Loe raamatut: «La sostenibilidad», lehekülg 2

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a. La insostenibilidad del sistema económico-financiero mundial

En un proceso que tuvo su inicio en 2007 y 2008 y que comenzó a agravar- se en 2011, el sistema económico-financiero mundial entró en una profunda crisis sistémica. Comenzamos por dicho proceso porque en los últimos decenios ha venido produciéndose lo que en 1944 el conocido economista húngaro-canadiense Karl Polanyi († 1964) denominó La gran transformación. El modo de producción industrialista, consumista, despilfarrador y con- taminante consiguió hacer de la economía el principal eje articulador y constructor de las sociedades. El mercado libre se transformó en la realidad central, sustrayéndose al control del Estado y de la sociedad, cambiándolo todo en mercancía: desde las realidades sagradas y vitales, como el agua y los alimentos, hasta las más obscenas, como el tráfico de personas, de drogas y de órganos humanos. La política fue vaciada de contenido o sometida a los intereses económicos, y la ética se vio enviada al exilio. Lo bueno es ganar dinero y hacerse rico, no ser honrado, justo y solidario.

Con el fracaso del socialismo real a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, los ideales y características del capitalismo y de la cultura del capital resultaron exacerbados: la acumulación ilimitada, la competi- tividad, el individualismo...: todo se resumía en la máxima greed is good, es decir, “el afán de lucro es bueno”.

El capital especulativo adquirió prominencia sobre el capital pro- ductivo. Es decir, que es más fácil ganar dinero especulando con dinero que produciendo y comercializando productos. La diferencia entre un tipo y otro de capital raya en el absurdo: 60,000 billones de dólares es el monto total de los procesos productivos, mientras que son 600,000 los billones de dólares que circulan por las bolsas como derivados o papeles especulativos.

La especulación y la fusión de grandes conglomerados multinacionales han transferido una cantidad inimaginable de riqueza a unos cuantos grupos y familias. El 20% más rico de la población consume el 82.4% de las riquezas de la Tierra, mientras que el 20% más pobre ha de contentarse con tan solo el 1.6 por ciento. Las tres personas más ricas del mundo poseen unos acti- vos superiores a toda la riqueza de los 48 países más pobres, donde viven 600 millones de personas. Doscientas cincuenta y siete personas acumulan más riqueza que 2,800 millones de individuos, el equivalente al 45% de la humanidad. Actualmente, el 1% de los estadounidenses gana lo correspon- diente a la renta del 99% de la población. Son datos proporcionados por Noam Chomsky, uno de los intelectuales más respetados de los Estados Unidos y crítico severo del actual rumbo de la política mundial.

Hoy hay cada vez menos países ricos, cuyo lugar ha sido ocupado por grupos sumamente opulentos que se han enriquecido especulando, sa- queando los dineros públicos y las pensiones de los trabajadores, además de devastar globalmente la naturaleza.

Lo que es demasiado perverso, como es el caso de la realidad que acabamos de referir, no tiene en sí mismo ninguna sostenibilidad. Llega un momento en que la farsa se desenmascara. Fue lo que ocurrió en 2008 con la explosión de la bolsa especulativa, que desencadenó la crisis eco- nómico-financiera en las naciones centrales (EUA, Europa y Japón), con repercusiones en todo el sistema, con mayor o menor intensidad en unos países que en otros.

La estrategia de los poderosos consiste en salvar el sistema financiero, no en salvar nuestra civilización y garantizar la vitalidad de la Tierra.

El papa Francisco hace constar en su encíclica sobre cómo habitar la Casa Común, que “los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente”... Por eso, hoy “cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta” (LS, n. 56).

El genio del sistema capitalista se caracteriza por su enorme capacidad de encontrar soluciones para sus crisis, generalmente promoviendo la destruc- ción creativa. De este modo, gana destruyendo un sistema y gana también reconstruyéndolo. Pero esta vez ha topado con un obstáculo insalvable: los límites del planeta Tierra y la cada vez mayor escasez de bienes y servicios naturales. O encontramos otra forma de producir y asegurar la subsistencia de la vida humana y de la comunidad de vida (animales, bosques y demás seres orgánicos), o tal vez asistamos a un fenomenal fracaso, a una grave catástrofe social y ambiental.

b. La insostenibilidad social de la humanidad a causa de la injusticia mundial

La sostenibilidad de una sociedad se mide por su capacidad de incluir a todos y garantizarles los medios necesarios para una vida suficiente y decente. Pero ocurre que la crisis que asuela a todas las sociedades ha desgarrado el tejido social y ha arrojado a millones de seres humanos a la marginalidad y la exclusión, creando una nueva clase de gente: la de los desempleados estructurales y los precarizados, es decir, la de quienes se ven obligados a realizar trabajos inestables y con bajísimos salarios.

Hasta que hizo su aparición la crisis económico-financiera de 2008, había en el mundo 860 millones de personas que pasaban hambre. Hoy son más de 1,000 millones. Los desgarradores gritos de los hambrientos y los mise- rables se elevan al cielo, pero son pocos los que oyen sus lamentos. Hemos alcanzado unos niveles de barbarie y de inhumanidad como en muy pocas épocas de nuestra historia.

Existe una lamentable falta de solidaridad entre las naciones, ninguna de las cuales ha destinado, como se había acordado oficialmente, ni siquiera el 1% de su Producto Interior Bruto a mitigar el hambre y las enfermedades que esta produce y que devastan inmensas regiones de África, Latinoamérica y Asia. El grado de humanidad de un grupo humano se mide por su nivel de solidaridad, de cooperación y de compasión frente a sus semejantes en necesidad. Según este criterio, somos inhumanos y perversos, hijos e hijas infieles de la Madre Tierra, siempre tan generosa para con todos.

Con enorme énfasis, el papa Francisco sostiene que las grandes mayorías que viven en los países pobres serán las primeras víctimas de los cambios climáticos.

Los peores impactos probablemente recaerán en las próximas décadas sobre los países en desarrollo. Muchos pobres viven en lugares particular- mente afectados por fenómenos relacionados con el calentamiento, y sus medios de subsistencia dependen fuertemente de las reservas naturales y de los servicios ecosistémicos, como la agricultura, la pesca y los recursos forestales. No tienen otras actividades financieras y otros recursos que les permitan adaptarse a los impactos climáticos o hacer frente a situaciones catastróficas, y poseen poco acceso a servicios sociales y de protección (LS, n. 25). El calentamiento originado por el enorme consumo de algunos países ricos tiene repercusiones en los lugares más pobres de la tierra, especialmente en África, donde el aumento de la temperatura unido a la sequía hace estragos en el rendimiento de los cultivos (LS, n. 51).

En términos globales, podemos afirmar que la convivencia entre los hu- manos es vergonzosamente insostenible, puesto que no garantiza losmedios de vida necesarios para una gran parte de la humanidad. Todos co- rremos el peligro de atraer sobre nosotros la ira de Gaia (cf. J. Lovelock, La venganza de la Tierra, Planeta, Barcelona 2007), que es paciente para con sus hijos e hijas, pero que puede ser terrible para quienes sistemáticamente se muestran hostiles a la vida y ponen en peligro la vida de los demás. Tal vez Gaia no desee tenerlos más en su seno y acabe eliminándolos de alguna forma solo de ella conocida (catástrofe planetaria, bacterias inatacables, guerra nuclear generalizada...).

c. La creciente disminución de la biodiversidad: el antropoceno

El actual modo de producción, que aspira al más elevado nivel posible de acumulación (“¿cómo puedo ganar más?”), conlleva la dominación de la na- turaleza y la explotación de todos sus bienes y servicios. Para ello se utilizan todas las tecnologías imaginables, desde las más sucias, como son las ligadas a la minería y a la extracción de gas y de petróleo, hasta las más sutiles, que utilizan la genética y la nanotecnología. La mayor agresión para el equilibrio vital de Gaia es el uso intensivo de agrotóxicos y pesticidas, pues devastan los microorganismos (bacterias, virus y hongos) que, en número de miles de billones, habitan los suelos y garantizan la fertilidad de la Tierra. El efecto más lamentable es la disminución de la enorme riqueza que la Tierra nos pro- porciona y que no es otra que la diversidad de formas de vida (biodiversidad). La extinción de especies pertenece al proceso natural de la evolución, que no deja de renovarse y siempre permite la emergencia de seres dife- rentes. En su historia de 4,400 millones de años, la Tierra ha conocido diez grandes disminuciones. La del periodo Pérmico, acaecida hace 250 millones de años, fue tan devastadora que ocasionó la desaparición del 50% de los animales y del 95% de las especies marinas. La última, de enormes propor- ciones, tuvo lugar hace 65 millones de años, cuando impactó sobre Yucatán, en el sur de México, un meteorito de 9.5 km de diámetro que diezmó la población de dinosaurios, los cuales habían vivido durante 33 millones de años sobre la faz de la Tierra. Nuestros ancestros, que vivían en las copas de los grandes árboles escondiéndose de los dinosaurios, pudieron entonces descender al suelo y realizar su proceso evolutivo, que culminó en nuestra actual especie, el homo sapiens.

Debido a la intemperante e irresponsable intervención humana en los procesos naturales durante los tres últimos siglos, hemos inaugurado una nueva era geológica denominada antropoceno, la cual sucede a la del holo- ceno. El antropoceno se caracteriza por la capacidad de destrucción del ser humano, que acelera la desaparición natural de las especies. Los biólogos no se ponen de acuerdo en relación con el número de seres que desaparecen anualmente. Nosotros seguimos en esto al más conocido de los biólogos vivos, el estadounidense Edward Wilson, de la Universidad de Harvard, que acuñó la expresión biodiversidad y estima que están desapareciendo entre 27,000 y 100,000 especies cada año (Robert Barbault, Ecologia Geral, Vozes, Petrópolis 2011, 318).

Según un estudio publicado por el PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente) en 2011, más del 22% de las plantas del mundo se encuentran en peligro de extinción, debido a la pérdida de sus hábitats naturales y como consecuencia de la deforestación en aras de la producción de alimentos, del agronegocio y de la ganadería (Anuario PNU- MA 2011, 12). Y con la desaparición de los bosques se ven peligrosamente afectados los animales, los insectos y el régimen de unidad, fundamental para todas las formas de vida.

Los desiertos no paran de expandirse cada año el equivalente a la super- ficie del estado brasileño de Bahia (567,000 km2), y la erosión se extiende imparablemente, frustrando cosechas y generando hambre y la consiguiente migración de miles y miles de personas.

El papa Francisco advierte en su ya citada encíclica, Laudato Si', acerca de las graves consecuencias de la pérdida de la biodiversidad para toda la humanidad, y al mismo tiempo subraya el gran valor de esta riqueza viva que de manera irresponsable estamos diezmando:

La pérdida de selvas y bosques implica al mismo tiempo la pérdida de espe- cies que podrían significar en el futuro recursos sumamente importantes, no solo para la alimentación, sino también para la curación de enfermeda- des y para múltiples servicios. Las diversas especies contienen genes que pueden ser recursos claves para resolver en el futuro alguna necesidad humana o para regular algún problema ambiental. Pero no basta pensar en las distintas especies solo como eventuales recursos explotables, olvidando que tienen un valor en sí mismas. Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre. La inmensa mayoría se extinguen por razones que tienen que ver con alguna acción humana. Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho (LS, n. 32 y 33).

d. La insostenibilidad del planeta Tierra: la huella ecológica

En su larga trayectoria dentro del sistema solar, la Tierra ha soportado grandes sacudidas, y tal vez la mayor de ellas tuvo lugar cuando se produjo la llamada deriva continental, es decir, cuando el único continente que existía entonces, Pangea, comenzó a romperse, dando origen de ese modo a los continentes que hoy conocemos. Esto ocurrió hace 245 millones de años.

La Tierra posee una inconmensurable capacidad de adaptarse y de in- corporar nuevos elementos procedentes, por ejemplo, de los meteoritos, que con su presencia colaboraron en el origen de la vida. La Tierra permitió que la vida se procurara un habitat bueno para ella, que denominamos “biosfera”, hoy ampliamente amenazada.

Además, evidenció una inmensa capacidad de soportar y sobrevivir a las agresiones, ya procedieran del espacio exterior, como los meteoros rasantes, ya fueran perpetradas por la actividad humana. A partir de la aparición del homo habilis, hace cerca de dos millones de años, comenzó un complejo diálogo entre el ser humano y la naturaleza. Un diálogo que ha conocido tres fases: inicialmente, se trataba de una relación de interacción por la que reinaba entre ambas partes la sinergia y la cooperación; la segunda fase fue la de la intervención, cuando el ser humano comenzó a utilizar instrumentos (piedras afiladas, palos puntiagudos, y posteriormente, a partir del neolítico, los instrumentos agrícolas) para superar los obstáculos que le presentaba la naturaleza y modificarla; y la tercera fase, la actual, es la de la agresión, cuando el ser humano hace uso de todo un aparato tecnológico para so- meter a sus propósitos a la naturaleza, demoliendo montañas, represando ríos, abriendo minas subterráneas y pozos de petróleo, abriendo carreteras, creando ciudades y fábricas y dominando los mares.

En cada una de esas tres fases, la Tierra ha reaccionado, asimilado, rechazado... y, finalmente, encontrado un equilibrio que le permitiera vivir y ofrecer en abundancia bienes (agua, alimentos, nutrientes...) y servicios (atmósfera, climas, régimen de vientos y lluvias...) para todos los seres vivos. Pero, como un superorganismo vivo que es, Gaia siempre se mostró soberana, derrotando la arrogancia humana de tratar de someter a la naturaleza. Terremotos, erupciones volcánicas, tsunamis, huracanes, sequías e inundaciones han echado abajo todas las barreras levantadas. El ser humano tuvo que aprender que solo obedeciendo a la naturaleza puede poner esta a su servicio.

Actualmente hemos llegado a un nivel tan elevado de agresión que equivale a una especie de guerra total. Atacamos a la Tierra en el suelo, en el subsuelo, en el aire, en el mar, en las montañas, en los bosques, en los reinos animal y vegetal...: en cualquier lugar donde podamos arrancarle algo para nuestro propio beneficio, sin ningún sentido de retribución ni disposición alguna a concederle reposo y tiempo para regenerarse.

Pero no nos engañemos. Los seres humanos no tenemos posibilidad alguna de ganar esta irracional y despiadada guerra, porque la Tierra es ilimitadamente más poderosa que nosotros, que, por si fuera poco, nece- sitamos de ella para vivir. Ella, en cambio, no tiene ninguna necesidad de nosotros: existía mucho antes de que apareciera el ser humano y puede, tranquilamente, seguir sin nuestra presencia. En cualquier caso, significará una pérdida inimaginable para el propio universo, que en esta su pequeña porción que es nuestro planeta ya no podrá, a través del ser humano in- teligente y consciente, verse a sí mismo y contemplar su propia majestad.

Con razón Friedrich Engels, en el siglo xix, afirmaba en su Dialéctica de la naturaleza:

No nos envanezcamos fácilmente por nuestra victoria sobre la naturaleza. De cada victoria, se venga… Tenemos que convencernos de que nosotros no dominamos a la naturaleza como un conquistador domina a un pueblo extranjero, como si estuviéramos fuera de la naturaleza. Pertenecemos a ella con carne, sangre y cerebro. Estamos dentro de ella. Nuestro dominio consiste precisamente, a diferencia de las demás criaturas, en que cono- cemos sus leyes y podemos aplicarlas correctamente.

En esta guerra total, fruto del ansia de lucro y de la voluntad de acumu- lar y de poder, estamos rompiendo un límite que, una vez superado, pone en peligro la salud de Gaia. Enumeremos algunos indicadores al respecto: la ruptura de la capa de ozono, que nos protege de los rayos ultravioleta, nocivos para la vida; la excesiva concentración en la atmósfera de dióxido de carbono, del orden de 27,000 millones de toneladas al año; la escasez de recursos naturales necesarios para la vida (suelos, nutrientes, agua, bosques, fibras...), que en algunos casos llegan a agotarse (como ocurrirá, más temprano que tarde, con el petróleo y el gas); la pérdida creciente de la biodiversidad (especialmente por lo que se refiere a los insectos que garan- tizan la polinización de las plantas); la deforestación, que afecta al régimen de aguas, de sequías y de lluvias; la acumulación excesiva de desechos in- dustriales, que no sabemos cómo eliminar o reutilizar; la contaminación de los océanos, que ven cómo aumenta su nivel de salinización; y finalmente, como consecuencia de todos estos factores negativos, el calentamiento global que a todos nos amenaza indistintamente.

La Evaluación Ecosistémica del Milenio, organizada por la ONU entre 2001 y 2005 y en la que se vieron implicados cerca de 1,300 científicos de 95 países, además de otras 850 personalidades de la ciencia y de la política, reveló que, de los 24 servicios ambientales esenciales para la vida (limpieza del agua y del aire, regulación de los climas, alimentos, energías, fibras, etcétera), 15 de ellos se encontraban en proceso de degradación acelerada.

En enero de 2015, 18 científicos publicaron en la famosa revista Science un estudio sobre “Los límites planetarios: guía para el desarrollo humano en un mundo en mutación”. Enumeraron nueve factores fundamentales para la continuidad de la vida; entre ellos mencionaron el equilibrio de los climas, la conservación de la biodiversidad, la preservación de la capa de ozono y el control de la acidez de los océanos, entre otros. Todos se encontraban en estado de erosión, pero dos los calificaban de especialmente degradados, en sus “límites fundamentales”: el cambio climático y la extinción de las especies. La ruptura de estas dos fronteras fundamentales, según los cien- tíficos, puede llevar a la civilización al colapso.

En otras palabras, estamos destruyendo las bases químicas, físicas y ecológicas de nuestro futuro. Esta destrucción obedece a la voluntad de unos pocos millones de seres humanos sumamente poderosos. Fred Pearce, autor del famoso libro Peoplequake (“El terremoto poblacional”), publicó un artículo en New Scientist (26-09-2009) donde proporcionaba los siguientes datos: los 500 millones de personas más ricas (7% de la población mundial) son responsables del 50% de las emisiones de gases de efecto-inverna- dero, mientras que los 3,400 millones más pobres (50% de la población) son causantes tan solo del 7% de dichas emisiones, causantes a su vez del calentamiento global.

En este contexto, ¿debemos prestar especial atención a la denominada huella ecológica de la Tierra, es decir, a todo cuanto, en términos de suelo, de nutrientes, de agua, de bosques, de pastos, de mar, de plancton, de pesca, de energía, etcétera, necesita el planeta para reponer lo que le ha sido arrebatado por el consumo humano?

El informe Living Planet (“El planeta vivo”) de 2010, reveló que la huella ecológica de la humanidad se ha más que duplicado desde 1996. Los resul- tados de la Red de la Huella Global (Global Footprint Network) del año 2011, nos llevan a pensar en los riesgos que estamos corriendo. He aquí los datos que nos ofrece:

En 1961 necesitábamos tan solo el 63% de la Tierra para atender a las demandas humanas. En 1975 ya necesitábamos el 97 por ciento. En 1980 exigíamos el 100.6% de Tierra, por lo que necesitábamos más de una Tierra. En 2005, la cifra había llegado al 145%; es decir, se necesitaba casi una Tierra y media para estar a la altura del consumo general de la humanidad. En 2011 nos acercábamos ya al 170% de demanda, muy cerca ya de las dos Tierras... De seguir a este ritmo, en el año 2030 tendremos necesidad al menos de tres planetas iguales a esta única Tierra que ya tenemos. Si quisiéramos, hipotéticamente, universalizar para toda la humanidad el nivel de consumo de que disfrutan los países ricos (EUA, la Unión Europea y Japón), aseguran los biólogos y cosmólogos que harían falta cinco planetas Tierra, lo cual es absolutamente irracional (Robert Barbault, Ecologia Geral, 418).

Dicho con una expresión tomada de la vida cotidiana: la Tierra se en- cuentra, hace ya bastante tiempo, “en números rojos”. Necesita más de un año y medio para reponer lo que le hemos sustraído durante un año. En otras palabras, la Tierra ya no es sostenible. ¿Cuándo entrará en quiebra?

¿Qué será de nuestra civilización y de las generaciones presentes y futuras cuando nos falten los medios de vida indispensables para nuestra propia supervivencia y para llevar adelante los proyectos humanos, cada vez más nuevos y exigentes?

Como es fácil deducir, necesitamos garantizar la sostenibilidad general del planeta, de los ecosistemas y de nuestra propia vida. Se trata de una cuestión irrenunciable, si queremos seguir viviendo. Como muy acertadamente adver- tía Mijail Gorbachov en 2002, en el transcurso de las reuniones del grupo que forma la “Iniciativa Carta de la Tierra”, “necesitamos un nuevo paradigma de civilización, porque el actual ha llegado a su término y ha agotado sus posibilidades. Tenemos que llegar a un consenso sobre nuevos valores; de lo contrario, en treinta o cuarenta años la Tierra podrá existir sin nosotros”.

Hasta la aparición del ser humano, hace entre cinco y siete millones de años, la Tierra se regía instintivamente por las fuerzas que determinaban el funcionamiento del universo y de ella misma. Una vez aparecido el ser humano, la Tierra se atrevió a asumir el riesgo de confiar su destino a uno de sus productos, la comunidad humana, y decidir sobre el futuro de sus sistemas vitales básicos. Es este un acontecimiento tan importante como la aparición de la propia vida. Como especie, los humanos nos hacemos responsables de la vida o la muerte de las demás especies y hasta de la nuestra propia. De ahí la exigencia de reflexionar sobre la sostenibilidad y sobre nuestra capacidad y responsabilidad de garantizarla para toda la comunidad de vida.

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9786076122105
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