Loe raamatut: «Cuando murieron mis dioses»

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Cuando murieron mis dioses

María Ana Hirschmann


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Capítulo 1: ¡Adiós, madrecita!

Capítulo 2: Fui alumna de una escuela nazi

Capítulo 3: Noviazgo con un desconocido

Capítulo 4: ¿Creer en el amor, en la guerra?

Capítulo 5: “No entres esta noche”

Capítulo 6: Mejor soltera y fugitiva...

Capítulo 7: Escapada a través de la tierra de nadie

Capítulo 8: ¿Son iguales todos los soldados?

Capítulo 9: Encuentro emocionante

Capítulo 10: Así encontré mi amor

Capítulo 11: Nace la esperanza

Capítulo 12: “¡He visto a Dios obrar un milagro!”

Capítulo 13: Frente a una nueva aventura

Cuando murieron mis dioses

María Ana Hirschmann

Dirección: Luis Lamán S.

Diseño del interior: Giannina Osorio

Diseño de tapa: Romina Genski

Ilustración de tapa: Agustín Riccardi

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXX

Es propiedad. © 2013 Pacific Press Publ. Assn. © 2016 Asociación Casa Editora Sudamericana. Publicado con permiso de los dueños del Copyright.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-116-2


Hirschmann, María AnaCuando murieron mis dioses / María Ana Hirschmann / Dirigido por Luis Lamán S. / Ilustrado por Agustín Riccardi. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.Libro digital, EPUBArchivo digital: onlineISBN 978-987-798-116-21. Experiencias religiosas. 2. Novelas de la vida. I. Lamán S., Luis, dir. II. Riccardi, Agustín, ilus. III. Título.CDD 248.83

Publicado el 30 de marzo de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

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Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.


Capítulo 1
¡Adiós, madrecita!

El tren silbó con estridencia, y la onda sonora se multiplicó en las calles estrechas del antiguo caserío. Me asomé a la ventanilla y sonreí, mientras miraba los melancólicos ojos gris azulados de mi anciana madre.

Se hallaba de pie en la plataforma de la estación. Sus fatigados hombros, algo caídos; su fino pelo blanco, echado hacia atrás, rematando en un menudo rodete; su pequeña figura, toda con un aspecto de endeblez y desamparo, que se me antojaba como un juguete de la brisa que soplaba a esa temprana hora.

Durante siglos, la gente de mi tierra natal, los Sudetes de Checoslovaquia (actualmente, República Checa y Eslovaquia), ha luchado para arrancar el sustento de un suelo montañoso, y ese esfuerzo por la supervivencia les ha llenado de arrugas el rostro y el corazón. Son poco dados a hablar y a las exteriorizaciones de afecto; pero ahora que me marchaba del hogar mi madre me besó. Había hecho lo mismo con cada uno de los cuatro hijos mayores en iguales circunstancias. El mismo viejo tren los había separado del hogar y de la madre, y ahora también me iba yo, último polluelo que abandonaba el nido.

Mi madre volvería a su acogedora y pulcra casita debajo de los cerezos. Encontraría todo en orden, tranquilo y vacío. Las cosas se le harían más fáciles y, tal vez, a papá también. Ya no tendrían que trabajar tanto y tan duro. Quizá mejoraría la salud de papá, porque sus tareas extenuantes como albañil y agricultor lo habían dejado enfermo y con el genio áspero.

Papá y yo nunca habíamos sido buenos amigos. De baja estatura, rostro delgado cruzado por un mostacho negro, parco en palabras, severo, a menudo encorvado de dolor por una enfermedad del estómago, era un celoso miembro de su iglesia, pero con pocas expresiones de amor. Sus ideas de una familia patriarcal, donde el padre debía gobernar con mano de hierro, y la esposa y los hijos someterse en silencio, chocaban muchas veces con mi temperamento juvenil, orgulloso e indomable. Trató de dominarme con un cinto de cuero y con hambre. No, yo nunca me atreví a contestarle cuando me reprendía. Sabía bien lo que pasaría. Sin embargo, mis dientes apretados, mis puños cerrados y mis ojos que lanzaban llamaradas eran señales inequívocas de rebelión que, con frecuencia, le provocaban raptos de ira.

¡Pobre madrecita! Ella había sido la mediadora durante todos esos años, y los latigazos verbales que, tan a menudo, había sufrido por culpa mía habían constituido el mayor y más doloroso castigo que tuve que soportar. Únicamente sus ojos llorosos y suplicantes podían –¡a veces!– aplacar mi rebelión. Yo era capaz de hacer cualquier cosa por ella, aun disculparme.

Sabía que mi tozudez obraba como veneno sobre el estómago de mi padre y que eso le había producido dolores innecesarios. Ahora me iba y, sinceramente, deseaba que mi padre se sintiera tranquilo y mejor, para bien de mi madre.

Observé sus manos callosas, con las venas sobresalidas. Habían trabajado durante tantos años plantando, limpiando, lavando, planchando, fregando, cosechando, desde el alba hasta el anochecer. Nunca vi a mi madre moviéndose con desgano. Los únicos momentos tranquilos de que disponía eran cuando se realizaba el culto familiar o cuando estaba dedicada a su devoción personal, antes de acostarse. Ahora yo me iba y sus manos tendrían más reposo. Podría leer su Biblia durante la tarde, y eso me alegraba.

La ennegrecida locomotora se puso en movimiento, en medio de seseantes resoplidos y una nube de humo. Por sobre los vagones, volaban chispas y cenizas. Yo reía, divertida. Ese tren me estaba ayudando a cumplir un sueño. Me llevaba al ancho mundo. Poco sabía yo lo que significaba, pero estaba ansiosa, y dispuesta a hacer el intento y salir.

No era que me resultara fácil abandonar el pequeño mundo de mi niñez. Amaba la vieja casa, el pajar donde había dormido y los bosques de un verde profundo que se divisaban desde las ventanas de atrás. Había pasado incontables horas felices juntando moras y hongos silvestres bajo la fresca sombra de las siemprevivas. Allí estaban mis gatos y mis cabras, las abejas, los árboles frutales florecidos, el arroyo, las nomeolvides que había arrancado para mi madre. Amaba todo eso y, por sobre todo, amaba a mi madre.

A pesar de la excitación de la partida, me entristecí. Sentí un ligero temor y cierto presentimiento al mirar el rostro silencioso de mi madre, surcado por cientos de pequeñas arrugas. Algo me resultaba enigmático en su aspecto. Sus ojos expresaban una profunda preocupación, que yo había observado solo dos veces antes. ¿Por qué se la veía tan afligida? Este debía ser un momento feliz. Nos separábamos, sí, pero yo iba camino a un gran futuro y muchos honores, y ella también participaría un día de lo mismo. ¿Entonces?

La primera vez que la había visto así, tan irremediablemente triste, yo tenía unos pocos años. Habíamos estado peleando con mi hermano Sepp, tres años mayor que yo. Él me había estado molestando, como lo hacía bastante a menudo, hasta que perdí la paciencia y comencé a castigarlo en la espalda con mis puños, mientras le gritaba con furia.

De pronto, él se dio vuelta, y me dijo:

–¡Mira, déjate de chillar! ¿No sabes que no eres mi hermana? Yo sí soy hijo aquí, y tú eres una cualquiera, una huérfana. ¡Mi madre no es tu madre!

Lo miré fijo, y le respondí:

–Ahora mismo voy a contarle a mamá lo que has dicho. ¡Ya te arreglarás con ella!

–¡Ve y cuéntale! Es mi madre, no la tuya; tú eres una...

Irrumpiendo en la cocina, abracé a mi madre y me quejé:

–Sepp miente, ¿no es cierto, mamá? Dice que tú no eres mi madre.

Delicadamente, quitó mis brazos de su cintura y, con voz suave, comenzó a decir:

–Marichen, tu hermano dice la verdad. No soy tu madre real. Tu mamá murió cuando eras muy pequeñita. Antes de fallecer, te trajo a mi casa y te puso en el banco de madera junto a la cocina de hierro. Nosotros te adoptamos. Tu papá nunca escribió ni preguntó por ti. La gente dice que se ha casado nuevamente. Así que, tú eres mi hija, Marichen, y yo cuidaré de ti.

–Sepp –dijo, volviéndose a su hijo–, pienso que a Jesús no le agradó lo que has hecho. ¡Fue poco amable de tu parte haberlo dicho así!

Esa fue la primera vez en que mi mundo se hizo pedazos. Me quedé sollozando, hundida en el delantal remendado de mi madre, mientras Sepp abandonaba la cocina, evidentemente avergonzado.

Mi madre me acarició el cabello despeinado, me limpió la nariz y aguardó hasta que cesara mi llanto. Sus ojos me decían que sufría conmigo. Se había posado una sombra en nuestros corazones pero, desde aquella misma hora, la amé aún más intensamente.

La segunda vez que noté agonía en sus ojos ocurrió unos pocos meses antes de mi partida. La guerra había comenzado en 1939, un año después de que las tropas de Hitler ocuparan Checoslovaquia. Todos los hombres jóvenes habían sido llamados a las armas y Sepp, el menor de los varones, tuvo que partir. Todos nos entristecimos, aunque no era la separación, en realidad, lo que más le preocupaba a mamá. Sabía que los hombres debían ir a la guerra. Eso formaba parte de la vida en Europa: el abuelo había luchado en la Guerra Franco-Prusiana; y papá, varios años durante la Gran Guerra. A ella le dolía que su hijo tuviese que matar a otros seres humanos, y temía que Hitler no hiciera excepciones, porque las leyes nazis eran inflexibles. También sabía que ese criterio suyo era considerado peligroso y cobarde, según el juicio del líder del partido en el pueblo. ¡“Heil Hitler” para todo! Era lo único que valía.

Sepp mismo no parecía preocupado por el hecho de que tuviera que irse. Las noticias que, diariamente, se transmitían por radio daban cuenta de los triunfos que se obtenían en todos los frentes de batalla, y él era joven, fuerte y bien dispuesto para ayudar a ganar la guerra. Se lo veía elegante con su uniforme nuevo; y antes de partir, una muchacha del pueblo le había susurrado una promesa al oído. El futuro le pertenecía. Después de todo, la guerra terminaría pronto. Sin embargo, parecía que mamá pensaba distinto, porque lo despidió con mucha tristeza.

Y ahora que yo me iba, ¿por qué me miraba con los mismos ojos desconsolados? ¿Acaso me enviaba a la guerra? ¿No se daba cuenta de cuán afortunada, feliz y ansiosa me sentía? No era momento de entristecerse, sino de regocijarse, porque yo había sido elegida de entre muchos miles de estudiantes para ser mejor educada en una de las escuelas especiales de Hitler. Había sido seleccionada luego de muchas pruebas practicadas en la escuela y en campamentos especiales, lo que significaba un gran honor. La gente del pueblo sentía envidia de los así elegidos, y yo desbordaba de gozo. Ahora partía hacia la nueva escuela nazi. Algún día sería líder. ¿Por qué mi madre no se alegraba conmigo?

El tren ya estaba en marcha. Mamá levantó su rostro, extendió sus brazos hacia mí, y clamó:

–¡Marichen, Marichen, nunca te olvides de Jesús!

Yo sonreí y le respondí:

–No te preocupes, madre querida, ¿cómo podría olvidarme de ti y de Dios?

¿Por qué se afligía mamá por una cosa así? ¿No me había enseñado a amar a Dios? ¿No había yo orado junto a ella desde mi niñez? ¿No conocía mi Biblia? ¿Y los himnos que habíamos cantado juntas en la galería de la casa y en la iglesia? Para mí, Dios era como mi madre; y mi madre, como Dios. Siempre que oraba a mi amigo Jesús, solo podía imaginarlo con ojos de color gris azulado, como los de mi madre.

El tren ganaba velocidad. En la distancia, que aumentaba la lejanía, se recortaba una figura solitaria que agitaba un pañuelo blanco. Con el brillante sol de la mañana a sus espaldas, su cuerpo se empequeñecía rápidamente. Levanté mi mano al tiempo que saludaba: “¡Auf Wiedersehen! ¡Auf Wiedersehen!” [¡Adiós! ¡Adiós!], hasta que una curva la quitó de mi vista. Al rodar, las ruedas parecían decir: “Adiós, madre; adiós, madre”. El pueblo quedó atrás. Ahora solo pensaba en lo maravilloso que sería llegar a la ciudad. Mi corazón comenzó a cantar y parecía que, junto con las ruedas, decía: “¡Vamos a Praga! ¡Vamos a Praga!”


Capítulo 2
Fui alumna de una escuela nazi

El tren llegó a la gran estación terminal de Praga, y descendí a la plataforma. Apenas podía creer que no estaba soñando. ¿Sería posible que a mí, campesina anónima de un lugar cualquiera, se me permitiera ver Praga, la ciudad más grande de mi país? Y no había venido solo de visita, sino para vivir y estudiar en uno de los nuevos centros de instrucción de Hitler. ¿Cómo podía ser tan afortunada?

A la ciudad, los jóvenes alemanes la llamábamos con admiración “Die Goldene Stadt” [la ciudad dorada], luego de haber visto una popular película en colores producida por los nazis, que mostraba hermosas escenas de Praga. ¡Ahora yo estaba ahí! Asombrada, me detuve y miré a los miles de extranjeros que se movían aquí y allá en la atestada y bulliciosa estación. ¡Cuánta gente había en el mundo! Sosteniendo con firmeza mi abrigo y mi vieja valija, me dirigí hacia la puerta, pensando en qué idioma le preguntaría al guarda qué tranvía debía tomar. Yo hablaba el alemán, mi lengua materna; y también, el checo. Sabiendo con cuánta vehemencia el pueblo checo, amante de la libertad, odiaba el régimen y el idioma germanos, no sabía qué hacer.

Tímidamente, me acerqué a un oficial uniformado y comencé a hacerle preguntas en alemán. Al ver que en su rostro aparecían signos de desagrado, rápidamente cambié al checo. Me dio unas indicaciones, y al rato ya estaba sentada en algo parecido al asiento de un tranvía, mirando con curiosidad por la ventanilla.

¡Qué viaje largo fue aquel, atravesando casi toda la ciudad! A medida que pasábamos por calles y edificios, trataba de reconocer los lugares históricos que había visto en la película, pero al final tuve que desistir. Era simplemente demasiado. Sin embargo, vi unos puentes maravillosos y el famoso castillo ­Hradčany, de mil años de antigüedad, que alzaba su silueta en el claro cielo otoñal. Parecía como si la historia hubiera salido de la página impresa y estuviese viniendo a mi encuentro.

Pronto descubrí cuáles eran las partes de Praga que más me agradaban: la “ciudad antigua”, un idílico rincón del emplazamiento original de la ciudad, que databa del siglo IX; el puente Carlos, de más de quinientos metros de longitud, construido en 1357 y custodiado por dos enormes torres adornadas con estatuas; y el majestuoso río Moldava, el más extenso del país, cruzado por doce puentes famosos.

También contemplé otras cosas. A medida que el antiguo tranvía se arrastraba por las calles y junto al río de aguas verdes, observé que, en cada edificio importante y en cada tienda, había flamantes banderas rojas con un círculo blanco y la cruz gamada. Las aceras estaban atestadas de soldados alemanes, oficiales, hombres de la SS... La checa “Praha” se había convertido en “Prag”, y la ciudad había cambiado sus tradiciones centenarias para agradar a sus conquistadores.

Al fin llegué a mi escuela, aunque no se parecía a una escuela. La puerta daba a un pequeño parque, hermosamente ornamentado con fuentes y esculturas. Enormes árboles bordeaban los senderos y el camino hacia el edificio principal. El edificio de la escuela propiamente dicha era una mansión de piedra blanca. Amplias puertas de madera tallada a mano y ventanas angostas y altas le daban el aspecto de un castillo de cuentos de fantasía. Temí despertar y encontrarme en mi cama de paja, frotándome los ojos y chasqueada porque todo esto había sido solo un sueño.

Luego de que me tomaran los datos y me dieran la bienvenida, di con mi cama y mi spined, como llamábamos a los roperos. Conocí a algunas de mis compañeras. Por la noche, toda cohibida y vergonzosa, me senté muy quieta en el lujoso comedor donde habríamos de recibir tres comidas sencillas al día. Supe que la mansión había sido de un judío inmensamente rico, a quien las autoridades se la habían confiscado. No me agradó la explicación; pero, como lo novedoso me rodeaba, pronto me olvidé del asunto. Trataría de entenderlo más tarde.

Antes de mucho, me hallaba perfectamente adaptada a mi nuevo estilo de vida y, con gran entusiasmo, me preparé para las nuevas oportunidades que se me ofrecían. Superé la timidez y pronto estuve familiarizada con el grupo, lista para el liderazgo y para competir con las mejores de mi clase. Estudié esforzadamente, aprendí a obedecer y a saludar con toda sumisión, y al poco tiempo fui objeto de reconocimiento, tanto de parte de los estudiantes como de los profesores. Podía olvidarme de que había sido una huérfana dependiente de la caridad de un pobre hogar adoptivo; me sentía aceptada y necesaria.

Cada día, los recuerdos de mi niñez se desteñían un poco más. Me parecía que nunca había vivido otra vida que la que llevaba en mi nueva escuela. Mi madre era algo muy distante y casi irreal.

¡Cómo amaba a mi escuela! Los profesores hacían que las asignaturas cobrasen vida. Estudiar Historia era fascinante. Gente que hacía mucho tiempo había dejado de existir ahora saltaba de las páginas de mi libro y revivía para mí. Se convertían en mis amigos o enemigos; procedían con orgullo, con heroísmo o cobardemente; amaban, luchaban, sufrían y morían. Mi inquieta imaginación vivía y actuaba con ellos, mientras mi corazón aprendía un nuevo tema: Adolfo Hitler y el Tercer Reich. Los jóvenes que estábamos siendo preparados para desempeñarnos como dirigentes nazis de la juventud constituíamos el orgullo y la alegría de Hitler. El Führer nos denominaba afectuosamente Das Deutschland von Morgen [la Alemania del mañana]. Nos gustaba eso, y parecía bueno y justo que cumpliéramos con su mandato.

Hitler estaba con nosotros en todo momento, aunque él vivía en Berlín y nosotros en su escuela de Praga. Sus pensamientos se citaban en cada clase. Sus doctrinas constituían nuestro estudio más importante. Su libro se veía junto a la lámpara en cada mesa de noche. Nuestros profesores lo idolatraban. Sin vacilar, habrían dado la vida por él y la Nación. Todos nuestros instructores eran jóvenes, escogidos por su aptitud, su habilidad y su lealtad al Partido. Aunque exigían obediencia y una estricta autodisciplina, eran bondadosos, afectuosos, comprensivos y corteses.

Pero había una profesora a quien amaba más que a nadie –nuestra profesora de música. Delicada, menuda, siempre sonriente, vestida con elegancia; su rubio cabello ondeado enmarcaba un agradable rostro oval. Pero sus ojos eran su principal atractivo –grandes ojos azules, de mirar sincero, firme pero bondadoso y comprensivo.

Una tarde, después de varias semanas de haber estado en la escuela, descubrí por primera vez que la señorita Walde era extraordinaria. Habíamos tenido un día difícil, con muchos exámenes. Se había probado nuestra resistencia, como sucedía a menudo, hasta el límite mismo. Nuestra última prueba había sido planeada para llevarse a cabo en el aula de música, y hacia allí marchamos, sintiéndonos agotadas y nerviosas. Mis compañeras me incitaron a que fuera la primera en rendir la prueba oral. Acepté, y me dirigí sonriendo con una mueca hacia el gran piano. El sol de la tarde se derramaba a través de las ventanas y salpicaba de oro a mi profesora, al instrumento y a la mullida alfombra oriental que yacía en el piso. El aula, revestida con paneles oscuros, parecía polvorienta y calurosa. La profesora me pidió que le cantara una pieza folclórica alemana que habíamos aprendido hacía algunos días. Yo había supuesto que me pediría alguna cosa difícil, y su sencilla exigencia me turbó completamente. Me llevé las manos a la cara y estallé en lágrimas. Antes de que pudiera reaccionar para componerme, todo el grupo de alumnas sollozaba conmigo. Nadie sabía lo que ocurriría al instante siguiente.

Sorprendida, la profesora giró en el banquillo del piano. Sonrió amigablemente. Luego, del bolsillo de su vestido, sacó un pañuelo blanquísimo y me lo alcanzó. Sumamente incómoda por mi conducta, sequé mis lágrimas. Aunque había buscado mi pañuelo, no pude dar con él.

Cuando nos compusimos, ella se puso de pie y rio con dulzura. Entonces, dijo:

–¡Pueden retirarse! Vayan a caminar, hagan lo que quieran y vuelvan a tiempo para la cena.

–Pero ¿y nuestra prueba de música? –pregunté tartamudeando–. ¿Hemos fracasado todas?

–Oh, no –respondió con aire confiado–. Pasaron todas. Ahora vayan y relájense. Otro día continuaremos con las pruebas.

Gritando Dankeschön [gracias], salimos a escape del aula para caminar en la tarde soleada. Me separé del grupo y fui a mi rincón favorito. Era un banco blanco situado entre grandes plantas de lilas. Aunque estas no estaban florecidas, me agradaba ese lugar porque se hallaba oculto y lo consideraba como algo íntimo.

Siempre que necesitaba estar a solas con mis sueños o mis problemas, iba a “mi” banco. Tratando de poner orden en mis revueltos y confundidos pensamientos, eché una mirada al finísimo pañuelo blanco que aún apresaba en mi mano tensa y recordé la última hora en el aula de música. ¡Qué profesora! ¡Qué buena y noble había sido! ¡Qué comprensiva y generosa! ¿Cómo haría para mostrarle mi gratitud? Yo sabía lo que me diría.

“Hansi –me llamaría por mi apodo–, sé pura y limpia, y pon tu vida al servicio de los demás, de nuestro Reich y del Führer; esa será una recompensa más que suficiente para mí, como profesora tuya”.

Sí, yo haría lo que ella esperaba de mí. Trataría de ser como ella, firme y delicada. Sus ojos azules me fascinaban. Tenía la impresión de haber visto esos mismos ojos antes de haber venido a Praga. ¿Dónde? Y eran ojos que yo amaba y respetaba. ¿Dónde los había visto antes?

A medida que pasaba el tiempo, se desarrolló entre nosotras una silenciosa amistad. Ella no podía manifestar preferencia por ninguna alumna –hubiera sido incorrecto–, pero ambas sentíamos que éramos la una para la otra. Yo estudiaba mucho para cada materia, pero estudiar música con ella era un privilegio, no una carga. Me abría un mundo nuevo. Con boletos gratuitos que me consiguió, pude asistir a conciertos y óperas. Me prestaba sus libros. Me ayudaba en mi comportamiento en el escenario cuando debía cantar solos. Me enseñó los rudimentos de la dirección coral. Sus ojos azules aprobaban, rechazaban, animaban y estimulaban. Pero había una duda en mi mente, que cada día me dejaba más perpleja.

Entre otras materias, diariamente dedicábamos un período al “estudio del semitismo”, que enseñaba un joven oficial SS, incapacitado en el frente de batalla. Todos los días, martillaba sobre nuestras mentes con la historia de los judíos según la versión del Partido Nazi. Se valía del periódico antisemita Der Stürmer; del libro de Hitler, Mi lucha; y aun de la Biblia, para construir sus argumentos contra los judíos, afirmando que el destino de ese pueblo era la extinción.

Yo escuchaba con muchísima atención, mientras en mi corazón rugía la batalla. Había sido enseñada en la Biblia, en la oración y en la fe en Jesucristo. Nunca había oído que alguien pusiera en tela de juicio esas cosas. Ahora, al oír las razones convincentes de ese profesor, estaba confundida. Algo estaba errado en él o en mí. Me sentía intranquila e incómoda cuando trataba de pensar en ese asunto. La señorita Walde notó el estado en que me hallaba y levantó sus cejas en silenciosa interrogación. Yo moví la cabeza negando; no podía hablarle de eso. Me resultaba tan doloroso que no iba a abrirle mi corazón para que viera la tormenta interior.

A la noche me acosté apenada y, desde mi cama, observé las estrellas por la ventana. Esa había sido mi diversión favorita, cuando mis compañeras de pieza me rogaban que les cantara cada noche. Nos ayudaba a dormirnos más tranquilas, y quizás a dormir la noche entera. Con frecuencia debíamos levantarnos cuando sonaban las sirenas de alarma contra ataques aéreos. Era parte de nuestra vida.

Yo acostumbraba orar antes de ir a dormir. Mi madre me había enseñado que orar es como hablar con Jesús. Pero Jesús de Nazaret había sido judío, y el pueblo judío estaba condenado. ¿Por qué el Hijo del Dios eterno tuvo que ser judío si esa gente era tan mala? ¿No mostraba eso poco juicio de parte de Dios? Siendo Dios omnisapiente, ¿no vio que eso estaba errado? ¿Podía un moderno estudiante nazi orar todavía a ese judío, Jesús, sin violar nuestro código de vida?

Comencé a adelgazar. La comida no era abundante y estaba racionada. Pero aun escasa, no me sabía bien, y muchas veces les daba parte de la ración a mis hambrientas compañeras de cuarto. A menudo podía sentir posados sobre mí los escrutadores ojos azules de mi profesora de música, pero no me atrevía a mirarla.

Una tarde en que disponía de unos pocos minutos libres, fui hasta mi rincón favorito. Cuando llegué al banco, encontré allí a mi profesora. Se la veía más seria, y su sonrisa ocultaba una pena. ¡Todas sabíamos por qué!

Estaba comprometida con un oficial SS. Había visto su fotografía varias veces en la habitación de ella. Era un hombre alto, elegante, de ojos brillantes, cabello rubio ondulado y enigmática sonrisa. Había estado apostado en Praga varios meses, pero debió partir hacia el frente ruso. La señorita Walde esperaba una carta, y todas la esperábamos con las mismas ansias de ella.

Su eficiencia y buen trato eran los de siempre, pero sabíamos que había lágrimas ocultas detrás de su sonrisa y su autocontrol.

Me senté a su lado y miré las nubes, que eran barridas por el viento. No habló. Esperaba que comenzara yo. La miré y dije con vacilación:

–Señorita Walde, quisiera hacerle una pregunta insólita. Espero que no le moleste.

Asintió, de modo que continué:

–¿Le parece que una joven alemana puede ser una buena nazi y aún orar como se hacía en los viejos tiempos?

–María Ana –respondió–, aprecio tu pregunta. Me muestra que estás sumamente interesada en hacer lo correcto. Pero hay dos caminos ante nosotros. El camino antiguo es el de nuestros padres, que viven según su saber anticuado, y vivirán así hasta que mueran. Pero Hitler ha sido llamado por la Providencia para mostrarnos a los jóvenes un camino mejor y más científico. La juventud germana tiene una vocación, un deber que cumplir para el Ser Supremo y para Hitler.

Hablaba en un tono tan persuasivo que hacía compartir sus convicciones. Yo sabía que creía en lo que decía, y si creía en la nueva religión era suficiente para mí. Sí, ella creía también en Dios, pero en una divinidad distinta, sin la mácula del judaísmo.

–Pero ¿qué pensar de la oración? –pregunté.

Sonrió nuevamente y prometió darme un librito para que lo leyera. Me dijo que allí encontraría la explicación de todo.

El título del libro era Extraviado entre dos mundos. Contenía la historia de la vida del autor, un escritor nazi bien conocido. Esa noche comencé a leerlo. Su estilo me encantó de entrada, y apenas podía disciplinarme para dejar de leer y tomar parte en las actividades de la noche.

Lo que más me interesó fue el capítulo sobre la oración. Cuando el autor era muchacho, había resuelto poner a prueba a Dios. Como su madre le había enseñado a orar por protección, cierta mañana audazmente decidió no orar, para ver qué sucedía. Tal como lo esperaba, el día transcurrió sin ninguna tragedia, y así también el siguiente. Después de unos días, abandonó la oración por los alimentos. Luego el autor exhortaba al lector a realizar el mismo experimento y comprobar a dónde iba a parar la obsoleta e infantil oración.

Al día siguiente, hice la prueba, ¡y resultó! Intenté otra vez el segundo día. No sucedió nada. El libro tenía razón. Yo era grande y lo suficientemente fuerte para cuidarme sola. Eso le venía bien a mi espíritu independiente y arrogante. El desaliento me abandonó.

Lo único que me molestaba era pensar en mi madre. Podía recordarla en la estación cuando, con ojos suplicantes, la oí decir: “Marichen, no te olvides de Jesús”.

Mi madre nunca entendería mi nuevo estilo de vida; había sido formada en el molde de sus antiguas creencias. Por mi padre no me preocupaba. Nunca me habían interesado sus conceptos religiosos; más bien, me habían rebelado. Pero no deseaba echar a mi madre en el olvido y, sin embargo, allí estaba un mundo de hechura nueva, una nueva ideología para la juventud; la gente vieja con sus ideas chapadas a la antigua debía quedar a un lado.

Leí vez tras vez aquel libro. Lo guardaba junto a mi cama y aprendí párrafos enteros de memoria. Lo presté a otros jóvenes y lo cité en la correspondencia con mis amistades. Ese libro me había mostrado una nueva forma de vida. Significaba triunfo, honor, fama, orgullo nacional. Mi última resistencia había caído. Había cambiado los dioses. Puse mi encendido corazón y mi vida sobre el altar de mi país –para Hitler.

También yo había andado errante entre dos mundos. Uno era el mundo de mi madre; el otro, el de mi profesora. Ambas mujeres tenían los mismos ojos, el mismo corazón bondadoso, la misma alma grande, y las amaba a las dos. Pero los ojos de mi madre hablaban de resignación, paciencia, humildad, mientras que los de mi profesora centelleaban con el orgullo nazi. El segundo camino me parecía mejor. Lo elegí y me entregué a él con todo mi corazón. Confiaba, creía y avanzaba. Hitler se había convertido en nuestro dios, y lo adorábamos. La guerra de Hitler arreciaba, y sus jóvenes estábamos listos para morir. Solo tenía que ordenarlo.