Loe raamatut: «Mientras el cielo esté vacío», lehekülg 3

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—Ustedes vienen a tratarnos como si los brutos asesinos fuéramos nosotros. ¡Qué vaina! Díganle al alcalde que no nos iremos hasta que no lleguen el defensor del pueblo y los periodistas.

—Aquí tenemos varios camiones. Los llevaremos hasta Corozal. El alcalde ya se puso de acuerdo con la Defensoría del Pueblo y ellos van a estar allí esperándolos, junto con personas de la fiscalía. ¡Apúrense! Los tenemos que custodiar hasta allá.

Recogieron sus cosas y se subieron a los camiones. Nadie estaba seguro de que el alcalde hubiera concertado la cita. Apeñuscados, arriados como animales, tratados como indeseables, salieron del pueblo. Tenían miedo, sabían que posiblemente iban hacia una trampa ineludible: si no los asesinaban los militares que los conducían, podrían ser víctimas de sus cómplices, los paramilitares, y si estos los dejaban vivir, entonces serían atacados por la guerrilla, acusados de ser colaboradores. La situación era tan paradójica que posiblemente los mismos que los escoltaban, habían participado en las masacres de los pueblos de Los Montes de María.

Mientras el paisaje trasmitía una armonía extraña, casi mágica, ellos llevaban el duelo y la congoja en su corazón, cobijados por la sospecha en aquel convoy que los conducía. Sorpresivamente, en medio de la carretera desierta, los camiones se detuvieron y los militares los obligaron a bajarse en medio de insultos y malos tratos.

—¡Aquí se quedan! Corozal está a pocos kilómetros, acaben de llegar a pie. ¡Bájense! –Gritaban, mientras les tiraban las cosas al suelo y los halaban para hacerlos descender.

Nadie protestó, el miedo de que los mataran los convirtió en un único organismo. Se bajaron. El temor aumentó cuando vieron varias casas cerradas, abandonadas y con los muros visiblemente dañados por las balas y los morteros. Escucharon en sus mentes ráfagas de metralleta, gritos, sus propios gritos y los de aquellos hombres como perros enfermos de rabia. Oyeron de nuevo las voces casi apagadas que gemían y pedían auxilio y vieron a mujeres heridas arrastrándose sobre la tierra para alcanzar el último suspiro junto a sus seres queridos ya asesinados. Las balas silbaban sobre sus cabezas y entre los pasos acelerados de quienes encontraban la muerte de frente al toparse con los asesinos que venían en la retaguardia. Los camiones regresaron y ellos, con sus pocas pertenencias regadas sobre el pavimento, se quedaron mirando hacia el caserío.

La confusión reinaba otra vez en sus corazones, era el mismo sentimiento desesperado que padecieron al asistir al asesinato de su gente. De nuevo volvían a sentir el impulso de escapar venido de cada músculo, de cada fibra de sus cuerpos, y aunque aquel mandato carnal era la orden perentoria del animal, también lo era la parálisis que el miedo les producía. Muchos habían encontrado así la muerte, atrapados entre la exigencia imperiosa de huir y la férrea inmovilidad del pánico. Era casi imposible salir vivos de la maraña de odio que los atrapaba, y tarde o temprano caerían en sus redes de fuego, sangre y cólera.

Frente a aquellas imágenes que eran las suyas y que revivían el horror, se preguntaban por la salida de lo que ya sin duda alguna consideraban una trampa mortal en ese camino. El poblado en ruinas los objetos tirados, la desolación de las casas y la soledad, hacían pensar que ellos eran los únicos que habían sobrevivido en aquellas tierras. La tristeza que sentían, arrancados de todos y de todo, los hacía vulnerables y presas fáciles de esas bestias. Haber salvado sus vidas había sido la prolongación del horror. Lo que ahora estaban viviendo era apenas un leve anticipo de los sobresaltos y las humillaciones que vivirían durante su eterno destierro.

Algunos recordaban el inicio del asalto a su pueblo, otros precisaban el lugar donde los habían ubicado para matarlos uno por uno; otros más veían el rostro asesino y aterrorizados bajaban los ojos. Pero los recuerdos que anidaban en sus mentes no eran continuos. Ninguno tenía una comprensión completa de los hechos, su memoria también estaba rota por el dolor que mantenía algunos momentos hundidos en la oscuridad.

Un sonido agudo, chillón, creó una conmoción entre los desplazados, cruzó como un cuchillo y fijó la alerta sobre sus rostros, en un principio no supieron de qué se trataba hasta que uno de los hombres señaló hacia el cielo y dijo emocionado:

—¡Son cotorras!

Una bandada pasó sobre sus cabezas hacia los árboles de la explanada. De manera automática, los desplazados cogieron sus cosas y comenzaron a caminar. Cuando finalmente llegaron a Corozal, narraron sus historias interrumpidas por largos silencios frente a lo que el pudor callaba. Cada uno, al terminar su relato ante al defensor del pueblo, algunos periodistas y los representantes de las organizaciones de derechos humanos, salía con el infierno en el alma y la sospecha de que un infierno peor anidaba en sus omisiones. Rumiando su soledad, tomaban rumbos inciertos, caminos hacia la dispersión que se llevaría para siempre la memoria. Algunos decían que se iban hacia el Norte, otros hacia el centro del país y muchos, que no sabían aun hacia dónde dirigirse, tomarían el primer autobús que los sacara de esa región.

Cuando Noemi y Elena entraron a dar su versión de los hechos, les pidieron el nombre, un documento de identidad y les preguntaron si conocían a los responsables de la masacre.

—Me llamo Noemi Álvarez Restrepo. Nací en Trujillo, Valle del Cauca.

—¿Y ella? –preguntaron.

—Elena Álvarez –se apresuró a contestar Elena–. Soy su hija –agregó.

Visiblemente sorprendida, Noemi supo que Elena no declararía nada, entonces contó lo que había vivido en el Carmen de Bolívar.

—¿Y usted, por qué fue al Carmen?

—Porque me dijeron que allí se iban a abrir unas fosas comunes que la población había denunciado y yo estoy buscando a mis hijos desaparecidos.

—Según usted, ¿quiénes perpetraron la masacre?

—Fueron los paramilitares, llevaban el distintivo en el uniforme.

—¿Y la niña, tiene algo que decir?

—No –contestó Elena secamente. –Noemi firmó la declaración y salieron de allí.

—No debiste haber dicho que eras mi hija. ¿Por qué lo hiciste?

—No quiero hablar con ellos, además casi no recuerdo nada, solo los disparos, los gritos de mi mamá ordenándome que huyera y una mano como de hierro que me haló hacia el monte.

—¿Tu papá?

—Solo tengo mamá. Creo que la mataron. Ella tenía un novio, pero no era mi papá, el mío se fue y nunca supimos de él.

—¿Tienes parientes en algún lugar?

—No. todos están muertos. –Se sentó en un muro cerca de la plaza del pueblo y se puso a llorar–. No tengo a dónde ir –continuó– no tengo a nadie –decía entre sollozos y ahogo–. No me abandones ni me entregues a esos policías.

Noemi se estremeció con un dolor que le recordaba el suyo propio, lanzada a la extrañeza del abandono en un mundo que desde entonces le había sido hostil, Elena, expectante, ahogada en la angustia, esperaba. Y Noemi, viendo el temblor mudo de sus labios, sabía de qué insondables e indecibles preguntas, estaba hecho aquel llanto. Entonces, la abrazó, y limpiándole la nariz con su camisa sucia, le prometió que continuarían juntas.

—No tengo a nadie, solo te tengo a ti. Creo que a mi mamá la mataron.

Noemi sintió aquel murmullo en su pecho, como un soplo a su aridecido corazón. Entonces no quiso indagar más acerca de lo que a Elena y a su madre les había ocurrido.

Permanecieron un buen rato mirando las golondrinas volar y posarse sobre los alambres de la luz. El sol declinaba y el atardecer iluminaba sus rostros tostados durante el largo camino de la huida. Se dirigieron hacia el parque central tomadas de la mano, en una cercanía que aquella mentira había posibilitado, una complicidad secreta que venía tejiéndose desde el momento en el que Noemi la había encontrado a punto de desfallecer.

Comieron en un restaurante casero y salieron a buscar un lugar donde pasar la noche. Noemi quería estar en las afueras del pueblo, pues desde allí era más fácil escapar en caso de un ataque. En la calle se encontraron con Carlota y su nieta, se saludaron y ésta les dijo:

—Nos hemos dispersado. A los que no tienen dinero los van a acomodar en una escuela hasta que lleguen recursos del gobierno y puedan ir a un lugar de acogida; esperarán en vano. Los demás han salido; algunos tomaron el último bus hacia Sincelejo. Voy a quedarme durante unos días más, quiero saber qué van a hacer las autoridades, pues si todos nos vamos, es seguro que no harán nada y son capaces de desaparecer nuestros testimonios. Veremos si aparece algo en los periódicos.

—No creo que hagan algo, ellos despistan, mienten, cambian pruebas o las esconden y se protegen unos a otros. Las víctimas no les importamos. Quieren nuestras tierras. ¿Cuántas masacres ha habido y cuántos han sido juzgados por ellas? ¿Quiere que se lo diga y que le diga a dónde vamos los que hemos sobrevivido?

Noemi hablaba con rabia.

—¿Cómo te llamas? La interrumpió abruptamente Carlota.

—Noemi.

—Noemi, no quiero que hablemos aquí; conozco la pensión de una amiga donde podemos pasar la noche. Está en la última calle del fondo, es un lugar tranquilo, la dueña está sola en el mundo y un poco loca. La noche cuesta diez mil pesos, sin comida y no recibe ni a viciosos ni a borrachos. ¿Quieres que vayamos allí?

Las últimas luces del sol agonizaban; una luna creciente cabalgaba sobre los techos de las casas y agigantaba en sombras los objetos. Aún no habían encendido las luces eléctricas del pueblo y las llamas de las lámparas temblaban sobre las paredes. A veces se topaban con otras personas y cada encuentro en la penumbra era un sobresalto. Noemi había observado que la gente las miraba con desconfianza y sospecha, y cuando pasaban a su lado, el volumen de su voz descendía. No le extrañaba que esas personas estuvieran hurañas y desconfiadas.

Llegaron a la pensión. La dueña era una señora delgada de unos sesenta años, de tez morena. Cuando vio a Carlota corrió hacia ella y la abrazó con fuerza y alegría.

—¡Ay! Estás viva ¡Siquiera! Cuánto he sufrido durante estos días preguntándome si te habían matado. Nos enteramos de las masacres, pero no pudimos hacer nada, pusieron retenes del ejército que impedían ir hasta Los Montes, con la excusa de que había combates con la guerrilla, pero hace una semana, unas personas que lograron salir de Ovejas dijeron que los paramilitares, el ejército y la infantería de marina estaban masacrando en todos los pueblos. No los volvimos a ver, desaparecieron, estarán tirados en alguna ciénaga. Desde el principio sabíamos que no era la guerrilla. Son muchos los muertos y desaparecidos, dicen que se cuentan por cientos. ¿Esta es tu nieta?

—Sí, es María Clara. Solo le quedé yo. Sobrevivimos unos pocos de chepa. Sabían lo que pasaba y aun así las autoridades no hicieron nada, nunca hacen nada, qué van a hacer si son ellos mismos. Mira, te presento a Noemi y a Elena, que llegaron conmigo, dijo Carlota.

—Mucho gusto. Soy Altagracia Hernández. ¿Se van a quedar? Voy a arreglarles los cuartos.

—Sí, y también queremos comer, creo que todas, como yo, nos morimos de hambre, contestó Carlota mientras caminaban hacia las habitaciones.

Veo que no pudieron salvar casi nada, tengo alguna ropa que he recogido para casos de necesidad. La voy a traer para que se la midan antes del baño –dijo Altagracia y mandó a organizar la comida.

—Estaba diciéndole a Noemi que los desplazados debíamos quedarnos juntos y presionar a las autoridades para que busquen a los asesinos, vayan a los pueblos, entierren los cuerpos y ayuden a quienes se quedaron sin nada, sin dónde ir –dijo Carlota.

—No creo que por ahora hagan algo –respondió Altagracia–; el ejército lo tiene todo controlado. Los desplazados corren aquí un gran peligro; la violencia, según dicen, ha sido tan fuerte y tan horrible, que no creo que los militares quieran testigos, perseguirán a los que traten de hablar. Hacen bien en irse. Pero no hablemos de esto en la mesa y delante de las niñas que están cansadas y con sueño; creo que lo mejor es llevarlas a dormir ya.

—Hemos caminado durante días y solo vimos al ejército una vez. Sus únicos combates han sido los que han llevado a cabo contra nosotros –dijo Noemi mientras llevaba a Elena a la habitación.

—No quería preguntar ni remover el dolor pero, ¿cómo no hacerlo y conversar como si nada hubiera ocurrido? Sé lo difícil que es, las palabras se vuelven como alfileres que se nos clavan y desangran por dentro. Yo lo vivo todos los días; en esas masacres de la guerrilla y de los paras en complicidad con la fuerza armada he perdido a mi familia. A algunos de mis hijos los he podido enterrar, otros están desaparecidos, a los dos menores los busqué por toda esta región, fui donde se abrían fosas comunes, las pocas que se han descubierto, pero no los encontré. Están en las listas de los desaparecidos en Bogotá, en las de acá no, pues la policía me dice que seguro se fueron para la guerrilla; yo sé que eso es mentira y que lo que no quieren es ponerlos en la lista de los desaparecidos.

Noemi y Carlota permanecían en silencio. Entonces Altagracia se levantó de la silla donde se quedaron luego de que las niñas se durmieran y trajo una botella de ron blanco. Por las ventanas entraba una brisa suave.

—Por mis muertos, por todos nuestros muertos, por los miles de asesinados –dijo y lanzó el primer trago al suelo. Volvió a servir y las tres bebieron–. Es mejor el ron que las pastillas. Llevo años durmiendo apenas unas horas; cualquier ruido me asusta.

Hace ya cuatro años que mis hijos salieron muy temprano a vender un ganado a Sincelejo y nunca regresaron. No apareció el ganado ni el camión ni ellos. Los vieron de salida cuando cruzaban el pueblo, incluso hablé con un hombre que se los encontró en la carretera, pero nunca llegaron a Sincelejo. Tenían un monte en Toluviejo, yo vivía con ellos luego del asesinato de mi marido. Cuando desaparecieron, me quedé allí sola. Me levantaba y me quedaba horas mirando hacia la carretera esperando su regreso. Luego un señor Juancho, no recuerdo su apellido, llegó a preguntarme si quería vender la finca. Me negué durante meses alegando que eso no era mío y que no podía vender hasta que me dió miedo por lo que me podía pasar. Un notario amigo de ese señor hizo unos papeles falsos y así se quedó con el monte de mis muchachos por menos de la mitad de su valor. Con esa plata compré esta casa y puse la pensión, así tengo para vivir y estoy acompañada.

Al año más o menos, la guerrilla mató a ese señor; era un paramilitar del bloque de Los Montes de María, que robaba ganado y extorsionaba y mataba a los campesinos; dicen que se había apropiado de muchas tierras con fraudes y amenazas. Aquí celebraron su muerte en una venganza ebria y descorazonada por las vidas que este hombre arruinó. Muchos me han dicho que debió ser él quien asesinó a mis hijos, y aunque yo no lo sé con certeza, también celebré durante días con una borrachera entristecida. Ahora ese monte está en manos de un político muy amigo del alcalde de aquí.

La planta se había encendido en el pueblo hacía unas horas, pero ellas continuaban a la luz de las velas. Altagracia no miraba a las dos mujeres, alejada de la realidad les hablaba a las sombras.

—He intentado destruir la esperanza que los mantiene vivos.

Entonces, tomando una de las velas comenzó a cantar la “Elegía a Jaime Molina”, de Rafael Escalona:

A dos amigos que se amaron con el alma, ¡ay hombe!

Recuerdo que Jaime Molina

Cuando estaba borracho ponía esta condición

Que, si yo moría primero él me hacía un retrato

O, si él se moría primero le sacaba un son.

Ahora prefiero esta condición

Que él me hiciera el retrato y no sacarle el son.

Se iba hacia los lados, con el movimiento de una lenta borrachera. Dejó la vela sobre la mesa y se abrazó a sí misma mientras bailaba aquel vallenato que cantaba con voz entrecortada.

—Eran unos hermanos muy unidos –dijo, sirvió un ron doble, brindaron juntas y se fueron a dormir.

Un mareo suave hacía inclinar a Noemi hacia los lados y le costó encontrar la cama, no quería despertar a Elena al encender la luz. Se tendió a su lado, pero no podía dormir, volvió a levantarse, abrió con cuidado la ventana que daba hacia el campo y apoyada sobre el alfeizar se quedó mirando hacia el monte.

Me falta el aire, pensaba. Cada vez que escucho esas historias mis pulmones se encogen. No puedo vivir sumando más dolores. Me siento muerta y rígida como una piedra; no me interesa hablar ni contar mi historia, igual a la de todos: asesinados y desaparecidos. Los desterrados estamos solos, como almas buscando otras almas para morir juntos. Y entre esa Noemi que les dio el desayuno a sus hijos antes de que se fueran a trabajar y desaparecieran, y la de hoy, existe el largo camino de un dolor.

A los desplazados nos asusta el sonido de las guacharacas, escuchamos nuestra pena en los lamentos de los pavos reales en celo, el ladrido de los perros es siempre el anticipo de las balas, y los truenos en el horizonte son los bombardeos a alguna población. Todos asentimos con la cabeza y negamos con el alma, reímos para que el dolor no cuartee los labios. Nadie nota nada, no se percibe la inercia de nuestras vidas. Ya no se habla en las plazas de mercado, no hay cosechas de las que hablar, no hay vacas para criar; los hijos se han ido a la guerra, y la guerra, ya nos ha matado a todos.

Comenzaba a hacer frío y los pensamientos penetraban hondo en su alma e iban endureciendo su rostro. Por la calle vio aparecer a una pareja joven que reía, en sus pasos se notaba que también habían bebido. Pasaron frente a la ventana y se dirigieron hacia la arboleda cercana a la pensión. Los vio abrazarse y besarse, lo vio subirle la falda a la mujer y esta visión hirió sus ojos, trajo a sus labios un aliento asqueroso que agitaba recuerdos de violencias antiguas. Se tendieron sobre el pasto, y ella no quiso mirar más; cada imagen se abría en cascada hacia atrás, hasta que vio rodar sangre por sus muslos infantiles.

CAPÍTULO 3
EN LOS LÍMITES

El reflejo de su rostro en la ventana del bus en el que viajaba con Elena hacia Sincelejo, le robaba la visión de la sabana. Ya no había paisaje que no removiera en su mente las fosas comunes y sus olores fétidos y nauseabundos. Se preguntaba si bajo esos árboles habría seres humanos enterrados, perdidos para siempre del rito de despedida y atrapados en la memoria. Ese rostro que la enfrentaba desde el cristal de la ventana se veía envejecido: los párpados caídos le imprimían una mirada triste, los pómulos surgían perfilados y prominentes y sus labios terminaban en una leve inclinación de amargura. Había envejecido más en aquellos días, que durante los años que llevaba buscando a sus hijos. Nunca había vivido sin sufrimiento, y a lo que más le temía, el desgano por la vida, comenzaba a invadirla. “Sería un triunfo más de los asesinos”, pensó, mientras miraba a Elena dormir.

Había tenido un sueño pesado, asediada por el miedo. No sabía si se trataba de un presentimiento o si los viejos recuerdos de la noche anterior la habían puesto en ese estado de alerta. Quería tomar la decisión de no regresar nunca a esos montes cubiertos de horror y sangre, pero pensaba en Carlota, en la pensión, en María Clara y Altagracia, que había decidido quedarse, a pesar de todo.

“Toma nuestros datos por si decides venir algún día o por si necesitas algo, me gustaría volver a verlas”, le había dicho Altagracia, mientras tomaban un café antes de salir. “Por primera vez en muchos años guardé el nombre y la dirección de alguien en quien puedo confiar. Pero debo seguir el rumbo de esa fuerza imperiosa que me impulsa a abandonar la región. Quizá pueda regresar dentro de un tiempo. Cuando haya encontrado a mis hijos”, pensó.

Se observaba en el vidrio y del silencio brotaba su historia encerrada. Tenía sensaciones que asimilaba a paisajes, olores, a tardes de tormenta, al sabor de una fruta, al canto de un pájaro, mas no a las palabras que solo le habían mentido, se habían vaciado de significado. Vivía en el límite, en el final de sí misma. Se decía “yo” y cuanto surgía de esa palabra era la mirada empañada y el paisaje borroso. Quizá ese yo podría adquirir una existencia verdadera si ella se aliara al odio y a la venganza, pensaba. Entonces sería posible que descubriera un yo inmenso, sin límites, que se expandiera como se expanden los egos de los asesinos que habitan el mundo como si fueran sus dueños. “El mío es un yo pequeño, tímido, un yo pobre, sin las admiradas hazañas del mal y por eso el mundo me puede ignorar o destruir como lo ha hecho con mis hijos y con los miles de asesinados y desaparecidos”, se dijo.

Ella tendría que renunciar a sí misma, acercarse a los horrores vividos, a esa violencia ininterrumpida y alimentarse de eso, volver una y otra vez sobre sus recuerdos, darles la carne y la sangre de su cuerpo para que el odio surja y la rabia y la venganza. Debía permanecer en la tensión de esas vivencias, en el fuego que inician, en el furor que hacen emerger, como en arena movediza en la que se hundiría cada vez más.

No podía regodearse en el dolor y dejar que la rabia corriera por sus venas. No quería. Había sentido la vida estremecerse entre sus muslos y crecer y temblar. Aunque lo que sentía no era odio, acaso tampoco amor, la poseía un dolor que nada tenía que ver con el deseo ni con sus mentidas esperanzas, era la visión aterradora de la vida en agonía. Entonces se dijo: “Nunca más permitiré la derrota que crece desde mi misma y me abate y me ensombrece”.

El movimiento del pueblo la trajo de nuevo a la realidad. Tenía que decidir si buscaban a su pariente o continuaban el viaje hacia Sahagún, lejos de las tierras arrasadas. Sabía que allí en Sincelejo, se encontraba muy activo el paramilitarismo, pero ¿dónde no? Pronto estarían en la terminal de autobuses, en medio del bullicio y de la gritería.

Caminaban entre esas fronteras extrañas, lugares amorfos e inciertos, de amores rápidos y ebriedades violentas, de marginales y hampones, a donde llegan los viajeros, los desterrados convertidos en mendigos o en prostitutas empujadas a catres sucios para amores tristes y humillantes. Elena escrutaba el rostro de Noemi y miraba esas pensiones donde mueren los sueños y las esperanzas, veía a las mujeres con niños barrigones y calvos, a los campesinos con sus camisetas raídas, sus tres puntá gastadas, sus sombreros vueltiaos y la vergüenza en sus rostros al tender las manos mendigantes. Entonces Noemi le devolvía la mirada y Elena regresaba a las escenas callejeras. No se decían nada, en esos trayectos de huida y miedo habían desarrollado una lengua donde el desasosiego, la duda y la desconfianza se trasmitían sin palabras.

Esa desconfianza las apartaba de todo y de todos; Noemi miraba los rostros de las personas y ninguno le generaba simpatía. Rostros amargos como el café negro que se estaba tomando. Y en medio de esa baraúnda alcanzó a leer los encabezados de periódicos: “Sangrientas masacres en los Montes de María, semanas de horror”, “Cientos de desplazados en Los Montes de María por masacres de los paramilitares”. Otros titulares, en cambio, explicaban el desplazamiento por los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla: “Cientos de bajas en la guerrilla”. Al leer esto, sintió que la sangre se le convertía en fuego. Caminaba presa de una honda desazón, con ganas de gritar, de destruir aquellos puestos de cachivaches, y tan rápido que obligaba a Elena a correr detrás de ella. Las calles no tenían el más mínimo espacio. Todo le parecía compacto, era imposible sentirse libre del contacto físico, sin presión, sin miradas sobre su cuerpo. Sentía que respiraba pasteles, bollos, alegrías, que el aire estaba lleno de raspados de hielo, camisetas de equipos de fútbol, herramientas chinas “todo a mil pesos”, de minutos para celulares y de susurros de cuerpos en venta: “Barato papacito que hoy no he desayunado, venga mi amor para que se relaje”, el aire la asfixiaba y le llenaba los pulmones de humo de fritanga, y los ojos se obnubilaban con las miradas derrotadas y los cuerpos arrancados de la humanidad, asediados por la ignorancia y el hambre.

“¡Necesito un trago!”, se dijo. Entró al primer bar que encontró abierto y su corazón volvió a volcarse y la sangre palpitó más fuerte en sus sienes. En una mesa estaban unos hombres tomando ron; vociferaban, dueños del mundo y de la vida, autoritarios, seguros, libres. Llevaban los adornos de oro que siempre exhiben con orgullo, pues saben que allí, todos conocen la gramática de la ostentación que expresan en sus gestos y en la actitud de sus cuerpos en la que puede leerse el desprecio por la vida y la resolución inquebrantable de destruirla. Esos hombres llevaban la marca de la muerte en el tono despótico de sus voces, en sus piernas abiertas y en el modo como se dirigían a la mujer que los atendía. Son los señores de la muerte, lo sabe también Elena, lo saben todos en aquel bar.

Noemi retrocedió y en actitud desafiante, los miró. Acostumbrados a que su presencia intimidara, le sostuvieron la mirada hasta que uno de ellos dijo:

—¡No lo mate! Se lo suplico, no es guerrillero, es cultivador de tabaco. –Y soltaron unas carcajadas delirantes, llenas de soberbia.

Otro, sacando la lengua obscenamente, agregó:

—¡A que les hubiera gustado verla con ese cactus en la boca y los chorros de sangre resbalándole por los labios! –Y volvieron a reír mientras brindaban con sus copas.

Noemi y Elena se paralizaron al oír aquellas palabras, esos rostros serían inolvidables. Salieron de allí, giraron en la esquina y los perdieron de vista. Desoladas, caminaban sin rumbo. Ya Noemi no tenía deseos de llamar a su primo, y aunque debía pedirle su plata, solo quería tomarse un ron y huir de esa ciudad cuyos malos augurios la aplastaban. Necesitaba pensar con lucidez y no movida por aquellas emociones.

Entraron en un restaurante, Elena miraba la carta: mote de queso, empanada de huevo, bollos de yuca y jugos, Noemi pidió un ron doble y cigarrillos. No tenían nada que decirse, y el silencio creaba entre ellas un espacio vasto para las imágenes y esos rostros que las golpeaban repetidamente, en un eco que crecía. Cuando Noemi sintió que iba a gritar hundida en la impotencia y la desesperación, aspiró una bocanada de humo que la contuvo, y dirigiéndose a Elena, dijo con resolución:

—¡Nos vamos! No podemos estar cerca de esos asesinos, aquí se ve la muerte tatuada en los rostros. Siento que una cosa oscura crece dentro de mí y la detesto, es como una marea que arremete contra la esperanza y me llena de rabia.

La mirada asombrada y temerosa de Elena la interrumpió. Trató de cambiar el tono pero no pudo. Callar sus pensamientos era continuar con el engaño, sumarse al artificio, y no estaba dispuesta, así que le dijo sosteniendo su mirada.

—Sí. Odio todo esto y no voy a callarlo aunque seas una niña. Ya te robaron la infancia, la vida fue asaltada en ti cuando apenas comenzabas a vivir. Has visto y vivido tantas cosas que podrías tener mi edad, y no voy a protegerte ahora.

—¿Escuchaste lo que dijeron? Me parece que hablaban de una mujer a la que seguro mataron. Tengo mucho miedo. También me quiero ir, pero cómo vamos a llegar a la terminal sin pasar por donde ellos están.

—Esperemos aquí hasta que esos hombres se hayan ido. Más tarde vamos a comprar los pasajes.

—¿Crees que estuvieron en El Salado? Allá se cultiva tabaco.

—Eso no lo sé, pero no me queda duda de que son paramilitares. La vida para ellos es un campo de batalla y de una manera u otra, siempre están destruyendo o humillando a alguien.

Decía esto mirando a las personas que se encontraban allí; caras tristes marcadas por la soledad, seres hundidos en el silencio, aburridos y ensimismados frente a sus tazas de café, entre nubes de humo de tabaco. Noemi se preguntaba cuántos de esos hombres habían sido desplazados de sus pueblos y de sus tierras, cuántas de esas mujeres, jugando a la vulgaridad y al desafío, habían sido violadas como ella, cuántos de esos seres lisiados escaparon de una matanza y agonizaron entre matorrales; y de todos esos locos, cuántos habían perdido la razón, al ser testigos del desmembramiento en vida de sus seres queridos. Entonces, sintió que el deseo de huir de allí implicaba una negación. ¿Qué hacían abandonando a quienes como ellas eran perseguidos y asediados por la necesidad y conducidos a la margen oscura de un mundo que los ignoraba y les quitaba la dignidad?

Sabía que ellas no se encontraban aun en esas orillas del vértigo, que todavía no clavaban sus uñas en la tierra, garras ya las manos, ni se defendían como animales para no ser lanzadas a la sima de la completa pérdida de la vida. Sin embargo, aquello era su futuro más probable, pues eso hace la violencia: lanza a los hombres a esos límites donde mandan los instintos. No, ella no huiría de aquellos que le señalaban su porvenir. Y el de Elena.

—Este mote de queso me recuerda a mi mamá –dijo Elena.

Esas palabras subieron por su garganta trayendo recuerdos que la ensordecieron con gritos: “Corre, Elena, huye de aquí”, y sintió nuevamente la mano sobre su brazo. De nuevo, como entonces, comenzó el batir acelerado de la huida. Sumida en el silencio y con el sabor amargo de las palabras pronunciadas sin pensar, quiso empujar su memoria. ¿Qué había pasado luego? ¿Quién había sido aquella persona empeñada en salvarla? Parecía estar ante una pared que ocultaba lo ocurrido después de los gritos de su madre; esa voz que quizá no volvería a oír nunca de sus labios y sin embargo, escucharía siempre como una letanía.

Apretó los párpados para no llorar, cerró los puños y dijo tres veces el nombre de su madre: una a su cuerpo cuando la cargaba y la llevaba a la cama, otra a su corazón que palpitaba cuando ella la abrazaba y otra a su alma que la llenaba de imágenes cuando le contaba cuentos. Pedía con todas sus fuerzas, que su rostro no se borrara jamás, que el amor fuera como las ceibas bongas, altas y robustas; pedía y se prometía que nunca dejaría de proteger su memoria. Mientras tanto, Noemi miraba los titulares de los periódicos sin atreverse a leer el contenido, le disgustaba enfrentarse a esa voluntad de ocultar la realidad, de disfrazarla con la gramática de las mentiras.