Petróleo de sangre

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Petróleo de sangre
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LEIF WENAR

Petróleo de sangre

Tiranos, violencia y las reglas

que rigen el mundo

Traducción de Fernando Borrajo Castanedo


www.armaeniaeditorial.com

Título original: Blood Oil. Tyrants, Violence and the Rules that Run the World

Edición original: Oxford University Press, Oxford, 2016

1.ª edición: mayo 2017

1ª edición ebook: agosto 2021

Diseño de cubiertas: Fernando G. Salgado

Ilustración de cubierta: Nigerial Delta oil spill, George Esiri © Agencia EFE, 2017

Ilustración de solapa: © Leif Wenar (D.R.), 2016

Copyright © Leif Wenar, 2016 © Oxford University Press, 2016

Copyright de la traducción © Fernando Borrajo Castanedo, 2017

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L. 2017, 2021

Esta traducción está publicada bajo acuerdo con Oxford University Press

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-05-0


Divide y vencerás, grita el político;

une y lidera, es la consigna del sabio.

–Goethe


Índice

11 Introducción

37 Datos básicos

55 Sumario del libro

I

69 ELLOS CONTRA ELLOS

71 1. Adictos al dinero

89 2. El poder: lo que quieren los grandes hombres

103 3. Coerción, corrupción…

129 4. …Luego tal vez sangre

II

151 ELLOS CONTRA NOSOTROS CONTRA NOSOTROS

153 5. La ley del más fuerte

171 6. Nuestras maldiciones: Petrócratas, terroristas y conflictos

199 7. Cómo funciona la ley del más fuerte

225 8. Manos sucias

III

237 LOS DERECHOS DEL PUEBLO

239 9. Contrapoder

281 10. La determinación de los pueblos

309 11. La soberanía popular de los recursos

331 12. El Estado del Derecho

345 13. Filosofía popular

375 14. Nuestra corrupción: por qué mienten los líderes

IV

393 COMERCIO LIMPIO

395 15. Los principios para la acción

417 16. Comercio Limpio I: la protección de la propiedad

457 17. Comercio Limpio II: promover la responsabilidad

V

485 TODOS UNIDOS

487 18. El futuro

511 Epílogo

529 Bibliografía


INTRODUCCIÓN

La madre de todos los inventos

Coge el smartphone, ese pequeño dispositivo con el que llamas, escribes, envías correos electrónicos, buscas información, la lees, grabas vídeos y juegas. Lo que estás sujetando con las manos es una sinfonía de elementos: aluminio y silicona, litio en la batería, estaño en la soldadura, tungsteno en la alarma vibradora, además de diversos metales exóticos como itrio y lantano en la pantalla y en la cámara. Piensa en esas extrañas moléculas que componen la microestructura del aparato. Cada uno de sus átomos se extrajo del suelo, de algún punto exacto de la superficie del planeta. Tu teléfono está hecho enteramente de recursos naturales. El derroche de conceptos lógicos que te ofrece se fundamenta en la tabla periódica; su alma fluye a toda prisa por la tierra, que es la madre de todos nuestros inventos.

Nuestros deseos llegan a ser tan absorbentes que olvidamos el maravilloso movimiento molecular que garantiza su satisfacción. Como estás impaciente por llegar a casa, pisas un poco el acelerador. Tienes que hablar con un amigo en Sydney, de modo que haces doble clic con el ratón. El vuelo a París te llevará a una reunión, o a encontrarte con una amante. No te das cuenta de que, cuando despega el avión —con el carbotitanio del fuselaje, el acero del tren de aterrizaje, el queroseno de los depósitos de combustible, el sistema de guía de precisión y los dispositivos tecnológicos que llevan los pasajeros—, la nave se convierte en un pequeño planeta Tierra en órbita parcial. Los increíbles artilugios multinacionales que nos conectan unos a otros se asemejan a nuestros propios cuerpos en complejidad, y de igual manera damos por sentado su funcionamiento con solo pulsar un botón.

Todo lo que leemos, conducimos, vestimos y comemos son combinaciones de sustancias obtenidas de nuestro mundo globalizado; nos pasamos el día consumiendo mercancías de las naciones unidas. Sería fantástico encontrar los orígenes de lo que poseemos; imaginemos pues que hay una aplicación al efecto. Supón que tu móvil cuenta con una aplicación llamada Cadenas de Suministro, la cual rastrea el origen de cualquier pieza de un producto. Apuntas con el teléfono a la camisa, al anillo o al reloj, y la pantalla muestra un esquema que se ramifica en componentes y subcomponentes, cada uno de los cuales lleva etiquetado su propio origen. Compraste la camisa en Macy’s, y la aplicación indica que la confeccionaron en Italia con polímeros chinos manufacturados en la India con petróleo refinado en Corea del Sur pero extraído en Brunéi. El anillo, para tu sorpresa, tiene un diamante pulido en Israel después de pasar por Dubái procedente de una mina de Zimbabue. Si utilizas la función «mapa» y apuntas con la cámara al reloj, observarás que las cadenas de suministro que se ocultan tras los componentes de este recorren medio mundo como riachuelos de materias primas que desembocan en arroyos manufactureros que forman líquidas cadenas de montaje, las cuales conforman un río que las transporta hasta ti. Al apuntar con el teléfono a tus gafas de sol, ves que estas se desmontan de manera progresiva, como fuegos artificiales por etapas, cuyas piezas se dispersan por el mundo hasta que las materias primas se descomponen en líquidos y se funden con las piedras que regresan bajo tierra.

Las cadenas de montaje que nos proporcionan el botín de la Tierra son uno de los grandes logros de nuestra especie. Para fabricar tus zapatos, un grupo de seres humanos ejecutó un difícil baile por varios continentes, cuya coreografía es mucho más compleja que cualquier ballet de Balanchine. Y tus zapatos no son más que un producto global. Si pudiéramos observar al mismo tiempo todas las cadenas de suministro brillando sobre la superficie de la Tierra, veríamos un sistema de miles de millones de nodos formando billones de conexiones semejantes ni más ni menos que a un corte transversal del cerebro humano, esparcido por todo el mapa. Y esta red similar a la neuronal sigue creciendo. El volumen de este comercio mundial de bienes se ha cuadruplicado durante la última década, conectando a las personas en el aspecto físico, al mismo tiempo que Internet las conecta en el plano social. Además, estos dos sistemas se han hecho más simbióticos: la red de cadenas de suministro construye y alimenta Internet, a la par que esta controla el dinámico y frenético entramado de cadenas de suministro de las que recibimos nuestras propias moléculas.

La máquina de la vida

Imagínate que estás en las gradas de un estadio que tiene un reloj poco habitual: cada segundo cae del cielo un bloque de metal de 1 600 kilos y se estampa contra el suelo. Esa es la cantidad de aluminio que se usa en el mundo. Y el aluminio no es el metal más importante. En el estadio del reloj de acero, cada bloque que cae son cincuenta toneladas demoledoras que aterrizan cada segundo, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. Eso equivale a la producción mundial de hierro. Esas gigantescas cantidades de materia que se utilizan en las fábricas se ajustan al número de consumidores que demandan las moléculas: siete mil millones de seres humanos (¿cabe siquiera en la cabeza?), cada uno con los deseos diarios de una vida individual. Se trata, en definitiva, de los deseos conjuntos de la Humanidad, que extrae materias primas del suelo para trasladarlas a las redes globales que conforman las cadenas de suministro. ¿Mil millones de metros cúbicos de madera al año? Necesitamos semejante cantidad para construir y fabricar nuestras casas y pianos, pañuelos de papel y tarjetas de felicitación.

El trabajo necesario para convertir la materia prima en bienes de consumo es realmente extraordinario. Las fábricas de todo el mundo utilizan todos los años veintidós millones de toneladas de cobre con el fin de transformarlas en tuberías y cables para una población cada vez más urbana. En las cadenas de montaje, la producción es minuciosamente intensiva también. Para fabricar un solo condensador, una empresa japonesa hace agujeros de una micra de profundidad en una lámina de aluminio de cien micras de espesor. (Imagínate hacer trescientos mil agujeros en un grano de arroz, para luego darle la vuelta y volver a hacer otros trescientos mil agujeros por el otro lado). Y ese condensador es sólo una fase de una cadena de montaje global que fabrica un teléfono, el cual va a parar quizás a un megasuburbio de Kenia, a manos de una madre que ya podrá usarlo a fin de descubrir dónde encontrar agua para la jornada.

 

¿Es esta economía global, tan impresionante a todos los niveles, la más valiosa de las creaciones humanas? El hecho de que pensemos así dependerá del valor que otorguemos a las cosas, incluido el valor que confiramos a las vidas humanas. La red mundial de cadenas de suministro es una máquina de la vida, un solo dispositivo que sirve para mantener el prodigioso crecimiento numérico del Homo sapiens. Vemos de nuevo dos sistemas en simbiosis —los seres humanos y las cadenas de suministro—, cada uno de los cuales hace crecer al otro y lo fortalece.

Esta relación simbiótica tiene siglos de antigüedad y florece por ambas partes, sobre todo desde 1945. Ahora hay muchas más personas que se ganan la vida fabricando bienes y productos para el extranjero, al mismo tiempo que se abastecen de medicamentos y electrodomésticos producidos fuera de sus fronteras. En parte gracias a esta simbiosis global, hoy la gente es considerablemente más longeva. Cada vez mueren menos niños durante el parto. La desnutrición infantil se encuentra en los niveles más bajos, al igual que el analfabetismo. Más admirable aún es la disminución de la pobreza extrema: la disminución del porcentaje de personas que viven con lo que se puede comprar con 1,25 dólares al día en Estados Unidos. Los principales cálculos indican que durante un espacio de veinticinco años de creciente integración global, los países en vías de desarrollo han conseguido reducir la pobreza extrema en más de la mitad: de un 43% a un 21%.

Los índices globales de mortalidad materna, de desnutrición infantil, de analfabetismo y de pobreza siguen siendo inadmisibles, y este libro explicará una de las razones de semejante situación. Los últimos logros de la Humanidad acarrean también graves problemas —el cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales, las crisis económicas, la inseguridad alimentaria, etcétera—, que también analizaremos. Sin embargo, las buenas nuevas sobre el desarrollo humano quizá nos den ánimos. La red mundial de cadenas de suministro nos deslumbra cuando transforma piedras, barro y madera en aquello que miles de personas quieren y necesitan. Los recientes descubrimientos científicos nos permiten pensar que el perfeccionamiento de esta máquina de la vida servirá para enriquecer aún más la experiencia humana. En palabras del economista Angus Deaton:

Desde la Segunda Guerra Mundial… el rápido crecimiento económico ha librado de la indigencia a millones de personas en muchos países. El bienestar material aumenta a medida que disminuye el índice de mortalidad, y la gente vive una vida más larga y plena… El mundo no sólo ha crecido en cuatro mil millones de personas durante el último medio siglo, sino que los siete mil millones que viven hoy disfrutan, por término medio, de una vida mucho mejor que la de sus padres y abuelos…

Es esta una historia de progreso… en la que la esperanza de vida aumentaba a un ritmo (en apariencia imposible) de varios años al año… El mundo es ahora un lugar más sano que en cualquier tiempo pasado. Las personas viven más tiempo, son más altas y fuertes, y sus hijos tienen menos probabilidades de enfermar y morir. Las mejoras en sanidad nos garantizan una vida mejor, y nos permiten aprovechar mejor la vida, ser más eficientes, dedicar más tiempo al estudio y disfrutar más y mejor de nuestros familiares y amigos.

La maldición de los recursos naturales

En conjunto, en la historia reciente de nuestra especie, vemos muchas buenas noticias: vidas más largas, más cultura, menos pobreza, más salud. Pero también oímos alarmas a lo lejos: guerra en Oriente Medio, tiranía en el Golfo Pérsico, violencia sexual en África. Tenemos la sensación de estar conectados a este sufrimiento y esta injusticia mediante las cadenas de suministro globales. ¿Acaso no llenamos el depósito de nuestro coche con el petróleo saudí? ¿No hay minerales de dudoso origen dentro de nuestros ordenadores? El sonido de las alarmas nos parece débil porque está muy lejos. Pero sospechamos que, de cerca, deben retumbar.

Podemos aproximarnos con cautela a una de esas lejanas sirenas, con paso lento para que no nos revienten los tímpanos de repente. Caminemos despacio hacia África y el Congo, empezando por el discurso de un senador estadounidense:

Sin saberlo, decenas de millones de estadounidenses están llenando los bolsillos de los más sanguinarios violadores de los derechos humanos, por el simple hecho de utilizar un teléfono móvil o un ordenador portátil.

Y acerquémonos un poco más, observando el caso de un activista estadounidense muy preocupado por los asuntos congoleños:

Durante décadas, todos los beneficios procedentes de los inmensos y valiosísimos recursos minerales del este del Congo han ido a parar a manos de los mejor armados… Entre esos recursos minerales se encuentran el oro, el estaño, el tantalio y el tungsteno necesarios para la fabricación de móviles, ordenadores y joyas.

Añadamos un reportaje periodístico sobre un hospital congoleño situado en lo que un experto de la ONU denominó «capital mundial de la violación»:

El número de mujeres y niños violados en la República Democrática del Congo ha aumentado de manera escandalosa debido a la creciente actividad de las milicias rebeldes… El líder del proyecto Heal Africa dijo respecto de la violencia sexual: «El número de casos va en aumento porque varios grupos armados… han incrementado sus actividades durante los últimos meses. En tiempos de guerra aumenta el número de violaciones, de refugiados, de robos, de asesinatos y de incendios».

E incluso más cerca, en un informe sobre las FDLR (Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda), una milicia entre cuyos líderes se encuentran antiguos genocidas ruandeses, se lee lo siguiente:

Dondequiera que se hacen con el control, las FDLR organizan la explotación ilegal de minas y bosques… La relación entre las FDLR y la población autóctona congoleña recuerda a la que se daba entre amos y esclavos.

Un paso más y estamos sobre el terreno, con un doctor en su clínica:

Denis Mukwege, un ginecólogo congoleño, ya no es capaz de escuchar las historias que le cuentan sus pacientes. Todos los días aparecen en el hospital otras diez niñas y mujeres que han sido violadas. A algunas las abren en canal, las despedazan con bayonetas y las golpean con palos de manera tal que les destrozan los aparatos reproductor y digestivo. En casi todos los casos descritos, los atacantes son jóvenes armados, los cuales no escasean en la engañosa hermosura de estas montañas: mal pagados y a menudo soldados amotinados del gobierno; son milicias locales, denominadas Mai-Mai, que se embadurnan con gasolina antes de entrar en combate; miembros de grupos paramilitares procedentes originalmente de Uganda y Ruanda, que llevan desestabilizando esta zona diez años en busca de oro y de todas las riquezas que se puedan extraer del devastado suelo del Congo…

Pocas mujeres se salvan de las vejaciones. El doctor Mukwege dijo que su paciente más anciana tenía setenta y cinco años, y la más joven tres. «Algunas niñas destrozadas por dentro son tan jóvenes que no alcanzan a entender qué les ha pasado», afirma el doctor Mukwege. «Me preguntan si algún día podrán tener hijos, y entonces se hace verdaderamente difícil responder mirándolas a los ojos».

En el Congo las alarmas llevan sonando durante años. Este conflicto interminable es «la peor guerra del mundo», y ha ocasionado cientos de miles de muertes, por lo que el número de víctimas se aproxima demasiado a las del Holocausto. Y las alarmas han Estado sonando en el Congo más de lo que podemos recordar. Joseph Conrad dijo que la explotación de los recursos naturales del Congo era «el saqueo más escabroso que había desfigurado la historia de la conciencia humana», lo que lo llevó a escribir El corazón de las tinieblas con el fin de dar a conocer aquel espanto.

No todo está bien entre las maravillas que hemos creado. Uno de los eslabones de las cadenas de suministro globales está deformado, defectuoso, aherrumbrado. En ese eslabón, el comercio no funciona como la máquina de la vida, sino todo lo contrario. Ese eslabón defectuoso es el primero de la cadena, donde materias primas como el petróleo, los metales y las piedras preciosas se extraen del suelo. Hay algo en la extracción de esos recursos naturales que amenaza ruina. Tomemos por ejemplo los países que extraen grandes cantidades de petróleo.

Durante cuarenta años, los Estados petroleros han enturbiado los tranquilos logros de los países en vías de desarrollo. En tanto que los países carentes de petróleo se vuelven por lo general más ricos, libres y pacíficos, los Estados petroleros no son ni más ricos ni más libres ni más pacíficos que en 1980. Muchos países petroleros incluso han empeorado: los ingresos medios de Gabón han caído casi a la mitad durante el último cuarto de siglo; los de Irak cayeron un 85%. Los interminables conflictos internos han devastado países como Argelia, Angola, Colombia y Nigeria. Dos datos destacados son que estos países petroleros tienen un 50% más de probabilidades de estar regidos por gobiernos autoritarios, y los más pobres tienen dos veces más probabilidades de sufrir guerras civiles, como los países carentes de petróleo. Los Estados petroleros, desde el punto de vista económico, son también por lo general más opacos e inestables que los no-petroleros, y, por razones que veremos más adelante, dan a las mujeres menos oportunidades de participar en la política o de trabajar fuera de casa.

Esta información muestra lo que los politólogos denominan «maldición de los recursos». La ONG Freedom House clasifica los países por el grado en que garantizan las libertades civiles y los derechos políticos; hoy en día, sólo una sexta parte del petróleo mundial se encuentra en países considerados «libres». La extracción de recursos tiende a fomentar la corrupción y a deteriorar las instituciones, al mismo tiempo que desgasta la confianza social. La dependencia de los recursos extractivos también guarda relación con la duración y frecuencia de las guerra civiles, algunas de las cuales han llegado a ser tan sanguinarias como las de Chechenia, Sudán y Siria. Muchos países ricos en recursos naturales también están plagados de pobres de solemnidad. Alrededor del 40% de las naciones ricas en recursos naturales vive con menos de dos dólares al día y —a diferencia del resto del mundo—, la pobreza aumenta a medida que se deteriora la Administración. Y, de nuevo, estas alarmas llevan sonando muchísimo tiempo. Adam Smith dijo que no hay proyectos más ruinosos para una nación que las excavaciones en busca de oro y plata, y Karl Marx habló de la «desaparición, la esclavización y la sepultura en minas» de los pueblos indígenas de su época.

Este libro se pregunta por qué suenan las sirenas precisamente allí donde se extraen los recursos naturales, y por qué a veces aúllan justo a nuestro lado. Pretende mejorar la economía global sin dañar las cadenas de suministro de las que tantas cosas dependen. La mayor parte del libro trata sobre el petróleo, que es con diferencia el producto más valioso a la par que el más divisorio del mundo. Como veremos más adelante, las malas noticias que irradian los Estados petroleros tienen un origen que envenena también a los países en los que abundan los metales valiosos y las piedras preciosas. Veremos por qué tantas personas consideran la abundancia de recursos naturales como una maldición, y por qué esos recursos terminan maldiciéndonos también a nosotros.

En la parte IV encontraremos el camino hacia un mundo mejor. Occidente puede guiar al mundo a través de la próxima revolución global: una revolución tan importante como el final de la esclavitud y la liberación de las colonias con respecto a sus imperios. El hecho de liderar esta revolución nos hará sentirnos más seguros en nuestros propios países, nos dará más credibilidad en el extranjero, y nos permitirá solucionar con mayor prontitud problemas tan acuciantes como el cambio climático. Al final del libro, seremos capaces de ver el lugar que ocupamos en la historia del progreso humano, con una visión más clara de cómo podemos contribuir a la creación de una Humanidad más unida, lista para afrontar los desafíos del futuro.

Al igual que en el viaje de Dante, el recorrido se irá haciendo más difícil antes de mejorar. Como Dante, primero debemos contemplar el mundo infernal en que nos encontramos.

 

El petróleo alrededor nuestro, sobre nosotros, dentro de nosotros

Observemos con más detenimiento nuestra relación, en cuanto consumidores, con la maldición de los recursos naturales en el exterior, empezando por el recurso más importante de todos: el petróleo. En 2012, una familia media estadounidense gastaba 2 912 dólares al año en gasolina. Es una cantidad considerable de dinero, y podemos rastrear adónde fueron a parar esos dólares. Las empresas petroleras obtuvieron 465 dólares por transportar, refinar y vender el petróleo; el Gobierno central retuvo algo más de 165 dólares en impuestos. La mayor parte del dinero restante se usó para comprar el propio crudo. Si seguimos el rastro de ese dinero hasta los países productores, nos daremos cuenta de que 275 dólares terminaron en las arcas de regímenes totalitarios. La familia media estadounidense, simplemente llenando el depósito de su automóvil, pagó 275 dólares a algunos de los gobernantes más represores y peligrosos del mundo.

Si esto nos interesa lo bastante para examinarlo más a fondo, comprenderemos que nuestra situación es aún peor de lo que pensábamos. Los consumidores envían dinero a los dictadores cuando compran gasolina… y cuando se van de compras. Los productos petroquímicos derivados del petróleo se utilizan para fabricar multitud de cosas: ropa, muebles, perfumes, vitaminas… Es posible que los consumidores estén financiando petróleo «despótico» cuando compran agua embotellada, revistas, chaquetas, cosméticos, televisores, tablets, lápices, pasta de dientes, maletas y copos de maíz. Y no sólo estos últimos cereales: el nitrógeno derivado del petróleo se usa para cultivar las principales cosechas, y por tanto se encuentra en la mayoría de los productos alimenticios que adquirimos en los supermercados. El petróleo también se usa para propulsar más del 90% del transporte internacional. Así pues, es probable que el coste del petróleo despótico forme parte del precio de cualquier producto que haya sido transportado en barco, avión o camión, esto es, casi todo lo que hay en las estanterías. A menos que acudas a una granja ecológica, la compra tendrá invisibles restos de hidrocarburos por todas partes. Cada vez que pasamos por caja —ya sea en un súper u online—, lo más seguro es que estemos enviando dinero a un dictador extranjero.

La complejidad de los mercados globales nos oculta toda esa información: lo que vemos a nuestro alrededor son sólo las cornucopias de la venta al por menor. De todas formas, no sabríamos qué hacer al respecto. Al fin y al cabo, las familias reales saudíes que nos venden hidrocarburos son aliadas de Estados Unidos, y las empresas petroleras son gigantescas compañías globales (la revista Forbes incluye a cinco de ellas entre las más ricas del mundo). Todo el entramado del petróleo «despótico» se apoya no sólo en nuestra propia economía, sino también en la economía mundial. Cuando pensamos en las víctimas de los tiranos que se embolsan nuestro dinero, probablemente no es con indiferencia, sino más bien con una sensación de impotencia; al fin y a la postre, ¿qué podríamos hacer por ellas?

No somos los primeros en sentirnos impotentes ante el sufrimiento y la injusticia que causan los mercados globales. En la Inglaterra del siglo xviii, la cuestión no era el «petróleo despótico», sino el «azúcar esclavista». El azúcar que cultivaban los esclavos en el Caribe era un puntal del comercio británico de ultramar en el que estaban involucradas las más altas esferas del Gobierno. Los miembros más ricos del Parlamento británico poseían plantaciones de esclavos, y la Iglesia de Inglaterra tenía propiedades tan extensas que su marca (grabada a fuego en el pecho de los esclavos) era reconocible en cualquier isla del Caribe. Los líderes del primer boicot consumista moderno —el boicoteo del azúcar esclavista— intentaron obstaculizar los «negocios habituales» conectando mentalmente a los consumidores con los esclavos. En un extraordinario folleto publicado en 1791, el activista William Fox escribió:

Si compramos el producto participamos en el delito. El traficante de esclavos, el negrero y el explotador son en realidad representantes del consumidor, y podría decirse que son contratados por este para que le consigan mercancías […] Por cada kilo de azúcar que compramos… estamos consumiendo medio kilo de carne humana.

¿Somos como los británicos en 1791? ¿Deberíamos aplicarnos las palabras de Fox: «La compañía petrolera y el gobernante autoritario son en realidad representantes del consumidor, y podría decirse que son contratados por este para que le consigan mercancías…»? ¿Seríamos capaces de concebir siquiera un boicot al petróleo?

¿Acaso debería importarnos?

Estoy leyendo un libro que me interesa mucho, pero es casi imposible que me haga cambiar de actitud o que suponga un cambio en mi vida. Después de todo, hay muchísimas personas en el mundo; deberíamos ser insensibles a la suerte de la mayoría de ellas. Imagínate a un niño de diez años y supón que hoy empieza a darle la mano a una persona distinta cada segundo. Al cabo de setenta y cinco años, aún no habría conocido a todas las personas que viven en la más absoluta pobreza. Para ser sinceros, sabemos que nuestros semejantes, que son muchísimos, sufren y mueren todos los días. Si todos los gritos y súplicas de quienes están siendo torturados en este momento resonasen en tu habitación, te quedarías sordo; y lo mismo cabe decir de los sollozos de aquellos afligidos por la injusticia. Debemos ser un poco duros de oído en el día a día y hacernos insensibles para seguir viviendo rodeados de tanto sufrimiento y destrucción.

Los filósofos (que son expertos en imaginar cosas) intentarán hacernos percibir los desastres que tienen lugar en el otro extremo de las cadenas de suministro globales. Imagínate, dice el filósofo, que de ahora en adelante tienes que recurrir al trueque en vez de pagar en efectivo. Para conseguir una alarma de incendios, habrás de entregar una antorcha que prenderá fuego a tres chabolas con sus familias dentro. Una consola de videojuegos te costará una escopeta que se usará para asaltar un campamento de refugiados. Mientras llenas el depósito de gasolina ves en una pantalla situada sobre el surtidor las imágenes en directo de una cárcel mugrienta y cochambrosa. Pagas a la cajera con unas esposas de plástico que se usarán para maniatar a la siguiente remesa de manifestantes pro democracia mientras los meten en esa prisión (la próxima vez que repostes verás a los manifestantes encarcelados).

«La gente debería pensar», dice un activista nigeriano, «que, cuando encienden la calefacción en Europa, están contaminando el delta del Níger». «Necesitamos una nueva ley», dice un cómico estadounidense, «para que los propietarios de todoterrenos entren a formar parte de la reserva militar automáticamente. Entonces podrán ir a recoger su maldito propio petróleo». Filósofos, activistas, comediantes: todos intentan reforzar los vínculos mentales entre los consumidores de aquí y las calamidades de allá. Esas elucubraciones están basadas en la idea de nuestra conexión con el sufrimiento y la injusticia en el extranjero, lo que llama nuestra atención porque la idea es nuestra, permanece en los límites de nuestra conciencia y a veces en el centro mismo. La cuestión es que estamos vinculados a las desgracias de los demás, que nuestro despilfarro activa esas sirenas que suenan a lo lejos. ¿Es real esta teoría? ¿Cuánto se aproxima esta hipótesis a la realidad?

Los consumidores podrían estar conectados con la desgracia si sus propios gastos lo financiaran. Por ejemplo: los gobernantes crueles y los rebeldes sanguinarios podrían vender recursos naturales que llegaran a los consumidores por las cadenas de suministro, mientras que el dinero que los consumidores pagan por los productos elaborados retorna por la misma vía a esos gobernantes y sediciosos. Otra conexión podría establecerse mediante incentivos. Los consumidores que hoy compran bienes procedentes de los recursos de países devastados podrían estar creando incentivos para que la devastación se prolongue en el tiempo.

Ambas teorías son ciertas. Financiamos el sufrimiento humano cuando hacemos la compra diaria, y nuestras adquisiciones de hoy incentivan la injusticia del mañana. Aun es más, hemos Estado en contacto con la opresión y la guerra, con la corrupción y la pobreza, durante toda la vida. Como veremos más adelante, nuestro consumo de recursos naturales prolongó la existencia del régimen soviético y del apartheid; mantuvo en el poder tanto a Pol Pot como a Sadam Husein; contribuyó a pagar el genocidio de Darfur; y desencadenó atroces conflictos bélicos en Angola y en Sierra Leona. Si las cosas no cambian, nosotros —y después nuestros hijos— estaremos vinculados para siempre a tales sufrimientos.