Loe raamatut: «Cosas vivas»

Font:




Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Luis Alberto Suárez Guava

Primera edición

Bogotá, D. C., abril de 2019

ISBN: 978-958-716-xxx-x

Hecho en Colombia

Made in Colombia

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7.a n.° 37-25, oficina 1301

Edificio Lutaima

Teléfono: 3208320 ext. 4752

www.javeriana.edu.co/editorial

Bogotá, D. C.

Corrección de estilo:

Sebastián Montero Vallejo

Diagramación:

Margoth de Olivos

Diseño de cubierta:

Claudia Patricia Rodríguez

Conversión ePub:

Lápiz Blanco S.A.S.

Pontificia Universidad Javeriana, vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto 1297 del 30 de mayo de 1964. Reconocimiento de personería jurídica: Resolución 73 del 12 de diciembre de 1933 del Ministerio de Gobierno.


Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.

Catalogación en la publicación

Suárez Guava, Luis Alberto, 1974-, autor, editor académico

Cosas vivas : antropología de objetos, sustancias y potencias / Luis Alberto Suárez Guava [y otros catorce]. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2019. (Colección Diario de campo).

Incluye referencias bibliográficas.

ISBN : 978-958-781-369-2

1. Antropología 2. Antropología de los objetos 3. Teoría antropológica 4. Antropología social 5. Antropología cultural 6. Etnología I. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales

CDD 306 edición 21

inp

10/04/2019

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

Llevaban todo lo que podían soportar y un poco más, incluyendo un silencioso temor por el terrible poder de las cosas que llevaban.

TIM O’BRIEN

Tabla de contenido

Tránsitos de este libro, a manera de presentación

La vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías

Luis Alberto Suárez Guava

Preferiblemente objetos

Vasijas envidiosas de Aguabuena: un ensayo etnográfico sobre la vida del mundo material

Daniela Castellanos

Del tambor al picó: objetos de poder en las redes festivas artesanales y técnicas en el Caribe colombiano

Mauricio Pardo

Los santos del rayo: apuntes sobre illas y objetos con fuerza en el ritual andino

Juan Sebastián Anzola Rodríguez

No es candela ni es oro

Daniel Torres Mansilla

Sombreros vueltiaos y otras “cosas” afines*

América Larraín

Motivos prácticos y consideraciones simbólicas: la fabricación del cacurí entre los cotiria del bajo río Vaupés

Kenny Javier Calderón

Preferiblemente sustancias

Entrar y salir de la tierra. Eventos y lugares de la fuerza reproductora en el suroccidente andino colombiano*

Laura Guzmán Peñuela

Natalia Martínez Quijano

Sangre vertida en sangre: remedio y castigo en el cuerpo de los nasa

Andrés Felipe Ospina Enciso

De lo “floriado” a lo marchito. El sistema del enrollamiento y la voluntad del barro en Aguabuena, Colombia

Laura Holguín

“Le dieron algo”: la mecánica de los dones ocultos y la brujería en La Primavera, Vichada

Adriana Bolaños Gómez

Sangrenegra: correspondencias entre la sangre, los crímenes y la vida de un bandolero

Catalina García Acevedo

La gente de antestiempo: persona, pinta y montaña en Tununguá, Boyacá

Laura Chaustre Fandiño

Edward González Quiñones

Nos habita y nos golpea. Persecución de la sangre en La Aguadita

Luis Alberto Suárez Guava

Tránsitos de este libro, a manera de presentación

Los estudios contenidos en el presente volumen tuvieron una primera versión en tres simposios del XV Congreso de Antropología en Colombia, que se realizó en Santa Marta en el año 2015: Objetos de Estudio: Repensando los Vínculos entre Personas y Cosas, organizado por Daniela Castellanos y Kenny Javier Calderón; Antropología de los Objetos y de las Sustancias, y Antropologías del Juego y de la Fiesta, organizados por el Grupo de Estudios Etnográficos. El apoyo del Departamento de Antropología de la Pontificia Universidad Javeriana, la generosidad de los organizadores del primer simposio y la dedicación de quienes colaboraron con sus estudios hicieron posible este conjunto de artículos. Presentaré algunos tránsitos, algunos de ellos apenas abiertos por los ejercicios etnográficos y las apuestas de escritura. Por supuesto, esta es apenas una lectura, un recorrido que las más de las veces toma los desechos, esos atajos que comunican, de forma expedita y sin mucha carga, con lugares a los que de otra forma solo puede llegarse por carretera. Los caminos anchos son los que estas investigaciones declaran.

Uno de los recorridos es el que vincula a la etnografía con la arqueología, particularmente en los trabajos de Kenny Javier Calderón, Daniela Castellanos y América Larraín. En cada caso, sin embargo, se trata de una experiencia distinta. Kenny Javier Calderón propone una discusión acerca de las razones prácticas y los significados simbólicos. Se plantea la pertinencia de mantener una “visión estándar” de los objetos que usan los grupos indígenas amazónicos en su vida diaria, visión según la cual cierto tipo de “cultura material” es estática, un producto pasivo, “un mecanismo para enfrentar las condiciones físicas del entorno”. A partir de una exposición del proceso de fabricación del cacurí (una trampa para peces) entre los cotiria del Vaupés colombiano, argumenta la necesidad de una visión “contextual y relacional de lo técnico y la tecnología”. Encuentra que entre los wanano no hay disociación entre los objetos y sus artífices, que estas “relaciones íntimas” ocurren entre las personas, el medio, los materiales y las operaciones técnicas. Pero también que el trabajo que produce el cacurí “incorpora –en el artífice y en la trampa– una suerte de conducta moral que [...] vincula de manera causal a cada hombre con la suerte de su trampa”. En consecuencia, y siguiendo a Alfred Gell, la elaboración de la trampa es un tipo de producción social “tan técnica como mágica”, y no es posible hacer una “distinción taxativa entre lo práctico y lo simbólico”. Esta conclusión, tan seriamente respaldada por el seguimiento etnográfico del trabajo que produce al cacurí, no solo impugna las visiones pragmáticas del trabajo técnico, según las cuales las cosas que produce el trabajo material se explican por las necesidades técnicas de la producción y el entorno, sino también las visiones exclusivamente simbólicas del universo, según las cuales lo propio de lo humano es la capacidad para producir pensamiento. Calderón propone que ya que el trabajo reciente sobre las sociedades amazónicas argumenta “la continuidad esencial entre los seres vivos”, es necesario extenderla “también a sus creaciones materiales”.

Y es a partir de esa incomodidad con la tiranía del significado y lo simbólico en la antropología que Daniela Castellanos asume el estudio de las vasijas envidiosas de Aguabuena. Inspirada por el llamado de Henare, Holbraad y Wastell a “pensar a través de las cosas”, la autora se aleja de la supuesta existencia de “telones de fondo que le dan sentido al comportamiento humano” (Geertz), y se ocupa de “las cosas mismas y sus posibilidades”. Castellanos se plantea una serie de preguntas a propósito de la constatación de una realidad que declara Helí Valero.1 Las preguntas que se hace la autora ante la afirmación de que algunas vasijas son envidiosas quieren mantenerse en el mundo de los fenómenos: “¿cómo es la envidia de las vasijas?, ¿por qué las vasijas envidian y cómo es su envidia?, y ¿de qué nos habla esta experiencia a propósito de la relación entre humanos y objetos?”. Castellanos muestra que en Aguabuena la envidia involucra a otros no humanos, como las vasijas, la Virgen, las mangueras o el Diablo; que el barro con el que se producen las vasijas tiene cierta “conductividad”, por lo cual la envidia circula a través de él; que esa “hidráulica de la envidia” se manifiesta también en que las mangueras a ras de tierra son susceptibles de sufrir daños por la envidia, mientras que por el aire no; y que el flujo de la envidia ocurre en múltiples direcciones, debido a que la envidia existe en el mundo, como constata cualquiera que vea sus consecuencias sin que la explicación de su origen para un caso particular sea la definitiva.2 Este trabajo constituye un llamado de atención al universo de los fenómenos en sí mismos, al centrar su atención en “la vida que ya ostentan las cosas”.3

Esa vida de las cosas adquiere, en el presente volumen, varias formas. América Larraín analiza el sombrero vueltiao o, mejor, un símbolo con vida social y política gracias a diversos factores. Entre ellos lo que Wade Davis llamó “el calentamiento musical” de Colombia durante la segunda mitad del siglo xx y la efervescencia del paramilitarismo durante la primera década del presente siglo. La influencia paramilitar es sugerida por hechos tales como que una senadora condenada por paramilitarismo, Eleonora Pineda, fuera la impulsora del proyecto de ley que declaró al sombrero vueltiao patrimonio de la nación. Pero también que la ministra de Cultura de la época, María Consuelo Araújo, quien firmó la ley que designa el sombrero como símbolo cultural de la nación, terminara renunciando a su puesto debido a que su padre y su hermano tuvieron vínculos demostrados con los paramilitares de la Costa norte colombiana. Partiendo de que podemos “apreciar no solo los efectos de las cosas [...] sino también a las cosas como efectos de prácticas materiales”, el estudio de Larraín explora “las transformaciones y la mutabilidad de este objeto”, y argumenta que

El Sombrero Vueltiao solo existe porque existen múltiples sombreros vueltiaos, cuyos usos y significados apuntan a distinciones, fracturas y continuidades de consenso entre lo que es, para qué sirve y los contextos en los que él o sus imágenes pueden ser activados.

Larraín muestra, entonces, varios sombreros: el símbolo local, un objeto ancestral de la cultura zenú validado por el conocimiento experto (el de la arqueología) que hace al museo; el símbolo nacional y de cierta colombianidad expuesta en diferentes escenarios; y el símbolo, al mismo tiempo expuesto y oculto, del ascenso y la consolidación del proyecto paramilitar. La autora da cuenta así de la confluencia de actores diversos, entre los cuales incluye al sombrero o a los sombreros mismos, así como a las “interferencias e interpretaciones que son posibles entre ellos”, para concluir que el sombrero vueltiao es un objeto “inestable” que a su paso crea sentidos y afectos. Y de sentidos, afectos y afectaciones está conformado uno de los desechos de este volumen.

Otros objetos que crean afectos y son efectos ellos mismos son el tambor y el picó. Mauricio Pardo presenta la emocionante historia del tránsito, en el Caribe, de unas redes festivas artesanales a otras eminentemente técnicas, haciendo gala de un profundo conocimiento del pasado y el presente de las redes locales tanto como de las transnacionales. Pardo propone un alucinante recorrido que empieza caracterizando las fiestas populares durante el siglo XIX como un producto de cierta “geografía del tambor”, y a continuación explora las posibles fuentes africanas de los tambores que llegaron al territorio colombiano. El autor se refiere a una “fuerza centrípeta del tambor como concepto y como texto”, responsable de “la configuración particular de lo caribeño en Colombia”. Luego, da cuenta de la forma en que los medios técnicos –materialización de las redes multinacionales de la industria discográfica– opacaron la fiesta instrumental en vivo, de tal manera que la fiesta popular empezó a depender de la presencia de radios, victrolas y amplificadores (picós). El picó es el sistema de amplificación del sonido y también las empresas de venta de servicios de amplificación musical que

Pueden vender sus servicios por contrato a una persona o entidad o pueden cobrar entradas y vender licor al público en un local o caseta, o en una caseta provisional resultante de cercar un lote o una porción del espacio público, un parque o una calle.

Los picós empezaron a importar músicas de contrabando y a insertarlas en las zonas populares en la década de los sesenta, dando inicio a un complejo proceso de independización respecto a las redes legales de distribución que representaban las emisoras y las disqueras reconocidas. Algunos incluso se convirtieron en disqueras ilegales en las que surgiría, como producto de diversos entrecruzamientos favorecidos por el contrabando, la champeta. Pardo muestra una paradoja muy propia de la supervivencia de las formas populares: el picó parece ser la claudicación de las fiestas populares (aquellas acompañadas por los tambores y las palmas) ante el avance de la lógica del capitalismo y la tecnología, pero también es el lugar de una saga de prácticas contrabandísticas que conserva la fiesta en las calles populares, con una independencia relativa de las redes festivas nacionales. Pero el picó es más que eso, como señala Pardo hacia el final de su recorrido: el picó es “pura potencia”. Los picós más importantes de Cartagena y Barranquilla alcanzan los 50 000 vatios, es decir, lo requerido para los conciertos en los estadios más grandes, y este poder lo dota de una enorme “intensidad sensorial y afectiva”.

Y desde el afecto y las afectaciones presenta su estudio Daniel Torres: no tiene por qué ser claro para quien lee que se trata de una indagación sobre el tejo en Boyacá y mucho menos que se trata de afectaciones, porque el juego que propone Torres es particular. Allí aparecen las otras cosas que afectan a los jugadores de tejo: la música “borrosa” que despiden los parlantes viejos, las carreteras veredales, las farolas de la Virgen del Carmen, las canastas de cerveza, los camiones, las Kenworth o las colectivas, las ruanas, las mechas de pólvora, la ambición, las luces en el cerro, la arcilla, la mano de Rogelio, los volcanes, la plata. Pero no se trata de un listado estéril o de las viñetas analíticas de Power Point que justifican argumentos prefabricados, sino de un montaje vívido que de manera incluso desapasionada presenta una noche terrible en las vidas de esas personas mutuamente afectadas. Nos hemos preguntado en el Grupo de Estudios Etnográficos qué responder a las múltiples voces que comprensiblemente preguntan si eso es antropología. Algunas de esas voces declaran, condescendientes, que, “como la etnografía son cuenticos”, hasta puede valer como un ejercicio menor. Entre las respuestas maleducadas y las respuestas apasionadas por “una antropología sensible”, mi opción es recordar que, siempre, incluso cuando nos refugiamos en el objetivismo o en la corrección política, estamos jugando entre géneros. El género testimonial y el interpretativismo desinfectado de las peores versiones de la etnografía geertziana pueden ser tan inútiles como cualquier otro género para dar cuenta de las formas que adquiere la vida en cualquier contexto. El estudio de Daniel Torres es efectivo: plantea las paradojas culturales con el tamaño y la fuerza de estas cuando ocurren. Este estudio es así mismo transgénero: no nace en las certezas de los géneros difusos, como se llama el influyente artículo que dio rienda suelta a la imaginación textual de mi generación en los tardíos años noventa de la antropología colombiana, sino como un refugio que se atiene a contar lo que para el etnógrafo es necesario. No presenta, ciertamente, un análisis. Pero tampoco puede decirse que un trabajo como este puede nacer, silvestre, del puro encantamiento del autor por la literatura decimonónica o por el juego del tejo en Boyacá. Si no es antropología, es antropología transgénero. No es producto de una búsqueda constructivista por su lugar en el mundo. Es parte de lo que algunos terminamos haciendo una vez descubrimos que otros géneros nos hacen violencia.

Roberto Bolaño, el aclamado y malogrado escritor chileno, dice en una entrevista, poco antes de su muerte, que la literatura no habla de la realidad sino de la literatura. Las novelas hablan con otras novelas en ese juego de resonancias constitutivas que es la literatura. En este conjunto de estudios, están las resonancias que justifican la presencia de los textos raros. Solo que la antropología sí está obligada a creer que puede hablar de la realidad o de las realidades. Algunos incluso creemos que las realidades nos obligan a hacer diferente para lograr pensar diferente. Apropiamos así la idea de las resonancias constitutivas del compromiso de José María Arguedas con la realidad.

El estudio de Juan Sebastián Anzola sobre los objetos con fuerza en el ritual andino parte de la búsqueda de una definición del concepto illa para comprender las particularidades de algunos santos del rayo que el autor ha encontrado en el suroccidente de Colombia. Anzola propone un recorrido juicioso a través de fuentes etnográficas, fuentes históricas y de la revisión de un amplio cuerpo de la literatura antropológica pertinente. La pregunta que se hace por las illas deviene en una serie de hallazgos, en sentido estricto, propiciados por el concepto. El texto es una pesquisa teórica, como muchos de los estudios aquí reunidos. No supone esa indagación (como cuando emprendemos tareas informadas por una u otra teoría), sino que asume la propia. Es posible que, después de hacer una lectura que busque resonancias en el oro, la candela y otros misterios que aparecen en el texto de Torres, se comprenda que algunos géneros se necesitan. Anzola plantea preguntas ocultadas tanto por el estructuralismo convencido de que el pensamiento silvestre es una ciencia falsa como por los posestructuralismos que con la razonable intención de deshacer los efectos de verdad propios de la dominación deshicieron también la necesidad de comprender en sus propios términos las vidas al margen. ¿Qué tal si en lugar de dejarnos engañar por las categorías nativas, aceptamos su fuerza explicativa y asumimos la necesidad de comprenderlas como parte de las teorías de mundo? ¿Qué tal si eso que de manera aséptica llamamos creencias son conceptos que hacen al mundo? ¿Deberíamos entonces dejar de hacer desaparecer la fuente del conocimiento tras nombres de pila genéricos y a veces manifiestamente inventados y empezar a reconocer que, al menos en ciertos casos y para ciertos temas, nuestros maestros son maestros y no informantes? ¿Qué tal si citamos tan respetuosamente las elaboraciones teóricas de los campesinos e indígenas como las de autores y autoras que, además, debemos seguir leyendo?

Las circunstancias benditas por las que llegamos al suroccidente de Colombia se deben a la generosidad de la antropóloga indígena María Inés Reina, quien, junto con María del Pilar Rivera, nos permitió iniciarnos en el estudio de lo andino y ampliar el rango de referencias en la tarea de comprender los lugares-evento, como Armero. Ellas dos compartieron en sus trabajos seminales –realizados durante 2009– todas las sendas que luego continuó un buen número de tesistas de la Universidad Nacional de Colombia, magistralmente guiados por el profesor Carlos Páramo Bonilla. Incluso algunos que no continuaron trabajo de campo en el suroccidente encontraron en ese lugar la excusa para ingresar en una antropología preocupada por las categorías campesinas que, gracias al trabajo de ellas y a las sucesivas temporadas en campo durante varios años, se nos antojaron eminentemente andinas.

El estudio de Natalia Martínez y Laura Guzmán es una cuidadosa reelaboración etnográfica y teórica de la fiesta de San Francisquito en el resguardo Pastás de Aldana (Nariño). Las autoras argumentan que en el suroccidente de Colombia la tierra se muestra con voluntad y personalidad en eventos y lugares de una fuerza reproductora que transita gracias a la forma juca del mundo. Se trata de un estudio denso que, de manera meticulosa, desgrana las manifestaciones concretas de la fertilidad, subrayando constantemente el contradictorio juego del santo y frente al santo, que termina siendo una excusa para que se muestre la fuerza reproductora de la tierra. Así, música, chapil, lluvia, tierra, comida, semen, infieles, vahos, humos, sangre, espantos, yerbas y mal aire, fungen como sustancias mediante las cuales se manifiesta dicha fuerza. Es más, esta entra y sale de la tierra, como el propio San Francisquito, gracias a las vías subterráneas de comunicación entre lugares críticos, como el Cerro Gordo, La Laguna, la Ciénaga Larga, o gracias a lugares cotidianos caracterizados como potencialmente pesados: las zanjas y los aljibes. Más aún, esa forma juca del mundo permite que el pasado y el presente se relacionen de manera ambigua, propiciando un intercambio necesario según la teoría indígena del mundo. Este estudio da inicio a la sección sobre sustancias de nuestro libro.

Y, adelantando el argumento de Laura Chaustre y Edward González Quiñónez, la sustancia que hace a las personas en Tununguá (Boyacá) es la montaña. En un texto atrevido que no se atiene a un solo género, Chaustre y González Quiñónez muestran y auscultan las aseveraciones provocadoras de sus maestros tunungüenses: los primates fueron cristianos que no se dejaron conquistar. Cierto tipo de frutos esconde todavía el rostro de los cristianos que fueron. El texto constituye un esfuerzo por demostrar la lógica de las relaciones sociales en Tununguá a partir de cierta teoría social tunungüense vertida en nociones como enseñarse, pinta, gallada, baile, careo, taya, toriado, jullería y antestiempo. Chaustre y González Quiñónez tienen la virtud de identificar la continuidad sociológica entre el juego del trompo, la riña de gallos, la vida política y las relaciones con la montaña. Establecen, además, un diálogo fructífero con las obras de Geertz, Mauss, Páramo-Rocha, Leenhardt, Páramo Bonilla y Viveiros de Castro, pero sobre todo con la tesis de pregrado de Natalia Gamboa Virgüez, quien los llevó a ese lugar casi desconocido de la geografía colombiana. Otra forma de enunciar el argumento sería decir que el personal en Tununguá es el conjunto de las pintas posibles, y las pintas posibles siempre salen de la montaña o se esconden en la montaña. Queda pendiente, en Tununguá y otros lugares en los que se emplea la noción de pinta (como en el universo del yagé), una especie de teoría antropológica de las pintas, aunque es probable que, de cierta forma, toda antropología sea de las pintas: esas fulguraciones constitutivas que se ven alrededor de la gente y que se alargan de modo misterioso hasta su ser más hondo y que terminan siendo, si eso es posible, las sustancias de las que estamos hechos, y que unas veces nos hermanan con otros no humanos y otras nos hacen hijos de la tierra, como ocurre con la gente salida de las zanjas.

Algo así como lo implícito en los dramáticos eventos descritos y analizados por Andrés Ospina. Cuando ocurre un asesinato en la sociedad nasa, “el asesino tiene que cargar al muerto sobre sus hombros en un largo trayecto que inicia en el sitio del asesinato y va hasta la tumba en el cementerio de la población”. El muerto se vacía o se voltea sobre el agresor en una acción ritual que descarga y limpia la culpa. La sangre de la víctima borra la mácula del asesino. Contra todas las teorías de la sangre derramada contaminante, esta sangre, derramada de tal forma, es purificadora. Evidentemente, se está hablando de un sistema jurídico del cual Ospina encuentra la clave en un relato que también puede leerse como geológico: habla de un abrazo que le dio forma al mundo, un abrazo tan fuerte que de él manaron la sangre y el agua que, una vez secas, produjeron el verde, y cuando el agua se hundió en la tierra, permitió que emergieran las montañas y las peñas. Ospina redescubre argumentos viejos de las luchas indígenas según los cuales la sangre de los indios y su territorio son una y la misma cosa. También que la sangre se siembra y, en consecuencia, que los muertos se siembran. Más que respuestas definitivas, este texto, como la mayoría de los que reúne esta colección, abre preguntas que requieren, cómo no, más trabajo, no solo porque la antropología necesita campo, siempre quiere más campo, sino porque los argumentos que encuentra deben estar, como intuye el autor en sus consideraciones concluyentes, al servicio de las sociedades con las que ha preferido trabajar, aunque esta sea, aquí, una afirmación que puede lucir intempestiva.

Y si la sangre de los nasa se muestra como potencialmente sanadora y justa y proveniente de un evento cosmológico, la de Sangrenegra (Jacinto Cruz Usma), en el Tolima, está pervertida y contamina al mundo de forma siniestra en las constantes transgresiones rituales de la Violencia, como muestra Catalina García. La autora propone leer la memoria oral y escrita de la vida y la muerte del bandolero a la luz de las ideas acerca de la sangre. Esto constituye una propuesta de análisis relevante acerca de la violencia en Colombia. Y los resultados son sobrecogedores. Nos enteramos de que su sangre se volvió negra porque bebió su sangre en una copa aguardentera; de que en ese camino lo guio Almanegra; de que nació en El Bosque y cayó a manos de un batallón comandado por el coronel Matallana, gracias a la traición de su hermano; de que un ritual terrible de exposición de su sangre y un entierro sin misa fueron el final de su vida; de que un comandante de las desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) reclama ser su hijo; de que hay muertos que duran más muertos que vivos, como concluye García. Intuimos que la sangre es lo que dura. La sangre busca y huye, se muestra y se esconde. Tiene su propio camino, porque, como dicen, la sangre jala: tiene sus razones, sabe para dónde va.

Aunque es probable que ese camino sea un cierto acuerdo con otras sustancias, como el barro en Aguabuena. Según el argumento de Laura Holguín, en este lugar, la voluntad del barro es manifiesta en las exigencias del material para la producción de cerámica. Holguín se concentra en una descripción del trabajo con el barro que le sigue la pista al material mismo. En ese proceso, identifica un conjunto de categorías referidas a procedimientos, formas y estados del barro en los talleres alfareros. La autora enfatiza en la necesidad práctica que tienen los iniciados en el oficio de untarse o tocar el barro para lograr el “conocimiento del barro”, el cual supone una forma particular de concebir el tiempo, que “oscila entre lo floriado y lo marchito”. Algunas de las categorías que identifica y explora se refieren a las formas y al procedimiento que las produce, como en el caso de los chutacos, que encuentra referidos, como forma y procedimiento, también en los Andes peruanos. Holguín explora otra dimensión de la noción de punto, identificada y expuesta, con otros énfasis, por Daniela Castellanos. Los puntos, en este caso, marcan los compases de la existencia rítmica del barro. Se trata de una teoría en la que la vida se expresa como la voluntad misteriosa de una sustancia con voluntad rítmica, una voluntad oculta que se comunica gracias al contacto.

Y un asunto que se insinúa en algunos de los estudios de este volumen es la brujería. Es extraño, porque un cierto tipo de entrenamiento que podríamos llamar preetnográfico nos ayuda a evitar referirnos a ese tema u obviar las conversaciones en las que se mencionan casos de brujería.4 Lo paradójico es que en todos lados y a propósito de cualquier asunto de relevancia social, en Colombia, se habla de brujería. Y a diferencia de lo que nos pasa a los intelectuales, a la gente normal sí que le gusta relatar y relatar casos y casos de brujerías. Narran desde los muchos en los que no creen hasta los terribles que sufrieron familiares o conocidos. Y siempre queda en el aire la sospecha de haber sido víctima o de, sin querer, haber embrujado. El breve y profundo estudio de Adriana Bolaños Gómez sobre la mecánica de la brujería en La Primavera (Vichada) arroja luces sobre todas las brujerías. Bolaños argumenta dos tesis: 1) la brujería viaja en dones ocultos y 2) logra su cometido usando restos de procesos fisiológicos que nunca logran devolverse. Propone una sociología elemental de la brujería en la que los personajes del drama son la bruja, los chismosos y los embrujados (la víctima y el favorecido). Caracteriza a las brujas mediante las mañas, y a los chismosos como personajes afectados por una envidia que los obliga a convertirse en narradores de la brujería que, de forma retorcida, mantiene embrujadas a las víctimas. A partir de una cuidadosa relectura de Marcel Mauss y de Tamati Ranaipiri, Bolaños plantea que los dones que no viajan ocultos pueden devolverse y en consecuencia sirven para dar continuidad a relaciones de reciprocidad. Los dones que embrujan, en cambio, son los que se ocultan en otros dones: “Le dieron algo”, como se titula el artículo, es lo que suelen decirles los chismosos a quienes se sospechan víctimas de brujería. Los regalos ocultos devoran a las víctimas. Esos regalos no se pueden devolver simplemente porque no se sabe que fueron recibidos. La gracia de todos los que venden servicios de desembrujamiento radica en su capacidad para mostrar en dónde está el regalo para devolverlo.