Loe raamatut: «Mientras el cielo esté vacío», lehekülg 2

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Se despertó bañada en un llanto silencioso, aquel sueño tan vívido la llenaba de oscuros presentimientos: temía que fuera la revelación de una verdad que ella se negaba a aceptar, o quizá una advertencia, ¿un presagio? Algunas estrellas brillaban aún. ¿Quién será esta niña, de dónde vendrá, dónde estarán sus padres? Se preguntó. No quería acosarla con preguntas y menos aún revivir recuerdos. Esperaría. ¿Habrán muerto mis hijos? ¿Cómo? ¿Dónde? Apartó estos pensamientos. Pronto tendrían que recomenzar la huida, debían aprovechar el fresco de la mañana y que aquellos hombres estarían tan borrachos, que seguramente no patrullarían por allí a esas horas. Tomar cualquier dirección daba lo mismo, siempre que se apartaran de los caminos y de las carreteras.

Llevaban varias horas de marcha cuando divisaron a lo lejos algunos sembradíos y unos cuantos animales; se estaban acercando a un pueblo, no se escuchaba ningún ruido ni se observaba a nadie por allí, lo que a la mujer le pareció extraño, pues según sus cálculos ese día era martes y las gentes deberían estar en sus labores. Continuaron un poco, pero la sospecha minaba su paso. La niña se detuvo durante unos segundos y comenzó a desandar el camino con pasos rápidos y cuando constató que la mujer venía detrás de ella, se detuvo y la esperó.

—¿No quieres que vayamos en esa dirección? –le preguntó la mujer sorprendida.

—¡No! Por ahí no –respondió la niña con contundencia.

En ese momento sintieron un ruido fuerte y se tendieron debajo de unos arbustos; se escuchaba tronar cada vez más cerca, hasta que un helicóptero cruzó sobre sus cabezas. El ruido ensordecedor se desvaneció por un momento: había aterrizado. Y al poco tiempo volvió a escucharse; el aparato cruzó rasante haciendo temblar las ramas de los árboles y, aunque se alejó rápidamente, ambas permanecieron tendidas con sus rostros hacia la tierra. La niña se negaba a salir del escondite. “Debemos estar cerca de algún lugar que ella conoce”, pensó la mujer.

—Tenemos que continuar –le dijo, y empezó a andar–. ¿Cómo te llamas? –preguntó la mujer.

—Elena. –Dijo la niña con voz ronca y seca.

—Elena, ¿qué?

—Elena, no más –respondió la niña con recelo.

—Yo me llamo Noemi. ¿Eres de este lugar?

—¡Gallinazos! –dijo Elena–. Se están comiendo a los muertos.

—No tengas miedo, tú no sabes. –Noemi atrajo el rostro de Elena hacia su cuerpo, mientras observaba una nube de aves carroñeras lanzándose sobre la tierra–. No es el momento de quedarse callada, tienes que decirme si por aquí hay algún peligro, nos pueden matar y ahora tenemos que saber hacia dónde ir. Yo no soy de aquí y no conozco, entonces solo tú puedes decidir.

Elena cambió el rumbo sin decir nada. Escuchaba con atención, inspeccionaba a lado y lado y parecía buscar alguna presencia.

“Sí –pensó Noemi con los ojos fijos en los gallinazos–, deben estar comiéndose los cadáveres de todos los que asesinaron. En la región dicen que los chulos se llevan primero los ojos de los muertos. Comienzan por el alma, igual que esos hombres que llegan a desolar los pueblos. Mediante amenazas, secuestran el alma de las gentes. Hacen correr rumores para que algunos huyan y abandonen sus tierras y cuando el miedo ya los ha invadido, desesperados, sin resistencia y suplicando, los asesinan. Luego los descuartizan, los entierran en fosas comunes o los dejan regados, los abandonan para que los buitres se les lleven la mirada. En sus afilados picos vuelan las almas. Cuando los chulos están ahítos y ya no pueden comer más –le contaban–, abandonan los restos, entonces las almas ya no vuelan, se quedan vagando en la tierra, habitan en nuestros sueños y no volvemos a dormir tranquilos. Anidan también en la tierra abandonada que se va secando y no vuelve a dar frutos. Y se agazapan entre los que huimos hacia las ciudades donde nos asfixiamos y morimos con los ojos saltones en medio de un desierto. Sí –se dijo Noemi con el recuerdo de aquellas narraciones atormentándola–, son los buitres llevando por los aires las almas de los muertos”.

Elena la tiró de la camisa. En silencio reanudaron la marcha, cada imagen del horror que Noemi vivía, aumentaba el temor por sus hijos.

—Creo que pronto saldremos de aquí; la música es apenas un murmullo y ya no se ven gallinazos –dijo Noemi, animándose a sí misma, pues el cansancio ya había casi consumido sus fuerzas.

—Los gallinazos se quedaron atrás y los muertos –agregó Elena–. Todos los muertos, todos muertos.

—¡No pienses ahora en eso! Salgamos de este infierno, ya no puedo más. Busquemos un lugar para pasar la noche. Mañana estaremos recuperadas y ojalá nos podamos ir bien lejos de aquí –dijo Noemi y caminó hacia a un rancho que divisó en la distancia.

Agazapadas sobre la hierba permanecieron atentas. Nadie salía ni llegaba. No se escuchaba ningún ruido y todo parecía abandonado. Esperaron a que cayera la tarde y cuando ya estaba oscureciendo, Noemi se acercó. La puerta principal estaba cerrada desde afuera con una tranca; la empujó y entró en la habitación. Se veían objetos tirados por el piso de tierra. Pocillos con café a medio consumir, un catre de lona revolcado junto a la ventana, un viejo y desvencijado armario con los cajones abiertos y una caja de madera que parecía hacer las veces de mesa de noche, sobre la que había un portarretratos desbaratado y vacío. No podía dejar de mirar conmocionada unas tres puntá viejas que estaban en el piso, con el cuero torcido y las huellas gastadas de quien durante mucho tiempo las usó, y ya no estaba allí –acaso ya no estaría en ningún lugar– pero su presencia palpitaba en el aire. Y la intimidad llena de presencias que invadían su mente le producía a Noemi pudor por haber ingresado al drama que intuía. Casi sentía sobre la piel el miedo que se había vivido. Lloró con desesperanza. Allí estaba la historia de muchos seres humanos. Una casa igual había sido en otro tiempo, en su infancia, ámbito sangriento y brutal. Acariciaba las mantas raídas, mientras en el portarretratos se imaginaba la foto amarillenta de su madre y sus abuelos.

Noemi trajo a Elena y se dispuso a refrescarla con agua que había encontrado en una caneca, y Elena, que desde hacía años se bañaba sola, se dejaba hacer con timidez. Pensó en su mamá, que siempre la había bañado de pequeña en el solar, bajo el árbol que crecía cerca del fogón de piedra. Observó el catre de lona, recordó que muchas veces se quedaba dormida en la cama de su madre y amanecía a su lado, arrebujada en su calor. Noemi observaba esa mirada vaga y perdida, y sabía que estaba atrapada en los recuerdos, como ella en la memoria de sus hijos cuando los bañaba desnudos al aire libre, en el pasto frente a su casa en Trujillo. Permaneció con el pañuelo escurriendo agua sobre su vestido, hasta que de manera mecánica, comenzó a limpiarse ella también.

Elena se tendió sobre el camastro y se durmió inmediatamente. La noche era clara, plena de estrellas que brillaban intermitentes. Noemi se sentó en una banqueta que recostó contra la pared de bahareque y se dispuso a esperar el amanecer. Escuchaba los grillos y los ruidos que hacen los animales en la noche. Sabía diferenciarlos perfectamente de aquellos que hacen los hombres cuando se desplazan sin querer ser escuchados; mientras pudiera oír el viento y a los animales se sentía tranquila, y aquella calma momentánea la hundió en un sueño profundo que duró varias horas. Un sonido extraño la despertó, entró sigilosamente en la casa y buscó un cuchillo en una gaveta desvencijada de la cocina. Con cuidado se dirigió hacia el lugar donde se producía el ruido. Giró sobre uno de los costados de la choza y vio una gallina que picoteaba un cartón. Entonces, se abalanzó y la cogió; sin contemplación, con pericia, le torció el pescuezo y la colgó con el pico hacia la tierra. Nacía el alba y bajo su tenue luz despresó al animal que puso a cocinar en un fogón de leña.

La belleza se despejaba y a medida que el sol se elevaba, iluminaba una topografía de pequeños montes ocultos por nubes de bruma que descendían sobre la sabana verde; esta era una tierra fértil y hermosa. “Por eso –pensó– los destierran y los matan. Y también, por ese odio viejo, ancestral y rancio, enquistado en el alma”.

CAPÍTULO 2
EN NINGUNA PARTE EN LA TIERRA

El silencio es aplastante sobre el sonido de los pasos que rascan el pavimento, el choque de ollas o el canto desafinado de alguna gallina encerrada en una caja. Las personas se desplazan agobiadas por el sol inclemente y por la inmensa amargura, la cólera y el dolor. Algunos van solos, otros en pequeños grupos y otros más rezagados se apartan como si no desearan compañía. Parece un largo cortejo fúnebre en el que cada uno lleva a sus muertos sostenidos por el mutismo. Entre la crueldad y las carcajadas soeces asesinaron también las palabras y su sentido se derramó, purpúreo, hacia la tierra. Cada súplica por la vida desataba una patada, un balazo, cada llamada a la compasión una puñalada o una bolsa en la cabeza cerrando la respiración y cada negación de las acusaciones encendía el zigzagueo aterrador de la motosierra sobre la víctima. No hablan, solo se desplazan cargados con los bártulos que lograron rescatar de aquellas noches salvajes.

Algunos caminan con viejos enseres a sus espaldas, otros no lograron rescatar nada, pero todos se inclinan agobiados por la incertidumbre que labran con cada paso. Llevan la miseria en sus rostros y el temor dentro de sí mismos. Es una masa aterrorizada que emprende un camino sin hacia dónde, un montón de humillados con sus muertos habitando en sus mentes. Parecen un error en medio de aquel paisaje, una turba ensimismada donde nadie habla con nadie, donde ninguno dice nada. ¿Para qué? Durante esas interminables noches de violencia y espanto, aprendieron que si lo hacían morirían, que de todos modos serían asesinados: si negaban las acusaciones de las bestias humanas era irremediable su condena y si lo afirmaban les acontecía, igualmente, una muerte terrible. Tienen los ojos vacíos, pero en aquellos rostros hay un hogar destrozado, una familia perdida, un amor torturado, y todos llevan a sus muertos arropados con el silencio, la humillación y el desprecio por sí mismos.

Algo falta: los perros curioseando y oliendo todo, moviendo sus rabos entre las piernas de sus amos o alejándose para perseguir algún ave hasta hacerla levantar el vuelo. Ningún perro los acompaña, los extrañan también a ellos. Cuando esas jaurías humanas ingresan a los pueblos, los perros son los primeros en ser degollados para que no alerten a los pobladores. Esos hombres llevan, además, la orden de matar a todos los jóvenes y dejar a los ancianos y a algunos niños vivos, a los unos para que narren el horror y a los otros para que lo guarden en su memoria. Tampoco van con sus vacas, burros o caballos, huyeron o se los robaron. Un pueblo sin animales es un pueblo medio muerto. Un ser humano sin un animal, un campesino sin un perro, está íngrimo en el mundo. Allá quedaron junto a los cuerpos destrozados, destrozados también ellos. Aquí caminan los cuerpos de almas desamparadas, sin siquiera un perro de compañía.

Es una multitud arrancada de esa tierra que aun lleva entre las uñas mezclada con sangre, desplazada de las imágenes que asombraron sus ojos y de la música que animó sus cuerpos. Un pueblo extirpado de sus amores, de sus costumbres. Todo está roto, llevan la sombra a sus espaldas, que pronto obnubilará sus ojos ya sin amor, ya sin ninguna esperanza. Piensan en sus casas cerradas inútilmente, en sus animales huidos del espanto, perdidos, y en cuanto han abandonado. Les pesa una vida sin futuro y los dobla la enorme culpa, que sin razón, llevan en sus almas como furiosas Erinias, que los asedian con el olor de los cuerpos insepultos, alimento de los animales carroñeros. Son víctimas que se sienten culpables, ellos que no han hecho nada, ellos que no pudieron hacer nada, además de enterrar a algunos muertos, o lo que quedaba de ellos, almas errantes pegadas a la vergüenza de haber sobrevivido.

Noemi y Elena caminaban también silenciosas. Desde el rancho que les había servido de refugio escucharon el sonido de pasos arrastrados, y luego, sobre el fondo del cerro, vieron a los errantes aparecer en la carretera. Se sumaron, temerosas de encontrar algún retén de los paramilitares o del regreso del helicóptero, caminaban en el extremo recostado sobre el cerro para poder escapar. Elena miraba los rostros con interés y se detenía a observar a los niños como buscando algo, e incluso, escrutaba algunas de las cosas que llevaban; nada le era familiar, ningún rostro le decía nada y ellos tampoco parecían reconocerla. Noemi la observaba, sabía que buscaba a alguien, y al no encontrarlo, desaceleraba el paso para dejar que otros desplazados se acercaran y entonces volver a empezar la misma pesquisa.

Elena veía los rostros apretados por el dolor. Parecían de piedra, sus expresiones estaban congeladas, detenidas. Su presencia y su mirada, no les generaban ninguna reacción, no la veían, atrapados en otras visiones, caminaban empujados por una fuerza invisible que los arrastraba hacia adelante.

Unos se detenían por momentos y se tiraban sobre la orilla a descansar, tomaban agua y comían algo; otros se quedaban tumbados y ya no querían levantarse. Casi siempre, con las manos en los ojos como si quisieran ocultar imágenes tatuadas, lloraban. A veces, alguna mujer echando de menos un rostro aprendido en la huida, desandaba el camino hasta encontrarlo, permanecía unos momentos a su lado y luego reemprendían juntos la marcha. Todos eran ya mayores, demasiado para aquel desplazamiento y solo había unos pocos niños que las mujeres llevaban a sus espaldas. No había ni mujeres ni hombres jóvenes.

A medida que los sobrevivientes cruzaban los pueblos, otras personas se les sumaban; llegaban silenciosas y durante un tiempo permanecían aisladas, huyendo de la familiaridad del horror, de la cercanía carnal de los recuerdos; y en el camino que muchos no volverían a recorrer, vivían un quiebre más profundo que la herida de los cuchillos, una ruptura más honda que las perforaciones de las balas: aquella que el miedo, ese animal presuroso y urgente, abre entre los humanos.

Se apartaban más, pese a que ya estaban separados por la obscenidad de la violencia, huían los unos de los otros, huían de sí mismos, quebrados, avergonzados. Entonces comenzaban el desplazamiento aterrorizado, querían dejar en sus pueblos la pérdida de sus amores, de sus amigos, pero los gestos de quienes habían muerto estaban tallados en sus corazones, y se hallaban también en cada objeto recuperado; permanecerían por siempre en los rituales cotidianos de sus costumbres.

Todos tenían las mismas historias, similares imágenes percutían una y otra vez detrás de sus párpados, pero no eran los mismos que se habían apretado como ganado en el matadero, silenciosos y acobardados, arrinconados en el límite de su humanidad cuando padecieron la puesta en escena de la tortura y el asesinato de los suyos.

Desde la primera incursión, habían logrado comunicarse con otras poblaciones para denunciar lo que estaba ocurriendo y pedir ayuda, sin embargo, durante más de una semana fueron atacados indiscriminadamente y nadie vino en su auxilio; los pocos que lograron salvarse llevaban varios días caminando y no habían encontrado hasta el momento a ningún grupo del ejército, ningún batallón de la armada de marina, nadie. Al mediodía buscaron la sombra de los árboles y allí se tendieron. Se dirigían al sur, atrás habían quedado los pueblos de San Juan Nepomuceno, Carmen de Bolívar, El Floral, Flor del Monte, El Salado, Ovejas, Palmas de Vino, atacados todos. Se acercaban a Los Palmitos donde esperaban refugiarse.

Cuando se disponían a reanudar la marcha, llegaron dos camiones con ejército, uno de los militares que parecía estar al mando gritó.

—¿Dónde está la guerrilla? –nadie contestó, nadie se movió de su sitio. Era el silencio, era la quietud del terror. Entonces, de forma autoritaria y amenazante, les pidió los papeles de identificación.

—Pídaselos a los que nos han masacrado, a los paramilitares que nos atacaron, mataron a muchos y robaron el ganado. Allá están los papeles, se quedaron en los pueblos incendiados con los cadáveres que están tirados por todas partes –les dijo en tono fuerte una mujer mayor que tenía a una niña pequeña recostada sobre su pecho.

Todos se sorprendieron con sus palabras, no esperaban más que el silencio y la obediencia.

—¿De dónde vienen? –preguntó el militar.

—Venimos de todos los pueblos de por aquí. Allí solo quedaron los muertos, las casas destruidas y el olor a podredumbre. –Volvió a responder la misma mujer.

Entre tanto, los hombres del ejército se dispersaron y comenzaron a inspeccionar a las personas. Uno de ellos pasó junto a Elena y la miró con una intensidad insaciable que la hizo estremecer. El oficial se le acercó más, le levantó la barbilla y le dijo.

—Me recuerdas a alguien.

Noemi lo miraba fijamente, quería conservar ese rostro en la memoria, que no se le olvidara nunca; vio en él unos ojos irrigados por el desprecio y una fuerza contenida en la forma de sostener el fusil como si quisiera disparar; entonces comprendió el terror de Elena. “Es posible que la haya reconocido y ella a él –pensó–. Estos hombres deben ser los que masacraron los pueblos”. De nuevo, el militar que ahora se encontraba inspeccionando a los demás, volvió su rostro sobre Elena, la miró pensativamente y ordenó:

—Vamos a tomar los testimonios, que cada uno tenga su cédula en la mano. Hay que hacer la denuncia, si no, esos bandidos quedarán libres. –Se empeñaban en que los culpables eran los guerrilleros.

Sospecharon entonces que esos hombres eran cómplices de los paramilitares. Tomarían los datos y los nombres, pero no iban a hacer nada por ayudarlos, por el contrario, seguramente luego los buscarían para matarlos, pues era posible también que tuvieran miedo de ser reconocidos.

—Daremos nuestro testimonio en Los Palmitos –dijo de nuevo la misma mujer–. Busquen a los asesinos que no fueron guerrilleros. Mientras ustedes pierden el tiempo con nosotros, ellos ya deben estar lejos. No les diremos nada –afirmó.

Un murmullo sordo se elevó desde la multitud, era un sonido de rabia contenida y de impotencia. Entonces, los hombres se subieron de nuevo a los camiones. Elena seguía temblorosa, el militar, al partir, le dirigió una mirada escrutadora y pensativa. Entonces alguien gritó:

—Vámonos antes de que regresen. No podemos permitir que nos encuentren de nuevo en este desierto.

Comenzaron a caminar con paso apretado, con ritmo de huida. Elena, inmóvil, no lograba controlar el temblor, el miedo se le había metido como un animal desasosegado en el cuerpo. Noemi quiso abrazarla, pero ella la rechazó y rompió a llorar. Los demás se estaban alejando, lo que podía ser mortal para ellas. Sin contemplación le dijo:

—Parece que ese hombre te ha reconocido por algo, tienes que moverte, no sea que regrese.

Elena le dirigió una mirada iracunda y comenzó a caminar con pasos fuertes y decididos. Se alejaba de Noemi, se mezclaba entre la muchedumbre y escuchaba las conversaciones que se daban en los grupos que se habían formado durante el desplazamiento.

—Uno de esos estuvo en mi pueblo con las autodefensas. Fue el que degolló a doña María Castaño al suplicar por su hijo cuando lo estaban ahogando con una bolsa, dizque porque era guerrillero –afirmó un anciano que iba con otras cuatro personas en su grupo.

—El más joven era uno de los informantes encapuchados, lo reconocí por el anillo, lo llevaba cuando señalaba a los muchachos como guerrilleros. Decían que era del pueblo pero, ¿cómo alguien iba a entregar a los amigos?

—¡Ah! Por eso se quedó a un lado, tenía miedo de que lo reconociéramos –dijo otra de las mujeres del grupo.

—Debemos apurarnos para llegar a Los Palmitos. Le pediremos al cura que nos albergue en la iglesia. No creo que se atrevan a matarnos allí.

—Nos matarán en cualquier parte –dijo otro.

Si antes Elena miraba los rostros de los desplazados buscando a alguien de su pueblo, ahora no deseaba ser reconocida ni encontrar a nadie. Con cada paso quería aplastar el rostro siniestro del militar que parecía haberla reconocido, destruirlo, arruinarlo, cubrirlo con el murmullo de los desterrados que pasaba de la efervescencia a una letanía suave y moría entre los campos sumidos en la miseria. Ella no lo recordaba, pero el encuentro tenía que haber sido en El Salado, su pueblo, aquella noche de horror.

A medida que recorrían la carretera, los paisajes eran como las almas tristes de aquellos errantes. Solo se escuchaba el sonido que hacían las hojas de los árboles azotados por la brisa que comenzaba a levantarse. Piensan una y otra vez en lo que pudieron haber hecho, cambian una historia que ya es de hierro, solo para sentir que el rostro de los verdugos es ahora su mismo rostro.

A lo lejos se divisaban algunas casas. Los desterrados supieron que pronto llegarían, no lo pensaban con entusiasmo, sino como un adiós definitivo a sus muertos, a sus tierras, a sus lugares de pertenencia. Sabían que posiblemente no regresarían y que ya no habría tierra para ellos.

La violencia se lo lleva todo, pensaba Noemi, dirigiendo su mirada sobre los campos solitarios, hundidos en la maleza pálida que tapaba la tierra. Un día los muertos serán desenterrados, cuando el arado de los tractores de quienes se apoderaron de las tierras destroce los esqueletos y los esparza. Entonces, esos restos partidos, como un día fue quebrada la vida, serán desaparecidos para siempre.

La gente de Palmitos los sintió llegar y el miedo los encerró en las casas, amarró en sus bocas las palabras que acogen, y detuvo los brazos de ayuda y protección. El rechazo se sentía y se derramaba en indiferencia sobre las calles solitarias. La gente los vio entrar, acobardados, cargados con los objetos de un hogar perdido, de unos amores desechos, con los gestos del horror en sus rostros. Con aquel recibimiento, los desplazados supieron que no llegaron ni llegarían a ningún lugar, que ese pueblo tampoco sería el suyo; ellos ponían al descubierto el pánico que habitaba como bestia agazapada en el corazón de quienes desde las rendijas los miraban llegar. Unas pocas mujeres salieron de sus casas y les entregaron pan y algún refresco.

Entraron en la plaza y se sentaron sobre los adoquines tibios. Al poco tiempo llegó el alcalde acompañado por el cura. Las gentes del pueblo observaban atentas lo que ocurría.

—¿Quiénes comandan este desplazamiento? –preguntó el alcalde.

—Nadie –respondió la mujer que horas antes había hablado a los militares en la carretera.

—Entonces les hablaré a todos. Aquí no tenemos dónde alojarlos; no tenemos víveres, ni las cosas mínimas para que puedan pasar la noche. Hemos pedido apoyo al gobierno sabiendo que se desplazaban hacia acá, pero aún no ha llegado nada y el ejército se encuentra combatiendo con la guerrilla que atacó a sus pueblos, por eso no los pueden escoltar para que continúen su camino y no tengo permiso para que se alojen en el batallón. Quizá puedan dormir en las afueras y reanudar la marcha mañana temprano. Aquí no pueden quedarse.

El silencio era general, ninguno de los desplazados decía nada, los gestos de desconcierto y confusión eran visibles. La voz de la mujer se volvió a escuchar llena de asombro y rabia contenida.

—No fuimos atacados por la guerrilla, fueron los paramilitares que durante semanas masacraron, violaron y saquearon en los pueblos. Nosotros pedimos ayuda: llamamos a las autoridades y al ejército, pero ninguno vino y allí ya no queda nadie vivo, nos abandonaron a su odio y de todos esos pueblos solo quedamos nosotros que no sabemos cómo hemos sacado fuerzas para llegar hasta aquí. Nos iremos cuando llegue el defensor del pueblo con los jueces y los periodistas; todo el mundo debe saber lo que pasó.

—¿No se dan cuenta de que solo hay mujeres y hombres mayores y niños? Que se alojen en la escuela o en la iglesia. No podemos echarlos, tenemos que ayudarlos. –Gritó una mujer desde un balcón.

—Que se queden aquí; ¿Dónde está la caridad cristiana? Recojamos comida de nuestras casas, y que la alcaldía y la iglesia ayuden. –Afirmó otra.

—¡Alójalos en tu casa! Son un peligro, los atacaron por guerrilleros y ahora vendrán a matarnos a nosotros por acogerlos. –Se escuchó una voz desde una casa cerrada.

—No somos guerrilleros, gritaron al unísono los desplazados como si ya no tuvieran nada que perder.

—Que se queden en la iglesia o en la escuela –apoyaron otras voces, mientras el cura y el alcalde permanecían en silencio y se miraban interrogándose.

—Ustedes son un peligro para esta población –dijo el alcalde–, y mi deber es protegerla, sin embargo, pueden dormir esta noche en la escuela y mañana tienen que salir muy temprano. No quiero problemas aquí.

Caminaron en silencio hacia las afueras del pueblo donde estaba ubicada la escuela. Una bandera de Colombia ondeaba en lo que debía ser una cancha de fútbol en cuyo margen se encontraban los rudimentarios salones. Allí comenzaron a disponer las cosas que traían. Un poco más tarde llegaron las mujeres del pueblo con ollas, plátano, yuca, ñame y una gallina ya lista para ser cocinada. Armaron un fogón de leña y pusieron a hacer la comida. El cielo estaba luminoso y transparente, cientos de estrellas titilaban y la brisa corría sobre sus rostros. La gente yacía tendida sobre la grama cálida y algunos comentaban con amargura la actitud del alcalde y del cura, dejando sentir un profundo resentimiento en sus palabras. Otros, sumidos en el silencio, escrutaban el firmamento y otras más, las mujeres, hacían la comida y buscaban utensilios para repartirla. Noemi y Elena escuchaban las conversaciones sin prestarles atención, hundida cada una en sus cavilaciones.

Noemi, que de mil maneras había sufrido el rechazo de la gente hacia quienes perdiéndolo todo huyen de la violencia, se sentía furiosa y desanimada. Se preguntaba también qué haría con Elena, y aunque no quería obligarla a narrar su historia, necesitaba saber si tenía a alguien con quien pudiera dejarla.

Con el dinero que tenía podía irse a Sincelejo donde vivía su primo, permanecer unos días en su casa y hacer averiguaciones. A pesar de sus dudas, allí o en cualquier otro lugar seguiría buscando a sus hijos en las calles, en las listas de los secuestrados de la guerrilla, de fosa común en fosa común, en el borde fétido de toda excavación, en los caminos inciertos de rumores crecientes. Seguiría, pues desde que habían desaparecido sus hijos, ya no tenía lugar en la tierra.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de la mujer que había hablado en nombre del grupo:

—Buenas. Me llamo Carlota García, soy de San Juan Nepomuceno. Allí mataron a mi hijo y a mi nuera, solo me quedó esta nieta, María Clara. Estamos muy cansados, pero después de la comida tenemos que decidir qué vamos a hacer. No creo que debamos irnos mañana. Pedimos que vinieran el defensor del pueblo y los periodistas.

Una vez comieron, se reunieron todos en torno al fuego, Carlota dijo:

—Algunos de ustedes me han dicho que con el poco dinero que lograron salvar, se irán mañana. Pero entonces nos dispersaremos y lo que vivimos quedará enterrado y cubierto por nuestro propio silencio. Les pido que nos quedemos hasta que lleguen las autoridades y los representantes de Derechos Humanos. Luego de que demos nuestro testimonio y los nombres de todos los desaparecidos figuren como asesinados por los paras, nos podremos ir.

Un señor carraspeó nerviosamente y dijo:

—Me llamo Juan Carrizales, vengo de Ovejas. Toda mi familia fue masacrada. Menos mal que mi esposa ya había muerto, pues no hubiera soportado ese horror; nunca mis ojos ya viejos vieron algo semejante; ni en la época de La Violencia se asesinó a la gente de manera tan brutal y con tanto odio y sevicia. Esas serán las imágenes que me lleve a la tumba. Entre ahogos incontenibles se puso a llorar. Yo me quedo para decir los nombres de mis hijos y de mis nietos por última vez.

Las mujeres que estaban a su lado afirmaron que también se quedarían. Otra alzó la voz con ira y desesperación:

—No soy de por aquí, vengo de Cartagena. Llevaba tres días en El Salado visitando a mi hermano y a su familia, cuando entraron los paramilitares matando y degollando a los que se encontraban en el camino, y ya en el pueblo, cortaron la luz, separaron a los hombres de las mujeres y los niños y comenzaron a rifar la muerte. No puedo decir lo que vi, eso era el infierno. Estuvieron allí varios días, no más que torturando hasta matarlos a todos.

Cuando Elena escuchó el nombre del pueblo, se tensionó y de sus ojos negros y profundos fijos en la mujer, brotaron lágrimas. Noemi supo entonces de dónde venía Elena y sospechó que sus padres habían sido asesinados. La rodeó con sus brazos. No se dijeron nada, nada había para decir entre ellas; un lenguaje de gestos y lazos de ternura y comprensión, se abrían paso entre los corazones, pues el dolor despertaba el acogimiento sin narraciones, sin palabras, y ante aquellas lágrimas que hacían correr las de Noemi, surgía una amorosa relación. Permanecieron así unos minutos hasta que el llanto cesó.

—Nos mataron a todos. Yo también me quedo –dijo alguien más–, exijo que esto se sepa, que atrapen a esas bestias y se haga justicia.

Temprano en la mañana, apenas el sol despuntaba, un ruido sordo y seco y gritos amenazantes, los despertaron.

—¡Levántense, tienen que irse! Arreglen la escuela y pongan las mesas en su lugar.

Los militares empujaban a la gente, la pateaban. Todos se levantaron y aquella brutalidad volvía a hundirlos en el estupor y el miedo. Carlota y varias mujeres más, se acercaron a ellos y los increparon: