Mujeres que escriben

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Mujeres que escriben
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Mujeres que escriben

Edición de María Paz Cuevas*

@mariapazescritora

* Periodista, escritora y profesora de narrativa, María Paz Cuevas (alias Pepa Valenzuela) realiza talleres de escritura autobiográfica desde 2014. Este libro recopila los mejores textos escritos por más de 80 de las mujeres que pasaron por esta instancia.

MUJERES QUE ESCRIBEN

Edición María Paz Cuevas

@mariapazescritora

© Edición de María Paz Cuevas

© Pehoé Ediciones

Ilustración de portada: Virginia Acosta

@virgi222

Primera edición, marzo de 2021

ISBN Edición digital: 978-956-9946-93-6

Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Le agradecemos que haya adquirido una edición original de este libro. Al hacerlo, apoya al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos y que estén al alcance de un público mayor. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización por escrito de los titulares de los derechos.

Índice de contenido

Prólogo

I. CONSTELACIONES FAMILIARES Padres

Guacha, Alexandra Cornejo

Quechito, Alejandra Fuentes

A mi padre, Carla Carvacho

Domo Arigato, Alicia Bilbao

Despedir a mi papá, Lorena Canihuán

Resiliencia, Jocelyn France

Que él estuviera aquí, Violeta Díaz

Acantilado, Alejandra Novo

Tres sorbos de cerzeza, Soledad Brinck

Todas fuimos niñas

Olor a fritura, Geraldine Cáceres

Vacaciones de verano, Isabel Tuñón

La casita en la pradera, Noelia Zuñiga

La niña y los cachorros, Rosita Meneses

La niña con más suerte en el mundo, Ángela Rojas

Abuelos

Para Arturo, Fernanda Carrera Pérez

Mi persona favorita, Daniela Jofré Pezoa

Elsa Luz, Karen Fernández

La Lilia Eloísa, Fernanda Allende

Ancestras, Monserrat Ovalle

Las regalonas, Carla Hernández Pérez

Mi tata, Natalia Guerrero

María Chavarría es yumbelina, Paulina Saavedra

Ser mamá

El huracán en camino, Sandra Vilchez

Esta es la historia de mi hijo mayor, Emelina Díaz

Un puntito en la pantalla, Pamela Villarroel

Mi vida junto a Alein, Maggie Serrano

Mi golondrina, Ximena Inostroza

Una hija robada, Marcela Paz Bustamante

II. MOMENTOS INOLVIDABLES

La fiesta del río, Bettina González

El sol escondido en el mar, Cynthia San Martin

Esperar en la fila, Marina Pérez

Autorretrato, Victoria Valenzuela

Claudita, Alejandra Cuevas

Seguir el instinto, Javiera Rossel

Madrina, Jazmin Kassis

Hasta ese día, Aulis Beckdorf-Tornero

Los restos del cuerpo, Vilma Aguirre

III. LABERINTOS PERSONALES Cuerpos y almas

Respira, Victoria Rodríguez

Tarde de quincho, Ángela Arancibia

La consulta 405, Camila Orellana

Doce segundos de oscuridad, Elisa Ibañez

TLP, Alicia Ramírez

El Mono, Claudia Palma

Vivir con miedo, Bianca Candia

La llamada del 42, Alicia Violán

Experimentos vitales

Mujer reloj, Camila Zapata

El futuro es ahora, Camila De Luca

Retazos de una casa vacía, Anilei Godoy Reyes

La pieza de la que jamás salí, María Belén Medina

Deporte para valientes, Catalina Romero

Mirar el eclipse, Leyla Abdul Malak

Es hora de manifestar, Luna Elizalde

La Comadre, Paula Ruiz

La vida me cambió el día que me quise, M. Miró

Soñarme distinta, Mirentxu Jiménez Cabrera

Emigrar a mi país, Nicole Vigouroux

Felicidad, Francesca Scott

La guerrera huilliche, Pamela Castillo Silva

No digas te amo, María José Garrido

La exiliada del sur, Schlomit Matus

De oruga a mariposa, Rossana Flores

El día después, Sonia Pereira

El estallido personal, Klaudia González

Florecer cual bunganvilia, Carolina Ruiz

Jueves de verano, Constanza Rivera

#TeBuscamosContxi, Javiera Briones

IV. Y QUÉ ES AMOR

Mala droga, Patricia Navarrete

Relato corto de un camino largo, Camila Pradenas

 

El piso 16, Camila Silva

Casi ocho años, Carla Borlone

Plumífero, Ema Ruiz

El chico encantador, Fernanda Abarzúa

Medio limón, Francisca Rojo

Si me hubieses permitido quererte, Fernanda Peña

Simplemente Pelao, Loreto León

El eterno retorno, Fernanda Torres

Cuando nos volvamos a encontrar, Mara Ferreira

Fármacos en la Batuta, Paula Araya

Igor, Paulina Basso Farias

Hola Jhon, Carolina Soto

El Guagua y yo, Romina Cargioli

El encuentro, Tatiana Larredonda

Bajo las estrella de El Cajón, Valentina Silva

Sagrado Corazón, Valeria Barahona

Para nuestra querida amiga Sandra Vilchez de la Victoria.

Prólogo

Las mujeres escribimos juntas

Por María Paz Cuevas / @mariapazescritora

Escribir es un ejercicio solitario. Es una práctica profunda que requiere concentración y silencio, algo extraño para este mundo, pero no para el mío. Desde niña, estuve acostumbrada a esto. Fui una hija única que dibujaba, leía mucho y que, al crecer, hizo de la escritura su oficio. Fue una gran fortuna. Y a la vez, una gran paradoja: elegí ser periodista para conocer el mundo y a sus habitantes, pero al ser una periodista que escribía, me di cuenta de que tarde o temprano tenía que volver a la soledad de una práctica que además toma bastante tiempo: horas, días, a veces semanas completas.

Así fue como buen día de 2014 no quise sentirme tan sola en esto de escribir. Y como una estrategia de autoacompañamiento, invité a otros a hacerlo conmigo. Hice un aviso muy artesanal en power point, lo publiqué por las pocas redes que existían entonces y de pronto, éramos ocho leyendo y escribiendo en la terraza del edificio céntrico donde vivo. En esa oportunidad fuimos siete mujeres, un solo hombre. Seguí dando talleres de autobiografía y no ficción con regularidad y esa proporción se mantuvo: siempre llegaron más mujeres que hombres. Creo que puedo contar con una sola mano a los valientes que llegaron a este espacio en siete años. Todos eran hombres especiales: abiertos, con ganas de aprender y habían pasado por experiencias particulares. Podría decir que tenían una masculinidad cultivada. Esos poquitos hombres fueron los regalones del taller, el chiche de sus compañeras y de esta profesora. Fue hermoso tenerlos en ese espacio: de alguna manera eran testimonios de un cambio de paradigma, ejemplos vivos del comienzo del fin del patriarcado.

Pero en general, el espacio del taller fue ocupado mayoritariamente por nosotras, las mujeres. Iba a escribir aquí que no sabía por qué, pero no es así. Si sé por qué fuimos más mujeres: nosotras estamos acostumbradas a reunirnos y contarnos historias. Hablamos. Pedimos consejos. Damos consejos. Nos escuchamos. Tenemos la costumbre ancestral de estar juntas y conversar sobre lo que nos pasa. Somos, en esencia, narradoras. Nos contamos cosas, pero no cualquier cosa. Narramos sobre nuestros dolores, nuestros problemas, nuestros obstáculos y desafíos. Desanudamos nuestros ovillos sentimentales. Hablamos sobre nuestras emociones y lo que estamos viviendo. Nos interesa entrar en esos misterios. Narramos acerca de las profundidades de la existencia. Narramos la vida. Por eso después de un par de años, ése fue el nombre que le puse al taller de autobiografía: Narrar La Vida. Más tarde cambió a Mujeres que Escriben que, a la larga, es lo mismo: las que llegaron aquí a narrar la vida son casi puras mujeres. No fue un acto de exclusión, simplemente ocurrió así.

Hay cosas que suceden en el taller para las cuales las palabras se me vuelven poquita cosa. ¡Poquita cosa! Y eso que yo amo las palabras de este idioma precioso que es el español. Pero sí. Lo que pasa en el taller es algo difícil de describir. Compartimos experiencias, historias de vida. Nos escuchamos en silencio. Nos respetamos. Lloramos y reímos. Nos damos cuenta de que no estamos solas. Nos hacemos compañía. Entendemos nuestra historia y el porqué de sus procesos. Sanamos pedacitos de nuestra historia. Y también suceden muchos milagros, literales y metafóricos. Pero lo más bello que sucede es que en muy poquito tiempo un grupo de mujeres desconocidas se convierten en una tribu.

En los casi siete años que llevo dando este taller ininterrumpidamente han pasado más de cien mujeres de distintas edades, actividades, orígenes, razas, creencias y experiencias de vida. Todas, dispuestas a acoger a la otra, sin juicio, con cariño y respeto. Todas dispuestas a compartir sus experiencias e historias de vida más profundas con honestidad. Al final de cada ciclo siempre nos vamos con la sensación de que este grupo de mujeres que antes eran unas completas desconocidas, nos terminamos conociendo más de la una y de la otra que la propia familia, la pareja o los amigos del mundo exterior. Escribir la vida es también un ejercicio de sumergirse y profundizar, algo para lo cual no hay mucho tiempo y espacio en nuestra vida cotidiana.

Cuando les pregunto qué fue para ellas el taller, la mayoría responde que fue un regalo. Pero el regalo en realidad ha sido para mí: a veces no puedo creer la suerte de haber invocado a tantas diosas a mi propia casa. ¡Y pensar que todo partió con un afiche horrendo de powerpoint! No saben lo agradecida que estoy con cada una de las hermosas mujeres que han pasado por el taller. Me han llenado de amor, ternura y sabiduría. Me han reconciliado con mi lado femenino. Me han sanado también a mí.

El libro que ahora ustedes tienen en sus manos es un tesoro. Un diario de vida íntimo y colectivo de más de 80 mujeres chilenas y algunas extranjeras que aquí narran sobre padres, familia, hijos, abuelos. También sobre el sexo y las relaciones de pareja, laberintos personales y momentos inolvidables de la vida. En una época en la que la causa feminista ha vuelto a cobrar fuerza, este libro es una joya. Una llave que abre la puerta hacia el mundo interior de nosotras, las mujeres. Aquí están nuestros amores, nuestros deseos, nuestros dolores, nuestros miedos, nuestras luces y nuestros aprendizajes. Aquí está nuestro testimonio de vida. Aquí está lo que somos y lo que sentimos. Todo en primera persona. Escrito por cada una, por todas, para todas y por qué no, para todos aquellos que nos quieran leer, escuchar y conocer de verdad.

Todo lo que aquí recaudemos, irá para llevar la experiencia de este espacio a otros grupos de mujeres que lo puedan necesitar. Porque así somos las tribus de mujeres: colaboramos con otras para que también puedan formar tribus.

Gracias por leer.

Esperamos que disfruten este viaje de Mujeres que Escriben.

I. Constelaciones familiares
Padres

Guacha

Por Alexandra Cornejo

A veces me sentía guacha, tanto de madre como de padre. Y no es que haya perdido a mis padres, al contrario. Ellos aún viven y siempre se preocuparon/preocupan mucho por mí. De mi salud, porque paso enferma, de mis estudios y de que me encuentre bien. Pero creo que se les olvidó algo. Algo así como un cariñito, un te quiero, un te amo.

Me sentía guacha de amor. De niña no lo notaba tanto, hasta que a los quince conocí a la Java, una amiga, y a su mamá. Sobre todo, a su mamá. Una tarde de septiembre fui a buscar a la Java a su depa, y no pongo departamento, porque en la villa San Luis de Maipú, más conocida como la San Lucho, no hay de esos. Bueno, la fui a buscar para callejear por ahí, su mamá salió a saludarme y a despedirse de su hija proclamando un fuerte: “chao, te amo”.

Bajamos por las escaleras estropeadas de los depas, y mientras caminábamos por esa calle llena de hoyos para tomar la 401, micro que recorre todo Maipú hasta más allá de Plaza Italia, pensaba en la escena que acababa de presenciar. Nunca había visto y oído a alguien que le dijera te amo a su hija cuando esta se dirigía a callejear. Sentí que callejear se convertía en algo muy especial.

Para mí, los abrazos solo eran para los cumpleaños, las navidades y los años nuevo, nada más. No me abrazaban porque si nomás. Y los te amo nunca los oí. En ese momento, cuando conocí los te amo de la mamá de la Java, sentí un vacío como de cariño. Y me preguntaba por qué las cosas eran así, por qué la Java podía recibir cariñitos y te amos en grandes cantidades y yo no.

Me costó entender el poco afecto que me demostraban mis padres. Lo entendí cuando comprendí sus historias, sus vivencias, sus carencias. Tanto la Eli, mi mamá, como el Eduardo, mi papá, fueron muy pobres cuando chicos. Vivían en Lo Prado, y quizás era tanta la pobreza que no había tiempo para el cariño, no sé.

Ellos vivían a una distancia de tres cuadras cuando se conocieron. A los dos los unía la misma calle llamada Isla Decepción. Qué brígido decirle a alguien juntémonos en Isla decepción. Es como si desde el comienzo algo fuera a salir mal, alguien fuera a salir mal.

Mi padre decepcionó a mi madre antes de que naciera mi hermana mayor. No sé si mi mamá lo perdonó, pero llevan 27 años casados, y hace dos, se volvieron a casar para celebrar las bodas de plata.

Ellos dicen que lo hicieron para celebrar a lo grande, con plata. Su primer matrimonio fue chico, pobretón. Se casaron junto con mi tía Mónica para que saliera todo más barato. Por lo que entiendo la decisión de su segundo ritual. Más íntimo, con más cotillón y hasta con fotógrafo.

Tanto la Eli y el Eduardo, recurrentemente hablan de su niñez y la pobreza que tuvieron que enfrentar. De las sopas de pan, del pan con aceite y del pan solo. Exprimían hasta el último recurso gastronómico que el pan tuviera. También hablan de sus padres y del pobre cariño que les demostraban.

Mi padre siempre cuenta que la primera vez que mi Tata le dio un beso, fue cuando se casó a los 26 años. Él sí que debe haber sentido esa falta de cariño de la que yo hablo. Por otro lado, mi madre, cuenta que mi abuela era muy estricta. Cuando mi madre llegaba del colegio, debía hacer el aseo de toda la casa, porque mi abuela era madre soltera y trabajaba todo el día. Si algo no quedaba bien, venían los retos, los golpes, nunca los abrazos.

Creo que tanto mis padres como yo nos sentimos guachos de amor. Quizás por eso les cuesta demostrar su cariño. Sin embargo, he aprendido a identificar cuando muestran sus abrazos y sus te amo.

Cuando me llevan a urgencias porque me dio bronquitis o porque me esguincé el tobillo. Cuando mi mamá me compra champiñones y me los corta y refrigera para que no se pudran. Cuando mi papá me reta si ando con alergia, para que me tome mis pastillas. Cuando salgo y mi mamá constantemente me está preguntado con quién estoy y si estoy bien. Cuando me compran probióticos para no enfermarme. Y claro, son más cosas.

Hace algunos años, cuatro diría yo, cada vez que salgo a alguna parte, con mi mamá y mi papá nos despedimos de besito. Mi papá de la nada llega y me abraza. A veces no estoy preparada para esos abrazos espontáneos, creo que tengo poca experiencia en eso. Pero de a poco, con pequeños avances, tanto yo como mis padres nos preparamos para esos abrazos, esos te amo, o esos te quiero que se darán con el tiempo.

A mis papás no se les olvidaron los cariñitos ni los te amo. Siempre estuvieron ahí. Sólo que los demuestran de otra forma. Tal como a ellos se los demostraban con esas sopas de pan, que me decían que igual quedaban buenas. Si alguien puede condimentar bien una sopa de pan, debe querer mucho a la otra persona.

 

Ahora ya no me siento tan guacha de amor.

Quechito

Por Alejandra Fuentes

Laura Lucrecia Estelvina, Quechito, Señora Lucre, mamma, mamita linda. Eres todo eso y más.

Naciste en Valparaíso por los años treinta, no daré fecha exacta porque no te gusta decir tu edad, te parece una falta de respeto que te lo pregunten. “Uno nunca debe decir la edad, sino responder: “¡qué edad cree que tengo y listo!” Tan vanidosa que eres, mamita.

Tu mamá te tuvo a los quince años y por eso prácticamente te crió tu abuelita, a quien siempre dices que le debes todo y que te enseñó todo lo que sabes. Tu papá era marino y siempre lo has recordado con cariño y nostalgia, aun cuando después de separarse de tu mamá, nunca más lo volviste a ver. Esa ausencia te marcó y cada cierto tiempo te preguntas qué fue de él, pero no con resentimiento o rabia, sino como añorando haberlo tenido más cerca.

Tenías doce años cuando murió tu abuelita y la pena caló tan hondo en ti que te enfermaste de neumonía. Vestiste de luto por un año y por eso, desde entonces, odias el color negro. A partir de ese momento, tuviste que hacerte adulta porque tu mamá salía a trabajar y tú quedabas a cargo de tu hermana menor y de atender al marido de tu mamá, personaje al que no me referiré porque no merece un segundo de atención por miserable. Tampoco puedo dar mayores detalles porque nunca nos contaste mucho qué cosas pasaron exactamente, sólo sabíamos que bastaba mencionar el nombre de este individuo para que te descompusieras. Nos quedaba claro que era un ser detestable y no había más que preguntar.

Cuando creciste y te hiciste lola empezaste a trabajar como modista. Te hacías la permanente y te veías tan linda que atraías las miradas de los chicos del barrio Ecuador. Entre ellos, Guido, mi papá. Pero eras tan seria y formal que él no se atrevía a hablarte. Hasta que un día te habló. Poco a poco empezaron a conocerse y terminaron pololeando. Fue una larga relación que tuvo sus interrupciones por lo parrandero de mi papá. Hasta que un día, aburrida de la situación de tu casa, donde tu mamá te delegaba la crianza de tu hermana y donde debías soportar a tu padrastro, te fuiste a trabajar lejos, a Vitacura, como empleada en una casa. No le contaste a nadie dónde estarías porque querías empezar una nueva vida, alejada de los problemas de tu familia. ¡Qué valiente mamita! Puro coraje.

Sin embargo, Guido estaba flechado por ti y no iba a descansar hasta encontrarte. Les rogó a tus amigas del barrio que le dijeran dónde estabas y ellas se apiadaron de este pobre hombre enamorado y le contaron, rompiendo la promesa que te habían hecho de guardar el secreto.

En ese momento, se fraguó tu destino, Quechito. Porque desde que Guido te encontró y te pidió matrimonio, comenzaste un camino sin retorno. En ese minuto, empezaste a sembrar la semilla y a desarrollar lo que es y siempre ha sido tu vocación: la maternidad. Tu corazón se expandió hasta el infinito y fuiste capaz de criar y formar seis mujeres y cuidar un marido que te veneran.

Laurita querida, naciste para ser madre. Sin que nadie te enseñara o dijera cómo hacerlo, sólo guiada por el instinto y el cariño, creaste un hogar, una familia, un refugio donde todas las asperezas y sinsabores de la vida se olvidan y pierden importancia.

Siempre estabas preocupada de que hubiera un rico almuerzo, con legumbres, frutas, verduras. Pendiente de que para los cumpleaños, el festejado tuviera su torta favorita y tejiendo todos los chalecos necesarios para capear el frío. Y si alguien estaba con dolor de cabeza, allá partías a poner los parches de papas en la frente. ¿Resfríos? Limonada con limón y juguito de naranja natural. Todos los viernes había pie de limón o kuchen para empezar bien el fin de semana. Al acercarse Navidad, sacabas la máquina de coser y empezaban las pruebas para los vestidos de fin de año. Nada se te escapaba, Quechito querida.

Tu amor maternal incluso se ha expandido a otras personas que te quieren y admiran, como yernos, vecinos, amigos, primos. Tienes la capacidad innata de acoger y dar cariño. Para qué hablar de tu nietos que te adoran y te dan tanta alegría. Siempre dices que nunca pensaste que podrías verlos tan grandes. Te maravilla verlos hacerse adultos.

Mamita, a veces me pregunto si seré capaz de agradecerte todo lo que me diste. Perdóname por haber sido rebelde en la adolescencia y cuestionar tus decisiones, por desafiarte y ser irrespetuosa en ciertos momentos, la juventud y la impulsividad a veces me llevaron a darte dolores de cabeza.

Desde un tiempo a esta parte, una de mis preocupaciones es hacer todo lo posible por darte alegría y bienestar. Te llevo flores y cositas ricas para comer, te hago masajes para esos huesitos que tanto te hacen sufrir y que a veces te traicionan. Yo sé que estás cansada de sentir dolor y de ver que tu cuerpo ya no te acompaña para hacer el sinfín de cosas que siempre hiciste. Ten paciencia y déjate querer. Queremos cuidarte y regalonearte. Tú eres el alma de esta familia y haremos todo por y para ti.