El libro de los días

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El libro de los días
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El libro de los días

Índice

Sobre este libro

Sobre el autor

Otros títulos de Fiordo

Nota del autor

En la máquina

La cruzada de los niños

Como la belleza

Agradecimientos

Sobre este libro

¿Qué tienen en común un chico que se enamora perdidamente de la novia de su hermano muerto en un accidente fabril a principios del siglo xx; una psicóloga forense que investiga a un joven terrorista que planea un atentado en la Nueva York posterior al 11S; y un androide que se obsesiona con una inmigrante extraterrestre en un futuro lejano? Walt Whitman.

Con toda su potencia alucinada, las palabras de Whitman y su Hojas de hierba emergen en la narración como faros que iluminan oblicuamente los deseos, traumas y pasiones de los personajes de estas tres historias electrizantes situadas en la Nueva York del pasado, el presente y el futuro, y, tal como ocurría con Virginia Woolf en Las horas (ganadora del Premio Pulitzer), le otorgan a esta conmovedora y ambiciosa novela de Michael Cunningham un sentido trascendente que la inocula para siempre en la memoria.

Sobre el autor

Michael Cunningham nació en 1952 en Ohio y creció en California. Estudió literatura en la Universidad de Stanford y obtuvo su máster en la Universidad de Iowa. Su novela A Home at the End of the World (1990) fue adaptada al cine, al igual que Las horas (1998), por la que ganó los premios Pulitzer de Ficción y PEN/Faulkner. Recibió la beca Guggenheim, la del National Endowment for the Arts y la beca Michener de la Universidad de Iowa. Ha colaborado en publicaciones como The New Yorker, The Atlantic y The Paris Review. Actualmente es profesor titular en el programa de escritura creativa de la Universidad de Yale.

Otros títulos de Fiordo

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Elogio de El libro de los días

«El libro de los días ofrece todo tipo de placeres literarios, y todos en abundancia: suspenso, hilaridad, inventiva, romance, y un pasaje tras otro de una prosa que nos deja sin aliento».

Ethan Canin

«Michael Cunningham ha dado un salto impactante en términos imaginativos, estilísticos y temáticos en esta novela cautivadora (…) magníficamente concebida, empática, con un dejo de humor negro y estructurada con enorme destreza, esta estimulante novela de Cunningham (…) es un genuino acontecimiento literario».

Booklist

«Este es un libro transformador, un registro encantador y desgarrado de nuestro tiempo y lugar, y de nuestro deseo de prevalecer».

The New York Observer

«Un logro asombroso, el mejor libro que ha escrito Michael Cunningham».

O Magazine

«Cunningham es un escritor magnífico, y El libro de los días está repleto de la prosa encantadora y de la generosidad que caracterizan sus otras novelas».

Michel Faber, The Guardian

«El libro de los días es una novela que es como una canción de amor, densa y melancólica y rebosante de elegancia».

The Boston Globe

«Otro tour de force deslumbrante».

Library Journal

«Deslumbrante (…). Es una experiencia de lectura enriquecedora (…). En cada historia Cunningham ha creado algo sustancial y estilísticamente atrevido, y ha sido capaz de avivar cada llama y articular todo en un conjunto brillante».

The Seattle Times

«Con sencillez pero de un modo aún más impresionante que en Las horas, Cunningham escribe como un ángel (…). Hay que leer esta novela mágica, fascinante».

The Atlanta-Journal Constitution

«Amplia, inolvidable, hermosa».

Los Angeles Times Book Review

Copyright

Título original en inglés: Specimen Days

Primera edición en inglés por Farrar, Straus & Giroux, 2005

Specimen Days, by Michael Cunningham, © 2005 by Mare Vaporum Corp.

By arrangement with the Proprietor. All rights reserved/Por acuerdo con el propietario. Todos los derechos reservados.

© de la traducción, Santiago Ochoa, 2006

© de esta edición, Fiordo, 2020

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

correo@fiordoeditorial.com.ar

 

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-36-7 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-39-8 (libro electrónico)

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Cunningham, Michael

El libro de los días / Michael Cunningham. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Clara Ministral.

ISBN 978-987-4178-39-8

1. Narrativa Estadounidense. 2. Novelas. 3. Literatura Estadounidense. I. Ministral, Clara, trad. II. Título.

CDD 813

Nota del autor

Cualquier escritor que sitúe una parte o la totalidad de una novela en un tiempo y lugar identificables se enfrenta al problema de la veracidad. La respuesta más simple es también la más severa: los acontecimientos históricos deben ser expuestos con una precisión absoluta. Las batallas deben suceder en el lugar y en el tiempo en que realmente ocurrieron; los dirigibles no pueden aparecer en el cielo poco antes de ser inventados; un gran artista no puede asistir a un baile de disfraces en Nueva Orleans cuando se sabe que esa misma noche estaba recuperándose de gota en Baton Rouge.

No obstante, la secuencia estricta de los acontecimientos históricos tiende a ir en contra de las necesidades del narrador. Es posible que los biógrafos e historiadores tengan que dar cuenta de todos los trenes perdidos, de todos los compromisos cancelados y de los prolongados períodos de lasitud. Pero el escritor de ficción no está necesariamente tan limitado. Por lo general, los novelistas deben decidir qué grado de precisión servil hará a sus historias más vivas, y qué grado hará que lo sean menos. En este sentido parecemos oscilar en un espectro amplio. Conozco novelistas que no pensarían en alterar un acontecimiento registrado, pero también conozco —y admiro enormemente— a cierto escritor que lo inventa todo, desde los hábitos y costumbres en los tiempos de Cristo, hasta aspectos de botánica y del funcionamiento del cuerpo humano. Cuando le preguntan sobre esto, simplemente responde: «Es ficción».

El libro de los días se sitúa en algún lugar entre estos dos polos. Es un libro parcialmente exacto. He sido fiel —hasta donde mis capacidades me lo permiten— a las particularidades históricas de las escenas que he situado en el pasado, pero sería un error por parte del lector aceptarlas como hechos literales. Me he tomado una libertad especial con la cronología y he yuxtapuesto acontecimientos, personas, edificaciones y monumentos que es posible que hayan estado distanciados en el tiempo por veinte años o más. Quien esté interesado en la verdad absoluta sobre Nueva York desde mediados hasta finales del siglo xix, haría bien en consultar el libro Gotham, de Edwin Burrows y Mike Wallace, que es la fuente primaria de la que se derivaron mis propias variaciones.

En la máquina

Walt dijo que los muertos se volvían hierba, pero no había hierba donde enterraron a Simon. Él estaba junto a los otros irlandeses en un costado apartado del río, donde solo había polvo y gravilla y nombres inscritos en piedras.

Catherine creía que Simon se había ido al cielo. Tenía un relicario con su foto y un mechón de pelo.

—El cielo es el lugar para él —dijo ella—. Era demasiado bueno para este mundo.

Miró con incertidumbre por la ventana de la sala hacia la calle, como esperando que un fastuoso carruaje pasara con Simon a bordo, sereno en su belleza inconsciente y blanca como la leche, saludando y sonriendo, dirigiéndose feliz al lugar al que siempre había pertenecido.

—Si así lo crees —respondió Lucas. Catherine tocó su relicario. Sus manos eran estrechas y precisas. Podía dar puntadas tan finas que eran invisibles.

—Igual, aún está con nosotros —dijo ella—. ¿No lo sientes? —Y sujetó la cadena del relicario como si fuera un rosario.

—Eso creo —respondió Lucas. Catherine pensaba que Simon estaba en el relicario, en el cielo, y aún con ellos. Lucas esperó que ella no deseara verlo feliz de tener tantos Simones de los que ocuparse.

Los visitantes se habían marchado, y el padre y la madre de Lucas se habían ido a dormir. Solo estaban él y Catherine en el salón, además de lo que había sobrado: platos vacíos, la corteza de un jamón. El jamón había estado destinado a la boda de Catherine y Simon. Había sido afortunado, entonces, poder usarlo para el velatorio.

—He oído lo que hablaban los habladores, la fábula del principio y del fin, pero yo no hablo del principio ni del fin —dijo Lucas.

No había querido hablar como el libro. Nunca se proponía hacerlo, pero no podía evitarlo cuando estaba entusiasmado.

—Oh, Lucas —dijo ella.

El corazón de Lucas palpitó con fuerza y golpeó contra su esternón.

—Me preocupas —dijo ella—, eres muy joven.

—Tengo casi trece años —dijo él.

—Es un lugar horrible. El trabajo es muy duro.

—He tenido suerte. Es amable de su parte haberme dado el trabajo de Simon.

—No irás más a la escuela.

—No necesito la escuela. Tengo el libro de Walt.

—Te lo sabes todo, ¿verdad?

—Oh, no. Hay mucho más. Me tomará varios años.

—Debes ser cuidadoso en el trabajo —dijo ella—. Debes… —Se contuvo, aunque su rostro permaneció inalterado. Siguió ofreciéndole su perfil, que tenía la misma hermosa gravedad que la de la mujer de una moneda. Siguió mirando hacia la calle, esperando que el séquito celestial desfilara con Simon acomodado en las alturas, el orgullo de la familia, el nuevo príncipe de los muertos.

—Tú también debes ser cuidadosa —dijo Lucas.

—No hay nada de lo que tenga que cuidarme, querido. Para mí solo hay mañana y el día siguiente.

Ella deslizó de nuevo el relicario por su cabeza. El relicario desapareció dentro de su vestido. ¿Qué quería decirle Lucas? Quería decirle que estaba inspirado, alerta y temerariamente solo, que su cuerpo albergaba su corazón inestable y algo más, algo que él sentía pero no podía describir: algo poroso y puntiagudo, que se impulsaba con fragmentos de pensamiento, con deseos y recuerdos; sazonado con resplandor, con destellos de blanco, verde y oro pálido como los de las estrellas; con algo que amaba a las estrellas porque estaba hecho de su misma sustancia. Necesitaba decirle que era imposible, que era intolerable que lo tomaran una y otra vez por un chico deforme, de ojos bizcos, cabeza de calabaza, y dado a tartamudear.

—Yo me celebro y yo me canto, y todo cuanto es mío también es tuyo —dijo. No era eso lo que había querido decirle.

Ella sonrió. Al menos no estaba enojada con él.

—Debería irme —dijo—. ¿Me acompañas a casa?

—Sí —dijo él—. Sí.

Afuera, en la calle, Catherine se colgó de su brazo. Lucas intentó recobrar la calma y avanzar con gallardía, aunque lo que más deseaba era dejar de caminar, esfumarse como el humo y levitar sobre la calle, habitada por la gente de la noche, los trabajadores que regresaban y los vendedores que pregonaban sus periódicos. En la esquina, el loco señor Cain caminaba de un lado a otro, con su abrigo del color del polvo, atrapando distraídamente los bichos que trepaban por su barba y gritando:

—Infortunio desaparecido y olvidado, ¿qué suerte le has deparado a los corazones destrozados?

La calle estaba llena de olores, a estiércol y kerosene, un humo acre: en algún lugar siempre estaba ardiendo algo. Si Lucas pudiera desprenderse de su cuerpo, se convertiría en aquello que había visto y escuchado y olido. Envolvería a Catherine como el aire, la tocaría por todas partes. Entraría en ella cuando respirara.

—El retoño más débil prueba que no existe la muerte —dijo Lucas.

—Como digas, querido —dijo Catherine.

Un chico que vendía periódicos gritó:

—¡Mujer brutalmente asesinada, lean la noticia completa!

Lucas pensó que podía vender periódicos, pero el salario era muy bajo, y no podían confiarle el anuncio de noticias. Podría despistarse y deambular por las calles gritando: «No hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca». Le iría mejor en la fábrica, ahí podría gritarle a la máquina de Simon si el impulso se apoderaba de él. La máquina no se daría por enterada, no le importaría más de lo que le había importado a Simon.

Mientras caminaban Catherine no habló. Lucas también se obligó a permanecer en silencio. Ella vivía tres cuadras hacia el norte, en la calle quinta. La acompañó hasta las escalinatas de la entrada, y allí permanecieron un rato juntos, frente a la puerta desvencijada.

—Bien, aquí estamos —dijo ella.

Pasó una carreta con un paisaje idílico pintado en un costado: dos vacas pastando en medio de árboles raquíticos y una tercera vaca mirando el nombre de una lechería suspendida contra un fondo dorado. ¿Se suponía que era el cielo? ¿Desearía Simon estar allí? Si Simon había ido al cielo, y resultaba ser un campo de vacas reverentes, ¿cuál Simon sería cuando llegara allá, el Simon completo o el despedazado?

Se hizo un silencio entre Lucas y Catherine, diferente a aquel en que habían caminado. Era el momento de decir algo, pensó Lucas, pero no como el libro.

—¿Vas a estar bien?

Ella se rio. Fue una risa como un leve murmullo que él sintió en los vellos de sus brazos.

—Soy yo quien debería hacerte esa pregunta. ¿Estarás bien?

—Sí, sí. Estaré bien.

Ella miró hacia un punto fijo justo arriba de la cabeza de Lucas y se acomodó, moviéndose suavemente dentro de su vestido oscuro. Por un momento pareció como si su vestido, con su cuello alto y el susurro de la seda oculta, tuviera una vida propia. Pareció como si Catherine, habiendo brevemente considerado esfumarse de su vestido, hubiera decidido permanecer, y regresar a sus ropas.

—Si hubiera sucedido una semana después, sería una viuda, ¿verdad? Ahora no soy nada —dijo.

—No, no. Eres maravillosa, eres hermosa.

Ella se rio de nuevo. Él miró las escalinatas y notó que tenían unos puntos brillantes. ¿Sería mica? Se adentró brevemente en la piedra. Estaba frío y centelleante, inmutable, contento de recibir el peso de los pasos.

—Soy vieja —dijo ella.

Él vaciló. Catherine ya tenía más de veinticinco años. Era algo que se había comentado al anunciarse el matrimonio, pues Simon tenía apenas veinte. Pero ella no era vieja en el sentido que pretendía. No era amargada ni vacía, no estaba apagada.

—No eres culpable ante mí, ni usada ni inservible —dijo Lucas.

Ella le tocó la mejilla con las yemas de los dedos.

—Niño dulce —dijo.

—¿Volveré a verte? —dijo él.

—Por supuesto que sí. Aquí estaré.

—Pero no será lo mismo.

—No. Me temo que no será lo mismo.

—Si tan solo…

Ella esperó lo que iba a decir. Él también esperó. Si la máquina no se hubiera llevado a Simon. Si él, Lucas, fuera mayor y más sano, con un corazón más firme. Si pudiera casarse con ella. Si pudiera abandonar su cuerpo y transformarse en el vestido que llevaba Catherine.

Hubo un silencio, y ella lo besó con sus labios en los suyos.

Cuando ella se alejó, él dijo:

—El aire no es un aroma, no huele a nada. Desde el principio ha sido destinado para mi boca, estoy enamorado de él.

—Deberías irte a casa y dormir —dijo ella.

Era hora de dejarla. No había nada más que hacer ni que decir. Sin embargo, ahí se quedó. Sintió, como algunas veces sentía en sueños, que estaba en un escenario frente al público, a punto de cantar o declamar.

Ella se dio vuelta, sacó la llave de su cartera, y la introdujo en la cerradura.

—Buenas noches —dijo.

—Buenas noches.

Lucas bajó por las escalinatas. Desde la vereda, le dijo a la silueta borrosa de Catherine:

—Soy de los viejos y de los jóvenes, de los tontos no menos que de los sabios.

—Buenas noches —dijo ella de nuevo y desapareció tras la puerta.

No se fue a casa, aunque fuera era el lugar indicado para él. En cambio se dirigió a Broadway, donde caminaban los vivos.

 

Broadway era, siempre y en sí misma, un río de luz y vida que fluía a través de las sombras y las pequeñas hogueras de la ciudad. Lucas sintió, como siempre que caminaba por allí, una exaltación subvertida y agitada, como si fuera un espía enviado a otro país, a un reino lleno de riquezas. Caminó con un desenfado elaborado, y deseó ser tan invisible a los otros como los otros eran visibles para él.

En la vereda a su alrededor, los últimos compradores cedían la calle a los primeros noctámbulos. Mujeres con vestidos del color de las palomas, o de la lluvia, deambulaban con paquetes, hablando suavemente entre sí bajo sus sombreros emplumados. Hombres con abrigos avanzaban a paso firme, propagando el aroma lóbrego de sus cigarros, exhibiendo sus dientes, azotando las piedras con sus botas del color del regaliz. Los coches circulaban llevando a las damas a sus casas, y los vendedores de periódicos gritaban, «¡Mujer asesinada en Five Points, lean la noticia completa!». En las ventanas de los hoteles ondeaban cortinados rojos, bajo un cielo que se tornaba de un rojo aún más intenso a causa de la noche. En algún lugar, alguien interpretaba «Lilith» en un órgano, aunque parecía como si la misma calle emanara música, como si al caminar con tanta certeza y tanta satisfacción, la gente invocara la música y la hiciera brotar del pavimento.

Si Simon estaba en el cielo, quizás era así. Lucas se imaginó que las almas de los difuntos caminaban eternamente entre la música que brotaba de los adoquines y las cortinas que sofocaban la luz. Pero ¿sería ese el cielo para Simon? Su hermano era (había sido) ruidoso y rampante, satisfecho de sus comidas y canciones. ¿Qué otra cosa lo había hecho feliz? Las cortinas y los trajes lo tenían sin cuidado. Lo mismo con Walt y con el libro. ¿Qué habría deseado que este cielo pudiera ofrecerle?

Broadway sería el cielo de Lucas: Broadway, Catherine y el libro. En su cielo, él sería todo lo que había visto y escuchado. Sería él mismo y Catherine; sería el órgano y las lámparas; sería los zapatos contra el pavimento, y sería el pavimento debajo de los zapatos. Cabalgaría con Catherine en el caballo de juguete que se exhibía en la vidriera de Niedermeyer, que tendría el mismo tamaño de un caballo real pero que, a la manera de los juguetes, sería perfecto, y rodaría serenamente por los adoquines con sus ruedas rojas y brillantes.

Lucas dijo:

—Soy amplio, contengo multitudes.

Un hombre con un abrigo pasó a su lado y lo miró con extrañeza, como hacía por lo general la gente. El hombre estaría entre los ángeles en el cielo de Lucas, tan rollizo y próspero como lo era en la tierra, pero en el otro mundo ese hombre no pensaría que Lucas era extraño. Lucas sería hermoso en el cielo. Hablaría una lengua que entenderían todos.

Al regresar la habitación estaba oscura y silenciosa. Allí estaban la estufa, las sillas y la alfombra, con sus dibujos fantasmagóricos en la oscuridad. Allí, sobre la mesa, estaba la caja de música que había arruinado a su familia. Seguía campante sobre la mesa, era un pequeño cofre con una rosa grabada en la tapa. Aún podía tocar «Apaga la vela de un soplo» y «Ay, no pronuncies su nombre», como lo hacía desde el día en que su madre la compró.

Allí estaban también, mirando hacia abajo desde las paredes, los rostros reverenciados, consultados y desempolvados con frecuencia: Matthew en el centro, con seis años, ojos oscuros y de una seriedad remilgada, ensayando la gripe que lo convertiría en apenas una imagen un año después; estaba el astuto tío Ian, a quien le hacía gracia que algún día fuera a ser tan solo un rostro en una pared; allí el semblante redondo y satisfecho de la abuela Aileen, que creía que vivir era un inconveniente temporal y que la muerte era su morada única y verdadera. Todos estaban, según mamá, en el cielo, aunque para ella el cielo fuera una Irlanda donde nadie muriera de hambre.

Mamá tendría que habilitar un espacio para el retrato de Simon, pero la pared estaba llena. Lucas se preguntó si alguno de los muertos más antiguos tendría que ser descolgado.

Se detuvo ante la puerta del dormitorio de sus padres. Sintió que respiraban del otro lado y se preguntó qué estarían soñando. Permaneció ahí un momento, solo en la oscuridad apacible, antes de dirigirse a la habitación que compartía con Simon.

Allí estaba la cama de los dos, y sobre la cama el óvalo desde el cual miraba santa Brígida, extática y sufrida, coronada por un círculo ardiente que Lucas, cuando era niño, había pensado que representaba su dolor de cabeza. Allí estaban los ganchos con la ropa colgada, la suya y la de Simon. Santa Brígida miraba las ropas vacías con tristeza, del mismo modo en que miraba los cuerpos vacíos de los fieles una vez que sus almas los habían abandonado. Parecía preguntarse debajo de su círculo de luz: ¿dónde están los mecanismos de la voluntad y la necesidad que vestían estas camisas y estos pantalones? Se fueron al cielo. ¿Sería el cielo como Broadway o Irlanda? Se fueron en cajones al interior de la tierra. Emigraron a retratos y relicarios, a cuartos que se niegan a deshacerse de los recuerdos de quienes han comido, discutido y soñado allí.

Lucas se desvistió y se metió en la cama, del lado de Simon. La almohada de Simon aún olía a Simon. Lucas respiró, allí estaban los humores de Simon: el aceite y el sudor. Allí estaban su trasfondo de sebo y su otro olor, que Lucas pensaba que solo era de Simon, un olor que recordaba al pan pero que no lo era; que era el olor del cuerpo de Simon al moverse y respirar.

Y allá, visibles por la ventana, estaban las cortinas iluminadas de Emily Hoefstaedler, frente al tubo de ventilación. Emily trabajaba con Catherine en Mannahatta, cosía mangas de enaguas. Cuando estaba sola comía dulces de una lata de aluminio que tenía escondida en su habitación. Lucas pensó que debía de estar comiendo dulces en ese instante, allá, detrás de la cortina. ¿Qué sería el cielo para Emily, que amaba los dulces y había deseado a Simon? ¿Existiría un Simon que ella pudiera comerse?

Lucas encendió la lámpara y sacó el libro de debajo del colchón. Comenzó a leer.

Un niño me preguntó: ¿Qué es la hierba?, trayéndola a manos llenas,

¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé.

Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con esperanzada tela verde.

O el pañuelo de Dios,

Una prenda fragante dejada caer a propósito,

Con el nombre del dueño en alguna punta, para que lo veamos y lo notemos y nos preguntemos, ¿De quién?

Leyó el poema una y otra vez. Luego cerró el libro y lo sostuvo en sus manos, mientras contemplaba la imagen de Walt, el rostro pequeño y barbado que miraba desde el papel. Aunque era indebido pensarlo, no pudo dejar de creer que Dios se parecía a Walt con sus ojos vivaces y benévolos y el aspecto comestible de su barba. Había visto a Walt dos veces, caminando por la calle, y creía haber visto una vez a santa Brígida, deslizándose por un pasillo, melancólica, abrigada y cubierta con un sombrero que ocultaba su halo de luz. A Lucas le gustaba saber que todos ellos estaban en el mundo, pero prefería que vivieran ahí, en el papel y en la pared.

Lucas guardó el libro debajo del colchón y apagó la lámpara. Alcanzó a ver la luz de las cortinas de Emily frente al tubo de ventilación. Hundió su rostro en la almohada de Simon, que aún estaba con ellos. Su almohada aún olía a él.

Lucas susurró en la almohada:

—Deberías irte ya. Realmente creo que es hora.

En la mañana preparó té para él y su padre, y sacó un poco de pan. Su padre se sentó a la mesa con su máquina respiratoria, que consistía en un tubo con fuelles sostenidos por un mástil de metal, con tres patas endebles y cuadradas. Su madre aún no se había levantado.

Lucas comió el pan, bebió el té y dijo:

—Adiós, padre.

Su padre lo miró sorprendido. Se había vuelto de cuero luego de tantos años pasados en la curtiembre. Su piel bruñida, finamente granulada, encajaba a la perfección con su cráneo y con su mandíbula protuberante. Sus ojos oscuros estaban engastados como joyas. La belleza de Simon, sus rasgos grandes y desafiantes, provenían principalmente de su padre. Nadie sabía por qué Lucas había salido con semejante aspecto.

—Adiós —respondió él. Se llevó el tubo a los labios, y tomó una bocanada de aire. Los pequeños fuelles se expandieron y se contrajeron. Ahora que ya era de cuero, con joyas en lugar de ojos, la máquina respiraba por él.

—¿Te ocuparás de mamá? —preguntó Lucas.

—Ajá —dijo su padre.

Lucas puso su pequeña mano en la de su padre, que era de color marrón. Se quiso a sí mismo por quererlo. Era lo mejor que podía hacer.

—Me iré a trabajar —dijo.

—Ajá —respondió su padre y respiró por el tubo. La máquina era un regalo de la curtiembre. Le habían dado la máquina y un poco de dinero. Por Simon no le habían dado nada, pues su muerte se había debido a un error propio.

Lucas besó a su padre en la frente. Su mente también era ya de cuero, pero había conservado su bondad. Lo único que había perdido eran sus complicaciones. Aún podía hacer lo que necesitaba. Aún podía amar a la madre de Lucas y cuidarla. Lucas esperaba que su padre aún pudiera hacer eso.

—Nos veremos esta noche —le dijo.

—Ajá —respondió su padre.

Lucas se detuvo frente a la escuela mientras se dirigía al trabajo, pero no entró. Caminó por un lado y miró a través de la ventana. Vio al señor Mulchady frunciendo el entrecejo en su escritorio, las pequeñas llamas de las lámparas que bailaban en sus anteojos. Vio a los estudiantes inclinados sobre sus tareas. La escuela continuaría sin él. Allí estaban, como siempre, los pupitres y las pizarras, y los dos mapas en la pared, el del mundo y el de las estrellas. Lucas solo había entendido recientemente (podía ser lento para algunas cosas) que los dos mapas eran diferentes. Había creído, y no se le había ocurrido pensar que pudiera ser de otro modo, que las estrellas eran una versión del mundo, y que reflejaban sus países y océanos. ¿Por qué otra razón podría estar uno junto al otro? Cuando era más pequeño, había visto a Nueva York en el mapa del mundo y encontrado su contraparte en el mapa de las estrellas: las Pléyades.

Había sido el señor Mulchady quien le había dado a Lucas el libro de Walt, en préstamo. Le había dicho que tenía alma de poeta, lo cual era amable de su parte pero inexacto. Lucas no tenía alma. Era un extranjero, un ciudadano de ningún lugar, originario del condado de Kerry pero plantado en Nueva York, donde había crecido como una papa podrida; donde nunca había cantado ni gritado como los demás irlandeses; donde albergaba no un alma sino una vacuidad salpicada aquí y allá con dolorosas descargas de amor por el mapa de las estrellas y por las llamas replicantes en los anteojos del señor Mulchady; por Catherine y su madre, y por un caballo sobre ruedas. No lloraba a Simon, no creía en el cielo ni tenía sed de la sangre vivificante de Cristo. Ansiaba el bullicio de la ciudad, donde la gente llevaba fardos de maíz o carbón, donde bailaban al ritmo de violines, o bien lloraban o reían, vendían, mendigaban y hacían trueques, no siempre con felicidad pero sí con un vigor que él asociaba en privado con el alma. Era una vivacidad desafiante e indestructible. Esperaba que el libro pudiera inculcarle aquello.

Y ahora, súbitamente, la escuela había terminado para él. Le hubiera gustado despedirse del señor Mulchady, pero si lo hacía, el profesor le pediría que le devolviera el libro, y Lucas no podía hacer eso; por lo menos no todavía. Lucas aún era un conjunto de ropas vacías, y quiso creer que al señor Mulchady no le molestaría esperar.