Después de la utopía. El declive de la fe política

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Después de la utopía. El declive de la fe política
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Después de la utopía.

El declive de la fe política

Traducción de

Amaya Bozal Chamorro


www.machadolibros.com

Judith N. Shklar

Después de la utopía.

El declive de la fe política


La balsa de la Medusa, 225

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

Título original: After Utopia. The Decline of Political Faith

© 1957 by Princeton University Press

© de la traducción, Amaya Bozal Chamorro

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)

editorial@machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-337-6

Índice

Nota del editor

Prefacio

I. El declive de la Ilustración

II. La mente romántica

III. La conciencia infeliz en la sociedad

IV. El romanticismo de la derrota

V. El fatalismo cristiano

VI. El fin del radicalismo

Conclusión

Bibliografía

A mis padres

Nota del editor

La caída de los regímenes del llamado socialismo real dejó, al parecer, solo dos opciones, el liberalismo y la socialdemocracia, ninguna de las dos de carácter revolucionario. Ambas, socialdemocracia y liberalismo, poseen una larga historia de cambios, transformaciones, arrepentimientos, etc., y a propósito de ambas se ha desarrollado una extensa reflexión en el ámbito de la filosofía política. Judith Shklar (1928-1992) ocupa un lugar destacado en esa reflexión, en lo que al liberalismo corresponde. Algunos de sus libros, de pequeñas dimensiones, han tenido una incidencia considerable: Ordinary Vices (edic. org., 1984; trad. cast., 1990) El liberalismo del miedo (edic. org., 1989; trad. cast., 2018) y Los rostros de la injusticia (edic. org., 1990; trad. cast., 2012) son tres ejemplos notables de este hecho.

El libro que ahora presentamos, After Utopia. The Decline of Political Faith, es el primero que publicó Shklar, muy diferente de los citados, pero en modo alguno ajeno a ellos. La autora, en su recorrido, traza un mapa histórico del fracaso de la utopía. La Ilustración, el proyecto moderno, es el punto de partida; el liberalismo conservador y la socialdemocracia, el momento en el que nos encontramos, el de llegada. El lector puede considerar que Shklar analiza con excesivo detenimiento algunos momentos de ese mapa, el existencialismo o los movimientos intelectuales, conservadores, cuando no claramente reaccionarios, de carácter religioso, católico o luterano. El existencialismo nos parece en la actualidad obsoleto, aunque todavía en los años sesenta, y más en nuestro país, tuvo gran vigencia. No obstante, también ahora se mantiene el debate y la reflexión a propósito de algunos autores, ya que no sobre el movimiento en su conjunto, Camus y Heidegger, por ejemplo, tan diferentes y tan distantes el uno del otro. Por lo que se refiere al pensamiento religioso, no cabe duda de que la Iglesia ha sufrido cambios importantes, pero tampoco hay duda alguna de la dificultad que encuentra para olvidarse del conservadurismo reaccionario.

En cualquier caso, conviene recordar que Shklar escribe su libro en los momentos más duros de la Guerra Fría, cuando el anatema sobre todo lo que pudiera ser revolucionario estaba a la orden del día y el debate ideológico se resolvía muchas veces en la perspectiva de la política más inmediata y pragmática. Esta situación forma parte de nuestra historia, sería improcedente olvidarlo, la autora no lo olvida, no lo ignora, bien al contrario, entra en ella, y al decir que «entra» en ella se afirma algo que en el texto llama profundamente la atención. Shklar no analiza a los autores desde fuera, se «instala» dentro de sus textos, los hace hablar, como si fuera ella la autora –en muchas ocasiones tiene el lector esa sensación–, para así poder hacer una crítica interna y solo entonces salir del territorio que ha recorrido. Este proceder llama profundamente la atención, no es habitual en textos de esa condición.

El punto de llegada de su recorrido es desalentador. A lo largo de sus análisis, Shklar destaca la desaparición del radicalismo, muchas veces un callejón sin salida de totalitarismo o de fatalismo, y destaca la desaparición de la utopía, sin la cual difícilmente se producirá una verdadera transformación política. «El radicalismo no es la predisposición a caer en la violencia revolucionaria, es la creencia en que el pueblo puede controlar y mejorarse a sí mismo, colectivamente, también, en un entorno social», afirma. En las últimas páginas escribe: «se puede decir con bastante certidumbre que el socialismo no tiene nada que ofrecer» y «socialistas y liberales son conscientes de su triste situación». El liberalismo se ha decantado por una posición conservadora, y la socialdemocracia se perfila como una ideología a la defensiva.

Se podría pensar que, tras estas palabras, Shklar «tira la toalla». Nada más lejos de la realidad. Entre 1957 y 1992, fecha de su fallecimiento, publica libros y artículos que conciben un nuevo perfil del liberalismo1. Algunas de las claves de su trabajo se encuentran ya en Después de la utopía; la crítica que lleva a cabo en sus páginas del liberalismo conservador y del totalitarismo destacan constantemente un aspecto: las teorías tienen poco que ver con la realidad. La necesidad de aproximar la teoría a la realidad, de que aquella, en lugar de ofrecernos un pretendido panorama de la misma, nos permita verla mejor, nos obligue a pensar en ella, esa necesidad está siempre presente en la reflexión de Shklar.

Su liberalismo se aparta de los planteamientos tradicionales, que ha criticado en Después de la utopía, y destaca dos aspectos: los ciudadanos deben temer por la pérdida de sus derechos y responder a esa posibilidad defendiéndolos. Habitualmente se conoce esta propuesta como «liberalismo del miedo», algunos autores hablan de «prevención de la crueldad» y «control de daños». Shklar adopta el punto de vista de las víctimas en la defensa de sus derechos. En esta defensa, y este es el segundo eje de su pensamiento, cabe señalar que también las instituciones del estado pueden afectarnos, de tal manera que la vida sea menos libre y más injusta. De nuevo, su tesis nos habla de una defensa contra todo tipo de intervenciones injustas, lo cual no quiere decir que la autora defienda la existencia de una sociedad sin instituciones estatales, sino que tales instituciones deben ser controladas.

El liberalismo que defiende Shklar, que responde a una política del desaliento, nos habla del poder y la justicia, los dos gandes problemas de la sociedad en la que nos encontramos.

Notas al pie

1 Legalism. Law, Morals and Political Trials (1964; trad. cast., Legalismo. Derecho, Moral y Política, 1968). Men and Citizens. A Study of Rousseau’s Social Theory (1969). Freedom and Independence. A Study of the Political Ideas of Hegel’s Phenomenology of Mind (1976). Montesquieu (1987). American Citizenship. The Quest for Inclusion (1991), además de los libros citados en el texto y dos volúmenes de gran importancia que recogen sus artículos a título póstumo: Essays on American Political Thought (1996) y Political Thought and Political Thinkers (1998).

Prefacio

Todo lector que abre las páginas de un nuevo libro corre cierto riesgo pues, hasta que no haya terminado de leerlo, no podrá saber si merece la pena o no. Por tanto, sería deseable que el autor pudiese dejarle bien claro desde el principio cuál es el tema de la obra y por qué fue escrita, aunque no sea tarea fácil.

El presente libro trata de filosofía política o, para ser más exactos, analiza su desaparición en los últimos tiempos. La indefensión política inducida por años de inestabilidad, guerra y totalitarismo se manifiesta intelectualmente no menos que en el sentimiento popular. Pensar en política en términos amplios parece un esfuerzo inútil. En cambio, tenemos conciencia cultural, un interés por la cultura e historia occidentales como conjunto. Nadie puede ignorar la avalancha de obras con títulos como, «La desaparición del hombre moderno», «Adiós a Occidente» o «El destino de la cultura europea». Pero la ausencia de teorías originales sobre el gobierno y la vida política resulta igualmente evidente. Los ensayos históricos son abundantes, al igual que los análisis descriptivos de procesos e instituciones políticas. Sin embargo, la necesidad de construir grandes diseños para el futuro político de la humanidad, ha desaparecido. Los últimos vestigios de fe utópica que exigía tal empresa, se han desvanecido.

 

Cualquier persona razonable ya no puede creer hoy en día en las leyes del progreso. En una época que ha vivido dos guerras mundiales, dictaduras totalitaria y asesinatos en masa, este tipo de fe solo podría considerarse como sinónimo de estupidez o, peor aún, como una despreciable forma de complacencia. En efecto, han sucedido muchas más cosas que el mero declive del optimismo. En vez de mirar al futuro cara a cara, tendemos a mirar hacia atrás y preguntarnos cómo y por qué la civilización europea ha terminado llegando a las condiciones presentes, tan deplorables. De hecho, si existe una característica unificadora en las ideas sociales de un período tan complejo como el nuestro, es la tendencia a juzgar a la civilización occidental, o al menos la historia contemporánea, como un todo, y considerarla como deficiente. Este libro tratará de analizar, precisamente, estos juicios de valor.

La sensación de desastre cultural no es totalmente nueva, aunque el grado en el que ahora lo sentimos no tiene precedentes. Durante el siglo XIX, los pensadores románticos y cristianos se sintieron alienados de la vida social que les rodeaba, y los representantes de dichas filosofías son los exponentes más impresionantes de las diversas teorías de la decadencia social. Para el romántico, entonces y ahora, la civilización se ha convertido en algo mecánico, que aplasta lo individual y lo sume en la mediocridad. Para muchos cristianos, parece que una Europa sin fe religiosa está condenada a una decadencia interna y, al final, externa. Para ambos, es evidente que la acción política resulta totalmente inadecuada para tratar con estos problemas tan profundos, pues nuestros problemas políticos son una mera expresión de un desorden mucho más fundamental. En suma, la política se ha convertido en algo inútil. Ahora, estas actitudes no responden solo a acontecimientos recientes; de hecho, forman parte de una tradición considerable de crítica social. Lo nuevo no solo es que estas actitudes hayan sido ampliamente aceptadas, sino que carecemos de algún tipo de filosofía política rival seria que pueda plantarles cara. La difusión del fatalismo político cristiano y romántico se ha visto acompañada de la ausencia virtual de ideas políticas que ha dominado el último siglo. Sobre todo, no existe hoy en día nada que podamos llamar genuinamente filosofía radical. El liberalismo se ha convertido en algo inseguro desde su base moral, cada vez más a la defensiva y más conservador. Sin duda, no ha ofrecido una respuesta a la desesperación social que fundamentalmente comparte. El caso del socialismo ha sido similar. Sobre todo, las teorías socialistas que dependieron en su mayor parte de alguna forma de determinismo histórico han visto todas sus expectativas científicas destrozadas, no han sido capaces de crear un nuevo sistema de conceptos que pudiera servir tanto como explicación del presente, cuanto de programa para el futuro. Intelectualmente, los profetas de la desesperación cultural no han encontrado todavía competencia seria, incluso ahora que hemos mitigado el extremismo de la desesperación de postguerra y nos adaptamos a una inseguridad permanente.

Las siguientes páginas están dedicadas en su mayor parte a analizar la desesperación romántica y cristiana, puesto que ambas ofrecen la expresión más clara del estado de ánimo contemporáneo. El Romanticismo, sobre todo, ha captado la imaginación intelectual de la gente sensible y receptiva; su espíritu será tema de gran parte de este libro. Para completar el cuadro, haré un análisis del declive del pensamiento liberal y socialista. Aunque es evidente que estas tendencias son una reacción a acontecimientos históricos, no pretendo relacionar ideas con circunstancias sociales, a pesar de lo valioso de dichos análisis. Más bien, quiero elaborar un capítulo más dentro de la historia de las ideas, un esfuerzo por entender formas de pensamiento contemporáneas en base a sus antecedentes espirituales.

Este libro traza, en suma, la historia del declive gradual del optimismo político racional desde la Ilustración. Lamentablemente, es posible que el lector no vaya a encontrarse con una «nueva» teoría para enfrentarse a las actitudes imperantes. Yo misma comparto el espíritu de la época en la medida en que no he sido capaz ni he tenido voluntad de construir una teoría política original. El hecho es que resulta prácticamente imposible creer que el poder de la razón humana, expresado en la acción política, sea capaz de lograr sus fines. Las diversas teorías de determinismo histórico que imperan desde el siglo XIX han minado desde hace tiempo dicha esperanza. Sin un atisbo de este optimismo, la teoría política se hace imposible. En su lugar, hoy solo existe el fatalismo cultural. De todo ello, la alienación cultural del romántico y la desesperación del fatalismo cristiano son sus expresiones más extremas y convincentes. Sin embargo, uno de los objetivos del presente estudio no es ofrecerles apoyo. Por el contrario, este estudio es un esfuerzo crítico, no porque estas tendencias simplemente estén «equivocadas», sino porque también han fracasado a la hora de explicar el mundo que tanto les disgusta. Una de las conclusiones incómodas que surge del presente análisis es que actualmente es imposible hallar explicaciones más adecuadas. Sin embargo, aunque sea ineludible cierto grado de fatalismo, no hay razón para aceptar las teorías presentadas en su defensa, sin mayor crítica. Pensando en este fin, he abordado este examen detallado de sus argumentos e historia.

I

El declive de la Ilustración

«Al principio eran las Luces.» Cualquier estudio sobre el pensamiento social contemporáneo bien podría comenzar con estas palabras. Sin embargo, no hay nada que esté más muerto hoy en día que el espíritu de optimismo que evoca el mundo de la Ilustración. De hecho, no solo nos enfrentamos al mismo fin del Siglo de las Luces, sino también a la prevalencia de las teorías que surgieron en su contra. Si la Ilustración todavía figura en el ámbito de las ideas es como blanco de tiro, no como inspiración de ideas nuevas. El romanticismo, el primer y más exitoso antagonista de las Luces, goza de mucho más éxito, sobre todo en el existencialismo y en las diversas filosofías del absurdo. La recuperación cristiana del pensamiento social, a la que prácticamente obligó la Revolución francesa, todavía está en activo. Pero la decadencia gradual de las aspiraciones radicales del liberalismo y la evaporación del pensamiento socialista han dejado a la Ilustración sin herederos intelectuales. El Siglo de las Luces es el punto de partida histórico e intelectual de la teoría social contemporánea, pero solo porque gran parte de nuestro pensamiento actual está basado en ideas románticas y cristianas que se dirigieron desde el principio y conscientemente en su contra.

En retrospectiva, la Ilustración se erige como el punto más álgido de un optimismo del que hemos ido descendiendo, gradual pero constantemente, al menos en el sentido filosófico. El público menos reflexivo permaneció felizmente indiferente a las corrientes intelectuales de desaliento que habían ido cobrando fuerza a lo largo del siglo XIX, al menos hasta el año 1914. Aún más, la Ilustración no solo es un punto de partida histórico. Conscientemente, o a menudo solo de forma semiconsciente, la Ilustración todavía es el pilar intelectual de muchos pensadores que ya no comparten sus creencias, y que desarrollan su propio punto de vista refutando actitudes de una era pasada. Para los románticos, el racionalismo asociado a la Ilustración todavía es objeto de desprecio. El cristiano ortodoxo encuentra aborrecible su radicalismo ateo, también activamente antirreligioso. Por tanto, merece la pena preguntarnos qué queremos decir con el término Ilustración. Pero no nos importa qué fue realmente en su complejidad interna, sino solo esos aspectos que han quedado en retrospectiva y que, desde el principio, crearon controversia.

Los tres rasgos cardinales de la Ilustración fueron el optimismo radical, el anarquismo y su intelectualismo. El optimismo se basaba en la creencia en que la condición moral y social de la humanidad iba en aumento constante. El progreso no solo era una esperanza para el futuro, era una ley que marcaba todo el curso de la historia. Aunque los filósofos de la Ilustración fueron extremadamente críticos con las instituciones y costumbres de su propia época, no tenían sensación de alienación de la historia europea en su conjunto. Las épocas más oscuras del pasado no eran sino pasos hacia una época más brillante. Aunque el presente pueda parecer deplorable, era infinitamente mejor que el pasado, pues la historia, como el hombre individual, era racional y la razón estaba obligada a manifestarse incluso en mayor medida. Esta fe en la razón hizo al pensador ilustrado sentirse seguro en su sociedad y en la historia como conjunto.

El siglo XVIII está imbuido de la creencia en la unidad e inmutabilidad de la razón. La razón es igual para todos los pensadores, naciones, épocas y culturas. De la mutabilidad de los credos religiosos, de máximas y convicciones morales, de opiniones y juicios teóricos, podemos extraer un elemento firme y duradero que, en sí, es permanente, y que en su identidad y permanencia expresa la esencia real de la razón1.

Aunque el progreso era inevitable, no era un problema de fuerzas suprapersonales. No era una «ley» de desarrollo económico o de evolución biológica, sino de sentido común, pues los hombres aprenden a través de la experiencia que la Ilustración creía en el progreso. Sus esperanzas eran verdaderamente radicales, lo cual no ocurre en las teorías pseudocientíficas del progreso, pues la esencia del radicalismo es la idea de que el hombre puede hacer consigo mismo y con la sociedad lo que desee. Si es razonable, construirá una sociedad racional; si es ignorante, vivirá en un estado de barbarie. Para la Ilustración, el futuro político y económico estaba abierto. Y, como sus proponentes veían el desarrollo de un conocimiento útil por todas partes, asumieron que el conocimiento simplemente tenía que incrementarse y difundirse hasta que fuera de uso social. Los filósofos no eran profetas de la violencia, pero sí fueron bastante más radicales en su filosofía que los últimos revolucionarios sociales, pues no consideraban a los hombres como agentes del destino social, sino como libres creadores de sociedad.

El intelectualismo de la Ilustración fue una parte integral de este optimismo. Incluso aquellos que creían que la utilidad gobernaba la acción humana más que la razón, estuvieron de acuerdo en que un interés puramente intelectual era suficiente para una conducta perfecta. Condorcet afirmaba que, puesto que todos los errores políticos y morales se basaban en falacias filosóficas, la ciencia, que disipaba nociones metafísicas falsas y meros prejuicios, también tenía que conducir a los hombres a la verdad y a la virtud social2. Sin embargo, este optimismo intelectual tenía otra cara. Si la razón era la guía suprema del progreso, los intelectuales, los hombres más razonables de todos, estaban autorizados a una posición de liderazgo en la sociedad. De hecho, muchos intelectuales sentían que estaban alcanzando esa meta. Marmontel declaró con bastante franqueza que los filósofos habían sucedido a un clero negligente en sus «funciones más nobles» y que «predican desde los púlpitos unas verdades que rara vez dicen los soberanos»3. Duclos no podía ocultar su orgullo cuando consideraba la importancia de los filósofos. «De todos los imperios, el de los intelectuales, aunque invisible, es el más extenso. Aquellos que están en el poder mandan, pero los intelectuales gobiernan, porque al final forman la opinión pública, que tarde o temprano subyuga o destrona a cualquier despotismo»4. Pero este imperio de intelectuales estaba habitado solo por un grupo. Poetas y artistas, como el clero, quedaban excluidos. Solo los «razonadores» – científicos y filósofos, moralistas profesionales– eran verdaderamente ilustrados y razonables, «lumières», tal y como ellos mismos se llamaron en Francia.

La idea del moralista secular como intelectual ideal no era accidental. Surgía directamente de la actitud ilustrada hacia la religión o el arte. Después de todo, «ilustración» significaba iluminación de la mente, hasta ahora secuestrada por la religión. La oposición a la Iglesia católica romana era el vínculo más fuerte que unía a los filósofos. En esto, racionalistas y utilitaristas, deístas y ateístas, iban al unísono. Razón significaba «no-religión», y el universo racional, armónico, estaba libre de la interferencia arbitraria de su Creador. De hecho, una sociedad sana no tendría, como base, una iglesia establecida; en su extremo, se habría librado de todo el sacerdocio. En el ámbito de la estética, los filósofos ilustrados aceptaron en general los cánones del neoclasicismo heredado del siglo XVII, con todas las restricciones a la imaginación poética que esto implicaba. De hecho, a comienzos del siglo, Fontenelle había declarado la supremacía de la prosa y relegado a la poesía a una posición literaria muy inferior. Aunque la Ilustración representada por Voltaire y Marmontel, por ejemplo, no iba más allá, continuaba subordinando el arte a las exigencias de la filosofía. En cierto sentido, hicieron del arte algo superfluo al exigir que fuese totalmente realista –es decir, siguiendo el patrón que impone un universo natural supuestamente armónico–. La escena no debía mostrar nada salvo lo probable, lo típico, lo general –en suma, solo temas de importancia universal–. Más aún, el propósito del arte era instruir, moralizar. Shakespeare fue condenado tanto por Voltaire como por el conservador Dr. Johnson por su falta de decoro. Homero disgustaba y Virgilio era elogiado en los mismos términos; el gusto y no la fuerza era el criterio final. Incluso Diderot y Lessing, que modificaron la teoría aristotélica con la exigencia de que el teatro debía conmover al público emocionalmente, no abandonaron los prerrequisitos de la ética. Los espectadores tenían que conmoverse solo con sentimientos virtuosos, especialmente la piedad. El aditivo de la sentimentalidad a la literatura solo era un mecanismo educativo, no una concesión al espíritu de la poesía5. La vocación del intelectual era, a ojos de la Ilustración, reformar y enseñar a la sociedad hasta que toda la humanidad se viese libre de impulsos irracionales, ya fueran artísticos o religiosos.

 

Naturalmente, este sentimiento de los filósofos ilustrados según el cual estaban destinados a redimir a la humanidad, les inspiró para trabajar enérgicamente en la elaboración de proyectos para la inminente mejora de la sociedad. La filantropía es el término que mejor describe este celo por la reforma práctica. Era una pasión que llenaba tanto a un hombre bastante simple como el abate de Saint-Pierre, cuanto a personas más sensibles o profundas como Bentham o Kant. De hecho, fue nuestro buen abate quien dio vigencia en los primeros años del siglo a la palabra «bienfaisance», que iba ser tan querida para los autores que le siguieron6. Aunque en Francia y Alemania especialmente no había lugar para la actividad política por parte de los intelectuales, el sueño de la ciudadanía, y sobre todo del liderazgo político, se sentía con intensidad. Fue una época profundamente política.

Sin embargo, la política de los intelectuales era de una naturaleza peculiar. Eran los políticos que iban a acabar con toda política. La fuerza no solo era innecesaria en una sociedad compuesta de personas razonables, era el primer instrumento de la sinrazón. El anarquismo fue la actitud lógica para aquellos que sentían tanta confianza en la inteligencia en general y en el intelectual profesional en particular. Todas las instituciones religiosas y políticas existentes eran irracionales, obsoletas o «artificiales», diseñadas para evitar que una sociedad inherentemente autorregulada lograra la felicidad universal. Las instituciones coercitivas, especialmente el estado tradicional, no solo eran innecesarias; realmente evitaban la vida social ordenada. La función del estado era educar y sus actividades represoras debían limitarse a proteger a la sociedad de naciones no ilustradas y de aquellos personajes aberrantes cuyas necesidades antisociales les llevaban por la senda del crimen. La aspiración radical de la Ilustración era sustituir el liderazgo educativo de los intelectuales por el estado basado en el poder y el hábito. Para Helvetius, educación y legislación era idénticas. Una vez se lograba cierta maestría en el arte o ciencia de la legislación educativa, se tenía a mano la perfección social7.

La «mano invisible», de la que tanto nos reímos ahora, no era realmente un mecanismo misterioso. Simplemente suponía que la armonía social era inevitable en una sociedad de personas perfectamente libres y razonables. Sin duda, la idea de que la moderación educada era necesaria para la política, pero no para la vida económica, resultaba un tanto inconsistente8. Incluso en este último ámbito, el monopolio se consideraba como algo tan reprobable, que la sociedad tenía derecho a prevenir y castigar a aquellos que lo practicasen. La libertad, sin embargo, era considerada como la condición necesaria para el desarrollo humano en todos los ámbitos, precisamente porque permitía que los mejores impulsos, los más razonables, se reafirmaran en todas las áreas de acción. Más aún, la afirmación marxista de que la Ilustración no era más que el triunfo de la burguesía encuentra escaso apoyo en la literatura del período y se basa casi exclusivamente en el odio que Voltaire profesó con frecuencia hacia el «canaille»9. La mayoría de los autores del siglo XVIII, y no solo Rousseau, sentían que las grandes diferencias de riqueza eran escandalosas, y que una de las principales bendiciones de la abolición del estado existente era la reducción de tales desigualdades. Casi todos estaban de acuerdo con Helvetius en que la mala legislación creaba desigualdades económicas excesivas, y que estas podían quedar mitigadas por la ley10. Entre los muchos cargos que Tom Payne esgrimió contra todas las formas existentes de gobierno se encontraba aquella según la cual, «en los países que llamamos civilizados vemos a los ancianos entrando en los talleres y a los jóvenes subiendo al patíbulo», y a una «masa de hambrientos que a duras penas tienen mayor oportunidad salvo expirar en la pobreza o en la infamia»11. La Ilustración no era indiferente a la pobreza, pero la achacaba exclusivamente a una legislación obsoleta e inmoral. A excepción de los monopolistas, Adam Smith no habló de nadie con más desprecio que de los políticos12. Bajo sus acusaciones subyace el anarquismo común de la Ilustración, que esencialmente conduce a la creencia de que la sociedad es inherentemente buena, que son los gobiernos, y solo ellos, los que la impiden florecer13.

Aunque no había nada más sagrado para los filósofos de las Luces que la libertad individual, no fueron individualistas. La palabra no aparece en sus escritos, pues, aunque ellos vieron un conflicto claro entre sociedad y estado, entre conciencia y poder, no vislumbraron una tensión similar entre individuo y sociedad. La inevitabilidad de esta lucha, toda la doctrina de la inviolabilidad de la individualidad, fue desconocida durante el Siglo de las Luces. Que la conciencia del individuo, su voluntad moral o al menos su sentido de utilidad fuesen los últimos árbitros de toda acción, tanto pública como privada, era algo que se daba por hecho. Sin embargo, no existía sospecha de un conflicto necesario entre intereses públicos y privados, entre libertad individual y necesidades sociales. Para los utilitaristas, solo existía un conflicto entre interés a lago y a corto plazo, no entre motivos altruistas o a beneficio propio, y este conflicto tenía que resolverse fácilmente con educación o con leyes. Los utilitaristas consideraban la libertad como una necesidad, puesto que iba en interés de la sociedad, no menos que del individuo. Aquellos que creían en una ley moral absoluta, por otro lado, vieron en la libertad la primera condición imperativa de toda acción éticamente válida. En último caso, ambas escuelas estaban convencidas de que el pensamiento era esencial, porque el hombre era un ser racional y social.

Aunque ya se ha convertido en tópico, no hay nada erróneo en la alocución «la Edad de la Razón» como descripción de la Ilustración. Era la razón la que unía a los hombres con el pasado y el futuro. Era la razón la que unía a toda la humanidad. Era la razón la que proporcionaba todos los modelos para acción y juicio. La razón iba a dirigir al arte como ciencia guía. Como última meta, la Ilustración visualizaba la sociedad perfectamente racional de los hombres, tan iguales como diferentes en su racionalidad común. Esta recapitulación, aunque justa en muchos sentidos, deja fuera lo que muchos antagonistas olvidan de la Ilustración –su humanitarismo, su profundo sentido de la justicia–. Condorcet definía especialmente al humanitarismo como, «la tierna compasión por todos aquellos que sufren los males que afligen a la humanidad, el horror ante el sufrimiento añadido en instituciones públicas y en la vida privada además de las penas que la naturaleza ya ha infligido a la humanidad»14. Sobre d’Alambert, dijo su hagiógrafo Marmontel que, «estaba altamente dotado de sensibilidad» y que «ardía en indignación cuando veía a los inocentes y a los más débiles arrodillados ante la injusticia del más fuerte»15.