Cuentos ecuatorianos de aparecidos

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Cuentos ecuatorianos de aparecidos
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Cuentos ecuatorianos de aparecidos

Mario Conde


© Mario Conde

© Cuentos ecuatorianos de aparecidos

Febrero 2021

ISBN ePub: 978-84-685-5607-9

Editado por Bubok Publishing S.L.

equipo@bubok.com

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

PRESENTACIÓN

VICO Y EL DUENDE

ALMITA EN PENA

LA CRUZ DE LA CARRETERA

EL APARECIDO DEL COSTAL

EL TREN NEGRO

LA VIUDA

EL CHUZALONGO

MUERTA DE FRÍO

MARIANGULA

EL HOMBRE DEL CAMINO

LA CAJA RONCA

EL GUAGUANCO

EL JINETE MUERTO

LA PENANTE

EL URCUYAYA

EL ACUÑADOR

EL TINTÍN

EL ATAÚD DE LAS SIETE VELAS

LA MANO NEGRA

VICO PACTA CON EL DIABLO

BIBLIOGRAFÍA

PRESENTACIÓN

¡A qué abuela de las de antes no le gustaba contar historias sobre el duende, la viuda, la caja ronca, Mariangula o algún alma en pena que hacía de las suyas entre la oscuridad de la noche! Aquellos cuentos de nuestra tradición oral se han perdido en los últimos años, tanto que en la actualidad las nuevas generaciones los desconocen por completo.

Los cuentos de aparecidos, como todo relato tradicional, eran anónimos y orales. Cobraban vida gracias a la voz de hábiles narradores que se valían de las horas sugestivas de la noche para espeluznar y aleccionar a sus oyentes. En el presente, ¿cómo mantener vivos nuestros cuentos de la tradición oral si la cultura escrita y la tecnología audiovisual han extinguido a los antiguos contadores de historias?

Este el primer objetivo de la obra: rescatar y preservar los cuentos ecuatorianos de aparecidos, servir de puente de comunicación entre estas historias del pasado y las nuevas generaciones.

Rescatar un cuento de la tradición oral implica traducirlo a una versión escrita. Vertir el lenguaje expresivo oral, abundante en resonancias, onomatopeyas y reiteraciones para facilitar la memorización, a un lenguaje escrito que emplea recursos literarios como la verosimilitud, la intriga o los personajes. De tal manera se pueden preservar las historias de la tradición oral, al menos en su esencia. Este el segundo objetivo de la obra: presentar una versión literaria sobre los más importantes cuentos de aparecidos del Ecuador.

Esta obra contiene 20 cuentos. La selección sigue criterios de difusión y popularidad, variedad temática y versatilidad para adaptarse al lenguaje escrito. Por honestidad intelectual, debo señalar que algunos cuentos fueron escritos en base a trabajos de recopilación oral, los que constan en la bibliografía. En otros casos —La cruz de la carretera, El aparecido del costal, Muerta de frío, El jinete muerto, El acuñador y las historias de Vico— realicé investigaciones de campo pues no existían registros escritos.

En cuanto a la ubicación geográfica, los cuentos de aparecidos, como relatos de la tradición oral, no son propiedad exclusiva de un sitio particular. Siempre se han contado en la Costa o en la Sierra con sus variantes locales. Sin embargo, los he situado en determinados pueblos o ciudades dado que el argumento, los conflictos o los personajes guardan relación con el entorno.

Mi agradecimiento especial a todas las personas que ayudaron a crear esta obra. A los investigadores y autores que constan en la bibliografía. A muchos amigos e informantes que, en caseríos de la Sierra o en recintos de la Costa, me hicieron partícipe de estos cuentos. Gracias a sus informaciones me fue posible cotejar las obras de recopilación oral y, sobre todo, conferirles a cada uno ese sabor popular que tienen cuando nuestro pueblo los cuenta.

Mario Conde

VICO Y EL DUENDE1

Huambaló es una parroquia rural del cantón Pelileo, cerca de Baños. En tiempos pasados existía allí una quebrada conocida como Gualagchuco. Se decía que aquel sitio era pesado2 porque en el fondo, entre las grietas formadas por un riachuelo que corría por el lugar, habitaba el duende.

Los huambaleños evitaban pasar cerca de la quebrada después de las seis de la tarde. Contaban que a esas horas se asomaba el duende, el mismo demonio que salía del fondo de la quebrada a perseguir a la gente, en especial a los chicos que se pasaban en la calle jugando hasta altas horas de la noche.

Vivía allí un muchacho de unos diez años llamado Vico. El muchacho, callejero y amigo al juego de bolas y trompos, le gustaba quedarse en la calle hasta que oscurecía. Su abuela, siempre pendiente de él, solía ir a buscarlo y le aconsejaba que se enderezara, que dejara de ser andariego y vicioso porque si no, se le iba a asomar el duende.

Vico nunca escuchó los consejos hasta que una tarde, cuando regresaba a casa, se topó con un hombrecito pequeño que no mediría más de un metro de estatura. Un enorme sombrero negro, como los de los mariachis, le cubría la cabeza. La cara llena de vellos. Un poncho rojo hasta la cintura. Tenía los pies chiquitos, en contraste con unas manos inmensas con las que pepeaba3 unas bolas.


Un escalofrío recorrió el cuerpo de Vico cuando reconoció al duende; sin embargo, en lugar de salir corriendo, se acercó al observar que las bolas que sostenía el pequeño demonio eran de colores increíbles. Con un movimiento de cabeza, el duende le invitó a jugar y Vico, a quien le brillaban los ojos de las ansias, aceptó.

Como estaba oscureciendo, fueron al lado de una tienda ubicada al filo de la quebrada, donde un foco alumbraba a las personas que llegaban a comprar en la noche. Vico trazó una bomba en el suelo, ambos pusieron las bolas al centro e iniciaron el juego. Las primeras partidas fueron para él pues era hábil como pocos, mientras su contrincante pateaba el suelo y se retorcía de las iras.

Tras perder varias partidas, el hombrecito del sombrero enorme, que tenía el rostro encendido de rabia, se acomodó el poncho rojo hacia atrás y la suerte cambió a su favor. Vico no volvió a ganar y en cuestión de minutos se quedó sin una bola.

El duende guardó las bolas en una bolsita de cuero que llevaba en la cintura y empezó a acercarse al muchacho ambicioso; parecía que quería atraparlo con aquellas manos inmensas. Vico se estremeció y se quedó sin aliento; el demonio estaba a punto de atraparlo cuando, para su suerte, escuchó una voz conocida que lo llamaba.

—Vico, Vico… ¡A comer, hijo!

La voz de su abuela le devolvió la respiración. Aliviado, Vico tragó un bocado de aire y se dispuso a marcharse, no sin antes mirar desafiante a su rival y exigirle una revancha para la próxima noche. El pequeño demonio, oculto entre la oscuridad, inclinó el sombrero en señal de aceptación. Entonces apareció la abuela, se extrañó al hallar a su nieto solo a esas horas y se lo llevó a casa.

Aquella noche, Vico soñó que le cargaba el Malo4, montado en un caballo negro. Varias veces se despertó gritando, asustado. En la mañana, quiso contarle a su abuela sobre el encuentro de la noche anterior, pero se calló pues sabía que ella armaría el escándalo y lo llevaría a la iglesia, derechito a la pila de agua bendita. Además, le prohibiría acudir a la cita de la noche en la que él se proponía recuperar sus bolas a cualquier precio, aunque tuviera que engañar al mismo demonio.

 

En la tarde, luego de la escuela, pasó practicando en el patio de la casa. Al oscurecer, se dirigió a la iglesia y entró allí como si fuera a rezar. Disimuladamente, mojó en la pila de agua bendita las bolas que traía en el bolsillo y se las guardó. Vico salió santiguándose y se encaminó a la cita al filo de la quebrada.

El duende lo aguardaba escondido entre las sombras, cubierto el rostro con el enorme sombrero negro, sosteniendo la bolsita de cuero en sus inmensas manos. Sin decir palabra, Vico trazó la bomba en el suelo y reanudaron el juego.

Igual que la noche anterior, el muchacho vicioso ganó las primeras partidas. El duende, a quien parecía que le saltaban los ojos de la rabia, volvió a acomodarse el poncho rojo hacia atrás.

Esta vez la suerte del demonio no cambió. Estaba con tan mala puntería que no le atinaba a ninguna bola de la bomba, ni siquiera a corta distancia. Apuntaba directo contra la jugadora5 adversaria pero, resultado del agua bendita, su bola se desviaba o se detenía a pocos centímetros. Cuando le tocaba el turno, Vico cogía su jugadora y acertaba infaliblemente. Rabiando a más no poder, el duende se daba de golpes contra el suelo, hacía berrinches y decía malas palabras, hasta que perdió todas las bolas de colores.

El rostro del pequeño demonio estaba enrojecido de las iras. De algún modo, aquel muchacho lo había engañado para ganarle, lo que significaba que no podía llevárselo.

Vico, a diferencia del humillado duende, se sentía feliz y le brillaban los ojos del orgullo. Pero quería más. Deseaba ganarle también la bolsita de cuero, así que retó al demonio a apostarla a cambio de diez bolas.

El duende aceptó loco de contento y volvieron a jugar. Vico ganó nuevamente. Esta vez el demonio no hizo ningún berrinche; es más, perdió riéndose a carcajadas. Al final, el muchacho ganó la bolsita de cuero y las bolas de colores pero, como la ambición rompe el saco, acababa de perder su alma.

El duende empezó a acercarse con las manos abiertas, amenazante. En la oscuridad, sus ojos se encendieron como bolas de fuego. Súbitamente aterrado, Vico retrocedió a la quebrada, adonde parecía guiarlo el pequeño demonio. Quería gritar para pedir auxilio, pero sentía que una mano le tapaba la boca. Un sudor frío le recorría el cuerpo. El corazón le rebotaba como si quisiera salirse del pecho. El espanto le nubló la vista.

Cuando creyó que era el fin y estaba a punto de desmayarse, vio una figura como una aparición bendita. Otra vez era su abuela, que se aproximaba trayendo algo entre las manos.

La noche anterior, la anciana había sospechado que el maligno andaba rondando a su nieto, así que traía un fuete en una mano y una botella de aguardiente y un paquete de cigarrillos en la otra. Puso la botella y los cigarrillos en el suelo, a un lado del pequeño demonio, a tiempo que gritó en forma amenazante:

—Duende, duende, ¿prefieres fuete o aguardiente?

En el acto, el demonio tomó las cosas del suelo y desapareció, dejando su característico olor a azufre. Entonces Vico se desplomó con los pelos erizados, el rostro pálido y rígido, la boca cubierta de espuma.

Tras unas voces de auxilio de la abuela, los huambaleños acudieron de inmediato desde las casas cercanas. Alguien trajo colonia y la aplicó en la nariz y en la frente del desmayado, en tanto una vecina rezaba el Avemaría. El muchacho empezó a reanimarse lentamente; había faltado poco para que le cargara el duende.

A la mañana siguiente, Vico halló con sorpresa la bolsita de cuero en el bolsillo del pantalón. La abrió con ansias pero no encontró las bolas de colores increíbles. La bolsa contenía bolitas de excremento de chivo.

1. La creencia en este ser mitológico se extiende en todo el país. Véase bibliografía.

2. Sitios apartados o tenebrosos donde se cree que moran malos espíritus o almas en pena.

3. Lanzar una bola o canica contra otra.

4. Expresión coloquial de las zonas rurales para referirse al demonio.

5. Bola o canica que sirve para golpear (pepear) a otras bolas. Se le llama también bola de pepear.

ALMITA EN PENA6

Según la creencia popular, el alma de un niño fallecido sube directamente al cielo ya que es inocente y pura. Sin embargo, se dice que hay casos en que la almita es tan tierna que no nota la muerte y se queda vagando por la casa donde vivió el cuerpo.

Se supo de uno de estos casos en un pueblo de la serranía ecuatoriana. Había allí una familia que tenía cuatro hijos, chicos todavía. Un día, ocurrió una desgracia y el más pequeño, un niño de tres años, murió ahogado en una poza de agua.

Los padres lloraban y gritaban de pena. Como los familiares no pueden vestir a un difunto para el velorio porque este podría llevárselos con él, una vecina, la curandera del pueblo, arregló al niño y le puso un trajecito blanco comprado por los padrinos.

Una vez que el cuerpo estuvo listo, la vecina colocó las manos del niño en posición de oración, las ató con una larga cinta blanca y dejó los extremos de la cinta sueltos. De este modo, cuando los padrinos del niño murieran, sus almas se aferrarían a la cinta y el ahijado, convertido en angelito, los subiría al cielo.

La noche del velorio hubo una celebración por el alma del niño que había ido a gozar del paraíso. Mientras el padre bailaba7 con la madrina, el hermano mayor, un chico de unos nueve años, tomó unos caramelos de una bandeja y los puso en las manos del difuntito, tendido en un pequeño ataúd blanco.


Su abuelo se dio cuenta de la acción y le preguntó por qué había hecho eso. Con naturalidad, el chico dijo que a su hermanito le gustaban los caramelos.

El anciano sacó a su nieto del cuarto del velorio y lo llevó al patio. Allí le explicó que su hermano había muerto y que los muertos no necesitan comer ni beber. Tras pensar un rato, el chico preguntó:

—¿Cómo se deja de estar muerto?

El abuelo reflexionó en silencio. Respondió entonces que no había forma de volver a la vida porque cuando una persona muere, el alma sale del cuerpo y se va al cielo. Eso sí, como su nieto había muerto tan pequeño, su almita debía de andar aún penando por la casa. Con un poco de suerte, incluso era posible observarla, aunque el almita ya no podía distinguir a los vivos.

—Quiero ver el alma de mi hermanito —pidió el chico.

El anciano lo tomó de la mano y le acercó a un perro que aullaba por un rincón del patio. Acarició la cabeza del animal y con cuidado le sacó unas lagañas, las que untó en sus ojos y en los del chico.

—Los perros pueden ver seres del más allá —explicó—; ahora nuestros ojos serán como los del animal y veremos el almita en pena.

Abuelo y nieto entraron en la casa.

El ataúd blanco descansaba sobre una mesa. Una pequeña sombra flotaba sobre el ataúd. Pese a no tener una silueta definida ni rasgos humanos, se notaba agitación en los movimientos del almita, como si tratase de entrar en el diminuto cadáver.

Al abuelo y al nieto se les fueron las lágrimas. La almita estaba penando; a ratos, se apartaba del cadáver y parecía buscar a sus padres o a sus hermanos, pero no encontraba a nadie.

Pasada la medianoche, la sombra descendió a ras del suelo y salió del cuarto, pasando entre las piernas de los asistentes al velorio, huyendo como si estuviera asustada.

Al día siguiente, las campanas de la iglesia empezaron a repicar desde las seis de la mañana. Los padrinos y familiares llegaron a la casa en duelo para llevarse al difuntito. El hermano mayor quiso ir al traslado pero el abuelo se lo impidió pues, luego de la iglesia, iban al cementerio, un lugar pesado para los niños.

Antes de salir de la casa, los padrinos sacaron el cuerpo del ataúd y lo tendieron sobre una banca, en el centro del patio. El padre tomó a sus tres hijos pequeños y los llevó ante el cadáver vestido con el trajecito blanco. El chico mayor distinguió que la almita en pena estaba allí. Los adultos levantaron a los pequeños de ambos brazos y, uno a uno, los ayudaron a saltar sobre el fallecido, como cuando se salta las llamas de la chamiza. De esta manera, los niños no extrañarían a su hermanito y no se enfermarían de pena.

Con tristeza, el chico miró que la almita se movía con agitación, como si pudiera observar que estaban diciéndole adiós. Los adultos metieron el cadáver en el ataúd y se lo llevaron.

La familia regresó del traslado en la tarde. El padre y la madre llegaron cabizbajos y parecían más viejos. Se repartió papas y chicha para los acompañantes. El alma en pena, después de deambular por toda la casa, permanecía sobre unos leños de la cocina, junto al jalo8 de los cuyes que chillaban y correteaban espantados.

Luego de ayudar a repartir la comida, el abuelo se acercó al hermano mayor y dijo que era tiempo de que la almita se fuera al cielo. Ambos abrieron la caja donde la madre guardaba la ropa del fallecido, recogieron las pertenencias en un costal y se marcharon de la casa. Como si reconociera sus prendas, la sombra se apartó de los leños y salió flotando detrás del chico y del anciano.

El abuelo llevó el costal al río y empezó a botar las pertenencias en el agua; así los recuerdos se irían y el alma podría descansar en paz. Cuando el viejo terminó de arrojar las últimas prendas, unas botas de caucho que el niño se ponía para ayudar a regar los sembríos, la almita empezó a flotar más alto. Abuelo y nieto observaron que una pequeña sombra ascendía al cielo.

6. La historia de las almas en pena se extiende en todo el país y su lugar de origen es incierto. Se puede ubicar la historia como próxima a Cayambe, pues allí aún se practican estas celebraciones tradicionales por la muerte de un niño.

7. Celebración andina denominada en quichua Tacshay; es una fiesta con música, comida y baile.

8. Especie de corral para cuyes que está ubicado dentro de la cocina de una casa campesina en la serranía.

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