Memorias de otro tiempo

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Memorias de otro tiempo
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MEMORIAS
DE OTRO TIEMPO

UNA FORMA DE SENTIR PASADA DE MODA

MEMORIAS
DE OTRO TIEMPO
UNA FORMA DE SENTIR PASADA DE MODA

MARÍA EUGENIA CHAGRA


Chagra, María EugeniaMemorias de otro tiempo : una forma de sentir pasada de moda / María Eugenia Chagra. - 2a ed - Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2021.Libro digital, EPUB . - (Quena ; 1)Archivo Digital: online978-950-851-110-21. Literatura Argentina. 2. Memorias. 3. Novelas Biográficas. I. Título.CDD 808.883

© 2021, por BTU (BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS)

Colección Quena, vol. 1

1a. ed.: 1995, bajo el título Retazos de memoria (Col. La torre de marfil)

Dibujo de tapa: Martín Aibar

Arte de tapa de la colección

y adaptación para cada título: Carolina Ísola

Domicilio editorial: Los Júncaros 350 - Tres Cerritos - 4400 Salta

Teléfono: (+54) 387 4450231

Depósito Ley 11.723

ISBN: 978-950-851-110-2

Todos los derechos reservados.

Digitalización: Proyecto451

Índice de contenidos

1  Portada

2  Comienzo de lectura

A mis hijos

Vicente, Federico, María Eugenia,

estos retazos de memoria.

Con Amor.

Al grupo de mujeres que conforman la Biblioteca de Textos Universitarios, el placer compartido por las palabras entretejidas en mi texto.

Tenía mucha necesidad de escribir.

De poner en el papel mil ideas que bullen diariamente en mi cabeza acerca de distintos temas.

Pero todo se enredaba con mis recuerdos. Necesitaba sacarlos.

Extraer de mí un sinfín de sensaciones, imágenes, sentimientos que atropellaban cada vez que comenzaba una página. Y me di cuenta de que mientras no lo hiciera no podría ordenar lo demás.

En este momento de mi vida y de mi historia, ensamblada con la historia de una generación muy particular, el deseo de decir ciertas cosas fue más poderoso que cualquier otro propósito.

Y aquí está, sin remedio y sin más titubeos, este montón de recuerdos, que pretenden decir mucho más que la anécdota, que pretenden reivindicar una forma de sentir pasada de moda, los ideales, la lucha común, los afectos como sostén de la vida, los amigos (esa forma de relación tan fundamental para nosotros, los de los sesenta, setenta, que nos ayudó a sobrevivir y que parece dejada de lado en un mundo veloz y cambiante), que pretende saldar más de una deuda, con las creencias, con los objetivos incumplidos, con los compañeros de lucha, con los muertos. Es casi una forma de pedir perdón, por lo que no pude, por lo que no supe, por lo que no hice, lo que abandoné.

Está escrito desde el afecto. Puede ser chocante. Incómodo. Inadecuado. Mas nunca dudé en darlo a luz. No es para mí, es para todos los que quiero. Por eso lo entrego.

Los chicos dicen: Ya fue. Así de simple. Ya fue.

MI VIDA

Ya fue

MI TIEMPO

Ya fue

Los amigos, la copa de vino, la discusión, el encuentro.

Las ideas, la pasión, el soñar, el creer, el LUCHAR.

Las noches, el calor y las palabras, la caminata compartida, la casa del amigo.

Las ideologías, las manos juntas, el venceremos.

Los otros, la solidaridad, el mundo para todos, la UTOPÍA.

Ya fue

Y fue mi mundo, mi juventud, mis ganas, mi tiempo.

Ese tiempo que con nostalgia, la mía, la nuestra, hoy recuerdo. Sentada frente al papel, con un cigarrillo en la mano, con una copa y «nuestra» música.

Con mis fantasmas y

CON AMOR

A MIS AMIGOS

A LOS QUE DEBIERON PARTIR

A LOS QUE MURIERON

A LOS QUE POR SUERTE TENGO A MI LADO

Por eso y a pesar de TODO

CON AMOR A LA VIDA.

Uno de mis primeros recuerdos me devuelve mi imagen pequeña, muy pequeña, cuatro o cinco años, suplicando anhelante a un Dios omnipotente (ya habitaba mi vida, justo juez y temible censor) me permitiera alcanzar la estatura suficiente, que me permitiera alcanzar el alto picaporte de la puerta, que me permitiría alcanzar el paraíso y la libertad.

Viví toda mi infancia y mi adolescencia en una de esas viejas casas de anchas paredes de adobe, techos altísimos, pesadas puertas de doble hoja. Todo muy grande, muy alto, muy inalcanzable.

Llegar al picaporte significaba acceder al paraíso. Deambular por una casa de puertas abiertas a los secretos y misterios familiares. No más la tercera excluida. No depender. No encontrarme ante una muralla infranqueable, prisionera y expulsada.

Hoy sigo deseando alcanzar la estatura adecuada para alcanzar el picaporte de quién sabe qué puerta, que me permita acceder a la libertad. Nada más que ya no puedo pedírselo a nadie, libre prisionera de la soledad infinita de saberme pequeña, humana, mortal, sola de dioses y magias. Y saber que tras ninguna puerta encontraré el paraíso, pues el paraíso quedó atrapado en mis sueños de infancia, y la libertad es tan solo un anhelo, que en combate con mi racionalidad me resisto a perder.

Llegué cuando ya nadie me esperaba y el cartón estaba lleno.

Papá, mamá, abuelita, tía soltera, hermanita, hermanito.

Quién me manda hacer acto de presencia después de una punta de años en una familia totalmente constituida.

Es así que desde el principio anduve de la seca a la meca buscándome un lugar, lo que me hizo una experta para la lucha futura.

Porque ¿dónde mejor para aprender a compartir, y sobre todo competir, que en el cálido seno familiar?

Quien no tuvo hermanos no sabe de la dicha inmensa de ser uno más. Y si te toca en suerte ser la menor de una hermosa y seductora hermana y de un recio varón, pues a reforzar las estrategias y los argumentos.

Mi hermana me despertaba admiración y mi hermano un cierto temor. Eran tan grandes y sabelotodos. Me recuerdo siempre siguiendo sus pasos, espiando sus juegos, feliz pequeñuela si era aceptada en algún lugar cerca de sus vidas.

Mas gracias a ellos a veces yo zafaba de ciertas restricciones y gozaba de una libertad que no conocieran. Ellos abrieron el camino y me libertaron. Se los debo.

Hoy ya despojada de rabia por lo que creía que me quitaban (sin culpa alguna) miro atrás, y rescato la ternura, comprendo las distancias, acepto las diferencias y saltando el abismo de nuestros disímiles rumbos me reencuentro conmigo, con ellos, y me veo, los veo, pequeños, indefensos, asustados por los mismos fantasmas de un mismo pasado.

Me mecieron sus historias de tierras lejanas y sus cuentos de las Mil y una noches.

Me acunaron antes de dormir poblando mis sueños de gentes, de pueblos, de mares desconocidos.

Me impregnaron de una dulce nostalgia por el mundo en el que ella había nacido y al que yo quise volver.

Era hermosa, alta, erguida. Su rostro de pómulos marcados y suavidad de aceituna podía reflejar la más tierna complicidad, la dureza de la fuerza y el aguante o el dolor más hondo, como el que me atravesó el alma al verla mirar a su hija muerta demasiado pronto.

Sus ojos eran enormes, celestes, y a veces, sentada en su sillón de mimbre, en el patio de la casa, entre macetas de malvones y claveles, parecían perderse en la distancia mientras tarareaba quedamente una melodía (¿o un lamento?) extraña, distante.

Y yo me iba con ella, transida de melancolía, a una casa de paredes blancas, a su perro, sus hermanos menores y sus padres que no conocería. Y navegaba sus tiernos quince años en la tercera de un barco, atravesando el océano hacia un destino nuevo y prometedor… Y bajamos en un puerto de Francia y sentimos las risas burlonas de un grupo de jóvenes por ser inmigrantes —silencio, vergüenza, pobreza, vestidos raídos—.

Hice ese viaje mil veces en mi fantasía acompañada por sus palabras mal pronunciadas, intercaladas de un árabe que el tiempo borraba, mientras comía los higos con nueces que a la usanza de su gente ella me solía preparar.

Murió pequeña y agachada, el tiempo encogió sus hombros y su estatura de reina, pero sus ojos y sus mejillas conservaron hasta el final, la frescura de sus tiernos, temerosos, expectantes quince años de riesgo y aventura que también me legó.

Y como ocurrió a tantos, mi herencia se abultó con la nostalgia y el ansia de aventura, con esa melancolía tan nuestra —mirada puesta en horizontes lejanos, deseados—, y una enorme necesidad de raíces.

Cuántos de nosotros tuvimos un abuelo, una abuela, sentados en un sillón de mimbre entre las macetas del patio de la casa, contando historias del otro lado del mar. Cuántos de nosotros soñamos con regresar a esas tierras a recoger algo de nuestros orígenes y a cumplir con el sueño irrealizado de ellos de retornar.

Mi abuela, nuestros abuelos. Nuestra tierra, la de ellos. Un poco acá, un poco allá.

Mi madre es como tantas madres de aquella generación, humilde, trabajadora, sufriente, postergada. Su vida repartida entre sus hijos y Dios. Mujeres sometidas a una sociedad siniestra que les cortó las alas… y los sueños. Fregando y cocinando de la mañana a la noche, esperando que sus hijos vivieran lo que no tuvieron, lo que no pudieron.

 

Me rebela el silencio en que se condenaron.

La culpa interminable en que se sumergieron.

El servilismo atroz en que se ocultaron.

Mi madre. Sus pasos silenciosos a la madrugada iniciando sus labores. Sus manos agrietadas entre el agua y el jabón de la ropa, de los platos, del estropajo. Su mirada celeste enredada entre la tela y el hilo. Su voz sofocada ante los dictados de su madre, sus hermanos, su marido.

Pero mi madre, sus manos, música celestial en las teclas de su piano, sus pasos alegres y ágiles en un paso de baile, su voz, dulce canción en la letra de algún tango, sus dedos, magia sublime en un encaje bordado.

Lo que fuiste, lo que pudiste ser. Lo que me diste, lo que no pudiste dar. Tu sufrimiento, tu alegría. Tu virtud, mi REBELDÍA.

Madre querida, y tantas veces rechazada. Te debo muchas cosas, pero lo que más, sin duda, es mi rabia por tu sometimiento, que me hizo consciente y me indicó el camino para pelear mi lugar y mi respeto, que me hizo saber de mi valor en la vida, por ser mujer, por ser única, por querer mi libertad, por no reconocer ningún amo, por reivindicar mi espacio y el que no tuviste, y el de todas las mujeres que habitan en nosotras.

Te amo madre, pequeña figura, mirada celeste. Te amo, te comprendo, te agradezco, te perdono, te rescato, te sé y te valoro. Te amo madre. Suerte que no es tarde para que lo sepas.

Entonces se usaban los padres de ceño fruncido, de mirada adusta, de modales hoscos.

Entonces se usaba el silencio, la autoridad in­discutida, ni el esbozo del más mínimo sentimiento.

Entonces nos condenaban a guardar distancia y se condenaban a una soledad irreparable.

Mi padre era así.

Descubrir su naturaleza amable, tierna, generosa, era difícil tarea. Se hacía necesario atravesar una muralla de prejuicios y temores. Mas yo logré superarlos en los largos viajes que emprendíamos por toda la provincia, él vendiendo los mil artículos que abarrotaban la rastrojera con tanto trabajo adquirida, o el enorme y antiguo Dodge bordó y gris que como él, era diferente. Yo, acompañante silenciosa deseosa de sus palabras retaceadas, contándome alguna historia del lugar o describiendo algún árbol o animal que cruzáramos por el camino.

Mi padre, criticado y marginado por los parientes ilustres, que nunca se percataron de su sabiduría honesta, nacida del amor, simplemente.

Mi padre, los cajones de tomates y pimientos colorados, los enormes jamones que colgaba en la despensa, las frutillas jugosas, únicas, que traía desde el campo, para deleite de todos, en especial de mi abuela (la madre de mi madre), para quien elegía los mejores bocados.

Mi padre, los infinitos libros que leía por las noches (enseñándome a amarlos), cuando su interminable labor le dejaba algún descanso.

Mi padre, sus discos de música clásica, torpe hombre apaciguado por Mozart o Beethoven.

Mi padre que me mostró en silencio la verdadera generosidad y el amor sin condiciones, sin declamaciones, sin ademanes teatrales.

Mi padre querido, enorme hombre de mirada verde y de piel morena, de voz contundente e inacabable ternura.

Se fue demasiado pronto. Lo necesité, lo añoré desde entonces.

Nos hizo falta más tiempo… Pero se fue, cansado por una vida difícil que no le dio oportunidad de manifestarse sin miedos. Como tantos padres de entonces, obligados a ser duros.

Nos corría infructuosamente un gordo guardia de seguridad del gran hospital provincial, enclavado al pie del cerro. Corríamos desesperadamente todo lo que daban nuestras flacas y cortas piernas infantiles. Al llegar a la ladera del cerro trepábamos por las lajas destrozándonos codos, manos y rodillas. Pero allí le sería imposible al esforzado guardia atraparnos. Ese día nuestras más locas fantasías se hicieron realidad, cuando el pobre hombre que tantas veces nos había advertido que no debíamos jugar en el amplio estacionamiento ni en las adya­cen­cias del nosocomio, nos pescó en plena ascensión por la escalerilla del altísimo tanque de agua.

Yo me encontraba a mitad de camino cuando lo vi venir a la distancia, y mis piernas que ya temblaban suficiente por el miedo del ascenso, empezaron a aplaudirme. No se cómo logré bajar, solo recuerdo que en algún momento pegué un salto impresionante y sin más trámites eché a correr. Para cuando logré sentirme a salvo, ya casi no respiraba por el esfuerzo y la emoción. Pero quién podía quitarnos el sabor de la aventura. La loca circunstancia de una persecución verdadera. La violenta sensación de peligro.

Jugar en los sitios prohibidos. Soñar con aventuras riesgosas. Investigar misterios. Descubrir todo lugar que pareciera inaccesible. Qué más podía pedir nuestra infancia aventurera y soñadora.

Por supuesto teníamos juegos más inocentes y pacíficos, como por ejemplo, rescatar cuanto trapo inservible había en la casa, cuanto cacharro descartado y sepultado en la piecita del fondo, robar algo de la despensa en el silencio de la siesta y con todos los tesoros rejuntados armar una tienda en algún rincón del patio, lo cual podía hacernos pasar una tarde inagotable. Quizás cuando termináramos de armarla ya ni quedaba tiempo de jugar a la tendera y había que comenzar a desmantelarla y guardar todo, para no sufrir los sermones maternos por el revoltijo, pero igual las expectativas ya estaban am­pliamente satisfechas.

Tomar subrepticiamente los tacos altos de mi tía cuando ella se ausentaba y combinarlos con los vestidos desechados de mi madre, pintarrajearnos la cara hasta después tener que enrojecernos para sacar el maquillaje (que nunca se borraba del todo), y entonces presumir de los más diversos personajes, taconeando y cotorreando por toda la casa e inventando nutridos guiones que respetábamos en todos sus detalles, nos hacía ingresar al mundo de los mayores y sin saberlo desprendernos un poco del peso de la vida que no entendíamos tanto.

Lograr ser incluidas por los varones en sus juegos de indios y cow boys, imitando alguna película que pasaran el domingo anterior, y donde las chicas podíamos tener algún papel (aunque nunca pro­tagónico), eso era la gloria, aunque a mí, como la más pequeña, siempre me tocaba ser la chica del bar (que entonces solo atendía el mostrador, más no entraba en las películas que veíamos, ni en nuestra imaginación), que solo servía repetidamente los tragos y ni siquiera tenía un mínimo bocadillo para decir.

Pero creo que mis más amados juegos tuvieron lugar en el parque a unas cuadras de mi casa, cuando con mi querida amiga Lía nos introducíamos en alguno de los muchos libros de aventuras y nos apropiábamos de sus personajes, previa selección de los actores. Para ser merecedor de los papeles principales era imprescindible pasar ciertas pruebas, a saber: subir a cierta altura del pino más alto, pasar arrastrándose bajo el pequeño puentecito que abrigaba a su sombra cuanta lata desechada, vidrios y algún batracio de mirada hipnotizante que, entre nos, me aterrorizaba. Por supuesto las protagonistas resultábamos siempre ser nosotras, que conocíamos todas las pruebas al dedillo, los invitados especiales tenían que esperar a mejor ocasión.

Luego la bicicleta, ese tesoro esperado tanto tiempo. Entonces no era cuestión de desearla y de tenerla, había que hacer mucho mérito. La mía me la regaló mi padre un fin de año, la hizo armar con piezas descartadas de otras bicicletas viejas. Era grande, roja, brillante. Lo amé más, no por el regalo, sino por el sacrificio que sabía esto representaba para él. La bicicleta me hizo vivir mil aventuras, ahora podía desplazarme por lugares insospechados, hacer pasadas a algún chico que me gustara, presumir…, soñar.

Estos y otros parecidos, eran los juegos de mi infancia. Ni TV, ni videojuegos, ni realidad virtual (cosas que me asustan muchísimo). Mucha imaginación, muchos amigos. Crear y compartir.

Posiblemente nuestros niños sean más inteligentes, adecuados por supuesto a un mundo que necesita de individualidades. Ya aprendí que no es mejor ni peor, que cada tiempo tiene su encanto, que produce según sus necesidades. Pero cuando veo niños corriendo por la plaza, o niñas conversando con una muñeca en el regazo, abstraídas del resto del universo, me alegro, me emociono, porque sé que están disfrutando de un momento mágico, en medio de la terrible soledad de ser niños.

Y me recuerdan a mí, a mis amigos, a las aventuras de entonces, a mis sueños, mis anhelos, y se me borran los dolores, y recupero las ganas de entre esos juegos de infancia.

Siempre quedaba detenida en el que volcaba o en aquel que quedaba dando locas vueltas atrapado en un torbellino voraz. Me dolía el corazón verlo caer, ver su débil proa sucumbir lenta e implacablemente al agua barrosa que lo penetraba, mientras los demás continuaban la odisea de atravesar correntadas o esquivar una piedra hasta llegar a la esquina, donde la bocatormenta los tragaba si no llegábamos a tiempo para salvarlos y empezar la aventura nuevamente, infinitamente, hasta que el agua acumulada de la lluvia bajaba secando la calle después de la tormenta.

Me veo seria y compuesta protagonista de un momento entonces trascendente, con mi pequeño tapa­dito rojo, el sombrero beige adornado con cinta de terciopelo y encasquetado hasta las orejas, guantes en las manos entrelazadas, zoquetes y zapatitos con pulsera, parada al lado de mis padres y mis hermanos en la banca de la iglesia de mi barrio, honesta familia de clase media trabajadora vestida de domingo, con la ropa que abnegadamente cosía mi madre en su ruidosa Singer, tesoro familiar que nos proveía de todos nuestros atuendos y por supuesto de un conjunto de salida para invierno y otro para verano.

Eran importantes los domingos.

Tenían algo de sagrado y de profano.

De ceremonia y de juego. De alegre inquietud y de tristeza.

Empezaban temprano a la mañana con la misa, después seguramente el recorrido por la plaza, típico paseo provinciano. Una vuelta para un lado, la siguiente para el otro, para posibilitar los encuentros, los saludos. En la esquina fisgoneábamos a los señores de la aristocracia provinciana que ingresaban a la confitería colonial de amplios ventanales, vedada para nosotros, que en las buenas épocas íbamos a la otra, la familiar, donde mi padre nos convidaba con un chocolate o un refresco.

Yo lo vivía como un gran ritual que se desarrollaba por actos preestablecidos, compenetrada en el rol familiar y dominguero. Todo era una cosa muy seria.

Al volver a casa, a cambiarse la ropa. Otra etapa del domingo. El trajín del almuerzo, la mesa grande con el mantel a cuadros, y mientras mi madre iba y venía con los platos en medio de nuestras risas y peleas, mi padre hacía sonar a todo volumen en un gran armatoste, un disco de pasta con la Polonesa de Chopin. Me golpeaba el pecho. A veces hoy todavía la siento golpear, cuando recuerdo los domingos tratando de descubrir si me gustaban. Esa ambivalencia nunca definida por la familia reunida en el descanso.

Después del almuerzo la siesta se deslizaba en juegos soñolientos y melancólicos con olor a naranja y mandarina.

Algunas veces nos premiaba la aventura de la vuelta completa en colectivo. El alborozo de recorrer calles distintas en un paseo que parecía interminable.

La felicidad era completa si al colectivo lo reemplazaba el mateo, el paseo alrededor de la plaza y por la gran avenida que desembocaba en el cerro. Al trote del caballo enjaezado que con sus cam­pa­nitas marcaba rítmicamente nuestro paso, nos sentíamos por un momento regios personajes de algún cuento fantástico, mirando desde la altura de la carroza el mundo empequeñecido.

Después, el lento correr de la tarde hacia un crepúsculo cansado y quedo y a preparar las cosas para el temido lunes.

El guardapolvos almidonado. La cobartera repleta de útiles. Los zapatos bien lustrados y una sensación de opresión en el estómago.

Un plato de sopa y a la cama.

Crecí con el olor a incienso, el agua bendita mojando la punta de mis dedos, la misa de los domingos, la Semana Santa, el Vía Crucis, la procesión del Milagro.

Crecí entre el cielo y el infierno, la culpa y el perdón.

Crecí con el miedo y la angustia del pecado y la alegría ominosa de la redención.

Crecí con la religión a cuestas. Para bien y para mal.

Se mezclan mis recuerdos… Mixtura de sensaciones opresivas y gloriosas. De pensamientos sagrados y profanos.

Las misas domingueras que aún con su tono ceremonial tenían algo de festivo y aquellas otras que me aplastaban el pecho, confusión de reverencia y rebeldía, de SOY CULPABLE DIOS MÍO PERDÓNAME, y quiero huir de este mundo de altares cubiertos de paños violetas, sonido de roncas matracas, semios­curidad de titilantes velas y consabido olor a incienso.

 

La alegría del vestido blanco de primera comunión, pequeña y altiva reina y el corazón angustiado por la terrible responsabilidad de la pureza.

Cómo evitar hasta el mínimo mal pensamiento, cómo evitar el pecado si todo lo era. Mientras las enseñanzas recibidas durante tanto tiempo exigían a mi alma compungida la blancura inmaculada, mi humana debilidad infantil me jugaba malas pasadas: insultaba mentalmente a mi hermana, me solazaba sintiéndome más bella que pura en mi blanco traje, ideaba pequeñas maldades que me torturaban.

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