¿Para qué sirve el psicoanálisis?

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¿Para qué sirve el psicoanálisis?
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Luis Chiozza

¿Para qué sirve

el psicoanálisis?

El qué-hacer

con el paciente



Chiozza, Luis¿Para qué sirve el psicoanálisis? : el qué-hacer con el paciente . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2015.E-Book.ISBN 978-987-599-431-71. Psicoanálisis. I. TítuloCDD 150.195

Diseño de tapa: Silvana Chiozza

© Libros del Zorzal, 2013

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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<info@delzorzal.com.ar>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Índice

Prólogo | 8

Capítulo 1

Necesidad y posibilidad del psicoanálisis | 11

¿De dónde surge la necesidad del tratamiento? | 11

El conflicto inconsciente | 15

Los valores, los afectos y los actos | 18

Tres maneras de la vida | 20

Capítulo 2

El proceso psicoanalítico | 24

La transferencia de lo pasado en el presente | 24

La consciencia de la transferencia inconsciente | 27

Los árboles y el bosque | 31

Capítulo 3

El encuadre | 35

El campo en el que se realiza la tarea | 35

El escenario y las reglas | 38

La importancia de no jugar con el encuadre | 41

Los fáciles desvíos | 45

Capítulo 4

¿Qué, cuándo y cómo se interpreta? | 50

¿Qué significa interpretar? | 50

El “material” que se interpreta | 53

“Psicopatología” de la vida cotidiana | 56

El origen de la interpretación que se pronuncia | 59

Capítulo 5

¿Cómo decir lo que hace falta decir? | 65

El sentido fundamental de un enunciado | 65

Los cambios en la técnica psicoanalítica | 68

Cuando el paciente interpela | 73

Capítulo 6

Sobre la oportunidad del hablar y del callar | 76

Acerca del silenciar la transferencia | 76

Aquí y ahora conmigo | 78

Las distintas funciones del interlocutor en las transferencias recíprocas | 82

La oportunidad del hablar y del callar | 85

Capítulo 7

El psicoanálisis del carácter | 90

La construcción de un baluarte | 90

El psicoanálisis interminable y los puntos de urgencia | 94

El trabajo del paciente | 99

Capítulo 8

Cuando el cuerpo habla | 104

La percepción del cuerpo | 104

El lenguaje que un órgano habla | 107

El cuerpo en la sesión de psicoanálisis | 111

Capítulo 9

El psicoanálisis de las enfermedades “del cuerpo” | 115

El material somático | 115

Las enfermedades y el carácter | 119

La construcción de una patobiografía | 122

Capítulo 10

La inquietud | 127

Un movimiento “contranatural” | 127

El espíritu enfermo | 131

La agitación de la vida | 134

La paz que la conciencia nos reclama | 137

A quienes, hora por hora y día por día,

le otorgan a mi vida un sentido.

En un dibujo de Quino, el médico le dice a su paciente: “He leído su historia clínica y le diría que en general no está mal narrada. Su estómago, por ejemplo, como protagonista, logra conmover cuando cuenta los trastornos que sufre por su amor a lo prohibido, pero luego cita usted tantas veces a la gastritis que nos la hace un personaje muy aburrido. Es cierto que el relato retoma interés y un creciente suspenso atrapante cuando su tensión arterial comienza a subir,… a subir,… y pareciera que finalmente algo importante va a suceder, pero no, ahí entran en escena unas grageas de Losartán 50 mg que arruinan todo ese clima normalizando la situación. O sea: aquí falta emoción, garra, pasión, nervio,… no sé,… ¿Usted ha leído a Hemingway, por ejemplo?...”.

Prólogo

Freud comenta que, en un diálogo publicado en un semanario humorístico de Múnich, un hombre se quejaba del carácter de las mujeres, que las convierte en complicadas y difíciles, y que su interlocutor le responde: “Sí, pero es lo mejor que tenemos en ese tipo de cosas”. Freud utiliza el comentario para afirmar, a continuación, que, para formar psicoanalistas, lo mejor que tenemos son los médicos.

Quienes ejercimos la medicina y nos hemos encontrado tempranamente con el hecho de que algunos pacientes muy enfermos, o con heridas graves, inevitablemente se nos mueren, hemos aprendido que nuestra tarea no siempre logra restablecer la salud, y que bien vale la pena el esfuerzo de aliviarlos o, inclusive, que los ayudemos en el proceso de morir. A veces he pensado que, dado que también en el diván es frecuente que la enfermedad arrecie, aquella experiencia nos ayuda para elaborar mejor, como psicoanalistas, la resignación que necesitamos frente a la diferencia cotidiana entre lo que pensábamos posible y lo que en la realidad logramos.

Lo que el personaje del semanario decía de las mujeres podría también decirse de los hombres, y lo que Freud decía de los médicos podría decirse de muchas otras cosas. Por ejemplo, del tratamiento psicoanalítico, porque, si bien es cierto que es una empresa cuyas dificultades exigen un insospechado esfuerzo, y que trascurre perturbada por inevitables momentos de malestar en el paciente y en su psicoanalista, puede decirse que es lo mejor que tenemos para lograr lo que con él intentamos.

 

Cabe preguntarse, entonces, ¿qué es lo que intentamos? ¿De qué tipo de cosas se ocupa el psicoanálisis? O, también, ¿para qué sirve el tratamiento psicoanalítico? Y ¿cómo podemos disminuir los disgustos que el proceso ocasiona? Estas dos últimas preguntas, que han merecido la atención del psicoanálisis desde sus mismos albores y que, dada su índole, han permanecido siempre abiertas hacia nuevas indagaciones, iniciaron el camino que condujo a escribir este libro.

He procurado resumir en él lo esencial de lo que aprendí en muchos años, y escribirlo con palabras comprensibles para las personas que no dominan el lenguaje “conceptual”, en cierto modo abstracto, que se suele usar entre colegas, lleno de sobrentendidos que, para colmo, a veces son malentendidos. Lo escribí, pues, en un lenguaje que prefiero, porque es el lenguaje natural, concreto y afectivo, que cotidianamente usamos “en la vida”. No se me escapa, sin embargo, que serán los colegas quienes reconocerán mejor lo que algunas ideas traen consigo, ya que, dada su experiencia en el campo del psicoanálisis, dispondrán de los ejemplos que las amplifican y esclarecen. Por razones similares, he omitido citas bibliográficas detalladas que interrumpen la lectura, pero el lector interesado podrá encontrarlas en otros libros, anteriores, publicados en nuestra página web, www.funchiozza.com.

Sólo me resta agregar que no me anima la pretensión de convencer escépticos. Eso forma parte de la resignación que todo médico aprende. Hay quienes dicen que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, y a veces he pensado que lo mismo podría decirse de lo que sucede entre los abogados, los arquitectos, los médicos o los psicoterapeutas, y las personas que requieren sus servicios. En todo caso, es poco lo que uno puede hacer al respecto; no mucho más que ejercer auténticamente, y describir de una manera fidedigna, expuesta a la crítica, lo que pudo aprender. Hay algo, sin embargo, que me parece indudable, quienes ejercemos procedimientos distintos deberíamos procurar distinguirlos con distintos nombres.

Junio de 2013

Capítulo 1

Necesidad y posibilidad del psicoanálisis

¿De dónde surge la necesidad del tratamiento?

Algunas personas recurren al psicoanálisis porque, anímicamente, “se sienten mal”, o porque en su vida se repiten cosas que les producen sufrimientos y que no logran superar. Otras concurren porque presentan síntomas que atribuyen a un trastorno en las funciones del cuerpo y alguien les ha dicho, o ellas mismas han pensado, que esos trastornos dependen de lo que les sucede en el alma. Quienes se psicoanalizan suelen decir que lo hacen porque tienen problemas que no pueden resolver sin ayuda; y cabe preguntarse, entonces: ¿de qué depende el que no puedan “arreglarse” sin recurrir a que alguien “les ofrezca una mano”?

Encontramos una respuesta fundamental cuando comprendemos que sería más exacto decir que esos supuestos problemas son, en realidad, dificultades. Las dificultades surgen cuando no encontramos la manera de obtener lo que deseamos, y arrecian cuando no logramos evitar que las cosas que más nos importan nos hagan sufrir. Solemos llamar problemas a las dificultades porque asumimos que se trata de acciones difíciles que se pueden alcanzar razonando; y aquí, en este punto, reside la cuestión esencial. Los procedimientos razonables permiten resolver las incógnitas cuando los datos disponibles son suficientes; y sucede que, precisamente, las dificultades que el psicoanálisis se propone resolver provienen de premisas que operan de manera inconsciente, es decir, de asuntos que, por estar reprimidos, se ignoran.

Nietzsche ha escrito: “Muy trágicas han de ser las razones que hacen de un hombre un filósofo”. Teniendo en cuenta esa frase, algunas veces hemos sostenido que “las razones” que conducen a un tratamiento psicoanalítico, aunque no suelen llegar a ser trágicas, son siempre serias. De más está decir que su seriedad no permanece en la consciencia de manera constante, sino que sufre los avatares del apremio que experimentamos en la vida. De modo que la cuestión no sólo reside en que el psicoanálisis puede ser necesario, sino también en que la primera condición para que sea posible es la consciencia de su necesidad.

Cuando el apremio disminuye, todo parece más fácil, y tendemos a olvidarnos de las circunstancias aciagas. Nada tiene de extraño que, como dice el proverbio, sólo nos acordemos de Santa Bárbara cuando llueve, porque nuestra consciencia es un órgano destinado a resolver dificultades; y la memoria, o la noticia, de las cosas cuya urgencia pierde actualidad tiende a guardarse en un lugar que permanece lejos de la atención consciente.

Cuando el apremio, en cambio, aumenta, el desasosiego también se incrementa, y la memoria, o la noticia, de las cosas que ya se han resuelto pierde actualidad, y no siempre alcanza para infundirnos la confianza necesaria para emprender un esfuerzo que, como es natural, lleva siempre implícita la postergación de una satisfacción inmediata.

En el primer caso, con el apremio disminuido, un alivio transitorio suele conducir a la idea de que no necesitamos ayuda, y en el segundo, en que el apremio acosa, la impaciencia y el sufrimiento intenso a veces nos inclinan a negar que la ayuda es posible, y que el esfuerzo vale la pena. El psicoanálisis “posible” transcurre, pues, entre dos escollos, un apremio insuficiente para mantener en la consciencia la necesidad del empeño, y otro, excesivo, que también puede conducir a rechazarlo.

Es importante mencionar una circunstancia esencial que colabora para que la persona que podría beneficiarse con un tratamiento psicoanalítico procure evitarlo o sustituirlo con algún otro tipo de medicina. Cuando se piensa, simplificando la cuestión, que la enfermedad es un proceso únicamente físico –que se curará con la cirugía o con el efecto de un fármaco, por ejemplo–, le corresponde al médico luchar, con su técnica terapéutica, “contra” la enfermedad, mientras que el paciente, en cambio, sólo “se presta” para esa tarea cuya responsabilidad recae, casi exclusivamente, sobre el profesional que la emprende. Las fuerzas físicas no tienen intenciones ni sentido, nada en el mundo físico puede ser moral o inmoral. A las moléculas no les importa “estar bien” o “estar mal”. De modo que el que sufre afectado por un proceso “físico” –frente al que asume que no lo domina y que no lo puede prever– es, por definición, irresponsable e inocente.

Es cierto que el médico, para poder curar, se ve obligado, una y otra vez, a recurrir a la colaboración del enfermo, y necesita, entonces, ser capaz de una influencia psíquica que no siempre es fácil, pero, dado que su formación profesional no lo ha preparado para ese desempeño, suele ejercerla de un modo muy rudimentario. Señalemos, de paso, la frecuencia con que algunos pacientes, cuando se psicoanalizan, transfieren sobre la psicoterapia ese “modelo médico” que les facilita substraer una gran parte de su responsabilidad en cuanto al logro de los resultados que esperan.

Volvamos otra vez sobre el hecho de que otras técnicas terapéuticas no requieren que la consciencia del paciente participe en cada uno de los íntimos pormenores de la acción que el médico o la droga ejercen para curarlo. Durante el tratamiento psicoanalítico, en cambio, tal como sucede con los procesos de aprendizaje –que deben cambiar los hábitos adquiridos–, el resultado depende, en lo fundamental, de una participación consciente del psicoanalizado que le demanda un esfuerzo “contranatural” y sostenido. Se trata, sin duda, de un empeño que debe ser considerado. Sin embargo, debemos asumir que si elegimos –siguiendo el ejemplo del gran Alejandro– cortar quirúrgicamente el nudo gordiano, hemos renunciado a desembrollar la madeja, y que de nada vale, entonces, derramar lágrimas por la cantidad del hilo de nuestra vida que, enterrando recuerdos, desechamos.

El conflicto inconsciente

Suele decirse que la contribución más valiosa de Freud, que aun sus detractores aceptan, ha sido su reconocimiento de una vida psíquica inconsciente. Pero en esto el psicoanálisis ha tenido numerosos precursores. Ya San Agustín decía, por ejemplo: “Lo sabes pero ignoras que lo sabes”. No cabe duda, en cambio, acerca de la trascendencia alcanzada por el haber insistido en el hecho de que una parte muy importante de nuestros motivos permanece inconsciente por obra de una fuerza que los mantiene reprimidos.

El descubrimiento freudiano de esa fuerza represora florece rápidamente en una serie de conceptos fructíferos que enriquecen el panorama de la vida psíquica. La represión no procede “porque sí”, actúa para liberar a la consciencia de un conflicto entre fuerzas en pugna. En un principio, el esquema del conflicto fue sencillo: lo que se reprime es un deseo, y la razón que conduce a reprimirlo es la moral.

Sucede, sin embargo, que la represión no siempre es exitosa, y lo reprimido suele retornar bajo una forma nueva. En ella, el deseo, oculto, se realiza perturbado y convertido en alguno de los trastornos que el joven Freud procuraba esclarecer. De allí surge la primera y fundamental finalidad del psicoanálisis: se trata de conducir a la consciencia el litigio reprimido que retorna produciendo un trastorno, porque eso ayudará para conciliarlo y resolverlo de una mejor manera.

Años después, un gran médico alemán, Victor von Weizsaecker lo resumirá en una frase escueta: “Sí, pero no así”. En la segunda parte de esa frase, “así” alude a la enfermedad, mientras que en el “sí” de la primera parte se admite que la enfermedad esconde un motivo justificado y comprensible. Freud dice algo semejante cuando afirma que la enfermedad es un oponente digno, y también cuando sostiene que así como el molusco construye una perla sobre un grano de arena, todo delirio contiene en su interior el residuo de una “verdad” que forma parte de una historia.

La práctica psicoanalítica condujo, ya desde sus mismos inicios, a descubrir que la represión se presenta siempre, en el tratamiento, bajo la forma de una resistencia que es necesario vencer. Allí radica, precisamente, una de las razones fundamentales que nos conducen a decir, acerca del psicoanálisis, que, a pesar de que no tenemos algo mejor “en su género”, lo acompañan esfuerzos, dificultades y penas. El desarrollo de un procedimiento efectivo para lidiar con esa resistencia pasó por diversas etapas.

En los comienzos de su técnica psicoanalítica, Freud procuraba hipnotizar a sus pacientes para que recordaran los acontecimientos traumáticos reprimidos. Más tarde recurrió a la llamada “sugestión en estado de vigilia”, cuando, presionando con sus dos manos sobre la cabeza del enfermo, le aseguraba que al retirarlas le surgiría una ocurrencia que debía comunicar. Muy pronto, sin embargo, la experiencia lo condujo a sustituir esos dos procedimientos por otro denominado “asociación libre”, que consistía en pedirle al paciente que comunicara, sin omisión alguna, todo lo que se le fuera ocurriendo, aunque le pareciera nimio o absurdo. Este último procedimiento constituye una “regla fundamental” del tratamiento, y en nuestros días continúa vigente.

La fuerza principal de la resistencia con la que tropezamos deriva de que, en algún lugar escondido, se conserva el registro del dolor que el conflicto original produjo y del alivio obtenido cuando se logró alejar de la consciencia una de las “partes” que allí sostenían el litigio. Dos circunstancias contribuyen, sin embargo, para que pueda emprenderse la tarea de rescatar lo reprimido renovando un intento de conciliación que antes falló. Una consiste en la convicción intelectual y adquirida (que la confianza que puede depositarse en el psicoanalista refuerza) de que el conflicto original suele ser propio de una circunstancia antigua que hoy es anacrónica, es decir, incongruente con la situación actual. La otra, más importante, se da cuando existen experiencias anteriores en las cuales el hacer consciente algo inconsciente reprimido condujo a incrementar el bienestar.

Lo que en un principio la teoría psicoanalítica concibió como un conflicto binario, entre los impulsos instintivos “naturales” y las normas que impone la cultura, permitió distinguir entre la neurosis, en donde los impulsos reprimidos adquieren una forma insalubre, y la perversión, en la cual la represión de la norma moral genera las conductas que se observan en la psicopatía.

Si observamos el recorrido que realizó Freud, desde sus primeros trabajos hasta los últimos, vemos que las fuerzas en pugna fueron quedando ubicadas en representantes distintos: el ello, el superyó, la realidad “exterior”, o los hábitos que conforman el carácter del yo. Además, en la medida en que descubrimos que las desarmonías entre la naturaleza y la cultura no son forzosamente “naturales” –porque fuimos encontrando cada vez más naturaleza en la cultura y más cultura en la naturaleza–, nos fue quedando claro que las normas no sólo nos llegan desde el superyó o desde las costumbres que rigen en la sociedad en que vivimos. También funcionan como normas, que debemos conciliar, los impulsos instintivos, las exigencias de la realidad, o inclusive nuestros propios rasgos de carácter, configurados como hábitos, como procedimientos antiguos que en su momento consideramos efectivos, cuando ya no nos conforman y los queremos cambiar.

 

Los valores, los afectos y los actos

Las normas son valores; son procedimientos que funcionan como lemas a los cuales, con mayor o con menor fortuna, queriendo o sin querer, alguna vez nos adherimos. Weizsaecker, con intuición, perspicacia y lucidez, lo ha dejado bien claro. Vivimos en un mundo “óntico”, en donde las cosas físicamente son, y podemos imaginarlas carentes, en sí mismas, de significancia, indiferentes a lo que les sucede; pero en nuestra consciencia también habita un mundo “pático”, en el doble sentido de pasión y padecer. Se trata de un mundo de afectos y procedimientos en el cual lo que nos hace bien se diferencia de lo que nos hace mal.

En ese mundo en el cual las cosas adquieren de ese modo, mediante esa diferencia, una importancia, un significado y un valor, Weizsaecker identifica los cinco verbos alemanes que constituyen los parámetros que definen las vicisitudes de la existencia pática. Son verbos auxiliares, ya que se utilizan para referirse a las acciones que otros verbos designan. Los usamos en sus formas afirmativa, negativa o interrogativa; en sus tiempos pretérito, presente y futuro; y también en los distintos modos (indicativo, subjuntivo, imperativo o condicional). Esto puede darnos una idea de la enorme cantidad de matices que pueden llegar a expresar a través de sus combinaciones.

En nuestra lengua carecemos de las palabras con que el idioma alemán diferencia entre deber como “estar obligado” (müssen) o como deuda moral (sollen) y poder como capacidad (können) o como “tener permiso” (dürfen). De modo que las cinco categorías que configuran el pentagrama pático de Weizsaecker, müssen, sollen, können, dürfen, y wollen (querer), quedan en nuestro idioma reducidas a tres: deber, poder y querer.

Si tenemos en cuenta que tanto el “estar obligado” como la capacidad parecen aludir a la perentoriedad que asociamos a los aspectos materiales de la existencia, y la deuda moral o el “tener permiso” se inclinan, en cambio, hacia los componentes espirituales de la vida, no cabe duda de que también dentro del querer podríamos establecer una análoga diferencia entre necesitar y desear. Freud contribuye a establecer esa diferencia cuando afirma que la necesidad no admite con la misma ductilidad que el deseo la sustitución de los objetivos a través de los cuales alcanza su satisfacción.

Las categorías páticas fluctúan, se mezclan, se combinan o se sustituyen entre sí. Bastan unos pocos ejemplos para descubrir, con sorpresa, que las cinco categorías páticas impregnan de manera ubicua nuestro mundo cotidiano y se hallan presentes en todas y cada una de las sesiones de un proceso psicoanalítico. Introducen el alma en la realidad “física” en la cual vivimos, y en la “lógica” de una relación causal, con los principios intencionales que caracterizan a los personajes que habitan nuestro mundo psíquico. “Si quisiera, podría” o, también, “aunque quiera, no podré”. “¿Quiero hacer lo que hago?”. Si me da culpa querer, podré creer que me obligan. “¿Puedo lo que quiero?”. Si me avergüenza mi impotencia, podré creer que no me dejan, que no me dan permiso. “¿Puedo hacer lo que debo?”. Si creo que no puedo, podré pretender que no debo. Si no quiero hacer lo que debo, también podré creer que no me dan permiso. Si siento que “no debo querer hacer lo que no puedo”, y siento que “no puedo dejar de quererlo”, puedo creer que no me dan permiso o, también, que “no quiero pero me obligan a hacer lo que no puedo”.

Tres maneras de la vida

Dedicamos un libro, Corazón, hígado y cerebro. Tres maneras de la vida, a explorar cómo esos tres órganos –que derivan respectivamente del mesodermo, el endodermo y el ectodermo embrionarios– simbolizan los distintos tipos de acciones que caracterizan al comportamiento de un organismo en su entorno. Como expresión de esas “tres maneras de la vida”, algunas de tales acciones, vegetativas, configuran sentimientos; otras, que pertenecen a lo que denominamos “vida de relación”, se vinculan estrechamente con la voluntad o con el pensamiento.

No cabe duda de que el querer (“cardíaco”) es fundamentalmente un sentimiento, el poder (“hepático”) traza los límites de la voluntad, y el deber (“cerebral”) se configura como un procedimiento normativo que constituye la meta de todo pensamiento. Puede decirse también que, en un cierto sentido, el querer, cardíaco, coincide, desde un punto de vista, con la instancia que Freud denominaba “ello”; el poder, hepático, con el “yo”; y el deber, cerebral, con el “superyó”. Se completa de ese modo el esbozo de un esquema que nos permite comprender en el lenguaje de la vida cotidiana (metahistórico) los conflictos entre instancias (metapsicológicas) con los que se enfrenta la consciencia.

Antes de proseguir por ese camino esquemático, conviene aclarar que, si bien las categorías páticas y las tres maneras de la vida existen –dado que los verbos auxiliares que aluden a sus funciones o los usos del lenguaje certifican su existencia–, también es cierto que, más allá de los esquemas que podamos trazar, nunca funcionan aisladas y se interpenetran en múltiples combinaciones, influyéndose y transformándose recíprocamente. Ortega, en El hombre a la defensiva, escribe: “Todo concepto es por su naturaleza una exageración, y en ese sentido una falsificación. […] Este carácter de ficción que tiene el concepto, ésta su consciente falsedad, es su virtud mayor. […] La exageración es el momento de creación que tiene el pensamiento. […] La verdad resulta cuando al trasluz de ese mundo ficticio miramos la realidad”.

Dado que deseamos aclarar de qué “tipo de cosa” se ocupa un tratamiento psicoanalítico, y cómo puede lograr lo que intenta, nos importa subrayar ahora que en el fondo de lo que un paciente aduce cuando recurre al psicoanálisis, siempre encontraremos un conflicto entre fuerzas en pugna que se inscriben en las categorías del deber, el poder y el querer. Un conflicto que ha conducido hacia un desequilibrio entre las magnitudes de esos tres parámetros que encuadran la existencia pática. Es un desequilibrio que a veces afecta al carácter de una persona, cuando una de las tres maneras –sea cardíaca, hepática o cerebral– funciona con un exagerado predominio o menoscabo frente a las otras dos.

Cuando la conducta (hepática), que ejercita el poder, predomina, porque se descuidan los influjos del deber y del querer, se vive atrapado en un círculo vicioso que se derrumba inexorablemente conduciendo al inevitable sentimiento de que el poder no alcanza. Podemos verlo en los tiranos que oprimen a los pueblos que gobiernan, pero también algunas veces en los hombres de negocios cuando proceden en la forma que suele describirse con la expresión “hígado frío”.

Cuando se obedecen los influjos del querer (cardíaco) sin reparar en los límites del poder y en los que establece el deber, se ingresa igualmente en un círculo de retroalimentación positiva (que Bateson denominó esquismogenético) que conduce a la frustración y el fracaso. Podemos verlo en las personalidades infantiles que se rigen por caprichos, pero también en las personas que se entregan a los dictados del corazón “sin usar la cabeza”.

De manera análoga, cuando el deber como norma (cerebral) desestima y anula los requerimientos del poder y del querer, aumentan los sentimientos de culpa que se intenta “echar afuera” y que ocultan la impotencia. El malestar que se genera de ese modo crece de manera continua. Podemos verlo en los moralistas inflexibles que, entregados a una justicia ciega y desmesurada que ignora los matices de la condición humana, concluye (como el inspector Javert en Los miserables, de Victor Hugo) en un dilema de conciencia que puede llegar a un extremo en el que se destruye la vida. Pero también en las personas que “se llenan la cabeza” con proyectos inalcanzables y viven continuamente torturadas porque jamás logran lo que “les hace falta”.

Capítulo 2

El proceso psicoanalítico

La transferencia de lo pasado en el presente

Hemos visto que lo que el tratamiento psicoanalítico se propone es la conciliación del conflicto que condujo a la represión y al retorno de lo reprimido que, perturbado, se manifiesta en los síntomas que nos arruinan la vida. En cuanto a cómo lo logra, ya hemos adelantado una primera parte cuando señalamos que procura reactualizar el litigio escondido llevando nuevamente a la consciencia las fuerzas contradictorias en pugna.

La observación de lo que sucede en el tratamiento condujo a un descubrimiento muy importante que ha tenido una profunda influencia en el desarrollo de la técnica psicoanalítica. Suele decirse que los pueblos que no recuerdan su historia están condenados a repetirla, y el psicoanálisis descubre, poco a poco, ya durante los primeros intentos terapéuticos, precisamente eso, que el paciente “repite en lugar de recordar”.

Los acontecimientos que no se recuerdan –entre los que cabe destacar los que fueron reprimidos junto con los sentimientos penosos que en su momento provocaron– no pierden completamente su fuerza por el hecho de permanecer inconscientes. Tienden, por el contrario, a reactualizarse y “se enlazan” –dice Freud en sus primeros trabajos sobre el tema de la transferencia– “a la persona del médico”, por el solo hecho, debemos agregar enseguida, de que él “está allí”, “físicamente” presente.

En esos primeros trabajos, Freud usaba la expresión “falso enlace” para referirse al hecho de que los vínculos que se establecen están impregnados con afectos e importancias que “no corresponden a la realidad presente”, sino que provienen de la transferencia de las figuras paternas sobre los sustitutos actuales. Hoy, aunque sabemos que es imposible considerar que un enlace sea definitivamente verdadero, podemos continuar diciendo que, en un cierto sentido, un enlace es falso cuando podemos concebir otro que nos parece más adecuado a la situación actual.

Junto a esa transferencia inconsciente e inmediata, que forma parte de la vida cotidiana, y que es la misma que nos lleva a “pegar un portazo” cuando estamos enojados con alguien, el psicoanálisis descubre otra, que se denominó “neurosis de transferencia”. La neurosis de transferencia se constituye gracias a que la transferencia evoluciona en “la relación con el médico” durante las diferentes vicisitudes del proceso. Esa transferencia inconsciente –que en un cierto sentido es neurótica– puede observarse en cualquier tratamiento médico (o en una relación semejante, como la que se establece, por ejemplo, entre un discípulo y su maestro). Pero la que se constituye en un tratamiento psicoanalítico evoluciona con características propias, debido al hecho de que el psicoanalista trabaja con ella, procurando acercarla a la consciencia.

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