El arte del error

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El arte del error
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© Jorge Ochoa

MARÍA NEGRONI

Nacida en Argentina, ha publicado numerosos libros, entre ellos: El viaje de la noche (Lumen), Arte y Fuga (Pre-Textos), Buenos Aires Tour (Turner), Elegía Joseph Cornell (Caja Negra), Interludio en Berlín (Pre-Textos), Museo Negro (Grupo Editorial Norma), Galería Fantástica (Siglo xxi), Pequeño Mundo Ilustrado (Caja Negra), Cartas Extraordinarias (Alfaguara), La noche tiene mil ojos (Caja Negra), El sueño de Úrsula (Seix-Barral) y La Anunciación (Seix-Barral).

Ha traducido a Louise Labé, Valentine Penrose, Georges Bataille, H.D., Charles Simic, Bernard Noël y Emily Dickinson. Obtuvo los siguientes reconocimientos: Guggenheim, PEN American Club Nueva York, Fundación Octavio Paz, New York Foundation for the Arts, Civitella Ranieri, Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI y Konex Platino en Poesía 2014. Ha sido traducida al inglés, francés, italiano y sueco.

Actualmente dirige la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero en Buenos Aires.

Primera edición: abril 2016

© María Negroni, 2016

© Vaso Roto Ediciones, 2016

ESPAÑA

C/ Alcalá 85, 7º izda.

28009 Madrid

MÉXICO

Humberto Lobo 512 L 301, Col. Del Valle

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vasoroto@vasoroto.com

www.vasoroto.com

Diseño de colección: Josep Bagà

Dibujo de cubierta (rústica): Víctor Ramírez

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Impreso en Madrid

Imprenta: Kadmos

ISBN: 978-84-16193-43-1 (tapa dura)

eISBN: 978-84-12348-73-6

Depósito legal: M-853-2016

ISBN: 978-84-16193-42-4 (rústica)

Depósito legal: M-854-2016

BIC: DNF

María Negroni

El arte del error


Índice

Prólogo

Arthur Rimbaud. La invención del desierto

Los instrumentos filosóficos de Julia Margaret Cameron

La enciclopedia mágica de Walter Benjamin

H.A. Murena. El error de escribir

Xul Solar. El viajero prodigioso

Los sepulcros animados de Étienne-Gaspard Robert

Emily Dickinson. La miniatura incandescente

Bruno Schulz. Madurar hacia la infancia

Comentarios iluminados. Juan Gelman sobre Teresa de Jesús

Robert Walser y el delicado arte de la ineptitud

Yves Bonnefoy. Una épica de la luz

Los sueños errados de Steven Millhauser

«Esta música que se me bifurca». La poesía de Juan Carlos Bustriazo Ortiz

La pasión omnívora de los hermanos Quay

Música nómade: La traducción en siete verbos

La folie Edward Gorey

Art is a form of consciousness.

SUSAN SONTAG

Muy joven aposté la vida al error de escribir.

H. A. MURENA

Prólogo

Uno de los malentendidos más viejos en materia literaria (y que bien puede extenderse al campo entero del arte) es el que se empeña en clasificar las obras en categorías, géneros, escuelas, allí donde, en sentido estricto, no hay más que autores y artistas, es decir, aventuras espirituales, asaltos y expediciones dificilísimas que se dirigen –cuando valen la pena– a un núcleo imperioso y siempre elusivo.

No hay, quiero decir, razones válidas, ni siquiera lógicas, para esas nociones expandidas que equiparan novela con trama argumental, poesía con emoción y ensayo con pensamiento. Nos guste o no, el único paisaje que interesa, en los tres casos, es el lenguaje, allí donde quien escribe pone a prueba su voluntad de crear y donde mide (para desmentirlos o ampliarlos) los límites de su instrumento verbal, que son, también, como nos enseñó Wittgenstein, los de su propio mundo.

Así la escritura busca siempre lo mismo: rebelarse contra el automatismo y las petrificaciones del discurso, que cancelan el derecho a la duda, limitando a las criaturas el acceso a su propia inadecuación.

De ese modo y no de otro, produce estampas del desacomodo. Digamos que, en su construcción dubitativa, traza un atlas fugaz e invita al lector a perderse, como un amante sin certezas, en pos de su verdad más pulsional –que incluye los enigmas nerviosos de su cuerpo–, y así desarma, por un tiempo al menos, los decorados de la certidumbre.

Estoy hablando de un diagrama inestable, de un impulso que parte de una reivindicación poco común (la reivindicación de la ignorancia) y desde ahí cuestiona esa idea, en el fondo autoritaria, de eficacia que, desde el confort de una aparente inocencia estética, propone siempre una realidad sin fisuras.

A esta disposición, a esta aventura sigilosa de pensar más allá de la costra del uso –que es otro nombre de lo intrascendente– le debe la literatura su felicidad. ¿No es acaso el arte, el arte por excelencia de preguntar? Fabulosa tautología que prueba –si fuera necesario– que, allí donde se vuelve posible lo insólito y el hábito se agujerea, hay lugar para una conciencia más fina.

Realidad textual, entonces, no suma de peripecias ni anorexias de la reflexión disfrazadas de banalidades u obediencias a las modas del mercado, es decir, al campo de la oferta y la demanda. El arte empieza allí donde la trama, como diría el crítico argentino Miguel Dalmaroni, cede el puesto al trauma, «concentrándose, a un tiempo, en lo que es sin nombre y lo que se le escapa». O bien, lo que es igual: allí donde el lenguaje se vuelve falta de lenguaje y hace de esa falta una riqueza porque ¿dónde se podría buscar mejor un infinito que en la localización del vacío?

¿Tengo que agregar que las ideas son emociones de la inteligencia? ¿Que el pensamiento se parece siempre a una victoria fugitiva? ¿Que la poesía es una declinación del asombro? ¿Que, en la prosa que vale, la poesía sigue estando cerquísima de sí misma?

Los autores que me interesan –y que el lector hallará en estas páginas– conocen el peso y la urgencia de estas premisas. Por eso, tal vez, sus libros no figuran en las mesas más visibles de las librerías ni acceden siempre a los circuitos internacionales. Su música, sin embargo, no está sola: sale de un coro inquieto y ávidamente díscolo, que postula un viaje indefenso a zonas que aún no existen. Me refiero a esas zonas donde quien lee, llevado por un personaje principal –que es siempre la materia verbal–, buscará dejar de existir y aprender a ser. Y también, intentará perderse –igual que quien escribe– y disolver las capas y capas de petrificaciones que lo abruman como «realidad». A esto se refería, sin duda, Macedonio Fernández al afirmar que la del lector es la carrera literaria más difícil. Yo agregaría que allí donde el riesgo es más alto, también el sueño es más exquisito, más rica la desorientación que crea.

Como fuere, para esta estética hecha de astillas la experiencia literaria representa un modo radical de la libertad, una ontología que hace de la verdad conjetura y de la ambigüedad de la palabra una garantía contra lo unívoco.

Termino con una frase del poeta francés Bernard Noël: «Escribir es como abrazar un cuerpo que no se ve». Por eso, quizá, la palabra poética es transversal, anónima y desorientada. Por eso es también, inesperadamente, política y necesaria.

M. N.

Arthur Rimbaud. La invención del desierto

En agosto de 1880 Jean-Arthur Rimbaud tiene 26 años. Acaba de llegar a Adén, un pequeño puerto a orillas del Mar Rojo. Desde donde se hospeda –el Gran Hotel del Universo– puede ver Abyssinia. Lentas lunas siguen a lunas en las noches de piedra del desierto. Atrás quedó la poesía, ese otro país resquebrajado donde las palabras brillan a veces como antorchas heladas.

 

Rimbaud había escrito: «Siento horror de mi país», «Que vengan la marcha, la carga, el desierto, el tedio y la rabia», «No más palabras», «No más fe en la historia», «Voy a desenmascarar todos los misterios, a sepultar mi imaginación», «Regresaré con extremidades de hierro». La escritura, como siempre, premonitoria: también a él se le adelanta, le anuncia un destino que ya ha vivido, acaso, sin saberlo. Adén es sólo un nuevo punto de irradiación. Un recomienzo de ese movimiento intempestivo y centrífugo que impecablemente es su vida.

Tiene 26 años. Atrás (es un decir) quedaron la madre, Verlaine, los «pantanos de Occidente», Una temporada en el Infierno, ese libro que él llamó su Libro Negro y que es, en sí, una revuelta contra su época, mercenaria y espiritualmente derrotada. La confianza, delgadísima, está puesta ahora en la promesa del anonimato. «Exiliado –había escrito en Iluminaciones–, tengo un escenario donde representar obras geniales».

Administrador de circo, soldado, comerciante de café, fotógrafo, explorador, periodista: distintos modos de traficar con lo desconocido. Como Kavafis, con quien comparte por un breve período Alejandría, añora el Bar Adjam y, en esa urgencia, no vacila en cambiar de nombre, en usar incluso un sello que lo identifica como «siervo de Allah».

Entre Adén y Harar se extiende el abismo terrible y luminoso de Abyssinia. Once años allí. Una leyenda de silencio líquido atravesando el desierto que huye de las caravanas. A veces un syq, una fisura en la maison éternelle, una ranura de luz que desemboca en algún templo perdido. Entre esto y el poema no hay gran diferencia. ¿No vivimos, acaso, en el lenguaje, esa tierra lejana, extranjera?

Rimbaud pareciera invertir el dictum de que la poesía no comienza sino sobre las ruinas del mundo real. En las orillas incandescentes del Mar Rojo intenta vivir la excepción. Desmarcar la vida de «la regla», cuyo objetivo es siempre organizar la muerte de la excepción. Ser el niño que ve todo en su cabeza como un ciego. Allí resiste, se diría, la tentación de existir. Busca el absoluto de un fracaso. Ha ido tan lejos para estar en el mismo lugar. La huida, como siempre, tiene la forma de un círculo.

Cuando escribe Una temporada en el Infierno, dicen sus biógrafos, el poeta en él está muriendo. Pero esto no es verdad. No si lo que sigue se lee como una variación tonal y existencial de la misma travesía. El mismo barco ebrio para la misma ida constante hacia lo vertiginoso. La amputación es real pero se parece más a un peaje que a una muerte. Hay que volverse beduino para encontrar los teatros donde inventarse. Hay que inventar el desierto, como quien, más y más, a medida que avanza el tiempo, se posiciona en contra de todo lo existente. Desde el Gran Hotel del Universo, Rimbaud vuelve a soñar su viejo sueño obstinado: reestablecer el contacto con el origen, pegar el salto más allá del bien y del mal.

Tiene 26 años. Había escrito: «Yo es otro», «Tenía que viajar para distraerme de los maleficios que se juntaban en mi cabeza», «El infortunio era mi dios», «Escribí silencios, noches, anoté lo inexpresable», «Ah mi castillo, mi Sajonia, mi madera de abetos, estoy tan cansado».

Aquí, al menos, está lejos de los venenos estéticos de Europa, ese continente de comienzos abortados, donde se marea y vuelve siempre al abrazo frío de su madre. Aquí los hombres se le parecen: oscuros y tenaces, invaden la noche empujados por un amor implacable hacia la soledad y la ensoñación. Huida y luz se confunden. Las imágenes del desierto se mezclan con las del insomnio y la disentería, el rugido ensordecedor de los puertos con el tumulto de los shouks, la tormenta irreal con el marfil. Lentas lunas siguen a lunas en la blancura de una soledad así. «Luego –escribió–, cuando llegue el amanecer, armados de una paciencia en llamas, entraremos en ciudades espléndidas».

Rimbaud, el políglota, el hombre que quiere ir a todas partes, como Fausto, el que soñaba con cruzadas y viajes de descubrimiento, el joven de los pies alados, como lo llamó Verlaine, el experto en mutilaciones, el argonauta libre de caminar por su paraíso de la tristeza, ha llegado, al mismo tiempo que Conrad, al corazón de las tinieblas.

Una desolación monótona, interrumpida sólo por las zebras y la sed. Un desorden circular donde los minaretes de las mezquitas funcionan como faros. Un país mineral, erguido sobre el cráter de un volcán extinto. Eso es lo que ve desde el Gran Hotel del Universo: su propia imagen reflejada en el espejo embrujado del tiempo.

Un territorio como este, claro está, no es geográfico, carece de norte y sur (o tiene norte y sur simultáneamente). Está adentro, podríamos decir, desde tiempos inmemoriales, tergiversando las coordenadas, como un bosque petrificado, a la espera de ese discurso que venga a conmemorar su propio origen inaccesible. No debe asombrar, por eso, que en el libro Parque Lezama del argentino Néstor Perlongher haya un poema titulado «Abisinia Exibar». El título tiene un asterisco que remite a esta frase: «Abisinia Exibar: Marca de polvos usada por Lezama Lima». Otra vez, el paradiso del poema, esa insufrible eternidad que permanece sin decir.

A orillas del Mar Rojo, asomado a un fin de mundo invisible, Rimbaud vuelve a preguntarse por qué existe. Tiene 26 años. Ha llegado –como el príncipe Rasselas del Dr. Johnson– a su edén-prisión y conoce ya, ávidamente, el verso que un siglo después escribirá Auden: Poetry makes nothing happen. Observa a su alrededor. En su paranoia ambulatoria, se ha vuelto él mismo desierto como una manera de permanecer fiel a su amoralidad, a su vulnerabilidad orgullosa, su desacato a Dios y a los hombres.

Desde el cielo, lo observa una procesión de estrellas desconocidas. Mañana volverá a partir. Como si fuera en busca de lo que escribió, persiguiéndose, tratando de entender, de competir con sus propias imágenes, es decir con eso que quedó inexpresado, o se complejizó al expresarse, como un hambre debajo del hambre. Después, nada. Hace frío en la noche de piedra del desierto. Hay lunas que siguen a lunas en una tristeza así. Los poemas escritos son huellas en la arena. Señalan pulcramente aquello que extrañamos.

Los instrumentos filosóficos de Julia Margaret Cameron

Alguien elige un gesto para desconocerse, como si el objetivo fuera no interrumpir nunca el vértigo de la percepción, preservar la inestabilidad de la imagen. Hay un motor narrativo al servicio de un vanitas. ¿Tendría que decir, mejor, una máquina lírica? Lo que el cuerpo hubiera querido hacer (no decir) se «desvive» ahora en una mirada turbia, a medio camino entre el riesgo y la guerra, la renuncia y la pasión secreta por la posesión.

Cuando murió en Londres en 1879, Julia Margaret Cameron ya era famosa. Había vivido en Calcuta, en Sudáfrica, en la Isla de Wight. Su carrera de fotógrafa, sin embargo, es escueta: abarca sólo una década –entre los 49 y los 60 años– de una vida consagrada, por lo demás, a atender a once hijos, a acompañar al marido en sus viajes como administrador de la East India Company, a perfeccionarse en el arte de la conversación, la música, las lenguas extranjeras, según correspondía a una mujer de su clase y su tiempo.

Tal vez convenga recordar que fue John Herschel, el astrónomo, quien primero utilizó el término fotografía, que significa escribir con luz. Herschel y Cameron se habían conocido en Sudáfrica, donde ambos se reponían de cierta «enfermedad colonial». Para entonces, las cámaras de ver se alistaban a hacer su primera aparición en la Exposición Universal de Londres (Crystal Palace, 1851): barómetros, microscopios, telescopios y demás «instrumentos filosóficos» ocuparon allí una sección entera. Habían pasado diez años desde que Talbot expusiera sus «dibujos fotogénicos» y hacían furor las cartes de visite, gracias a los hallazgos de Daguerre.

Es la época del Manifiesto Comunista, de los retratos de Lewis Carroll (Alice Lidell posó también para Cameron), de la guerra de Crimea, de las teorías sobre la evolución de las especies, de las primeras sufragistas, de la pasión por la botánica y la química, y de los poemas de Browning, Tennyson y Longfellow. El trabajo de Cameron celebra estos entusiasmos pero enseguida su interés se concentra, casi por completo, en las mujeres. Entre ellas, figura su sobrina Julia Jackson, que fue la madre de Virginia Woolf, quien a su vez la transformó en la involvidable Mrs. Ramsay de la novela To the Lighthouse. El éxito es rotundo. Exhibe en París, Berlín y Londres. Victor Hugo, que poseía veinticinco de sus fotografías, le escribe en una misiva: «Me postro a sus pies».

Todas las fotografías de Cameron hablan de mundos hipotéticos donde pueden aflorar ciertas preguntas. ¿Qué quiere decir un cuerpo? ¿Qué significa real? El interés por el mundo femenino se exacerba, la impaciencia de la artista, también. No es la fácil referencialidad lo que Cameron busca sino la simulación, la sustracción a la trama. Más complejas que pérfidas, estas fotografías apuestan sobre todo a la dimensión imaginaria que, al complicar la visión, la liberan del carácter asertivo y tautológico de la óptica, dejando a la vista lo irreductible.

En este sentido, la afinidad de Cameron con los artistas de la fraternidad prerrafaelita es, a la vez, obvia y parcial. Digo bien, fraternidad. Allí se nucleaban Rossetti y sus célebres colegas, Burne-Jones, Whistler, Watts, Leighton, Beardsley, Morris y Alma-Tadema. Se recordará que las mujeres aparecen en los cuadros de estos artistas como lamias depredadoras, belles dames sans merci o mujeres enfermas. Siempre con algo de muñecas melancólicas, de esfinges de luctuosa hermosura y apatía frígida.

Es cierto, Cameron trabaja también sobre ese ideal de belleza que el esteticismo –liderado por John Ruskin– reclamaba. Pero la imagen se encuentra levemente corrida, dando paso a un dispositivo donde priva el detalle, es decir, la fuerza de la fantasía. Construídas con la técnica del tableau vivant, como esos juegos para adultos que solían constituir el entretenimiento de sobremesa de las familias victorianas, sus fotografías son «cuadros vivos», escenas estrictamente fantasmáticas donde la textura de las ropas, los collares, los turbantes y las guirnaldas de flores funcionan como verdaderas «invitaciones a la ensoñación», a la manera de las séances de la Divina Condesa de Castiglione o de los consejos que daba Mallarmé desde las páginas de La Dernière Mode.

Quizá, de todas sus obras, las que compuso para ilustrar el ciclo poemático de Idylls of the King (1875) de Alfred Tennyson sean las más logradas. Enid, Elaine, Queen Guinevere, Lady of Shalott o Vivien, es decir las damas que pueblan la leyenda artúrica, aparecen allí sutilmente erotizadas, a medio camino entre lo sagrado y lo sensual. Yo diría, más bien: suspendidas en esa sensación de amortiguamiento o lentificación sensorial que anticipa los éxtasis de la poesía y la muerte.

Ni Tennyson fue el único en reescribir la saga del Grial ni Cameron la única en ilustrarla (Wordsworth, Sir Walter Scott, Rossetti, Morris y Gustave Doré se cuentan entre los inspirados), pero nadie como ella captó esa atmósfera viciada de corrupción, deseo y espera resentida que deriva del alma de la historia. Sus fotos son paisajes nerviosos, que la excesiva exposición a la luz, o bien el contraste de la piel con cierta cualidad nocturna de la recámara interior del personaje, terminan de difuminar, exponiendo paradójicamente un esplendor absoluto.

¿Es necesario decirlo? Las mujeres que colecciona Cameron –adepta, como su siglo, a la colección– no sólo exhiben pulsiones meticulosas y deseos prohibidos, son también alegorías de una desesperada incompatibilidad con el mundo: Zoe, la doncella de la revolución ateniense; las ninfas Eco, Dafne y Aletea; Ofelia, coronada de azahares; Pomona; Christabel; Beatrice Cenci, que fascinó a Shelley y a Stendhal, a Hawthorne y a Melville; la eterna Julieta; Hipatia, filósofa y mártir de cristianos; Esther y Raquel, reinas judías; Safo; las Bacantes; el Ángel del Sepulcro; las visiones de Milton o las matronas del Partenón griego. Será por eso, tal vez, que casi nunca miran a la cámara. De perfil, se ve mejor lo ausente, se escucha la resonancia de lo indecible.

Estas mujeres llevan el pelo suelto, largo, desordenado. Sei Shōnagon, la autora del El libro de la almohada, podría haberlas incluído en una lista de «cosas que escandalizan primero, y después hacen latir más rápido al corazón». La cita importa. Lejos de la toilette puritana, de la versión edificante del «ángel en la casa» que construyó para la moralidad inglesa el poeta Coventry Patmore, estas cabelleras salvajes son la metonimia de una grieta interior, de un instante de abandono al dolor, de entrega a la imprecisión del mundo.

 

Anticipan también a las divas del cine mudo italiano que, a principios del siglo XX, supieron trasladar al sueño de la pantalla, en su gestualidad melodramática, el repertorio de imágenes que la alta cultura había fabricado bajo la impronta de D’Annunzio, von Hofmannsthal o Puccini, para no mencionar otra vez a los prerrafaelitas. Eleonora Duse, Pina Menichelli, Lyda Borelli o Italia Almirante Manzini, protagonistas de algunos films memorables (Rapsodia satanica, Fiori di male o La statua di carne, entre otros), son sus herederas y también, claro, su versión kitsch. Todas ellas vestales de labios carnívoros, de ojos capaces de paralizarlo todo, constituyen de por sí un monumento al Art Nouveau, una celebración nostálgica de la Ópera y una apropiación decadente de la imaginación simbolista, pero también operan como una premonición: la que, tras fantasías de destrucción, castigo y holocausto emocional, anuncia el triunfo definitivo de la New Woman.

Como las mujeres de Cameron, quiero decir, las divas italianas informan de un malestar, aluden elípticamente a un huracán de cambios en la percepción del espacio y el tiempo, la distribución de la información, la relación entre los géneros. Como ellas, son criaturas de extre-mos, dueñas de un prontuario de poses escénicas que, oscilando entre la prima donna y la mística, entre la suicida y la dominatrix, constituyen el léxico y la sintaxis de un dérèglement de tous les sens que sugiere la muerte de una época.

La importancia de la composición, por su parte, o más bien la idea de construir la fotografía sobre el esqueleto virtual de una obra de arte precedente, para después alterarla, reescribirla o desfigurarla, hacen pensar, por fin, en los procedimientos de usurpación del fotógrafo contemporáneo Joel-Peter Witkins. La intención, sin embargo, nunca es moralizante en Cameron (hay una moral negativa en Witkins). Incluso en su reelaboración de la Sagrada Familia o en su catálogo de pecados capitales, se circunscribe a incomodar: la fascinación acaso no sea otra cosa que un encandilamiento molesto. Por eso quizá sus mujeres, y las niñas que las acompañan, nunca ríen (no sonríen tampoco), se limitan a dejar aparecer una paciencia urgida por dejar transparentar lo que no saben. Escribió el crítico Giorgio Agamben:

El arte organiza la visión en torno a un centro invisible donde el ojo está ciego y donde se halla engarzada una inextinguible latencia. Sólo si se pierde en esa latencia, si ya no ve su cosa, puede el pensamiento transmitir lo olvidado, acceder a ese retraso o discontinuidad entre apariencia y cosa, donde reside el ser.

La dificultad, se sospechará, alcanza en el arte de la fotografía ribetes peliagudos. ¿Cómo preservar el espectro de lo mudo en un arte prisionero de la representación? La estrategia de Cameron acentúa el anacronismo y la saturación del espacio interior, exponiendo así la íntima discordancia entre la imagen y su sentido. La visión, pareciera decirnos, consiste en no ver, sostener ese abismo donde las cosas pueden materializarse como nostalgia o recordatorio de la mortalidad. No hay más misterio que este. Intensificada, la representación sirve para ir más allá de la representación, para mostrar que la inspiración, en fotografía como en todo arte, no es otra cosa que un olvido sabiamente custodiado.

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