Loe raamatut: «La civilización del Anáhuac: filosofía, medicina y ciencia», lehekülg 2

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¿Por qué Toltecáyotl?

La civilización del Anáhuac y las culturas que de ella surgieron, en particular la náhuatl, encuentran en la toltecáyotl las condiciones necesarias para darle sentido a su existencia.

La flor y el canto, arte y poesía, son las herramientas para conocer las cosas esenciales de la vida en el camino espiritual, el camino del conocimiento. Este conocimiento lleva a tener una vida en equilibrio, que es el fin de la toltecáyotl “el arte de vivir en equilibrio”. La toltecáyotl es la mayor y más valiosa herencia que nos legaron nuestros ancestros, fundadores de la milenaria civilización denominada Anáhuac.

Por medio de la flor y el canto (in xochitl in cuicatl, arte y poesía) el gran guerrero, no un soldado, mantenía su guerra florida contra su yo interno, Necoc Yaotl, es decir, eran sus armas contra su ego e importancia personal. Ella le brinda los recursos necesarios al ser humano para lograr la plenitud existencial, la sabiduría, la experiencia individual y colectiva indispensables para solucionar los problemas de orden material, y una vez resueltos, valerse de la sabiduría milenaria, para resolver el desafío existencial de trascender la vida en el plano espiritual.

Las culturas surgidas en el Anáhuac proclamaron ser buscadoras de la ciencia espiritual. Su objetivo era que las personas llegaran a ser integrales. Para ello crearon escuelas en las que se enseñaba astronomía, herbolaria, matemáticas, artes marciales y danza; además la educación era obligatoria, gratuita y estaba a cargo del Estado. También era universal, ya que estaba abierta a todas las maneras de concebir el mundo. Crear seres humanos dueños de un rostro (in ixtli) y de un corazón (in yollotl) –una personalidad y una espiritualidad– por medio de un sistema educativo que contemplaba todos los aspectos de la mente, el cuerpo y el espíritu.

La Toltecáyotl es la mayor y más valiosa herencia que nos han legado, quienes son los padres fundadores de nuestra milenaria civilización. El Patrimonio Cultural que han producido a través de la sabiduría producida por la investigación y sistematización del conocimiento a lo largo de ocho mil años.

Si la India tiene a Buda y China al Tao, nosotros, la civilización del Cem Anáhuac, –tan antigua como ellas–, tenemos la Toltecáyotl. Sabiduría humana que nos ha permitido satisfacer las necesidades y desafíos materiales de la vida. Pero también, dar respuesta al desafío de trascender la limitada y efímera existencia humana en el plano material.[5]

Los mexicas lo llamaron nawi ollin teotl, que significa “energía que gira en cuatro puntos”: del instinto a la inteligencia y de la voluntad a la conciencia. A sus escuelas las llamaron casa de jóvenes y atado de casas (telpochcali y calmecac).

Además nuestros ancestros consideraban la existencia de cinco elementos principales en la naturaleza:

 Tletl, fuego.

 Atl, agua.

 Ehecatl, viento.

 Tlalli, tierra.

 Ollin, que era considerado como el principio o elemento integrador de los otros cuatro, el movimiento.

Todas las culturas de la civilización del Anáhuac reconocieron al término ollin como el elemento integrador; esta es una demostración de lo profundo de la toltecáyotl, un reconocimiento de que el movimiento es lo que le da sentido a las cosas, es lo que crea la ilusión del tiempo, es lo que da forma al universo tal y como es, pues en un inicio todo estaba quieto, y ahora no hay nada fijo en el microcosmos ni en el macrocosmos, todo está en movimiento.

Consideramos que la toltecáyotl, la gran cultura del pueblo anahuaca era superior en todo a las naciones europeas excepto en armamento. Con la Conquista muchos templos de energía (teocalli) situados en puntos geomagnéticos abiertos para el trabajo mental y espiritual fueron destruidos y en su lugar se edificaron iglesias situadas estratégicamente a modo de fuertes militares, conventos tipo fortalezas, típicos del siglo xvi.

Se destruyeron los observatorios astronómicos donde se practicaba un deporte cósmico –el juego de pelota u olama o tlachtli– y también se demolieron las casas de danza y canto, así como los recintos de conocimiento integral (científico espiritual), y pronto se construyeron las universidades, cuya misión era llevar la pauta de un nuevo sistema educativo laico, pero aún así lavacerebros, alejado del conocimiento indígena, que fue de mal en peor hasta la situación que vivimos actualmente.

En la Facultad de Medicina no se enseña medicina totonaca. En la Facultad de Arquitectura no se enseñan los modelos cósmicos de las grandes ciudades precuauhtémicas. En la Facultad de Ciencias Políticas no se enseña la organización política de los pueblos del Anáhuac. En ciencias no se enseñan matemáticas mayas. En la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea no se enseña la danza azteca. En la Escuela Nacional de Artes Plásticas no se enseñan los modelos toltecas. Luego, entonces, lo universal de las universidades es un mito.

Porque dentro del conjunto de lo universal está incluido lo propio: ¡En la realidad está excluido!

Todas las teorías, formas, deportes, artes, técnicas y saberes que se enseñan en las universidades provienen de Europa y Estados Unidos. La unam, las demás universidades y, en general, todo el sistema educativo de nuestro país se basan en un modelo de educación importado en el cual no quedan huellas de nuestras raíces culturales, de nuestra toltecáyotl.

Nos cambiaron las escuelas de ciencia integral por fábricas de burócratas (¡empleados y desempleados!), ignorantes de su propio origen, apáticos, carentes de amor a la naturaleza y a su cultura (toltecáyotl).

Muchos se convierten en zombis con título, con profesión, orgullosos de haber logrado ser alguien en la vida. Otros se vuelven ladrones de tesis, profesores con la misma cantaleta ensayada mil veces, preocupados por obtener un mísero ascenso en lugar de formar seres íntegros y capaces. Se han convertido en fabricantes de “pseudolíderes”, con una formación profesional técnica especializada, quienes a la primera oportunidad huyen de su nación sólo para insertarse magistral (o doctoralmente) en la burocracia de otro país.

Otros estudian con un método impecable a nuestros indígenas como si fueran simples objetos con el fin de escribir un artículo más para la gran antropología nacional y obtener un grado más en la larga cadena de burócratas aferrados y así poder presumir (¡a quien sea!) su gran conocimiento. Por supuesto, conozco excepciones, alumnos y maestros con un corazón de jade y turquesa, pero ellos también son engañados o utilizados y algunos otros tienen que soportarlo por necesidad.

En este libro no cometeré el error de estudiar a mis hermanos como si fueran cosas para añadir un renglón más a mi currículum. Prefiero ser “india” para conocer mi origen, mi herencia y mi destino. No quiero estudiar “ruinas arqueológicas”, quiero danzar en ellas. Los universitarios técnicos en restauración arqueológica son muy necesarios y agradecemos su invaluable trabajo, pero no son los dueños de las zonas sagradas. Éstas pertenecen a los pueblos indígenas y a todo aquel que se asuma como indígena de alguna nación y, en general, a todo el pueblo de México.

Todos los universitarios y aún más los anahuacas, que quieran transformarse y transformar el sistema educativo deberán indagar mucho su origen más antiguo, el que ha estado en la tierra por miles de años, el endémico. Para crear mexicanos orgullosos de su cultura amantes de la toltecáyotl, en la cual se encuentra la raíz latente y la esencia de su existencia. Recordemos que nadie ama lo que no conoce y sólo quien conoce su origen puede saber su destino.

Es importante señalar, que en este libro se mencionarán palabras de la lengua náhuatl con cierta frecuencia y, por consiguiente, se presenta el problema de su correcta escritura. Este problema es común a todos los estudios en los que se debe transliterar en el idioma del expositor las palabras de otro idioma y los lingüistas han elaborado ciertas convenciones bastante complejas acerca de la fonética y la ortografía. Otra dificultad similar es la determinación de la sílaba sobre la cual cae el acento tónico. La solución de este problema en el caso de las lenguas no escritas es relativamente incierta, aunque se presente también para lenguas escritas (basta pensar en el latín y el inglés). ¿Deben acentuarse las palabras de origen náhuatl? Podemos decir que las formas acentuadas y no acentuadas de las voces nahuas son correctas. Las variantes escritas de buena parte de los nahuatlismos se deben al hecho de que, al incorporarse al idioma español se adaptaron a sus reglas ortográficas y la acentuación de algunas cambió. En nuestro caso, siendo el náhuatl una lengua no escrita, utilizaremos la transcripción de sus palabras según las reglas fonéticas y ortográficas de la lengua española, así como se utilizan en los estudios redactados en este idioma, añadiendo también los acentos tónicos que algunos autores prefieren no utilizar, a mí me parece correcto hacerlo de acuerdo con las reglas del español, ya que esta solución práctica es adecuada para los fines de este libro y facilita su lectura. Además considero que si escribimos en español y usamos palabras del náhuatl, debemos usar las reglas establecidas por la Real Academia Española, todo esto sin pretensión alguna de constituir una autoridad.

[1] Guillermo Marín, Los viejos abuelos: nuestra raíz indígena, México, Universidad José Vasconcelos de Oaxaca, 2000, pp. 30-31.

[2] Marc Thouvenot, Diccionario náhuatl-español, colaboración de Javier Manríquez, prólogo de Miguel León-Portilla, México, Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Históricas / Fideicomiso Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor, 2014, p. 484.

[3] Paul Kirchhoff, “Mesoamérica, sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales”, en revista Tlatoani, suplemento núm. 3, México, 1967, p. 12. Disponible en: <http://alfinliebre.blogspot.com/>. Consultada el 2 de febrero de 2019.

[4] Guillermo Marín, “Rubén Bonifaz Nuño, biografía”, en Toltecáyotl, publicada el 16 de agosto de 2009, disponible en: <https://bit.ly/2stRI8o>. Consultada el 24 de noviembre de 2018.

[5] Guillermo Marín, op. cit., disponible en: <https://bit.ly/2stRI8o>.

Las fuentes

Todo trabajo histórico debe hacer una referencia preliminar a las fuentes en las que se basa. En el caso de la historia del México precuahtémico (no utilizamos el concepto peyorativo de “prehispánico” que borra los 7 500 años de desarrollo humano endógeno de una de las seis civilizaciones más antiguas de la humanidad), la cuestión de las fuentes es compleja e instructiva porque, al tratarse de una civilización con una cultura muy avanzada en la que existía una clase culta sumamente articulada, la calidad y cantidad de las fuentes es, por consiguiente, variada. Este tema ha sido tratado en forma abundante por numerosos historiógrafos y carece de sentido entrar en demasiados detalles. Sin embargo, es indispensable proporcionar los elementos principales de este marco.

Contrariamente a lo que algunos podrían pensar, existen pocas fuentes escritas relacionadas con las formas “altas” de la cultura del México antiguo. Las que podríamos llamar “directas” están redactadas en náhuatl, es decir, en un idioma de orígenes muy antiguos, hablado por muchas poblaciones del altiplano mexicano, y que al momento de la llegada de los conquistadores españoles era la “lengua nacional” del Imperio mexica (mal llamado Azteca). Ésta no se extinguió de inmediato, y hasta la fecha es hablada por algunos millones de mexicanos, en especial en muchas localidades de la provincia del país. Las fuentes que podríamos llamar “indirectas” están redactadas en español y están constituidas por relatos de conversaciones que algunos religiosos sostuvieron, en los años inmediatamente posteriores a la Conquista, con varios “informantes” indígenas de nivel cultural bastante elevado. Algunas de estas fuentes son muy significativas, porque también contienen la versión en náhuatl de los testimonios recopilados, debido a esto pueden ser incluidas entre las fuentes directas.

Como veremos más adelante, por medio de algunos ejemplos, el náhuatl no fue una lengua elemental y pobre. Por el contrario, poseía una estructura gramatical y sintáctica muy compleja que, entre otras cosas, permitía también (gracias a un sutil juego de sufijos, prefijos e infijos) la expresión de nociones abstractas. Como prueba de esto, es suficiente decir que existen algunas gramáticas y diccionarios de esta lengua,[1] la cual hoy en día es enseñada en algunas universidades e instituciones culturales, de modo que la lectura de las fuentes relativas no presenta mayores dificultades que las encontradas en la lectura de textos redactados en una de las lenguas muertas generalmente estudiadas.

Por esta razón, sería científicamente más correcto hablar de civilización náhuatl o del Anáhuac (y paralelamente, de filosofía, cosmología, antropología, cultura y medicina náhuatl), en lugar de civilización mexicana del periodo precuauhtémico. De hecho, el adjetivo “mexicano” podría dar la impresión de que se pretende hablar de la cultura de los mexicas, es decir, del pueblo que estaba en su apogeo cuando llegaron los españoles, y que muy a menudo es erróneamente identificado con los aztecas (en realidad, éstos eran un grupo étnico pequeño dentro del pueblo de los mexicas, que gracias a sus habilidades militares, había subyugado a muchos pueblos). Los mexicas llegaron al Valle de México en una época bastante tardía, y su capital México-Tenochtitlán (que constituye el núcleo histórico de la actual Ciudad de México) se fundó en 1325, sólo trescientos años antes de que Cortés la subyugara, en 1521. Es cierto que los mexicas habían alcanzado una posición de hegemonía política y cultural (este hecho explica por qué se remonta a ellos la etimología de la palabra “México”); sin embargo, a pesar de que imprimieran rasgos específicos a su cultura, ésta tenía raíces mucho más antiguas, que se encuentran precisamente en las culturas de lengua náhuatl y, por ejemplo, en lo que respecta a la medicina, el arte y la filosofía se remontan hasta el legendario pueblo de los toltecas, quienes (según los testimonios recopilados por los primeros conquistadores españoles) eran considerados por los indígenas cultos como los inventores de la ciencia médica y la filosofía.[2]

Lo que decimos no es, en realidad, nada extraño, si pensamos que estamos acostumbrados a hablar de las civilizaciones griega o latina simplemente refiriéndonos a la lengua en la que estas civilizaciones se expresaban, abarcando de esta manera pueblos muy distantes en el espacio y el tiempo, e incluso pertenecientes a etnias diferentes. A pesar de estas notables diferencias, ellas formaban parte de la misma koiné, es decir, un patrimonio común de conocimientos, ideas, concepciones del mundo y del hombre, tradiciones y costumbres, que eran vehiculados a través de la lengua común. En un sentido perfectamente análogo, entonces, se puede y se debe hablar de una civilización náhuatl o del Anáhuac (y no se trata de una opinión personal, ya que es compartida por muchos especialistas del tema): ésta no sólo es mucho más antigua que México-Tenochtitlan, sino que supera ampliamente los estrechos confines del dominio mexica e integra elementos de todas las grandes culturas que existieron antes, incluyendo gracias a su sincretismo los frutos de las culturas de los olmecas, de los teotihuacanos y de los toltecas.

En particular, su expansión (consecuencia de su prestigio, mucho más que efecto de una conquista) alcanzó áreas que los mexicas nunca dominaron militarmente.[3]

La lengua náhuatl era hablada y escrita. Sin embargo, su escritura no era de carácter alfabético-fonético, sino esencialmente ideográfico, estaba constituida de forma prevalente por pinturas muy coloreadas, a las que se añadía un sistema de glifos que contenía un gran número de grafemas, algunos de ellos de tipo ideográfico, y otros que representaban sílabas. Estos grafemas eran suficientes para establecer fechas, expresar nombres de lugares y personas, cuerpos celestes, fenómenos meteorológicos como los terremotos, conceptos y prácticas religiosas, una gran cantidad de objetos, plantas, animales, piedras, metales, edificios, cargos sociales, eventos de la vida, acciones, etc. En pocas palabras, tenía características similares a las de la lengua escrita del antiguo Egipto. Esta lengua aparece en los más antiguos “códices”, es decir, los que fueron escritos antes de la Conquista. De hecho, los primeros conquistadores (o mejor dicho, en la mayoría de los casos, los religiosos que los acompañaban con el propósito de evangelizar a los pueblos indígenas) son los artífices de que el náhuatl también recibiera una transcripción fonética, utilizando el alfabeto y los fonemas de la lengua española de la época. Los misioneros de todos los tiempos tuvieron que aprender los idiomas de los pueblos indígenas para comunicarse con ellos, así como para poder predicar y evangelizar. Pero los religiosos a los que nos referimos no se limitaron a este aprendizaje práctico (que en sí mismo no suponía la necesidad de pasar a una escritura), sino que se preocuparon por conocer a fondo los hábitos, las costumbres, creencias, tradiciones de los pueblos conquistados: para tal fin, recopilaron y examinaron una enorme cantidad de testimonios directos, expresados en náhuatl, por “informantes” indígenas (casi siempre de nivel cultural apreciable) y los transcribieron con fidelidad utilizando la escritura fonética. De esta manera, también descifraron, con la ayuda de dichos informantes, la escritura ideográfica de los códices más antiguos. Este trabajo fue ulteriormente facilitado y desarrollado gracias al hecho de que muchos indígenas cultos aprendieron el español, por lo que en unos pocos años un grupo bastante numeroso de personas dominó perfectamente el español y el náhuatl.

Finalmente, a esto se añadió el hecho de que la Corona de España exigiera a sus funcionarios informes muy meticulosos sobre el estado de la Colonia bajo los aspectos más diversos (incluidos los de naturaleza más “culta” en vista de las disputas muy acaloradas que surgieron acerca del estatus que se les debía reconocer a los indígenas, es decir, si debían considerarse o no como simples paganos idólatras, rudos y primitivos, y, por tanto, como pertenecientes a una raza inferior y dignos de ser tratados como esclavos o seres subhumanos).

A este propósito, una cuestión importante es la referente al peso que debe atribuirse a la tradición oral. Hoy en día, la metodología histórica ha justamente reconocido el valor de este tipo de fuente, pero permanece la tendencia a tomarla en serio sólo en los casos de culturas desprovistas de escritura. Se trata de un malentendido deplorable: incluso en el mundo occidental, la transmisión oral desempeñó un papel importantísimo hasta la invención de la imprenta, gracias a la cual los textos escritos pasaron a ser fácilmente disponibles y, de esta manera, condenó a una progresiva decadencia del ejercicio del aprendizaje mnemónico. Por otro lado, en todas las culturas tradicionales el aprendizaje mnemónico siempre ha jugado un papel esencial: no sólo porque, para cada individuo, el saber coincide con lo que recuerda de lo que aprendió (“no hace ciencia el entender sin retener”, sentenció Dante con toda razón), sino también porque la calidad del conocimiento de una persona era proporcional a su exactitud, su minuciosidad, a la confiabilidad de lo que había aprendido y eso consistía principalmente en saber retener los conocimientos acumulados de una tradición.[4] El único inconveniente grave no es la infidelidad de la memoria (no muy diferente a la posibilidad de transmisión de errores al copiar los manuscritos o de errores de impresión), sino en el peligro de la extinción. Mientras que un manuscrito o un libro pueden reposar durante siglos en una biblioteca y ser consultados por alguien mucho tiempo después, el saber de una persona muere con ella, a menos de ser continuamente retransmitido y aprendido por otras personas, es decir, a menos que este conocimiento sea parte de una tradición viva.

Los españoles encontraron en México una cultura viva y floreciente, cuyos maestros, verdaderas enciclopedias humanas, preservaban y transmitían oralmente los contenidos de una larga tradición, de forma en gran medida independiente de la existencia (por notable que esta fuera) de textos escritos.

Además, formaba parte de esta tradición oral la enseñanza relacionada con la forma de interpretar los textos escritos, de modo que los jóvenes que recibían la que podríamos llamar educación superior, especialmente en los calmécac, aprendían a “descifrar” los textos escritos, y memorizaban una gran cantidad de composiciones, desde himnos sagrados hasta anales históricos. Por tanto, cuando los primeros misioneros (o los indígenas cultos, o los funcionarios, como especificamos anteriormente), consultaron a los grandes “maestros” de esta tradición, transcribiendo en forma fiel sus informes y llenando miles de páginas en lengua náhuatl (formulada fonéticamente), no hicieron más que traspasar a una forma escrita de tipo alfabético una tradición oral fielmente conservada, que incluía, entre otras cosas, la decodificación de las fuentes escritas redactadas con la escritura pictoglífica de los códices más antiguos. Por esta razón, es correcto incluir entre las “fuentes directas” este tipo de testimonio, como lo haremos más adelante.[5] Si a esto le sumamos el hecho de que estas transcripciones del náhuatl eran acompañadas a menudo por las respectivas traducciones al español, no podemos dejar de notar cómo la combinación de estos factores haya significado, para el desciframiento de la lengua de los antiguos mexicanos, el equivalente al descubrimiento de la Piedra de Rosetta para el desciframiento del lenguaje del antiguo Egipto.

La que acabamos de describir fue una época afortunada y muy breve. De hecho, el afán de un conocimiento documental meticuloso, fiel y exhaustivo, complementado además por una comprensible curiosidad espontánea, fue motivado, entre otras cosas, como dijimos, por el programa consistente en suplantar esta cultura, así como por el prejuicio casi obsesivo de que se tratara de poblaciones dedicadas a creencias y prácticas idolátricas y supersticiosas, e incluso sujetas a influjos diabólicos. En pocas palabras, se trataba de una cultura que era útil conocer a fondo para erradicarla en forma eficaz de las mentes y de los corazones de esas poblaciones, y así implantar en ellas las semillas de la civilización cristiano-occidental (además de poder subyugarlas y explotarlas sin escrúpulos). Por esta razón, la cultura náhuatl fue destruida y reemplazada por una cultura hispanoamericana que, aun sin poder (lógicamente) borrar por completo el componente indígena, resultó ser fuertemente europeizada y, en particular, adoptó el español como lengua culta. Por eso muchos hablan de un “México prehispánico”. De hecho, si por un lado es muy cierto que no pocos mexicanos se distinguieron, en los siglos sucesivos, en los sectores “altos” de la cultura,[6] por otra parte hay que recordar que su trabajo era parte de la cultura hispánica y, en ella, ocupó una posición sustancialmente subordinada hasta el momento de la descolonización.

Por último, queremos eliminar una duda que podría surgir a propósito del valor “científico” de las fuentes en lengua náhuatl recopiladas por los españoles en las formas anteriormente descritas.

Podría pensarse que los diligentes frailes que reunieron los testimonios de los indígenas carecían por completo de esas cualidades “metodológicas” que consideramos indispensables hoy en día para la confiabilidad de la documentación resultante. Sin embargo, no fue así, y para aclararlo presentaremos la forma en que trabajó uno de los misioneros más significativos, fray Bernardino de Sahagún, franciscano que llegó a México en 1529. Fray Bernardino aprendió muy rápido el náhuatl y mostró desde el principio un interés insaciable por documentarse acerca de las características de la cultura “gentil” (es decir, “pagana”) de las poblaciones que llegaba a conocer. En todos los lugares que visitaba, buscaba a los ancianos más sabios y les pedía que le contaran todo lo que recordaban sobre su antigua cultura. Apuntaba o hacía apuntar todo literalmente, tal como ellos lo expresaban, y luego lo comparaba con los relatos de otros informantes corrigiendo, suprimiendo, añadiendo innumerables veces.

En relación con su método de trabajo, fray Bernardino de Sahagún explicó que durante tres años leyó y repasó por su cuenta sus anotaciones, y las dividió en libros, y cada libro en capítulos, y algunos libros en capítulos y párrafos.

El resultado de este trabajo fue una obra monumental, una verdadera enciclopedia del mundo náhuatl, en la que es posible encontrar de todo: desde la teología hasta el conocimiento médico, pasando por las recetas de cocina.

Pero el hecho metodológicamente aún más significativo es que fray Bernardino de Sahagún tuvo la honestidad intelectual de conservar incluso las minutas de su paciente trabajo, con los textos originales intactos. Pocas veces cedió a la tentación de criticar o condenar lo que estaba traduciendo y, puesto que conservamos esos originales, aún hoy podemos descubrir y corregir los eventuales e inevitables prejuicios y errores que se han infiltrado en su traducción. Tampoco puede ser ignorada la actitud fundamentalmente positiva que asumió hacia las doctrinas que encontraba, tratando de interpretarlas, cuando le parecía posible, para resaltar sus cualidades. Por ejemplo, en una carta dirigida al Papa Pío V el 25 de diciembre de 1570, fray Bernardino de Sahagún escribió:

Entre los antiguos filósofos, algunos dijeron que no existía Dios, y esta opinión era muy difusa: Ximócrates dijo que había ocho dioses y diosas. Antístenes dijo que había muchos dioses populares, pero solo un dios omnipotente, creador y gobernante de todas las cosas. Esta opinión o creencia es la que he encontrado a lo largo de toda esta Nueva España. Creen que existe un Dios que es puro espíritu, omnipotente, creador y gobernador de todas las cosas... A este Dios le atribuían total sabiduría, belleza y benevolencia.[7]

Después de todas las explicaciones proporcionadas, podemos proceder a un breve elenco de las fuentes más importantes, limitándonos a las que también han sido publicadas. Nos limitaremos a indicar los títulos de las fuentes, remitiendo a la bibliografía que se encuentra al final de este libro en donde se incluyen las indicaciones relativas a los datos completos de su publicación.