Loe raamatut: «Un abuelo rojo y otro abuelo facha»

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Título: Un abuelo rojo y otro abuelo facha

De vegades és necessari i forçós
A veces es necesario y forzoso
Para Andrea

Manifiesto autobiográfico
i.

Dicen que mi país tiene forma de piel de toro, pero yo siempre he pensado que se parece más al pictograma que ponen en la etiqueta de los zapatos de cuero, y esas pieles no provienen del toro sino de animales peor tratados por la mitología. Si yo me empecinase en mantenerme leal a la tradición y aceptase que nuestras fronteras dibujan una piel de toro, enseguida oiría voces discrepantes: unas gruñirían que la piel es de cerdo; otras murmurarían que es un disfraz de piel de cordero, y un tercer grupo menos numeroso, pero compuesto por voces más atronadoras, exigiría que dejemos de matar animales de inmediato, aunque sea figuradamente, y nos obligaría a vivir en un país con forma de tofu.

Pero la vida es cruel. Aceptemos que mi país tiene forma de piel desollada y puesta al sol de injusticia que siempre nos alumbra, y que tuvieron que sacársela a la fuerza a algún animal que sufrió lo suyo en el proceso. Sea por culpa de ese dolor primitivo o por cualquiera de los que nos acuchillarían más tarde, mi país ha llegado al siglo xxi sembrado de asperezas. Es una piel demasiado curtida, dura y reseca, como la de unos zapatos olvidados durante años en el fondo de un armario; una piel pinchosa, sin desbastar, poblada de pelo duro y frito de torrezno; la tocamos con la memoria y nos parece una carcasa acartonada, calcificada, achicharrada, poco maleable y muy difícil de cortar. Aunque no nos han faltado buenos curtidores que intentasen dulcificarla y han sobrado poetas dispuestos a someterla con ungüentos exquisitos, la piel que es mi país todavía provoca eccemas y rojeces en muchas personas de epidermis fina.

Supongo que está claro que el país que describo se llama España y que las personas de epidermis fina no son invasores. Nadie se muestra tan a disgusto en España y en compañía de otros españoles como un español cualquiera.

Una característica de este espécimen sin parangón en el mundo viene heredada de los judíos que expulsamos hace siglos. Si uno junta a dos judíos a discutir, enseguida aparecen tres opiniones contradictorias, divergentes y virulentas. En España, el vigor que le dio al converso la dieta de tocino y algarroba provocó una mutación. Si juntamos a discutir a dos españoles contemporáneos, en lugar de tres opiniones saldrían seis, pues nunca falta quien diga ocho al oír a otro proclamar ochenta. Las divergencias solo se multiplicarán si los que discuten son dos españoles cultos y la conversación los arroja al tema de España. Que Dios nos libre de vernos envueltos en ese combate, tan frecuente, por otra parte, que me pregunto si la piel que da forma a nuestro país no será de buey, que es el más paciente de todos los animales de la Creación.

Aquí todo son discusiones e incongruencias, y jamás hay pacto duradero. Hagamos un repaso y verá usted que, desde la laca que fija el cabello de la reina Letizia hasta las botas del albañil que le tira un piropo desde el andamio, no hay forma de llegar a un entendimiento: mi país es una monarquía constitucional donde abundan los republicanos; tiene un Parlamento que los ciudadanos renuevan constantemente en las urnas solo para quejarse a continuación de los políticos a los que acaban de dar trabajo; es un país compuesto por llanuras, gargantas, cordilleras, ríos y marismas, cabos y bahías, con tantos paisajes como opiniones; un país donde toda diferencia geográfica se alimenta desde las Diputaciones y se demuele a continuación con esta manera municipal de levantar edificios que recuerda al nacimiento de los accidentes geográficos; un país con una historia trágica de sangre, conventos en llamas y poetas muertos a balazos, que muchos consideran su leyenda santa; un país con otra historia gloriosa de imperio, galeones y oro, a la que no faltan acusaciones de genocidio; un país cuyo escudo complejo y multicultural no comprende quien va de patriota; un país cuya bandera ondea al viento del sonrojo porque la desprecian quienes más apegados están a su trozo de tierra; un país con un himno que no tiene letra y, por tanto, un país indefenso ante las abstracciones, con la épica eternamente sometida al vaivén del cinismo y la travesura. Será por este último motivo por lo que, de críos, rellenábamos la Marcha Real con lo de «Franco, Franco, que tiene el culo blanco...».

No le conozco, pero sé que usted y yo vamos a coincidir en un dato esencial: nuestro país se llama como la viuda de Francisco Umbral. Yendo un paso más lejos, podremos mantenernos en lo cordial si le digo que esta tierra tiene nombre de mujer, pero será complicado perseverar en la unanimidad si profundizamos en su apariencia, sus virtudes y sus pecados. No contaba con que la entente fuera duradera pero tampoco me preocupa: si algo bueno tiene la imprenta en comparación con el todopoderoso ciberespacio es que aquí, durante unas cuantas páginas, seré yo quien hable mientras usted se queda en silencio. El único privilegio que nos queda a los escritores de esta época es el derecho al pataleo. Es más, por el poder que me concedo a mí mismo, esto será un diálogo entre usted y yo. El acuerdo implícito que supone leer los pensamientos y las palabras de otro queda a partir de este momento explícitamente formalizado.

Dicen que hablo mucho de España, pero lo cierto es que casi nunca me he comportado como un patriota. Uno de los momentos más patrióticos del mes en que tomo estas notas se dio hace dos días, cuando eché unas monedas en el bote de un viejo que se pudre en la calle sin jubilación. La limosna ha sido una costumbre patriótica cuando Franco vivía y lo sigue siendo ahora, porque los españoles tenemos la certeza de vivir en un país humilde de boina, vino de garrafa y agua del grifo, de manera que cuando damos dinero a un pobre parece que se lo estemos dando a España. Queda en mí, como puede verse, algún tipo de nacionalismo residual e incongruente y, de hecho, no siempre un nacionalismo a favor de España. Considero la incongruencia una virtud no desprovista de contradicciones, y por eso intento tomar desvíos y dar vueltas en la narración de mi vida y mi nacionalismo, y no me privaré de circunvalar ni una sola de las rotondas con que deformaron nuestros mapas. Conduzco así porque, de lo contrario, este acabaría siendo un libro lineal, y no hay forma más vulgar que la línea recta para dibujar las peripecias de un país.

Lo que quiero contar es mi historia personal como hijo de este país, al menos a lo largo de unas pocas páginas, y para eso he de referirme muy pronto a mis abuelos. Aquí llego al primer escollo: si es difícil definirse a uno mismo, ¿cómo definir un país? ¿Acaso no es España un país de países? ¿Qué pensarían los catalanes si me oyeran? ¿Qué dirían los canarios, los valencianos, los gallegos y los vascos? ¿Aceptaría un habitante de Triana que lo igualase a sus vecinos sevillanos del otro lado del Guadalquivir? No puedo responder a estas preguntas sin hacer antes una confesión: nací hace treinta años en Murcia, uno de los rincones —o países— más unánimemente denostados de España.

Del dialecto ancestral de los murcianos, llamado panocho, nos ha quedado un acento basto, abierto de oes que parecen aes, de íes que parecen ees, escaso de eses y con muchas papeletas para convertirse en pura gramática parda. Es un acento que te marca desde la cuna como a Tristram Shandy lo predestinaron el nombre, la nariz y el hecho de que su madre no hubiera dado cuerda al reloj en el momento de su engendramiento. Un acento feo. Yo quería ser anciano y hermoso como Manuel Astur, así que lo primero que hice cuando llegué a estudiar la carrera a Madrid fue extraviar mi fonética materna. Muchas veces me preguntan por el acento hombres y mujeres que se extrañan cuando digo algo y lo entienden como si yo hubiera nacido en Getafe. Siempre les contesto lo mismo, que me lo operé, y es verdad que implantarme los fonemas que me faltaban fue una intervención dolorosa. Me sometí a ella por orden de Alejandro Castillo, mi profesor de Economía y Cultura Clásica en Tánger, uno de los hombres que más he admirado en mi vida y a quienes más he querido parecerme siempre. Castillo es de Córdoba, pero su fonética terminó en zona neutral. Cuando era alumno suyo, recién salido de Murcia, me dio un consejo sabio que no he podido olvidar nunca:

—Soto, si quieres ser alguien en la vida, sácate la mierda de la boca.

Gracias al acento feo, entre otras cosas, las almas sofisticadas de mi tierra están condenadas a cargar con una visión pesimista de sus particularidades regionales. Esto vacuna a los murcianos ilustres contra uno de los males que están devastando la vieja despreocupación española: el sentimiento de ofensa colectiva. Cuando Castillo insultó a mi acento, no me ofendí como hubiera hecho un gallego o un canario. Hice justo lo contrario: me saqué la mierda de la boca. Hoy todavía me parece una de las tareas más heroicas que he finalizado con éxito, porque el proceso que arranca lengua, garganta y labios del acho pijo y los deposita en el sí de las niñas es algo sobre lo que se podría escribir un libro interesantísimo. Lo escribiría yo mismo, en primera persona, si hubiera terminado Filología Hispánica.

ii.

La Filología me interesó mucho durante algún tiempo, y sospecho que no la acabé porque quien se quita el acento está condenado a cierta dispersión intelectual, como si el acomodo en la dialectología de la región materna, con lo que tiene de ensimismamiento, fuera aliado de la capacidad de concentración. De hecho, parece que perder esa ancla nos deja a merced de las corrientes y las influencias externas. Será porque saben esto por lo que los nacionalistas periféricos y centralistas quieren poner a su población en corro alrededor de las cosas propias y chillan hechos unos basiliscos ante cualquier peligro de contaminación cultural.

Cuando me instalé en Cataluña definitivamente —aunque nunca renuncio a la idea de que un día volveré a vivir en Madrid— empecé a aprender a toda prisa que este miedo a la contaminación, que yo había atribuido a los catalanes más que al resto de los españoles, estaba tan fijado en una como en otra de las partes. Me di cuenta de que yo mismo me sentía molesto en algunas situaciones donde se hablaba en catalán, como si esto me estuviera insultando de alguna forma. Tiempo después, cuando ya me había quitado los prejuicios de la cabeza y estaba empezando a disfrutar de verdad con esa lengua que yo considero española, en un periódico de Murcia me pidieron un texto sobre el catalanismo en clave de corresponsal en el extranjero. Lo que sugerí en aquel texto era que si queremos mantener España más o menos unida en contra de los deseos del nacionalismo catalán, lo que tenemos que hacer es volvernos más catalanes todos los españoles.

Por eso, en estos tiempos de lucha contra el cambio climático yo hago un alegato a favor de la contaminación. Hablar de manera distinta a los murcianos, y por tanto de manera diferente a la mía propia, me permitió tomar una distancia crítica con las cosas de mi tierra y al mismo tiempo me hizo permeable y fascinable, dos virtudes que la tradición católica relaciona directamente con el demonio. Me convertí de forma involuntaria en un imitador de modales, de costumbres y de acentos. En uno de los infinitos viajes en autobús entre Madrid y Murcia para visitar a mis padres pude comprobar hasta qué punto ya no había vuelta atrás. En esos Alsa se ha escrito buena parte de la historia de mi generación, que tenía por costumbre estudiar en la capital, bien porque su carrera preferida no existiera en sus provincias, bien porque allí no les diera la nota, o porque hubieran convencido a sus padres con cualquiera de estas excusas para pegarse la vida padre en la ciudad más enloquecida de España.

En el Alsa de marras se me sentó al lado un chino de aspecto hermético. Vestía, según esa costumbre oriental, camiseta interior de tirantes, pantalón de pinza oscuro, calcetín blanco y zapato negro. Yo entonces sufría la caótica curiosidad de los jóvenes de provincias y solía conversar con mis compañeros de viaje para conocer un poco más de ese mundo fascinante que estaba descubriendo, así que le pregunté al chino qué tal estaba y si se dirigía a Murcia o a Albacete. Él sonrió, abrió un poco la boca, y entonces yo recibí dos impactos consecutivos: el primero, la visión de sus dientes, cuyo color abarcaba un arco cromático del verde al negro pasando por el amarillo de la cara de los Simpson; el segundo, la bocanada de fuego químico que sus palabras amables enviaron a mi nariz. Aquella boca olía peor que el desodorante del demonio —alguna variedad de Axe—, y fue una suerte que el chino solo la abriera para decirme:

—Siento, no habla espanol.

Contento de haberme librado de una conversación cordial con un pantano ambulante, me concentré en el libro que estaba leyendo pero no pude librarme del olor. Era un olor grumoso, capaz de anidar en el interior de la nariz y poner allí sus huevos de microolor, y el chino era de esas personas que duermen con la boca abierta en los autobuses. Miré por encima del asiento de delante: no era posible cambiar de sitio.

Cuando al fin llegamos a Murcia, después de cinco horas de castigo, el chino me sonrió y lo dejé pasar. Salí del autobús con los pasos temblorosos de un liquidador de Chernóbil que ha pasado demasiado tiempo sobre el reactor. Tenía que coger un bus interurbano para llegar al pueblo donde vivían mis padres, y en esas veo acercarse al chino con un amigo suyo y sentarse en los bancos de plástico naranja a esperar... ¡el mismo autobús que yo!

Ya en el nuevo bus, creí oír a los dos chinos conversando en el asiento de detrás. No quería girarme para no morir por efecto de la nube tóxica que llegaría de nuevo a mi nariz. Metí el hocico en la camiseta y me preparé para lo peor, pero entonces me di cuenta de que pasaba algo raro. ¡Yo entendía el chino! ¡Era capaz de comprender lo que decían esos dos! ¿Qué clase de enzimas me había metido ese aliento en el aparato respiratorio? Resultó que los dos chinos no habían montado en el autobús. Los que iban en el asiento de atrás eran dos murcianos que hablaban a toda velocidad con el acento cerradísimo de la Vega Baja.

—Acho, guasah la juhta.

—¡Que no, hotia, acho, amo pah-cantarilla y luego salimah puraí!

Que mi acento materno me hubiera sonado a chino durante unos minutos no me sorprendió menos que la transformación de mi forma de hablar, que desde ese momento empecé a estudiar con atención. Si estoy con un madrileño y un gallego, voy cambiando de acento según me dirija a uno u otro. Creo que esto se debe a mi deseo irrefrenable por caer bien a los demás. Todo lo que estimula mi curiosidad se me queda pegado durante un rato hasta que viene otro hecho insólito para sustituirlo, así que cuando escribo una novela no puedo leer nada que tenga demasiada personalidad, pues mi forma de escribir es tan mutable como la de hablar.

Gracias al columnismo convertí este defecto en una profesión. Ahora, por ejemplo, me dedico a poner en limpio algunos pensamientos mientras pasan las noticias por las portadas de los periódicos: leo que en España hay dos necios que gritan vestidos de diputados; en Siria, doscientos mueren por culpa del matiz interpretativo de un libro sagrado, y todo esto el mismo día en que los científicos encuentran un planetoide nuevo en el sistema solar y le ponen un nombre como si hubieran adoptado un gato. Siempre tengo el periódico abierto en el móvil, de manera que las noticias se oyen en mi estudio como trenes de mercancías corriendo demasiado cerca de la ventana. El ruido constante de nuestra época sobreinformada puede aniquilar el criterio o hacer que desarrollemos cierta sensibilidad, cierto oído selectivo, cierta capacidad para atender a movimientos que antes pasaban inadvertidos, aunque siempre vivamos en la insatisfacción de quien oye más de lo que puede comprender, como si, al contrario de lo que me pasó en aquel autobús, de repente todo el mundo se hubiera puesto a hablar en chino. Ayer leí el artículo de un psiquiatra o neurólogo o experto donde decía que este bloqueo se debe a la saturación de nuestros sistemas neuronales bajo el bombardeo de noticias, pero también a una fuerza invisible —social— que nos obliga a opinar de todo ello sin tiempo para reflexionar. En su artículo, el simpático experto nos describía como trituradoras de información que tragan noticias y devuelven excrementos al ciberespacio.

Cuando quería ser escritor y detestaba el periodismo pensaba que el mundo de la actualidad y el de la sabiduría solo debían rozarse en una franja estrecha, como el mar y la arena. Atribuía a la palabra escritor y a la palabra filósofo un sentido y una dignidad que estaban desapareciendo mientras yo crecía, de manera que tuve que comprarme americanas y cuadernos Moleskine y meterme en el Pepe Botella para hacer ver que leía, y tuve que escribir novelas y luchar por publicarlas y descubrir, después de lograrlo, que tampoco es que cambiara nada. Me di cuenta de que vivía la vida de los escritores para desaprender, que es el oficio del alma según cantó el poeta Eugénio de Andrade.

Digo ahora que en esa época de aspirante a escritor envidiaba a los santurrones de la cultura. Hubiera querido aprender a desconectar de todo para penetrar en la cueva de la concentración y descender, como ellos, a la profundidad de un libro sin hacer caso a las tonterías que dice Pedro Sánchez. Sin embargo, el tiempo y el oficio de columnista me han enseñado dos cosas: la primera, que los hechos de actualidad son un espejo en el que vale la pena mirarse cada mañana porque devuelve una imagen justa de uno mismo; la segunda, que muchos santurrones de la cultura, abstractos y leídos, resultan tan útiles para comprender las complejidades del mundo de hoy como poner el ojo en un caleidoscopio o escuchar los ladridos de un perro. Estos descubrimientos son, en todo caso, algo que intuí antes de que un director de periódico quisiera pagarme por escribir de las cosas que deja el día, obligándome a estar en permanente conexión con las gilipolleces de la actualidad. De hecho, siempre había escuchado con atención las opiniones de mis semejantes para hacerme una idea de cómo funcionaban sus cabezas. San Agustín dijo que para conocer a un hombre no hay que preguntarle lo que piensa sino lo que ama, pero yo estoy seguro de que muchos de nuestros vecinos aman sus propias opiniones por encima de todas las demás cosas. He visto a gente defendiendo su opinión con más perseverancia y más violencia de las que gastarían protegiendo a su familia de una jauría de negros armados y empapados en crack.

Cada opinión que hace pública un periodista, un escritor o cualquier aficionado a dejarse los pensamientos en las redes sociales nos ofrece una descripción del ánimo y las circunstancias en las que vive, pero ni un solo dato de quién es esa persona. Hay quien se pone mordaz porque está triste y nos da una sátira ácida y descarnada sobre la última declaración de la ministra de Agricultura, y quien se pone solemne y pesado hasta cuando está contento y nos suelta un sermón edificante sobre lo que hay que desayunar para evitar el estreñimiento. También están los que tratan de encontrarse a través de las propias opiniones. Los que no emiten una opinión sobre el mundo, sino que intentan opinarse a sí mismos para conocerse un poco mejor. Todas estas formas de opinar, en la España de nuestro tiempo, se han confundido con la forma de ser, y no es raro que un tipo que estaba expresando sus pensamientos sobre tal o cual tema, al ver que le discuten, acabe zanjando la cuestión al grito nihilista de «Es Que Yo Soy Así». Es ahí donde la opinión se convierte en una escopeta con la que volarse la sesera. Si la leyenda «Es Que Yo Soy Así» figurase en las lápidas de quienes la usaron a menudo a lo largo de su vida, creo que nos sería más fácil comprender por qué avanza tan despacio nuestro viaje con destino a la civilización europea.

El mito establece que todas las opiniones son respetables, pero se trata de una mentira peligrosa de la que quiero prevenirle, querido lector, aun en el caso de que sea un insensato. Las opiniones no son respetables, y algunas son suficientemente despreciables como para arrebatar el respeto a la persona que las emite. ¿La prueba? Podemos conocer a un tipo en el trabajo, y es posible que a primera vista nos parezca toda una lumbrera. Podemos hablar con él largo rato sobre cualquier tema, ir a un bar después de trabajar, escuchar allí sus giros mentales, ponerlos a prueba con preguntas impertinentes y descubrir si es capaz de zafarse con buen humor o con la determinación de un razonador analítico. Podemos ir a su casa y conocer a su familia, podemos viajar hasta su pueblo en vacaciones, examinar sus pertenencias cuando él vaya a la cocina para traernos una cerveza. Podemos hacer todo esto, recopilar toda la información disponible sobre su personalidad, pero solo calibraremos cuánto respeto nos merece ese tipo una vez que su opinión sobre nosotros haya llegado a nuestras orejas. Si nos considera unos imbéciles o nos considera unos genios, nosotros le daremos inmediatamente la misma consideración sin que haya importado gran cosa todo lo anterior.

Esto demuestra que las opiniones de los demás son mucho más importantes de lo que parecen, lo cual será una de las tesis de este libro, con el que también intentaré convencerle a usted de que las mías son todavía más importantes que las suyas. Cuando uno trabaja a costa de su opinión, sin embargo, se vuelve cada vez más cauto y más distante y relativiza su valor. El amor propio de un columnista es proporcional a la capacidad de tragarse sus palabras. Yo, al repasar mis artículos tiempo después de haberlos publicado, me he visto más de una vez como un tipo más frío, irreflexivo, recalcitrante y superficial de lo que hubiera estado dispuesto a admitir ante algunos de los que intentaron discutir lo que yo decía. Antes dije que adoro la incongruencia y ahora usted supondrá que esta adoración es interesada: que la incongruencia de la que hablo me redime de mis meteduras de pata.

Pues ha dado en el clavo. De hecho, opino que la vida es tan larga para que tengamos tiempo suficiente de cambiar de parecer tantas veces como sea necesario, a fin de alcanzar la jubilación convertidos en auténticas personas. ¿Será por eso que venero a mis mayores? Por eso y porque no suelen participar de internet, con lo que muchos ancianos se convierten en seres puros, como las bestias o los dioses, que diría Aristóteles. Mi abuela Pepita, por ejemplo, sigue considerando mi ordenador portátil una especie de oficina ambulante y ni se le pasa por la cabeza la cantidad de pornografía que cabe aquí.

Pero el cable de ADSL no solo conecta nuestra esfera doméstica con el puticlub interminable de la red. También nos enlaza a la verborrea callejera de todos los taxistas, fontaneros, jubilados y tertulianos de la galaxia, y tiene razón quien se queja por este motivo, pero hay una ironía deliciosa en la denuncia, y es que quien protesta por la saturación de opiniones no está haciendo otra cosa que alimentarla. A ellos, a los que están hartos de opiniones ajenas, debo recordarles que la plaga tiene también sus cosas buenas. Bastará con una fábula de tres céntimos de euro: una vaca disfrazada de persona puede dar rienda suelta a sus mugidos, y muchas veces le oiremos expresar cosas estúpidas e irritantes, pero es bueno que las palabras de una vaca la retraten como vaca. Eso sí, hablando de rumiantes hay que ser justos: hubo una vez una vaca que fue capaz de emitir opiniones más profundas que las de los hombres. Me refiero a aquella que levantó la cabeza del abrevadero y, mirando a su alrededor, caviló juiciosamente:

—Todo cuadra.

Además, ¿qué puede hacer una persona irritada contra el exceso de opiniones? Podrá cerrar las orejas con persianas, pero el mundo seguirá su camino con su cháchara constante. ¿No se blindan solas las opiniones, no se multiplican sin que nadie, ni tan siquiera un Malthus resucitado, parezca capaz de controlar su proliferación? No nos queda más remedio que aguantarnos, igual que nos aguantaron a nosotros cuando éramos adolescentes. Benditos sean nuestros padres y parientes por ese heroísmo desmesurado.