Loe raamatut: «Soledad»
© Título: Soledad
© Mª Carmen Ortuño Costela
ISBN: 978-84-121228-8-6
Depósito Legal: GC-314-2020
Primera edición: noviembre 2020
Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com
Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina
Ilustración portada e interior: Andrea García Grande
Maquetación: David Márquez
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“A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero”.
Miguel Hernández
A mi familia, por tanto…
CAPÍTULO 1
Diciembre estaba siendo mucho más implacable de lo habitual. El invierno había comenzado como de puntillas, con miedo a hacer algún movimiento brusco que lo delatara y provocara que los árboles se desnudaran de un plumazo. Sin embargo, ahora esos susurros se habían convertido en voces en grito que desolaban las calles y rasgaban el aire como navajas afiladas. Aterida, se arrebujó bajo su abrigo en un intento por mantener algo de calor corporal, mientras aceleraba sus pasos y escondía sus pupilas en la acera. Un mal día, desde luego... uno de tantos, más bien. Lo de siempre: un correo perdido, unos papeles sin firmar, una llamada del despacho de dirección («ya van dos veces en poco tiempo, ten cuidado o tendremos problemas»). Suspiró.
En aquel momento hubiera dado lo que fuera por una taza de algo hirviendo con la que abrasar el hielo que tenía instalado en la garganta y despejar la densa bruma que nublaba su conciencia. Alzó la vista y no pudo más que sentirse reflejada en aquel cielo hecho jirones de plata vieja, desvaída, resquebrajado por ramas angostas que rasgaban su silueta a contraluz. Un estremecimiento le recorrió desde la nuca hasta lo más hondo; aquel maldito frío...
En ese instante, vio una pequeña cafetería a tan solo unos metros de distancia. Entró sin pensar y se dirigió rauda a refugiarse en una de las mesas más alejadas de la puerta y de la fisgona mirada de cualquiera de las personas que ahogaban sus pensamientos en aquellas tazas humeantes. Se situó de espaldas a todo y a todos, por lo que no vio venir al desganado camarero que la interrogaba con una única ceja alzada a la espera de poder apuntar alguna comanda en la libreta desmañada que portaba en la mano. Tras un breve momento de indecisión por parte de ella, él escribió con letra apresurada «un café con leche», que dos minutos después se materializó en una taza blanca desportillada, que emitía una nube amarga de desgana.
Nunca le había convencido demasiado el café, pero suponía que si todo el mundo se abandonaba a los encantos de su amargor líquido, sería por algo. El primer sorbo le dibujó con presteza un rictus de acritud en los labios, pero se conformó con que, al menos, el café le calentara el alma desde dentro. Suspiró y rodeó la taza con las manos en un vano intento por que también le sirviera para calentarse la piel entumecida.
Odiaba el invierno. Le recordaba de nuevo que las cuatro paredes de su vida encerraban únicamente silencio, un silencio que reverberaba con ecos de un pasado en el que no todo fue igual. Antes disfrutaba del frío y del hecho de volver a abrigarse con jerséis tejidos de recuerdos almibarados, pero ahora, ese almíbar le parecía adulterado por un exceso de azúcar enlatado que no endulzaba, sino que amargaba como aquella taza de café que estaba empezando a odiar también más de la cuenta. Si echaba la vista atrás, lo único que alcanzaba a ver eran sombras de lo que una vez pudo ser y se quedó a medio camino. Sus ahora más de treinta primaveras dibujaban en el aire un lienzo de sueños astillados, de un querer y nunca poder, de sonrisas que ella quiso que se quedaran para siempre y que, en cambio, se derritieron lánguidamente en un torbellino de mentiras y vendas en los ojos. Porque ese fue su error, cerrar los ojos y dejarse llevar, no tener los pies en el suelo cuando más lo necesitaba. Sabía que ya venía de antes con una mochila cargada de piedras a sus espaldas, piedras que había ido recogiendo poco a poco a lo largo de los años y que se acumulaban como un recordatorio de lo mucho que le pesaban los últimos inviernos. Pero aquello no había sido un escollo en el camino, había sido directamente un precipicio en el que todavía se sentía caer y caer irremediablemente... Sacudió la cabeza tratando de desordenar sus pensamientos y tomó otro sorbo para acallar las voces que la arrastraban a donde ella no quería llegar. Tenía que despejarse, no quería seguir teniendo la mente empañada de aquella forma.
De pronto alzó la mirada hacia la pared que tenía delante y se topó con un cartel que llamó su atención al momento, alejándola de la sombra que ahora comenzaba a hacerse cada vez más pequeña en algún rincón de su memoria. El cartel era sobrio, de tonos oscuros, y simplemente mostraba la instantánea de un piano difuminado en la esquina de lo que se entreveía como un escenario sin público, con unas manos sin dueño alzadas frente a las teclas en actitud de comenzar a interpretar alguna pieza. Aquella imagen le recordó de inmediato a Soledad y cuánto le gustaba disfrutar siempre de alguna pieza de piano como telón de fondo: los ojos cerrados, en silencio, la piel acechando un escalofrío, la respiración acompasada, dejando que el oído ganara terreno como único sentido al timón... Intrigada, se fijó en los detalles del cartel y se percató de que anunciaba un ciclo de cuatro únicos conciertos durante el mes de diciembre por parte de un pianista cuyo nombre no recordaba entre los de la estantería de adagios y sonatas de Soledad. Y así, de la nada, una idea comenzó a tomar forma en su mente. Soledad no era muy dada a salir de su rutina, y mucho menos en los meses de escarcha, pero supo que merecería la pena intentarlo. Decidida, apuró los últimos sorbos del líquido de su taza, dejó unas monedas sobre la mesa y salió de nuevo para adentrarse en el viento gélido de las calles a la búsqueda de algo que hiciera que aquellos días parecieran algo menos fríos.
CAPÍTULO 2
Sí, efectivamente aquel invierno había comenzado siendo mucho más duro de lo normal. Dolores separó con delicadeza el visillo de la ventana, y una ventisca de copos blancos le nubló la vista al instante. Suspiró, contrariada, y siguió picando cebolla para la sopa. No pudo evitar esbozar una sonrisa nostálgica al recordar cómo su Paco siempre derramaba un mar de lágrimas con simplemente acercarse a ella mientras cortaba cebolla. Lo recordaba perfectamente… se alejaba al momento agachando la cabeza, los ojos encharcados y la mirada avergonzada, mascullando insensateces: «Vaya molestia en el ojo, se me ha debido de meter algo, a ver si deja de lagrimear...». Ay, Paco, si estuvieras aquí, cómo te echo de menos... Ella, sin embargo, jamás había derramado una lágrima, ni con la cebolla ni con ningún otro asunto terrenal. «El llorar solo sirve para mojarse los ojos, y para eso yo ya me lavo la cara todas las mañanas». Leonor se reía cada vez que la oía decir aquello, y se enjugaba las lágrimas para que su abuela no la reprendiera de nuevo. La pequeña Sole, en cambio, era más testaruda, en eso había salido a su abuelo. Jamás admitía haber llorado, aunque luego se sentara a la mesa con los ojos hinchados y enrojecidos, escondiendo los sollozos por debajo de los dobladillos del mantel. A pesar de ser gemelas, las dos niñas eran como las dos caras de una misma moneda, y a su abuela la traían de cabeza. Sin embargo, Dolores sentía una especial debilidad por las pequeñas; habían venido al mundo tan indefensas y habían sufrido tanto cuando aún no eran siquiera conscientes de lo que les había tocado vivir...
La puerta se abrió de repente y la ventisca inundó la habitación por un instante. Paquita se apresuró a cerrarla de nuevo susurrando algo sobre el frío, a la vez que se retiraba la toquilla de los hombros y la dejaba sobre la silla de la cocina. Se acercó a darle un beso a su abuela antes de dirigirse presta a la chimenea para tratar de calentarse las manos con la lumbre.
—¿Qué tal ha ido la mañana? —preguntó Dolores sin apartar la vista ni un instante de la cebolla.
—Bien, como siempre, planchando y doblando ropa sin parar —dijo Paquita, mientras intentaba que no se notara el temblor que tenía colgando en su voz. Sin embargo, Dolores era demasiado avispada y la conocía como si la hubiera llevado en el vientre.
—¿Ha pasado algo?
Dolores se giró para poder verle la cara a su nieta, pero estaba de espaldas a ella frente al fuego y no pudo percibir la sombra que cruzó su mirada ni el escalofrío en sus labios.
—Nada, ¿qué va a pasar? Simplemente estoy cansada, y estos sabañones me van a matar del picor.
—Bueno... en la despensa hay nabos, corta uno por la mitad y frótalo en los sabañones. Ya verás como te alivia —dijo Dolores con el ceño fruncido.
Paquita se dirigió a la despensa huyendo de las miradas y las preguntas inquisitorias de su abuela. Dolores no era tonta, y sabía que algo le pasaba a su nieta en la casa del señorito. No tenía ni idea de qué podía ser, pero era evidente que cada vez le estaba afectando más. Apenas comía y tenía unas ojeras que le enmarcaban la mirada sin descanso. Paquita trataba de ocultarlo todo, pero Dolores estaba segura de que había algo que no les quería contar. Se prometió en silencio —porque jurar era pecado— que le sonsacaría a su nieta o averiguaría por su cuenta el porqué de sus desvelos, le costara lo que le costara.
La puerta se abrió otra vez de par en par, y antes de que Dolores pudiera gritar que la cerraran para que no se escapara el poco calor acumulado gracias a la chimenea, entraron como una exhalación Pedro, Manuel y Juan resoplando y frotándose las manos en los pantalones, seguidos unos pasos más atrás por su padre, Miguel, que ya no podía mantener como antaño el ritmo de sus hijos.
—No habéis podido salir hoy, ¿no? Ha empezado a nevar a las dos horas de haberos ido esta mañana, ¡vaya faena! —apuntó Dolores removiendo la sopa, que ya comenzaba a tomar algo de cuerpo.
—Sí, hemos tenido que parar, porque no veíamos ni el olivo al varearlo. Como siga así el tiempo, vamos a tener aceituna hasta junio —resopló Manuel, que se había desplomado en una de las sillas mientras mordisqueaba un mendrugo de pan que había birlado de la talega de la abuela.
—El invierno es lo que tiene. Al menos hoy comeremos todos juntos. Juanico, prenda, llama a tus hermanas y diles que vengan a poner la mesa, esto ya casi está. A ver si al menos con la sopa nos calentamos.
Las pequeñas Sole y Leonor entraron entre risas y juegos en la cocina tras la llamada de su hermano, y comenzaron a perseguirse la una a la otra mientras su abuela les repetía una y otra vez que tenían que poner la mesa. Cuando al fin se pudieron sentar todos juntos, empezaron a dar buena cuenta de la sopa con algo de pan y queso. Allí estaban las gemelas, como siempre, haciendo cabriolas sobre la mesa y alargando sus bracitos para que sus cucharas alcanzaran la olla de donde comían, soplando para enfriar el escaso líquido humeante que quedaba después de haber derramado la mitad de la sopa en el camino desde la olla hasta la boca. Paquita, en cambio, se limitaba a aparentar que comía en silencio, mientras su mirada se perdía en un punto indeterminado entre sus recuerdos y el presente. Juan y Manuel eran los más glotones; ni siquiera esperaban a que la sopa se enfriara un poco. Siempre se abrasaban la lengua en una competición silenciosa y sin reglas por ver quien se llenaba más el estómago. Pedro era como su padre, más quisquilloso para la comida, y los viajes de su cuchara eran mucho menos numerosos que los de sus hermanos, siempre apartando todo aquello de la olla que no le convencía a la vista. Así era como a Dolores le gustaba verlos, juntos, peleándose por un pedazo de pan o riéndose porque la pequeña Sole había soplado demasiado fuerte su cucharada de sopa, y ahora la cara de Leonor lloraba lágrimas de caldo entre las risas de sus hermanos. Dolores luchaba contra viento y marea por mantenerlos a todos unidos, asumiendo el peso de sacar adelante a su hijo y a sus seis nietos. Era fuerte, y por eso le nacía del pecho una llamarada de fuego que le quitaba las penas y los quebrantos para poder levantarse cada mañana. A pesar de esa entereza que la mantenía con la cabeza alta y los ojos en ascuas desde la salida del sol hasta que oscurecía, con la caída de la noche todo era bien distinto. El azabache en el cielo siempre traía consigo un rosario de recuerdos, arropándola como un velo opaco que le empañaba la mirada y le dejaba un nudo en la garganta por el que no podía articular palabra hasta que se ponía en pie con el canto del gallo. Pero eso nadie lo sabría jamás; antes muerta que desenterrar lo que tanto tiempo le había costado dejar cubierto de polvo en un rincón muy preciado de su memoria.
CAPÍTULO 3
Tocó el timbre y esperó, como siempre, a que le abrieran aquellos pasos acolchados que ahora intuía tras la puerta. Escuchó cómo el cerrojo se retiraba y, acto seguido, la sonrisa sincera de Soledad le dejó paso hacia el interior de la vivienda, como un ritual ya establecido que se repetía sin apenas variación cada tarde que iba a visitarla.
—¿Qué tal estás, cielo?
Alicia la abrazó con ternura. Soledad era una de esas personas que olía siempre a perfume de azahar, laca en el pelo y dulces en el horno, y Alicia no podía evitar, cada vez que cruzaba el umbral de su puerta, sentirse como en su propia casa. No sabía con certeza qué edad podía tener, pero intuía que Soledad rondaría las ocho decenas, año arriba, año abajo, aunque se conservaba de maravilla, desde luego.
Soledad se levantaba bien temprano en la mañana, cuando la madrugada aún rayaba el amanecer, salía a pasear, compraba el pan recién hecho, charlaba un rato con alguna conocida en el parque de la esquina y volvía a casa siempre antes del mediodía sin falta. Le gustaba dejar pasar las horas preparando un buen guiso como los de antes, a fuego lento, bordando en punto de cruz o, simplemente, mirando por la ventana cómo las aves hacían sus nidos, desaparecían con la escarcha y volvían con el inexorable paso de las estaciones. Disfrutaba, en definitiva, con todo aquello que moldeaba la silueta de su día a día, aunque siempre que echaba la vista atrás estaba aquella presencia que no podía evitar sentir, sabiendo que todo hubiera podido ser tan diferente si…
De camino al salón, Alicia notó un dulce aroma que flotaba como una nube de algodón por toda la casa y supo que, de nuevo, Soledad había preparado algo para merendar. Por supuesto, esto constituía otro de los detalles del ritual que las dos, sin cruzar palabra, habían establecido tarde tras tarde, y sentían como si llevaran años disfrutando de su mutua compañía sin que nada ni nadie perturbara el orden de las cosas.
—¿Qué tal ha ido el día, Soledad? Por cierto, aquí huele de maravilla...
La anciana sonrió complacida y se dirigió a la cocina para volver con un delicioso bizcocho casero de calabaza que había preparado aquella misma mañana. Alicia, como siempre, comenzó a mascullar que no hacía falta, que no tenía que haberse molestado, pero Soledad, también como de costumbre, acalló las quejas con una buena porción que le sirvió a su querida Alicia en un plato de postre, el del ramillete de flores en el borde, como cada tarde. Para no faltar a su tradición, acompañaron las delicias de aquel bizcocho con las armonías de un pianista que susurraba acordes desde el gramófono situado en la esquina más alejada del salón, una reliquia del pasado que Soledad aún conservaba con la férrea convicción de que la música que brota de los altavoces de hoy en día suena enlatada y sin alma. El silencio en casa de Soledad siempre tocaba piezas en la bemol mayor o en do menor, y solo cuando ella se retiraba a dormir, el gramófono descansaba taciturno hasta la mañana siguiente, momento en que el aroma a café recién hecho y tostadas volvía a armonizarse con alguna sonata. Sin embargo, nadie más que Soledad sabía que aquel gramófono callaba con sigilo algunos recuerdos nacarados de esos que no quería olvidar, mientras gritaba postales de un pasado que ojalá jamás hubiera tomado forma.
Alicia observó a Soledad mientras esta le explicaba la receta de su afamado bizcocho de calabaza. Hacía dos años que la visitaba un par de tardes a la semana gracias a uno de esos programas sociales de ayuda a los mayores del barrio. Todo comenzó como una forma de llenar los vacíos de sus tardes a solas en casa y de sentirse útil para alguien, pero ahora sabía que Soledad le había aportado más a ella que a la inversa. Soledad era una persona reservada, sí, retraída a veces. Incluso después de dos años, Alicia sabía muy poco de su vida, y las arrugas que ajaban su rostro como un pergamino no permitían lectura de si se habían formado a base de sonrisas o de lágrimas. Sin embargo, Soledad era de ese tipo de personas que aprieta al abrazar, de las que tranquiliza con una mirada aunque no verbalice una sola palabra. Alicia le tenía un cariño especial y un aprecio enorme, y por ello le hacía tanta ilusión compartir con ella la sorpresa que llevaba varios días guardando en su bolso.
—Soledad, yo también tengo algo para ti...
Cuando se lo contó, Soledad abrió mucho los ojos sin entender lo que su amada Alicia le estaba explicando, y receló de la idea con excusas vanas, horrorizada en su interior de que una persona de su edad fuera a ese tipo de eventos en los que solo se imaginaba jóvenes saltando y multitudes arrolladoras en las que cualquier catástrofe podría ser posible. No, ella estaba mejor en casa, llevando bajo el brazo el aroma a pan recién hecho cada mañana y descansando en el sillón frente al ventanal, con el gramófono susurrándole al oído alguna pieza de...
—Hija, yo estoy muy mayor para conciertos de esos... ¿Qué voy a hacer yo allí? Eso es para la gente joven como tú…
Pero cuando supo que se trataba de un concierto de piano y que sería capaz de escucharlo en vivo y en directo, algo se removió en su interior y la idea comenzó a tomar forma en su cabeza. Imaginó las melodías surgiendo límpidas y puras de las teclas del instrumento, percutidas por unas manos ligeras de dedos ágiles y diestros, y ella volvería a cerrar los ojos como antaño, como cuando él le tarareaba las piezas que aprendía con su maestro, como cuando escuchó por primera y última vez aquella sonata. Soledad sacudió su cabeza alejando la nostalgia y se obligó a pensar en cómo sonaría la música sin ningún gramófono de por medio que la aprisionara. Respiró hondo y, en ese instante, supo que sí, que acompañaría a Alicia a aquel concierto como un homenaje a los buenos tiempos, a los viejos tiempos, a aquellos tiempos en los que parecía que todo podía salir bien, antes de que la vida pusiera cada cosa en su sitio y lo enredara todo sin remedio.
CAPÍTULO 4
Diciembre se iniciaba siempre con un acontecimiento clave que anunciaba, sin lugar a dudas, que las festividades navideñas estaban a la vuelta de la esquina. Nada más empezar el mes, los niños comenzaban entre risas y alborotos un ritual de guardias y turnos de vigilancia en la ventana, desde la que observaban la puerta del caserón del señorito sin perder detalle. Dolores no dejaba de reñirles una y otra vez, puesto que se sentía en la obligación moral de hacerlo al ver a sus nietos tan ociosos, pero por dentro, y siendo como era fiel conocedora del evento, le divertía sobremanera intentar averiguar cuándo tendría lugar.
Una tarde, de repente, siempre en la primera semana del mes y siempre entre las cinco y las seis en punto, don Cristóbal salía de casa bastón en mano, nariz altiva y mirada resbaladiza y se dirigía al corral con paso sereno y decidido. Una vez allí, llamaba a Dolores y, en silencio, sin malgastar ni una sola palabra, señalaba con su largo dedo huesudo el mejor choto de los que tenían en aquel momento. Una vez escogida, aquella pobre cría quedaba sentenciada para terminar sus días al ajillo en una fuente enorme que hacía las delicias de la familia del señorito en la cena de Nochebuena y la comida de Navidad. Estaba terminantemente prohibido sacrificar ningún otro choto con tal fin; no estaban las cosas «como para malgastar otro cabritillo», en palabras del señorito. Año tras año, Navidad tras Navidad, Dolores y su familia se conformaban con burlarse de las pintas de don Cristóbal y su bastón y con sacrificar y desollar al pobre choto escogido, que luego se cocinaba para el señorito con mimo, tiempo y mucho vino blanco.
Si tuviera que elegir una sola, Dolores sin duda afirmaría que la época más dura era la Navidad. Pasaban penurias todo el año, pero no le dolían igual que cuando tenía que sacrificar a la mejor cría de las cabras que ellos mismos cuidaban y mantenían para dar de comer al señorito y tenía que dejar a sus niños sin festín para la cena de Nochebuena. Sin embargo, nadie sabía que aquel año ella tenía un as en la manga que no pensaba desperdiciar.Todo empezó una tarde de primavera en la que Juan entró en la cocina temblando y lívido como el papel. Juan era el cuarto de los hermanos, solo mayor que las gemelas, y hasta que no contara con algo más de edad, músculos y fuerza no sería de mucha ayuda en el campo, por lo que solo echaba una mano en la temporada de la aceituna. Durante el resto del año, Juan era el encargado de sacar a las cabras a pastar, cuidarlas y ordeñarlas para tener leche. Esa tarde, cuando ya volvía a casa con las cabras después de haberlas dejado pastando toda la mañana, observó que una de ellas tenía las patas temblonas y apenas se mantenía en pie. Poco después, otras dos empezaron también con los síntomas y terminaron, para su horror, vomitando poco antes de llegar al corral. Juan comenzó a llorar desesperadamente. Las cabras se iban a morir por su culpa y el señorito le regañaría a él, no quedaría ni una viva, se iban a quedar sin leche, y eso que él las cuidaba bien, mejor que bien, no les quitaba ojo ni un momento… Sí, era cierto, solo se había entretenido un rato contando las hormigas que salían de un agujero para buscar comida, pero no había sido nada... Entre pucheros y lágrimas, sollozos y quebrantos, Juan ya imaginaba terribles escenarios con trágico final y en los que todos, sin excepción, aparecía don Cristóbal con su bastón en alto frente a él. Dolores detuvo sus lágrimas de inmediato («¿qué te tengo dicho de llorar?, ya está bien, que esta mañana ya te has lavado los ojos, así que ya puedes parar»), aunque no logró lo mismo con sus sollozos desconsolados. Una vez llegaron los dos al corral, ella misma pudo comprobar que, efectivamente, las cabras no tenían buen aspecto. Dejó a su nieto un momento al cuidado de las cabras y le dijo que no se moviera, que volvería en seguida. La abuela tenía que comprobar una cosa. Cuando llegó a la orilla del río vio que había unos arbustos mordisqueados que ella ya conocía de cuando su padre era cabrero. Una vez de vuelta, Dolores tranquilizó a su nieto y le dijo que no se preocupara, que las cabras se habían emborrachado con una planta, la de los frutos negros como moras, pero que los síntomas desaparecerían sin problemas al día siguiente. Y así fue para alivio del pobre Juan, que ya veía a sus cabras muriendo entre horribles dolores y su propia cabeza rodando a causa de la furia de don Cristóbal. Lo que Juan no sabía era que su abuela había arrancado una rama de aquel arbusto y la escondía en el bolsillo de su delantal mientras acariciaba la cabeza de su nieto y una idea tomaba cuerpo y aroma.
Aquel año, don Cristóbal había escogido, cómo no, a la mejor cría de la mejor cabra que tenían. Sole la había bautizado como Blanquita por la mancha que tenía en el lomo, aunque Dolores estaba harta de decirles que no les pusieran nombres, que luego se encariñaban y el desprenderse de los animales les costaba solo lágrimas y disgustos. Blanquita vivía ajena a su horrible final entre cabezas de ajo y vino blanco, y los niños ya empezaban a asumir que ese año sería el plato fuerte de la cena de Nochebuena del señorito. Sin embargo, nadie sabía que Dolores guardaba en un tarro de la despensa unas hojas secas machacadas de una rama que cogió una tarde de primavera.
La víspera del 24 de diciembre, una sombra le tendió a la inocente Blanquita un cuenco de leche adulterado con una cucharadita de las hojas de aquel tarro escondido, y esa misma mañana la pobre cabritilla no podía ni tenerse en pie. Cuando llegó el momento del sacrificio, Dolores certificó que aquella cabra no podía comérsela el señorito, no podían envenenarlo, dónde iba a parar, y se deshizo en penas y desgracias delante de don Cristóbal, qué lástima de choto, mírelo, era el mejor de todos, ¿cómo había podido suceder?, pero había riesgo de que se envenenara la familia, no había nada más que verla, pero si aun así lo querían... O, quizás, podían contentarse con algún otro, aunque claro, podían estar enfermas todas las cabras y aún no habían empezado los síntomas, nadie podía saberlo… Don Cristóbal la echó sin miramientos soltando injurias por la boca. ¡En el día de Nochebuena, vaya faena!, ¡si es que no servían ni para cuidar de las cabras!, ¡más les valía que no le sucediera a ninguna otra o habría consecuencias!, ¡ahora tendrían que conformarse con un pollo en Navidad!, ¡en Navidad, qué desgracia!
Horas más tarde, Dolores volvió al corral con su hijo Miguel y vieron a la dulce Blanquita saltando y corriendo junto con sus hermanos, fresca y lozana. Dolores sonrió, feliz Navidad y, evitando las preguntas y las miradas inquisitivas de Miguel, le ordenó que la sacrificara. Esa Nochebuena, ante su enorme sonrisa de felicidad y al amparo de villancicos y alguna que otra botella de anís, los que cenaron choto al ajillo y vino blanco fueron su hijo y sus nietos.