Loe raamatut: «Leer antes», lehekülg 7
En estas obras, contar es hacer y en ese sentido, la poesía, la ficción y el teatro de estos autores tienen la voluntad de ayudar a construir un mundo opuesto al que reciben, opuesto al que celebra el posmodernismo blanco. Para los autores blancos estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX, el mundo está decididamente fragmentado, dividido en millones de intereses, individuos, reinos, espacios de todo tipo que no pueden tocarse entre sí. No protestan por eso, lo aceptan, lo aplauden incluso. Para los autores amerindios, el mundo es un todo en el que, como creen las religiones orientales, una pluma que cae en un extremo del planeta causa un huracán en el otro. Ese mundo único, “holístico”, necesita un equilibrio general que incluya tanto al ser humano como a los otros seres y cosas. Ése es uno de los temas esenciales de estos libros fascinantes. De eso trata, por ejemplo, Crossings, un poema maravilloso de Linda Hogan, que describe las relaciones constantes de todas las cosas con todas las cosas dentro de la vida de nuestro planeta. Con la lectura de un fragmento basta:
Hay un lugar en el centro de la tierra
en el que un océano se disuelve dentro de otro
en un amor negro y sagrado;
por eso las ballenas de un mar
conocen canciones del otro,
por eso una cosa se transforma en otra
y la arena cae en el reloj
hacia otro tiempo.
Mundos femeninos: las escritoras de la ciencia ficción y la fantasía
Como el policial y la “novela histórica”, tal vez como cualquier género popular, entre los textos de la ciencia ficción y la fantasía (que las editoriales suelen unir en colecciones paralelas o únicas) pueden encontrarse desde novelas “de vacaciones”, sin otra pretensión que la venta masiva y también exploraciones sistemáticas y profundas de temas como las relaciones sociales, la política y la mente humana. Actualmente estos dos géneros cuentan con todo un grupo de escritoras, mujeres todas ellas, que supieron unir popularidad y profundidad en una serie de textos que por fin empiezan a aparecer en castellano.
Una de las precursoras de esa generación de fin de siglo XX empezó siendo hombre. Se la conocía sólo por su seudónimo, James Tiptree Jr., y antes de que se develara su identidad, un crítico muy reconocido afirmó en un artículo que no creía en los rumores según los cuales el famoso Tiptree era mujer ya que sus relatos jamás podrían ser fruto de la imaginación femenina. Seguramente Alice Sheldon, que así se llamaba en realidad, se rió mucho escondida detrás de su máscara. Mientras tanto, sus novelas y cuentos abrieron uno de los caminos más frecuentados por sus herederas: el uso del esquema básico de la ciencia ficción para explorar los roles de lo femenino y lo masculino en la especie. Un ejemplo cualquiera: ¿qué pensaríamos de los dos sexos si descubriéramos que toda la humanidad, todos los hombres y las mujeres, son sólo los espermatozoides de una especie superior y están destinados a crear cohetes, llegar al planeta donde los esperan los óvulos y morir engendrando algo desconocido?
Ese tipo de propuesta forma parte de un coro de voces femeninas que incluye la figura mayor de Ursula K. Le Guin y sigue resonando hoy en día en las novelas de autoras como Cherryh, Barbara Hambly o Lois McMaster Bujold. El mecanismo que utilizan todas ellas es el típico del género: como en la La mano izquierda de la oscuridad, de Le Guin —donde el protagonista humano se encuentra con una especie andrógina y se ve forzado a revisar todas sus ideas sobre los sexos y el amor—, se trata de trasladar la acción a un tiempo (el futuro) o un espacio (otros planetas) sumamente alejados del presente. Con ese movimiento básico —tal vez lo único común a la ciencia ficción y la fantasia—, se pone al lector en una perspectiva violentamente diferente de la propia, una perspectiva que subvierte la visión del problema que se está tratando y obliga a cuestionar valores y estereotipos que ese lector siempre había considerado “naturales”.
Lo interesante de estas autoras es la forma en que manejan esa base técnica. LeGuin, por ejemplo, crea mundos con leyes propias para expresar una idea sobre el ser humano (en la tetralogía de Terramar, claramente dentro de la “fantasía”), una consideración de neto corte político (en Los desposeídos, ya dentro de la ciencia ficción) o una protesta contra un hecho en particular (en El nombre del mundo es bosque, su novela sobre la guerra de Vietnam). En todos esos casos, además de un lenguaje perfecto y una prosa fascinante que parece simple y no lo es, Le Guin hace del diseño de sus mundos el vehículo perfecto para decir lo que quiere.
En el fondo, las suyas (y las de todas las autoras que nombramos, exceptuando tal vez a Cherryh) son novelas de tesis (en el sentido meramente descriptivo de una expresión que actualmente se tiende a usar como descalificatoria). Como en toda buena novela de tesis, en las de Le Guin, las ideas (el anarcosocialismo crítico de Los desposeídos, la indignación política de El nombre del mundo o el budismo indígena de libros como Always Coming Home o Terramar) no se expresan en discursos ensayísticos separados de la acción o unidos a ella por líneas endebles como declaraciones directas de los personajes sino en lo estrictamente novelístico: en los rasgos internos del mundo de ficción.
Otro tanto podría decirse de las novelas de fantasía de Barbara Hambly, en las que campean la magia, las intrigas, y hasta los dragones, esos animales que Borges calificaba de pecado literario y que esta autora, y Le Guin en Terramar, utilizan con originalidad y soltura. En Vencer al dragón de Hambly, el dragón funciona como un símbolo poderoso y fértil cuyo significado se expande como el círculo de una piedra en el agua. La lucha interior de la protagonista está inscripta en un mundo de pociones, hechizos y criaturas extrañas pero en realidad, es la compleja lucha de una mujer entre su amor por los suyos y su deseo de ser ella misma, el dilema entre la casa y la vocación —no por nada, se llama Waynest (camino-nido)—, estudiado desde una óptica claramente feminista. Desde esa óptica también, hay un intento calculado por destruir la imagen del heroismo tradicional: el Vencedor de Dragones, por ejemplo, usa anteojos, es tranquilo, absolutamente no violento y aparece por primera vez en un chiquero, con la ropa embarrada y maloliente, alimentando a los cerdos.
Lois McMasters Bujold, una de las últimas ganadoras de los premios Nébula y Hugo, los grandes galardones del género, también construye mundos en el futuro. Sus intereses principales parecen ser, por un lado, el problema social de la intolerancia, y por otro, algunos problemas ideológico-literarios como el replanteamiento de la figura heroica. En este último sentido, la estrategia de Bujold es semejante a la de Hambly: su héroe más conocido es Miles Vorkosigan, un inválido que se apoya en los demás para cumplir con su tarea (aquí no existen el “esto tengo que hacerlo yo solo”), se da por vencido cuando sabe que lo está, recurre lo menos que puede a la violencia y es capaz de llorar por sus amigos. La cultura estadounidense considera esos rasgos —sensibilidad, expresividad, afán de cooperación, responsabilidad social, no-violencia— “femeninos” y por lo tanto, también anti-heroicos. En sus novelas, Bujold da vuelta la trama y los convierte en la base de la heroicidad.
En otro punto de este espectro, Cherryh, una escritora prolífica y múltiple, capaz de hacer ciencia ficción casi dura (es decir, ceñida a las leyes y supuestos básicos de la ciencia) y también fantasía (con brujas, espíritus y fantasmas), utiliza el esquema como fin y no como medio. Sus novelas son desparejas desde el punto de vista literario pero cuando funcionan, sus recreaciones de un futuro posible para la humanidad, están cargadas de conocimiento científico, verosimilitud y un excelente manejo de la tensión, sobre todo en obras como Cyteen o Rimrunners, las dos traducidas en una editorial española, donde se dan por sentados el mundo futuro y todas sus complejidades, como si el lector los conociera perfectamente.
Este grupo de mujeres —la lista es incompleta— ha dado a los dos géneros de que hablamos una fuerza nueva y diferente, tal como pasó dentro del policial. A la luz de esos dos ejemplos, tal vez habría que preguntarse si los textos “de género” no son un buen campo para investigar el famoso enigma de la “escritura femenina”. ¿Hay una escritura definida por el género? ¿Cuáles son sus características? Quizás esas preguntas, repetidas en cientos de trabajos sobre escritoras, podrían plantearse mejor en espacios literarios como la ciencia ficción, donde los límites del esquema “de género” ayudan a definir la cuestión. No hay duda de que el crítico que afirmó con tanta seguridad que James Tiptree no era mujer se manejaba con estereotipos y falsedades. Ahora que sabe la verdad, probablemente opina que la escritura femenina no existe, pero eso, claro está, no prueba nada.
Lista (no exhaustiva) de obras en castellano:
HAMBLY, BARBARA: Vencer al dragón, Las señoras de Mandrigyn, Las brujas de Benshar, La mano negra de la magia (Editorial B).
CHERRYH: Paladín (en Argentina) Cyteen, Rimrunners, Rusalka, la tetralogía de Chanur, (en España). (Editorial B)
MACMASTERS BUJOLD, LOIS: Barrayar, En las fronteras del infinito (En España). (Editorial B)
TIPTREE, JAMES: Cantos esterales de un viejo primate, En la cima del mundo. (Edhasa)
LEGUIN, URSULA KROEBER: Minotauro reedita: La mano izquierda de la oscuridad, Los desposeídos, El nombre del mundo es bosque, Un mago de Terramar, Las tumbas de Atuán, La costa más lejana, El lugar del comienzo. Tehanu. Las doce moradas del viento, I y II (cuentos). (Editorial Edhasa) Planeta de exilio (Hyspamérica, Biblioteca de ciencia ficción).
Libros de Historia y libros de ficción, dos formas de contar la Historia a los chicos
Hace muchos años que escribo para chicos. Según la definición que adoptemos para el género “novela histórica”, tan de moda en este momento (porque estamos en el año del Bicentenario de la Revolución de Mayo, 2010), mi novela El año de la vaca, que transcurre en tiempos de la dictadura que comenzó en 1976 podría o no ser parte de él. Lo planteo porque el género mismo es problemático. ¿Es “histórica” una novela como la mía, que no tiene ni un solo personaje “histórico”? ¿Es “histórica” una reconstrucción fantástica de un episodio histórico como La Saga de los confines de Liliana Bodoc? ¿Qué novela (para chicos o para adultos) no es “histórica” en ningún sentido? Como Norma Huidobro (una de las autoras a las que consulté para esta nota), yo también “creo que toda literatura es histórica del presente en el que se escribe”, y que el género que llamamos “histórico” en realidad es “literatura de recreación del pasado”.
Si se revisan con cuidado los catálogos de “novela histórica”, parece haber por lo menos dos definiciones del género. Podríamos separarlos con dos adjetivos que se han usado para la “ficción científica” (mal traducida como “ciencia ficción”): novela histórica “dura” y novela histórica “blanda”; “dura”, en el sentido de limitación, de rigidez de reglas; “blanda”, en el de más abierta, más flexible. En la definición “blanda”, una novela sería “histórica” si estuviera “ambientada en un tiempo histórico definido y reconocible”, como dijo Norma Huidobro. En el sentido “duro”, no lo sería si no tuviera algún personaje o hecho de esos que aparecen en los libros de Historia (pongo la palabra con mayúscula para diferenciarla de “historia” en el sentido de relato). Pero estas ideas complican las cosas porque, ¿cómo se define la Historia? ¿No es la Historia otra forma de ficción, como dicen algunos?
Entre los escritores que consulté, predomina la definición “dura”. Algunos definen el género solamente así. Mario Méndez dijo que, cuando le sugirieron la escritura de una novela sobre la Revolución de Mayo, se decidió por un “personaje histórico de segunda, en ascenso”, Hipólito Vieytes, para escribir El aprendiz. Vicente Muleiro (Don Perro de Mendoza, Los guerreros de French) afirmó que buscaba en nuestra Historia lo que quería contar: “Tenemos una historia breve pero dramática”, dijo y agregó que hay que contarla de nuevo y de otra forma, desacartonarla, hacerla menos inocente. Adela Basch, que escribe teatro histórico, cuenta la Historia para borrar la imagen “convenientemente acartonada, limada y neutralizada” que se da de ella en la escuela, esa imagen que deja a los hechos sin “lo que tienen de transformador y los presenta como sucesos “inofensivos”… Me interesa contar la historia esquivando las rigideces y los estereotipos con que se suelen encasillar las imágenes que nos hemos formado de los próceres. Mostrarlos como seres humanos vivos, apasionados”.
La escuela es una presencia constante en lo que dicen estos escritores, tal vez porque es el lugar que elige el mercado editorial para distribuir la literatura infantil-juvenil. Al respecto, Adela Basch, Vicente Muleiro y Mario Méndez hablan de una responsabilidad específica del género. Méndez la expresa contraponiendo lo que hace con una revista que fue modelo para la transmisión de la llamada “historia oficial”: “siempre tuve cuidado de no hacer un trabajete como para Billiken”, me dice. Lo mismo dicen Basch y Muleiro, cada uno a su manera. Muleiro, por ejemplo, dice que quiere escribir otra Historia, más humana, “más controvertida”. Todos quieren construir lo que parte de la crítica estadounidense llama una “contramemoria” del pasado, una imagen diferente y rival de la que Muleiro llama “Historia blanca” o “Historia oficial”.
Sandra Comino y Norma Huidobro creen en lo que podría definirse como género “blando”, y por eso, no están seguras de que lo que escriben sea realmente “novela histórica”. “Algunas de mis novelas tienen contexto histórico; no sé si son novelas históricas. La última que escribí, Nadar de pie, transcurre en Malvinas; es más bien una historia de amor en un contexto histórico. El límite es difuso”, dice Sandra. Por su parte, Norma pone a su propia familia en El pan de la serpiente, la novela que escribió sobre inmigración. Define al libro como “una novela de misterio ambientada en el pasado, en la que pueden verse desprendimientos o consecuencias de determinados hechos históricos”. Sus palabras sobre la “novela histórica” son casi una copia de las de Sandra: “No sé si puedo llamarla “histórica” pero tiene un “marco histórico”.
Con ese panorama, que se podría ampliar con muchos otros nombres, volvemos al gran problema del género: sus relaciones con la Historia de los “manuales”. Desde mi punto de vista, si se rechaza la idea “blanda” del género, se estarían rechazando también las nuevas definiciones de Historia, que hoy en día incluyen a la Historia que analiza fuerzas sociales más que “héroes” o “próceres”, a la “Historia de la vida cotidiana”, a la Historia de las mujeres, a la Historia oral (tal vez la más revolucionaria de todas porque entiende que mientras la Historia se base solamente en documentos escritos, estará dejando fuera del relato a las voces de gran parte de la población: no hay que olvidar que la alfabetización masiva es algo muy nuevo en el mundo). Si aceptamos esas nuevas maneras de pensar la Historia, no habría más remedio que aceptar como “novela histórica” lo que yo propongo llamar “género blando”.
La novela de Norma incluye a sus abuelas: “Desde el principio supe que mis abuelas iban a estar en la novela. Una de ellas era inmigrante, española; la otra, no. Mi abuela materna era hija de un vasco y una mestiza, y obviamente, en alguna rama superior estarían los indios”. ¿Por qué no sería “histórica” El pan de la serpiente cuando ahora es común hacer Historia de Familia a nivel académico, sobre todo cuando la familia del historiador toca un tema histórico importante (con un ejemplo basta: el maravilloso Esclavos en la familia de Ball sobre el Sur estadounidense, que mezcla narración y ensayo histórico)? Si se acepta que la Historia la hacen todos, no solamente los que después aparecen en los libros como héroes, ¿cuál sería la diferencia esencial entre un tipo de “novela histórica” y el otro?
En el caso de la literatura infantil y juvenil, la que llega a la escuela, lo que tratan de hacer los autores que escriben “novela histórica” de cualquier tipo es transmitir su propia visión de la Historia y transmitirla desde un lenguaje literario, cuidado, que diga exactamente lo que quiere y lo diga con belleza. La belleza es esencial y todos los autores de literatura infantil hablamos de eso, tal vez para compensar el hecho de que muchos consideran a los libros para chicos y adolescentes fuera de la categoría de “literatura”, como una ficción o poesía “poco seria”. En cualquier género literario, la “seriedad” tiene que ver con el lenguaje. Adela Basch lo dice cuando afirma que lo que quiere hacer es traducir “el discurso de la Historia a un discurso literario”; Huidobro, cuando habla de “alto valor literario”; Méndez, cuando aclara que lo literario debe emocionar y entretener.
Cierto. Pero habría que agregar que, en el género histórico, hay una “seriedad” extra que tiene que ver con la investigación. Cuando se hace novela “histórica” (“dura” o “blanda”), la imaginación es fundamental pero tiene que haber más. Si quien escribe vivió durante el período histórico en que transcurre lo que escribe, se requiere un ejercicio consciente y cuidadoso de la memoria para no caer en anacronismos o falsedades. Si el período es anterior a la vida de ese escritor o escritora, la investigación es esencial. Todos los que consulté sobre este tema hablaron de eso. Para escribir sobre cualquier momento histórico, hay que captar el clima, los detalles, como dice Vicente Muleiro. Liliana Bodoc también me lo dijo cuando habló de su última novela histórica, El rastro de la canela: había pensado en una escena en la que alguien comía una manzana pero, cuando se puso a averiguar, se enteró de que a la Buenos Aires de 1810, no llegaban frutas de ningún tipo. Sandra Comino plantea el problema desde lo genérico: “En literatura es más importante cómo se cuenta lo que se cuenta; en la novela histórica se debería priorizar qué se cuenta, pero sin olvidar cómo se cuenta. Con lo cual cada vez es más complicado”. Es complicado porque la relación de la “novela histórica” con hechos externos a la novela misma (no hablemos de “realidad”, otro concepto resbaladizo) es mayor que la que tienen otros géneros y la exigencia puede ser todavía más grande si se quiere vender el libro en la escuela, donde se da mucha importancia (¿tal vez demasiada?) a esas relaciones. Pero si la “investigación” es fundamental, ¿por qué no ampliar el género y considerar por lo menos “casi histórica”, por ejemplo, a la Saga de los Confines de Bodoc, tan unida a la Historia de la Conquista de América?
Hay un costado más que explorar: la Historia no es una sola. Se la puede leer de muchas maneras. Por ejemplo, ¿cómo se cuenta la “Campaña al Desierto”? ¿Como la cuenta la historia oficial, la “historia blanca” o, al contrario, como la cuentan los pueblos originarios? La existencia de miradas paralelas que compiten para imponer un relato nos pone frente a una cuestión crucial para entender la novela histórica, tanto para adultos como para chicos. A diferencia de la otra Historia y ya desde la firma del autor o autora, la novela se define claramente como una interpretación, una entre muchas otras. La novela proclama que es “ficción”, que su relación con lo que llamamos “verdad” es complicada. Y eso es bueno: cuantas más visiones sobre el pasado tenga un chico, cuantas más le proponga la escuela, mejor entenderá las complejidades de la Historia de su tierra y del mundo y las de su propia identidad como parte de él. Cuando se lee un libro como Un desierto lleno de gente de Esteban Valentino (para dar otro ejemplo), se sabe desde la tapa que lo que uno está leyendo es ficción. En cambio, la Historia (en su forma de libro académico o manual) suele venderse como única, como pintura de la “realidad”. En eso, y esto es paradójico, la ficción es más sincera y por lo tanto, está más cerca de la “verdad”.
La visión y la ceguera: literaturas sobre Europa
En uno de los cuentos de La migración de los espíritus, el impresionante libro de Pauline Melville, la escritora de Guyana, el hambre terminal de un nigeriano pasa mágicamente al cuerpo de la esposa del empresario inglés que extrae petróleo de esa tierra. Unos meses después, anoréxica, sin control de esfínteres, la esposa (que para él es solamente un objeto bello que mostrar, un trofeo) lo avergüenza en un banquete en Londres en el que introduce el olor, la suciedad y el cuerpo terminal, moribundo del negro africano —transportado al propio— y los hace innegables. Escandalosos. Simbólicamente: el hambre que esparció en el margen volverá al centro.
En ese contexto, habría que preguntarse cómo es posible que alguien se sorprenda por los estallidos en barrios periféricos franceses; cómo es posible que, si es verdad que todo empezó con una prueba de la vacuna de la viruela preparada con suero de mono y aplicada a la fuerza a un millón de africanos, se haya pensado alguna vez que el SIDA no llegaría a todo el mundo.
La globalización existe desde siempre si pensamos la palabra en el sentido ecológico. Existe porque éste siempre fue un solo planeta, aunque solamente lo reconozcan los pueblos menos poderosos. Esta globalización, en cambio, la que tenemos ahora, la de las empresas y los bombardeos, empezó con la tremenda expansión que llevó la cultura europea a todo el mundo en tiempos de las colonias. Hay momentos en que esa cultura (que hoy llamamos, sin demasiada exactitud, “occidental”) parece completamente ciega: se niega a ver las consecuencias de sus actos. En ese sentido, la película El día después de mañana, con todos sus defectos, intentaba en alguna parte sacudir los sentidos embotados de los poderosos. Pero la ceguera se ve mejor desde el margen. Tal vez por eso, las literaturas de los pueblos originarios a los que Europa trató de aplastar desde la Modernidad hablan tanto de ella.
Se trata de literaturas mestizas: escritas en las lenguas europeas de dominación, expresan visiones del mundo que son profunda, totalmente anti europeas. Así, el inglés, el español, el francés, el portugués se convierten en instrumentos para protestar contra lo que esos mismos idiomas llevaron al mundo, y también contra el robo de recursos que era el objetivo de esa excursión.
Si “visión del mundo” puede definirse (con mucha rapidez) como la forma en que un grupo (no un individuo) lee al planeta, no estamos hablando de una sola visión sino de muchas. Los pueblos australianos, los indoamericanos, los africanos, los asiáticos, son muy diferentes unos de otros. Sin embargo, tienen en común la forma en que se relacionaron históricamente con Europa (y su continuador, Estados Unidos), una cierta idea general de la red que une al planeta y lo hace uno, y también una manera parecida de pensar la literatura misma.
En ese contexto, la literatura está muy lejos del concepto de “entretenimiento” y “arte por el arte” que propugna el posmodernismo. Los libros de estos autores —algunos ejemplos al azar: Leslie Silko, Simon Ortiz, Greg Sarris, Louise Erdrich, amerindios del norte; los escritores del Caribe, incluyendo a Pauline Melville; autores africanos como Achebe, Blink o Nadine Gordimer; Toni Morrison y todos los afro estadounidenses; los escritores de culturas asiáticas, como Amy Tan, Salman Rushdie, Arundhati Roy (eso, para quedarnos en la tradición del idioma inglés, que es la yo manejo)— están pensados como armas de lucha, como un espacio en el que se pueden gritar verdades que la visión europea del mundo se niega a considerar o que descarta como “supersticiosa”. Las historias también son una forma de llegar a los banquetes de los grandes poderes económicos y desplegar en ellos el hambre que esos poderes están causando en la periferia.
La ceguera del centro frente al sufrimiento del margen está presente en varios de los cuentos de Melville: el dueño de la petrolera ni siquiera ve al negro que se comunica con su esposa, mientras se muere de hambre detrás de un surtidor de nafta; el gerente de la compañía minera canadiense hace las cuentas y decide que si saca oro de un país como Guyana y deja ahí los compuestos de cianuro en los ríos, el resultado será pura ganancia.
En las bases de esa manera de mirar las cosas, de ese razonamiento increíblemente absurdo (muy mal planteada desde cualquier criterio excepto el de la ganancia medida en dinero), está la tendencia a la fragmentación, en la que Europa se hundió cada vez más desde Descartes y la Ilustración. Desde entonces, el pensamiento europeo divide todo, desde las áreas de conocimiento (que, en la escuela, seguimos estudiando separadas en compartimentos estancos, por “horas”, como si creyéramos que un descanso de un recreo hace posible, por ejemplo, pensar la historia sin geografía o la geografía sin historia), los países y sus fronteras, las zonas económicas del planeta, la “división internacional” del trabajo. La idea de que todo está separado de todo lo demás, de que todo es independiente, se multiplicó y se reprodujo hasta llegar al individualismo de la cultura estadounidense, a esa cultura que alienta la competencia en todo (la escena en la que el segundo sospechoso de la masacre de Columbine protesta porque lo pusieron segundo en la película de Michael Moore es antológica al respecto).
Es ese fragmentarismo el que me permite creer que si un científico prueba una vacuna en África (para salvar a los europeos de sus efectos secundarios, sean cuales fueren), los efectos (se llamen SIDA o cualquier otra cosa) no llegarán a Europa en algún momento. O que si se hacen estallar bombas atómicas en una islita del Pacífico, no habrá reacciones en cualquier otra parte. O que se puede saquear África durante cientos de años sin generar consecuencias.
Del otro lado, en la infinidad de visiones del mundo que se sostienen en el margen, la idea del mundo es más holística, más unitaria. El mundo es uno. Y desde esas otras perspectivas, es más que evidente, obvio se diría, que la llamada “contaminación selectiva” (sí, tiene nombre el cálculo por el que una compañía a la que prohiben contaminar su propio país abre una papelera o una mina en Sudamérica o en África y contamina “en otra parte”) es ridícula y peligrosa. La contaminación no tiene fronteras. Somos uno aunque seamos muchos.
En los cuentos de Melville, como en los de todos estos autores, hay una salida para la humanidad y esa salida es alejarse de lo europeo, volver a una idea del planeta que sea capaz de ver las evidentes relaciones entre la extrema pobreza en África, por ejemplo, y la riqueza de un banquete en Londres; un pensamiento que explique lo que une a los jóvenes que queman autos en París con la deuda impagable que tienen por lo menos Europa, Estados Unidos y el Brasil blanco con África por los cuatrocientos años de secuestro, trabajo forzoso, sangre y muerte. En el cuento de Melville, el hambre que produce la visión fragmentaria del mundo se hace visible en el cuerpo de una mujer moribunda y sucia — que, simbólicamente, antes, fue “modelo”—cuando ella entra a un banquete pagado por el hambre de África, vistiendo el cuerpo de un negro nigeriano.
En otro cuento de la misma colección, las ideas de Descartes, que Europa exportaría al mundo a través de sus colonias (esas ideas que separarían “la mente de la materia, el cuerpo del alma, y la ciencia de la magia”, la emoción de la razón, lo oral de lo escrito) aparecen no sólo como ridículas sino como “peligrosas”. En la visión del mundo que defiende Melville, lastimar un río, matarlo con cianuro, es un asesinato múltiple: se está matando al río y también al agua, a los animales que lo habitan y a los seres humanos que morirán después.
Para esa visión del mundo, lo que está pasando en Francia tendría una explicación lógica y también un significado extra que tal vez la furia de los jóvenes franceses no haya captado todavía (ah, dado que son franceses, ¿no habría que volver a pensar el sentido de palabras como “francés” o “nacional”?). Los autos, la tecnología del petróleo y los combustibles fósiles están asesinando al mundo y enriqueciendo a unos pocos. La destrucción de ese medio de transporte individualísimo y muy contaminante parece una medida del planeta mismo para defenderse.
La tentativa de Robbe-Grillet
Entonces, yo tendría más o menos diez años pero lo recuerdo con claridad, tal vez porque no conseguí entenderlo. El chiste venía en una de las revistas que recibían entonces mis padres, una revista intelectual al estilo de Crisis que, junto con el cine club de medianoche y La Botica del Ángel, los marcaba como parte de la gente interesada en el arte a fines de la década de 1960. Era un dibujo en el que se veía a un hombre parado sobre las manos con las piernas enroscadas alrededor del cuello y un libro abierto en el suelo frente a sus ojos. Abajo, estaban escritas las siguientes palabras, totalmente incomprensibles para mí: “Así se lee a Robbe-Grillet”. Y es que, en esos días, Robbe-Grillet era parte de la “intelectualidad”. Había que leerlo aunque fuera sólo para tener derecho a decir “Lo lamento, no me gusta nada”, que, entre paréntesis, fue lo que dijo mamá después de intentar con Los celos, donde se describe objeto tras objeto con una minuciosidad tremenda que nunca llega a la acción, en ese recurso que el crítico Michel Contat definió como “hipertrofia de la mirada”.
No hay ninguna duda de que Robbe-Grillet, que acaba de morir a los 85 de un infarto en un hospital de Caen, marcó a fuego la literatura francesa del siglo XX, y a través de ella, a muchos escritores del mundo influenciados por la cultura europea. El “noveau roman”, movimiento que él encabezó y describió en su libro de ensayos Por una nueva novela (1963) fue uno de los últimos coletazos de ese impresionante deseo de experimentación literaria que había empezado en la década de 1920, en el verdadero comienzo cultural del siglo, con autores como James Joyce, William Faulkner, T.S. Eliot y Virginia Wolf. Robbe-Grillet no estuvo solo en su país. Escritores como Marguerite Duras, Michel Butor, Nathaniel Sarraute, Claude Simon, Samuel Beckett, entre otros acompañaron el “nouveau roman”.
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