norte. Lo llevaremos hasta allá y le daremos comida. Podrá irse solo desde ahí.

El niño asintió con la cabeza.

¿Un día?

Saldremos temprano. Una noche afuera y volveremos.

El niño hizo un intento de sonrisa. Volverá con su familia, dijo.

La mujer también intentó sonreír, mirando la silueta del hombre dormido sobre el piso y los ojos de su hijo.

Trata de dormir. Salimos mañana temprano.

Al despunte del amanecer, gracias a la frescura del rocío, la brisa era más bien un aliento gélido, que humedecía la ropa y enfriaba la garganta. El niño iba al final de la fila, la cual se esforzaba en avanzar. Volteaba de vez en cuando para ver la casa alejándose.

El hombre tenía los pies libres, pero las manos amarradas a la cintura. Caminaba pausadamente. La mujer llevaba el rifle colgando del hombro y un largo cuchillo en la mano. Antes de soltarle los pies le había dicho que lo apuñalaría en el corazón o donde pudiera, si intentaba escapar.

El destino era lo más lejos posible antes de la caída del sol.

Dejaron atrás el pastizal y pronto los árboles los rodearon. No había camino posible, ni una huella que seguir. Sólo la esperanza de poder dibujar una línea recta en medio de la espesura. Caminaron hasta el calor del medio día. Llegaron hasta un claro, casi un circulo de tierra donde los árboles no habían entrado, y se sentaron en el piso, sobre una manta.

Sudaban. El hombre se rascaba la espalda contra la corteza de un árbol.

¿Sabe a dónde vamos? Preguntó.

Lejos. La mujer buscaba dentro de una bolsa de tela de yute. Sacó algunas papas cocidas y las repartió. Bebieron agua de una botella de vidrio y esperaron.

Han pasado varios días, dijo el niño, y no hemos visto a nadie. Tal vez los perdí al cruzar el río. El hombre hablaba en susurros.

Imagino que no estaba tan cerca para verlos, cuando usted escapó. Le hubieran atrapado.

Los vi a la distancia, cuando iban a caballo hacia mi casa.

Su caballo debió ser muy veloz. Más que el de ellos.

Si, lo era.

Pero murió en el camino, interrumpió la mujer. ¿Fue por el cansancio?

No lo sé.

Los tres guardaron silencio. Desviaban la mirada de todo y de todos. Las nubes blancas se extendían por el cielo, como gigantes dormidos.

Tal vez los hombres ya volvieron a sus casas, dijo el niño, casi distraídamente.

No lo sabemos.

No hemos visto ni humo ni fogatas.

Eso no significa nada.

Un pájaro silbó a la distancia. La tierra seca bajo el sol empezaba a levantar pequeñas capas de polvo.

¿Qué hay más allá del bosque? Preguntó el niño.

El hombre seguía en silencio. Él tampoco lo sabía. Miraba hacia el costado con desgano, evitando que la luz le entrara a los ojos.

Más bosque, respondió la mujer. Podrá seguir desde ahí.

Se levantó y esperó a que le siguieran. Continuaron caminando, algo más rápido. El camino era sinuoso, y en ocasiones debían sortear las predominantes raíces que salían del suelo, rodear árboles caídos que no podían saltar o arrastrarse por debajo de ellos.

El hombre se ofreció a llevar la carga del niño. Llevaba una tienda para acampar, de lona gruesa y pesada. El cuchillo resplandeció inquieto mientras recibía la carga.

Caminaron hasta que el calor amainó, casi hasta que la última línea de luz se dibujó en el horizonte, allá lejos en las montañas. La mayoría del tiempo la espesura del bosque sólo les dejó ver algunos pocos árboles a la vez, pero al momento del atardecer llegaron a un claro abierto, al filo de una loma, donde el sol se mostró por última vez en un grácil pero indiferente gesto final. Las nubes rojas se volvieron grises. El hombre suspiró como si contemplara su propia muerte.

Caminaron por el desfiladero, hasta que la oscuridad se volvió demasiada espesa para ver. Descendieron tanteando entre las rocas, pequeñas y filosas al principio, y grandes e imponentes hacia el final. Junto a ellos una gran pared de piedra les cubría.

Llegaron al inicio de un pequeño valle semicircular, donde se veía a la distancia la continuidad del bosque, tal vez aún más espeso que aquel del que habían salido.

Dormiremos aquí, dijo la mujer, apuntando el interior de una media luna de piedra. Hicieron fuego, montaron la tienda y amarraron al hombre a un pilar de roca. El cielo no mostraba estrella alguna. Las nubes eran una sombra gigantesca que cubría todo. A pesar de ello, el aire era seco y hacía mucho frío. El niño temblaba. El hombre miraba el fuego, y la mujer la oscuridad.

El sueño fue pesado, como una tela mojada sobre los ojos. De la fogata no quedaba más que un débil puñado de carbón encendido. La mujer despertó, buscando el cuchillo a tientas en la oscuridad. Ahogó el llanto que le venía del pecho, un poco por miedo, un poco por despreciarse a sí misma en la fragilidad. Abrió la entrada de la tienda y distinguió al hombre al otro lado de la fogata; su silueta arrodillada y desdibujada, aún estaba amarrada.

La mujer trataba de escuchar, pero su propia respiración la ensordecía. Su corazón resonaba en la garganta y los oídos. Estaba mareada y confusa. Con las manos buscó a su hijo. Le tocó el pecho, que aún se movía, dormido. Escuchó el andar de un caballo.

 

Vamos a morir, pensó. Recordó el cuerpo de su esposo tirado en el patio, con el cuello abierto. Sintió de nuevo la piel y el cartílago abriéndose bajo la hoja de su cuchillo. Vio la sangre avanzando entre la hierba, indistinguible ahora de la suya propia, como si todo el tiempo su sangre no hubiera sido nada más que una sombra.

El hombre trató de acercarse a la fogata y tapar el carbón luminoso con tierra. Daba patadas al polvo, intentando no hacer ningún ruido. No sabían que tan cerca estaban los hombres. El caballo volvió a marchar en la oscuridad.

La mujer salió de la tienda y también juntó tierra con las manos. Cubrieron lo que quedaba del carbón y ambos esperaron sin poder ver nada, en el más cruel silencio.

Un punto rojo apareció en el manto negro de la noche. Se mantuvo quieto, flotando frente a ellos. El hombre se sentó apegándose a la piedra a la cual estaba amarrado. La mujer echó su cuerpo al piso. Ambos miraban al punto rojo, hipnotizados por el terror, sabiéndose mirados de vuelta.

Una lámpara apareció detrás de un árbol, iluminando al hombre que fumaba en la oscuridad. Eran dos, y junto a ellos, dos caballos. Llevaban fusiles en la montura y pistolas en el cinto. Eran espectros de la noche, mensajeros de la muerte con forma de hombres.

¿Seré valiente? Se preguntó la mujer. El rifle estaba en la tienda. Ya no confiaba en que tan cerca pudiese estar. Un movimiento mal hecho, un sonido imprudente, y después la muerte. Giró la cabeza donde pensaba que estaba el hombre, pero no era mucho más que la silueta de un bulto encogido en el piso.

Lo entregaré, pensó. Pero ¿Qué daría la muerte por un pedazo de carne como él?

El cigarrillo se terminó y comenzaron a moverse. La mujer sabía que venían por ellos, que sólo se tomaban su tiempo, como la muerte suele hacerlo. Pensó en su hijo dormido en la tienda. Por favor, no despiertes, le pidió a través de la oscuridad.

Pero entonces el cigarrillo se apagó y los hombres desparecieron entre los árboles sin más. La mujer permaneció en silencio por mucho tiempo. Nada se escuchaba del hombre amarrado junto a ella.

Amaneció, pero después de mucho dolor. El niño despertó y salió de la tienda. Encontró a su madre y al hombre sentados una junto al otro. La fogata apagada bajo un montículo de tierra. La luz de la mañana era pálida y fría, como la piel de un muerto.

Liberaron al hombre, y éste se fue sin decir nada, tomando el mismo camino que los otros dos la noche anterior. No volteó ni una sola vez, ni se despidió.

Cuando hubo desaparecido, la mujer y el niño recogieron las cosas y emprendieron el camino de regreso.

Recorrieron sobre la hierba y entre los árboles en silencio, sin mirarse. Después de mucho tiempo el niño miró a su madre y preguntó:

¿Será suficiente?

Nunca es suficiente, respondió ella.

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