Loe raamatut: «La civilización del Anáhuac: filosofía, medicina y ciencia», lehekülg 4

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CAPÍTULO I
El pensamiento filosófico náhuatl sobre la divinidad y el cosmos
Premisa

Como vimos en la “Introducción”, no es posible entender adecuadamente el significado de la ciencia, la filosofía y la medicina en una época y cultura determinadas sin tomar en cuenta el contexto de ideas y creencias de carácter general en las que está inscrita. La razón de ello es sencilla, por ejemplo: la medicina se propone combatir, o al menos aliviar, básicamente tres fenómenos que el ser humano percibe espontáneamente como “negativos”, como “males”: la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Está claro que el propósito de combatirlos presupone que estos sean “interpretados” y que, en virtud de esta interpretación, sea posible indicar sus “causas”, a partir de las cuales se podrán a su vez indicar los respectivos “remedios”. Por tanto, se entiende que si la enfermedad o el sufrimiento son interpretados como el efecto de una voluntad divina, es lógico suponer que el remedio debe buscarse en ritos u oraciones capaces de propiciar el favor de la divinidad; si se interpretan como consecuencia de una culpa, se resolverá eliminarlos a través de formas de expiación; si en cambio son interpretados como el efecto de los agentes físicos, se intentará eliminarlos mediante contramedidas adecuadas de tipo físico. Además, no es de descartar que estas interpretaciones se entremezclen entre sí, porque quien es afectado por estos “males” es el ser humano considerado en su totalidad, en su angustia existencial. Incluso hoy en día, a pesar del carácter “científico” adquirido por la medicina, son muy comunes preguntas de este tipo: “¿Por qué tuvo que tocarme a mí esta enfermedad?” “¿Por qué un niño inocente tiene que soportar este terrible sufrimiento?”. Muchos consideran que preguntas de este tipo simplemente “no tienen sentido”, pero esto sucede porque la mentalidad contemporánea ha perdido en gran medida la dimensión de lo divino o, por lo menos, ha ido separando la esfera física de la moral y la religiosa hasta el punto de asumir que no existe una relación entre ellas; además, se considera que el objeto de la medicina únicamente es el cuerpo del hombre, el cual a su vez es interpretado como un sistema puramente físico. Y bien, esta tampoco deja de ser una “concepción del mundo” de carácter general, que determina nuestra forma de interpretar y practicar la medicina aunque apenas estemos conscientes de ello.

Lo que hemos llamado la “concepción general del mundo” se puede indicar, más significativamente, como una “concepción filosófica”. Por tanto, aun en el caso de la medicina náhuatl, es preciso describir brevemente el marco filosófico en el cual se inscribe. Sin embargo, aquí surge una objeción: ¿es correcto atribuir a los nahuas una filosofía? Esta objeción, lejos de aplicarse únicamente a esta cultura, se presenta cada vez que se habla de culturas diferentes a la occidental. Y es que, hasta tiempos relativamente recientes, era muy común la opinión que veía la filosofía como una manifestación exclusiva de la cultura occidental, a la que sólo últimamente han tenido acceso algunas élites pertenecientes a otras culturas, quienes han aceptado occidentalizarse en mayor o menor grado. Esta opinión es aceptable sólo si se considera la filosofía como una reflexión de carácter rigurosamente racional, argumentativo y sistemático, pero es menos convincente si distinguimos entre la actitud y los problemas de naturaleza filosófica por un lado, y por el otro, el método para enfrentarlos.

La actitud filosófica puede caracterizarse en primer lugar como una “búsqueda del por qué”, y en segundo lugar, como un planteamiento “desde el punto de vista de la totalidad”. La búsqueda del por qué, que coincide con el esfuerzo por encontrar las “razones” de las cosas, los hechos, los acontecimientos, se articula a su vez en la búsqueda de las “causas” y de “principios”, los cuales no pueden ser encontrados al nivel de la experiencia directa, y nos permiten “explicar” y “dar sentido” a todo lo que llega a ser objeto de experiencia. Por otra parte, el punto de vista de la totalidad significa que la pregunta filosófica siempre considera las diversas realidades “como un todo”, y al mismo tiempo se propone elaborar un marco coherente en el que todos los aspectos de lo real encuentren una colocación coherente. En cuanto a los problemas filosóficos fundamentales, éstos tienen que ver con la constitución y el origen del mundo, la naturaleza del hombre, el significado de la vida y la muerte, la posible supervivencia después de la muerte, las posibilidades de nuestro conocimiento, la naturaleza y las formas de la vida moral. A lo largo de la historia del pensamiento, a estos problemas se han ido añadiendo muchos más, los cuales, sin embargo, es innecesario enumerar.

Cuando esta actitud y estos problemas estén presentes, es legítimo afirmar que estamos en presencia de una concepción filosófica, aun cuando las respuestas que se les da se valen de métodos diferentes. En particular, es posible hablar de filosofía cuando estos problemas son desarrollados en obras de arte, o en mitos, o a través de alegorías, en lugar de usar el método “técnicamente” filosófico del análisis conceptual, de la argumentación lógica, de la arquitectura sistemática. Es por eso que con respecto a la cultura de Occidente es legítimo hablar, por ejemplo, de la filosofía contenida en las obras de los grandes dramaturgos trágicos griegos, en la Divina comedia de Dante Alighieri o en las novelas de Dostoievski, o incluso afirmar, como lo han hecho intelectuales prestigiosos, que el mayor filósofo italiano del siglo xix ha sido Giacomo Leopardi. De hecho, el mismo Platón no dudó en recurrir al mito a la hora de expresar concepciones filosóficas demasiado complejas y profundas para poder ser explicadas en un discurso argumentativo probatorio.

En el caso de la civilización del Anáhuac, nos enfrentamos precisamente a una situación de este tipo. Sus concepciones filosóficas a menudo son implícitamente expresadas en maravillosas creaciones artísticas, en la arquitectura y la escultura, en la riqueza de los colores de su pintura mural y sus códigos, así como en sus concepciones religiosas e instituciones sociales. Pero también hay formulaciones más explícitas, contenidas especialmente en obras literarias como poemas, versos y cantos. Dicho esto, sería limitante considerar que la filosofía náhuatl sólo puede ser “deducida” a partir de estos testimonios, que de alguna forma no dejan de ser indirectos. Así como la misma filosofía griega racional y sistemática se desarrolló después de un largo periodo de gestación expresando, reelaborando, criticando y sistematizando los temas contenidos en el pensamiento mítico, religioso, artístico y poético que la había precedido, de la misma forma, dentro del saber náhuatl tradicional, llegó el momento en que pequeños grupos de “hombres sabios” (los tlamantinime) empezaron a organizar una serie de afirmaciones para expresar (independientemente de lo que les había heredado la tradición religiosa) los problemas y respuestas que surgían en su conciencia de seres racionales frente al espectáculo del mundo, impulsados por el sentimiento de estar sumergidos en el gran entramado y misterio del universo, así como la preocupación por alcanzar la verdad y descubrir el sentido de la vida humana. Su forma de expresarse todavía está hecha de metáforas, y está contenida en aquellos textos que llevan el nombre de “flor y canto”, pero ya se trata de reflexiones escritas, aunque estén redactadas en forma poética, de las que no es difícil deducir una cosmología, una teología racional, una antropología filosófica, una ética, un esbozo de la teoría del conocimiento, una paidéia o ideal educativo. Las únicas disciplinas filosóficas que no se derivan de los textos de estos pensadores son la ontología (es decir, una teoría general del ser como tal) y la lógica: ellas son un producto típico de la filosofía occidental, puesto que requieren un alto y refinado grado de abstracción, que sólo el típico método conceptual-racional de esta filosofía ha permitido construir. Dentro de las doctrinas filosóficas elaboradas por estos sabios nahuas, es posible hallar analogías significativas con las corrientes del pensamiento occidental como el escepticismo, el epicureismo, el estoicismo. Sin embargo, ésta no es la verdadera razón que permite atribuir la característica de “filosofía”, la cual se basa, en cambio, en las razones más importantes arriba señaladas.

Existe, con respecto a la filosofía occidental, una diferencia significativa. Los textos que establecen y tratan los diversos problemas filosóficos no son atribuidos a este o aquel pensador en particular (con muy pocas excepciones, como las de Tlacaelel y Netzahualcóyotl), sino que son parte de una tradición anónima que se transmitía de generación en generación, sin ser atribuida a ningún personaje en particular, siendo más bien considerada como el legado de naciones o grupos humanos existentes en la antigüedad, preservado y transmitido con reverencia y convicción. Un hecho de este tipo se explica fácilmente teniendo en cuenta que –como hemos analizado en el capítulo dedicado a las fuentes– estos textos escritos son en realidad el resumen de una larga y compleja tradición oral.

La concepción de la divinidad

Para poder comprender el nivel sumamente elevado de refinamiento y abstracción alcanzado por el pensamiento náhuatl, no hay mejor tema que el de la naturaleza de la divinidad. Abordando este tema, es posible apreciar características profundas de la religión de esta cultura que nos costaría esclarecer si únicamente nos guiáramos por sus leyendas, rituales, concepciones o creencias particulares. Estos últimos nos remiten inevitablemente a la idea de una religiosidad politeísta, animista, “pagana” e “idólatra”, que es la que se formaron los primeros conquistadores (y que no sería diferente, dicho sea de paso, a la opinión que un observador externo podría formarse sobre el cristianismo cuando su conocimiento estuviera limitado a los ritos, creencias, leyendas relativas a la Virgen, los diversos santos y sus atribuciones específicas con respecto a los eventos naturales y humanos, los efectos atribuidos a ciertas prácticas, etcétera). Esta dimensión metafísica más profunda y auténticamente “teológica” fue claramente percibida, en cambio, por esos mismos occidentales que, desde un inicio, se preocuparon por conocer y reflexionar seriamente sobre lo que los sabios nahuas les exponían, como ya hemos podido ver en el capítulo dedicado a las fuentes, hablando del trabajo de fray Bernardino de Sahagún.

A continuación, nos dedicaremos a pasar rápidamente en reseña las líneas fundamentales de la teología náhuatl, eximiéndonos de la obligación de la documentación puntual de nuestra relación, cuyos propósitos son únicamente dos: en primer lugar, a través de unas cuantas nociones de discusión filológica, será posible comprobar lo anteriormente afirmado acerca de la complejidad gramatical y sintáctica de la lengua náhuatl, y su capacidad para expresar adecuadamente incluso conceptos muy abstractos; en segundo lugar, la presentación de este núcleo metafísico nos permitirá comprender adecuadamente todas esas articulaciones de lo divino y de las diversas deidades sin las cuales corremos el riesgo de llegar a una representación distorsionada de la concepción náhuatl del cosmos y del hombre, concepciones que tienen una conexión directa, en particular, también con la medicina náhuatl.[1]

En las culturas de todas las épocas podemos encontrar la pregunta fundamental: “¿Quién hizo el universo? ¿Dónde vive? ¿Cómo está hecho?”. O, dicho de forma más general: “¿Cómo y de dónde se originó el mundo? ¿Qué energías lo han producido?”. De estas preguntas nace, para todas las religiones, el concepto de Dios, es decir, un ser infinito, perfecto, eterno, productor o generador de todo lo que existe, y regidor de los destinos del mundo y del hombre. La idea de una fuerza cósmica es comparable a la de una luz que rompe la oscuridad y da forma, organización, variedad y significado a lo que existe, inculcando en el hombre un sentido de respeto y miedo, que trae consigo la necesidad de honrar y amar este invisible y enigmático principio cósmico. Los nahuas llamaron Teotl a este principio que denota, por tanto, en un sentido general, a Dios. Este núcleo lexical esencial lo podemos encontrar en diferentes expresiones que indican las funciones fundamentales atribuidas al ente divino y que, por tanto, constituyen distintas denominaciones del mismo. Así, por ejemplo, In neli teotl es, para los nahuas, el principio supremo referido como “el estable, el inmaculado, el fundamento”. Cuando se pasa, por así decirlo, de una visión estática a una dinámica, es decir, cuando en este principio se individua el origen, el orden y el señorío con respecto a lo que concretamente existe, este adquiere la denominación de Ometeotl. Este es el principio cósmico en el seno del cual todo lo existente es generado y concebido, él es el que se extiende más allá del tiempo y del espacio, el que vive por encima de todo, siendo la razón y el sostén de lo que existe y vive en lo más alto del universo.

Muchas filosofías, en Oriente y en Occidente, han concebido el principio divino de esta manera; sin embargo, como es sabido, la mayor dificultad conceptual consiste en explicar cómo del uno haya podido surgir lo múltiple, y sabemos que este es uno de los problemas metafísico-ontológicos más complejos y controvertidos. No es casual que la solución a este problema haya sido muy a menudo individuada en una suerte de subdivisión o dinámica interna al mismo principio único y supremo. Así, por ejemplo, el pensamiento hinduista habla de una Trimurti constituida por Brahma, Vishnu y Shiva, mientras que el pensamiento cristiano habla de una Trinidad constituida por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sin que esto implique la negación de la unidad de Dios. Los anahuacas-nahuas advirtieron más claramente que otras culturas la paradoja de la dualidad-unidad que se presenta en una infinidad de manifestaciones del mundo concreto: luz-oscuridad, vida-muerte, masculino-femenino etcétera. Sintieron que, si bien estas polaridades parecen fragmentar lo real para dar lugar a la infinidad de lo múltiple, en realidad están estrictamente unidos, son partes inseparables y complementarias de la misma realidad. Al igual que Platón, entre otros, pensaron que estas divisiones y antagonismos no son más que aparentes, ya que la realidad, en su raíz profunda, es única y armoniosa. La raíz de esta unidad era precisamente Dios, en el cual se identifican la unidad y la dualidad. Por esta razón, le dieron a Dios, desde este punto de vista, el nombre de Ometeotl, es una expresión para designar una rica filosofía producto de una civilización culta con un pensamiento metafísico altamente sofisticado. Para adentrarnos al conocimiento detrás de este término, primero es necesario conocer el origen de la palabra, así como clarificar las confusiones interpretativas que han surgido en su estudio. El término es el resultado de la unión de ome (el número dos) y Teotl (Dios). Este nombre no significa “dos dioses” (lo cual, en el idioma náhuatl, se dice Ome Teteo), sino “el Dios de los dos”, “el Señor de la dualidad”. Denominación sumamente significativa si pensamos que Ometeotl fue el que dio origen al mundo, y los anahuacas se daban cuenta de que en la naturaleza todo se reproduce a través de la aportación conjunta de la pareja dual hombre-mujer. Esta es la razón por la que Ometeotl contiene en sí un principio masculino y uno femenino, llamados respectivamente Ometecuhtli (el Señor dual) y Ometecihuatl (la Señora Dual).[2]

Este principio dual vive en el lugar más alto del cielo, llamado Omeyocan, es decir, el lugar de la dualidad. En él, Ometeotl mantenía encerrados los cuatro elementos fundamentales: tierra, agua, aire y fuego, en un espacio rodeado de hermosas flores y un aroma celestial.

Este espacio sagrado, residencia de Ometeotl, del cual emanaba cada principio, no sólo contenía tesoros y bellezas de tipo sensible, sino también un tesoro aún más precioso: In Xochitl, in cuicatl, literalmente “la flor y el canto”, es decir, la esencia de la poesía, el arte y el simbolismo que constituían el sagrado nelhuayotl y neltiliztli, cuyo significado es “la raíz y la verdad de las cosas”. En pocas palabras, el reino de la divinidad contenía tanto los principios sensibles como los inteligibles de la realidad, la raíz de las cosas y los principios de la verdad, la sabiduría y la belleza. De lo anterior, resulta evidente que los nahuas atribuían a la expresión poético-simbólica la función de expresar las verdades más profundas: de ahí que pusieran el nombre de “flor y canto” a los textos en los que recopilaron sus doctrinas sobre el origen y el sentido del mundo y de la vida.

Unas pocas referencias etimológicas nos ayudarán a penetrar mejor la complejidad y la agudeza de esta concepción. En primer lugar, el vocablo Teotl presenta una admirable profundidad filosófica. Te es un pronombre que se refiere exclusivamente a las personas, a diferencia de Tla que se refiere a las cosas. Por ejemplo, para denotar fieras que devoran a los seres humanos, se utiliza el verbo te-cua. Por tanto, no es una exageración afirmar que una concepción personal de Dios está presente en los nahuas. La adición del sufijo otl o yotl sirve para formar sustantivos abstractos, cuyo significado depende del nombre al que se agregan: así, de talli (padre), se forma tayotl (paternidad), de tilli (tinta negra) se forma tlilyotl (el negro), de teopixqui (sacerdote) se forma teopixcayotl (sacerdocio). Por tanto, a partir de te (persona), se forma Teotl (la personalidad), quedando de esta forma claro que Dios constituye, en la filosofía náhuatl, una suprema sustancialización de lo abstracto, de manera sorprendentemente parecida a la concepción platónica de las Ideas, o como la teología cristiana afirma que Dios es suprema Bondad, Sabiduría, Belleza, Justicia, etc. (características que no son “propias” de Dios, sino que están identificadas con su misma naturaleza).

Este mismo procedimiento lleva al pensamiento náhuatl a introducir la dualidad como un auténtico principio. De hecho, al combinar el sustantivo ome (que, como hemos visto, significa dos) y el sufijo yotl, obtienen Omeyotl, que significa precisamente “dualidad”; sin embargo, dicho sustantivo no se considera como un puro concepto, sino como un atributo divino, identificándose (de acuerdo con la noción técnicamente filosófica de atributo) con la naturaleza misma de Dios. La Dualidad náhuatl, al igual que la Trinidad cristiana, no es una propiedad genérica de Dios, sino Dios mismo. De ahí que el principio creador y sostenedor del universo, según los nahuas, es Omeyotl: es, por así decirlo, la razón y la causa que permite el desarrollo en la realidad de esas potencialidades duales que están contenidas en Ometeotl. De hecho, Omeyotl creó una generación de elementos cósmicos intermedios entre Ometeotl y los hombres, y que participan de la naturaleza cósmica. Estos principios o elementos, de acuerdo con la filosofía náhuatl, son: Tlatlauqui Tezcatlipoca, Xipe-Totec o Camaxtle, Quetzalcoatl y Huitzilopochtli. A estos cuatro principios les fue encargada la creación del mundo visible. Otros fueron encargados de su conservación, como Ehecatl, Tláloc, Chalchiutlicue y Heuhueteotl, que son los responsables de regular los vientos, las aguas y el fuego, respectivamente. Finalmente, también están los principios de los que dependen los animales y los alimentos, como Mixcoatl, Amimitl, Xilonen, Chicomecoatl. En las presentaciones habituales de la religión del México antiguo, estos nombres son indicados como denotaciones de sendas divinidades, lo que facilita la impresión de una religión politeísta y animista. Sin embargo, lo poco que hemos dicho ya es suficiente para apreciar la auténtica naturaleza de esta genealogía, que en ningún caso rompe el enfoque monoteísta fundamental, y se propone explicar cómo del único principio supremo derivan y dependen los diversos constituyentes y aspectos del mundo, y su orden.

Aún más obvio es que no pueden interpretarse como identificaciones de la divinidad ciertas representaciones simbólicas suyas que son de tipo material. Típico es el caso del sol: en los escritos jeroglíficos, la palabra Teotl es representada con un sol. Acabamos de decir que la imagen del sol representa la “palabra” Teotl, para enfatizar que su denotación no es el astro, sino la divinidad: la representación del sol, en ausencia de una escritura alfabética, tiene el valor de un signo gráfico, es decir, de una palabra. Los nahuas, por tanto, no creían que el sol fuera la entidad suprema, sino más bien su símbolo, y la elección de este símbolo parecía totalmente natural en virtud de que éste, entre las criaturas visibles, es la manifestación más poderosa de la energía, ofreciéndole luz y calor a todos los seres. En resumen, Teotl era representado como el sol porque Teotl es la energía suprema, y el sol es la fuente máxima de energía en el mundo concreto. Y es que el culto al sol es común a muchas culturas, por razones similares a las que inducían los nahuas a practicarlo, pero en el caso de estos últimos hay elementos suficientes para decir que no eran adoradores del sol, sino adoradores de Dios, simbolizado a través de la estrella más significativa de su poder vivificante.

Para dejar claro que, al afirmar lo anterior, no estamos tratando de forzar la evidencia histórica, será suficiente mencionar algunas expresiones de las cuales resulta claro que los nahuas tenían una concepción espiritual e inmaterial de la divinidad. Por ejemplo, entre las invocaciones que se dirigían a Ometeotl encontramos esta: “Eres invisible e impalpable, como la noche y el aire”. Lo consideraban eterno, el alma del universo, el señor de la tierra, gobernante del mundo, señor de las batallas y las riquezas (todos los epítetos con los que nos dirigimos a Dios también en la tradición bíblico-cristiana). En una de sus invocaciones, leemos: “con tu mirada penetras las piedras, viendo lo que está oculto, y por la misma razón ves y entiendes lo que hay dentro de nuestros corazones y ves nuestros pensamientos”. Refiriéndose a Ometeotl, Mendieta (el redactor del código mencionado en el capítulo sobre las fuentes), afirma: “Es el símbolo creador dual –Moyocoatzin ayac oquiocox, ayac oquipic– lo que significa que nadie lo creó, lo formó, sino que, con su autoridad y voluntad, lo produce todo”.

Es importante señalar también que en la “espiritualidad”, que no religión de los anahuacas, no existía idolatría, toda vez, que cada 52 años se destruían las figuras con las que se representaban las múltiples manifestaciones de Moyocoatzin, llamado también Ipalnemohuani que significa “Aquél por quien se vive”, que era: invisible, impalpable e innombrable, es decir, era una abstracción, ya que era una “frecuencia vibracional”.

Resumiendo, podríamos decir que el discurso náhuatl sobre la divinidad (Ometeotl) se articulaba más o menos de acuerdo con las siguientes líneas: sabemos que Él no puede ser más que uno. Por tanto, no existe en Él ni lo masculino ni lo femenino, porque estas limitaciones duales son en Él la unidad. Pero nada nos impide, ya que hablamos de él en términos poéticos, concebirlo como si fuera parecido a nosotros, imaginándolo como Ometecutli y Omechihuatl (“Señor del dos” y “Señora del dos”), como In tonan in tota (“nuestro padre y nuestra madre”), como “padre y madre” de las cuatro divinidades principales arriba mencionadas (los cuatro Tezcatlipocas), como “abuelo y abuela” de sus hijos, y así sucesivamente. La genealogía sigue hasta llegar a este mundo cambiante y voluble, confuso, lleno de antagonismos, en el que vemos unas “divinidades” limitadas y en guerra entre ellas. Estas limitaciones, estas luchas, son reales únicamente para nosotros, son flor y canto, y nos ayudan a comprender mejor su unidad y su armonía.

Esta visión no es nada inusual dentro de la misma filosofía occidental: expresa la idea de una identidad profunda entre lo divino y lo terrenal, concibe el mundo como una “manifestación” de la divinidad la cual, más que producir el mundo separándolo de sí misma, lo impregna y forja desde adentro, identificándose con él. Es la conocida figura filosófica del panteísmo, que nos impide hacer una separación tajante entre lo divino y lo humano, entre lo material y lo espiritual: los distingue sin separarlos. A partir de Heráclito, quien dijo que “el mundo está lleno de dioses”, siguiendo con los estoicos, Plotino, toda la tradición neoplatónica, el pensamiento de Bruno y Spinoza, el mismo idealismo trascendental de Schelling y Hegel, y llegando hasta la visión cosmológica de Einstein, esta concepción del mundo nunca ha dejado de estar presente en el seno de la cultura occidental. Precisamente esta filosofía es también la de los nahuas.

Asumiendo un punto de vista estrictamente religioso, podemos decir que los antiguos mexicanos no eran precisamente politeístas, sino más bien monistas. Y es que existen concepciones religiosas estrictamente monoteístas, como la judeo-cristiana o la musulmana; existen concepciones verdaderamente politeístas, como las del antiguo paganismo grecorromano y de muchas culturas “menores”; y existen concepciones auténticamente monistas, como el hinduismo, que incluye una cantidad innumerable de deidades, pero las considera como manifestaciones de la única deidad suprema: Brahma. Esta era precisamente la concepción de los nahuas, quienes admitían varias y confusas divinidades las cuales, sin embargo, eran todas consideradas como manifestaciones parciales del único Ometeotl. Se entiende así como fray Bernardino de Sahagún podía afirmar que, básicamente, la concepción religiosa de los mexicanos no contrastaba con el Cristianismo, ya que ellos le reconocían a la divinidad los mismos rasgos esenciales del Dios cristiano. Se podría observar que este juicio era demasiado optimista, porque la de los nahuas parece ser una religión inmanentista, mientras que el monoteísmo judeo-cristiano es rigurosamente transcendentista, es decir, exige una clara diferencia de naturaleza entre Dios y la creación. Sin embargo, este aspecto no debe ser sobreestimado. De hecho, es bien sabido el inmenso esfuerzo que les costó a los teólogos cristianos conciliar la trascendencia de Dios con la tesis de que Dios es omnipresente en el mundo; que, de acuerdo con san Pablo, “está dentro de nosotros más que nosotros mismos”. Y se sabe que muchos pensadores cristianos, especialmente antes del redescubrimiento medieval de Aristóteles, pero también más tarde, encuadraron su teología en el marco del neoplatonismo. En realidad, sólo el concepto (filosóficamente muy difícil de definir) de creación puede ofrecer alguna solución a este problema.

Probablemente sería excesivo pretender que el concepto de creación esté disponible para una cultura tan diversa como la de los nahuas. Por tanto, cuando se usa el término “crear” para traducir algunas de sus doctrinas, es prudente entenderlo en el sentido amplio de “producir”, casi de acuerdo con la “emanación” plotiniana, más que en el sentido técnico de la creatio ex nihilo de la teología cristiana. Sin embargo, aun así no faltan las sorpresas. Entre las cualificaciones atribuidas a Ometeotl, se encuentran en los textos las siguientes: Moyocoyani y teyocoyani. En ambos casos, se trata del participio presente del verbo yucuya o yocoya (que significa “idear”, “forjar con pensamiento”), al que se le añade en el primer caso el prefijo reflexivo mo (que significa “sí mismo”), y en el segundo caso el prefijo transitivo de persona que ya conocemos, te (que significa “los otros”). La unión de las dos denominaciones significa, por lo tanto, que Ometeotl es “el que, pensando, confiere la esencia a sí mismo y a todos los demás”. ¿Cómo negar que en esta concepción se encuentra una analogía impresionante con el concepto teológico cristiano de Dios como ens a se, como causa incausada, y con la tesis bíblico-cristiana según la cual Dios crea el mundo pensándolo? El hecho de que Ometeotl le dé la existencia “a todos los demás” reitera que los demás “dioses” también son sus criaturas, o mejor dicho (como ya se ha especificado) sus aspectos parciales.

En esta visión podemos percibir cómo la unidad de Dios confiere un orden y un sentido no sólo a todo el universo, sino también a la vida de los hombres e incluso a la muerte (es decir, cómo ésta también contiene una escatología). Por tanto, cerramos este rápido excursus citando una última invocación a Ometeotl: Totecuiyo in ilhuichua in tlatipaque in mictlane, que significa “nuestro Señor, amo del cielo, de la tierra y la región de los muertos”: incluso después de la muerte, el hombre permanece bajo la benevolente y ordenadora custodia de Dios.

Antes de concluir el argumento, me gustaría hacer una aclaración que considero pertinente.

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