Loe raamatut: «El lugar del testigo»

Font:


 Índice

  I

  Darle palabras al horror

  Cuestionamientos a la palabra del testigo

  II

  III Uruguay, Chile y Argentina El Plan Cóndor

© LOM ediciones Primera edición, mayo 2019 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN: 978-956-00-1170-1 RPI: 299.620 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Agradezco

A mis amigos y lectores Inés Bruzzi, Gonzalo Contreras, Laura Estrin, Hugh Hazelton, Alejandro Kaufman, Fanny Seldes, Paula Simón, Mónica Szurmuk, Griselda Zuffi por sus comentarios durante la escritura de estas páginas.

A la beca Fulbright, por lanzarme a dictar seminarios en varios países y a entablar vínculos con una diversidad de colegas y estudiantes.

A los docentes que se volvieron entrañables compañeros de ruta, como Cristian Montes Capó (Universidad de Chile, 2012), Kirsten Mahlke (Universidad Konstanz, Alemania, 2013), Emilia Perassi y Laura Scarabelli (Universidad de Milán, Italia, 2015), Liria Evangelista (Middlebury College, Buenos Aires, 2016 y 2017), Jaume Peris Blanes y Nuria Girona (Universidad de Valencia, 2018).

A los estudiantes graduados de los que siempre aprendo. Especialmente a Catalina Olea Rosenbluth y Daniela Sepúlveda, de la Universidad de Chile (2013), por su lectura del manuscrito inicial.

Al Centro de Estudios del Genocidio de la Universidad Tres de Febrero (Buenos Aires, 2015), cuyo equipo, dirigido por Daniel Feierstein, me incluyó en sus debates.

Al Fondo Nacional de las Artes de Buenos Aires por la Mención Honorífica con la que reconoció el aporte de este libro, el 30 de noviembre de 2017.

A la editorial LOM, por un proyecto cultural que sostiene desde su creación en 1990, a menudo contra viento y marea.

A los autores que leo y releo, que me acompañan, con los que entablo diálogos y discusiones sobre asuntos que, sin duda, dejan cuentas y cuentos pendientes.

A modo de prólogo.
La literatura sabe

La literatura sabe. La historia pierde las batallas que la literatura traspone. La literatura puede con la historia, la serie más cercana que la acecha. La bandera de rendición solo está en la ciudadela de las instituciones que regularizan y ordenan el pensamiento y sus discursos. Cuando la literatura, la terrible y valiente lírica, el permeable retrato de lo que pasó, el más complejo y simple a la vez, toma la historia, la traspone a través de incalculables saberes y la conserva a perpetuidad.

La institución crítica intenta escribir también esas historias, y a menudo emprende la guerra contra las crónicas, las memorias y las cartas. Pero crónicas, memorias y cartas son el testigo, el testimonio material más humano, escrito por los que allí estuvieron y recuerdan. Obras que sostienen el horror y, así, un verdadero encuentro cruza historia y literatura. La literatura, verdadera hermana del tiempo, sostiene el milagroso hilo de la historia real.

La literatura soporta lo desesperante, lo trágico. Puede. Sabe. Es el drama sin atenuantes, más allá de toda épica, de toda imposible explicación. La palabra y la frase literaria presentan, muestran, señalan. Dicen y muerden. Afectan. No tiene retorno: hay libros que nos cambian la vida.

La historia puede ser el tiempo que tarda un libro en ser leído. En ese sentido es que algunas obras todavía no llegaron. No fueron aceptadas, no fueron soportadas por los discursos legitimadores de las instituciones, de la cultura: hay libros que la crítica y la teoría, la apaciguadora norma, no pueden ver. Son esos en que la literatura, los autores-que-saben, dan un paso después del abismo y ponen lo que pasó. Allí se establece una verdadera guerra de posiciones y permisos. Porque las aduanas oficiales piden distancias, umbrales, biombos, misteriosas jergas y pensamientos paradojales: todas formas del miedo, muros consecutivos al esperado fin, al fracaso y la impotencia del arte. No obstante, la literatura goza de extrema salud. La literatura es una salud.

La policía secreta de la historia oficial, de los estados críticos oficiales, de la lectura permitida, hacen crítica literaria. Pero los manuscritos no arden, sobreviven, vuelven del futuro. La institución traza cánones; la literatura, páginas cuneiformes de dolor. Puede.

La literatura puede con causalidades múltiples, con capas de tiempo, puede decirlo; la literatura sabe que puede incluso con palabras sin ironía: la literatura dice lo que dice y dice la horrorosa historia.

Las instituciones de la historia, de la crítica, de la teoría, domestican, naturalizan, tranquilizan. Novelizan. Mitifican incluso con prólogos preventivos. No leen. Es el totalitarismo de la idea general el que mata la lengua de cada registro y la verdadera historia al explicarla y ordenarla. Sin embargo la lengua se recupera hasta en el campo de concentración, la lengua es el único lujo cuando ya no queda nada.

La literatura va con el cuerpo; la crítica hace metafísica. Las memorias, las biografías, los recuerdos, los diarios, cuadernos y testimonios son una única y última honestidad, una ética, una patria donde se puede. La razón crítica envejece, administra pobrezas. La literatura colma nuestro corazón horrorizado de injusticias.

Laura Estrin

I

La memoria del horror supone menos un conjunto de definiciones abstractas que la indagación de aquellas significaciones que el exterminio impuso y que moldean nuestro presente. Por lo tanto, objetarlas es algo que todavía podemos llamar resistencia.

Perla Sneh

Introducción.
Desaparición y escritura

¿Había realmente regresado a alguna parte, aquí o en otro lugar, a mi casa o donde fuera? La certidumbre […] de que realmente no había regresado, de que una parte de mí, esencial, no regresaría jamás, esta certidumbre se apoderaba a veces de mí, trastocando mi relación con el mundo, con mi propia vida.

Jorge Semprún

La memoria de mi desaparición y reaparición forzadas del centro de detención, tortura y exterminio argentino (CDTyE) Club Atlético, donde pasé menos de una semana o toda una vida, me hace replantear ideas y seguir rememorando desde un presente que siempre impulsa a volver sobre relatos de esa experiencia. No elijo los textos: me llegan. Tampoco intento una exploración exhaustiva: confío en que otros puedan seguir indagando sobre la escritura que insiste en ponerle palabras al horror.

Es difícil dar por terminado este libro porque los interrogantes no cesan y las respuestas se inquietan, se contradicen, se pisan. Se dicen y se desdicen. Siempre hay un argumento más que interpela y desacomoda cualquier orden. Sé que la reflexión no aporta soluciones, que apenas da con paradojas que no se resuelven. Por eso mismo, ¿cómo ponerle punto final? No hay punto final, hay un deambular que no cesa entre relatos que, como dice Laura Estrin, pueden. Y en este deambular, que es colectivo, surgen afinidades y rechazos con otras miradas (las primeras reconfortan y reaseguran, las segundas provocan y generan polémica). Por eso les doy lugar a otras voces, entretejiendo mi escritura con citas y fragmentos que incorporo, acuerde o desacuerde: me ayudan a desanudar las indelebles secuelas subjetivas de una atrocidad que sigue exigiendo atención, cuyas huellas siguen vigentes porque nos exceden.

No pretendo definir la escritura que inspira estas páginas: ¿testimonial, concentracionaria, memorialística, literatura a secas? Si entro en este debate es porque en el camino se dirimen otros temas.

Me importan los interrogantes nacidos desde la intimidad de la vida en los campos, de la convivencia con esta marca que es, quiérase o no, un sello de identidad. Me pregunto, por ejemplo: el sobreviviente, ¿escribe para regresar al mundo del que fue extirpado?, ¿escribe para abrirse, a fuerza de palabras, otro lugar que, a diferencia del campo, sea habitable?, ¿puede lograrlo?, ¿cómo?, ¿cuándo?

Ciertos testimonios, como ciertas novelas o ciertas filosofías, siguen siempre vigentes, no responden al calendario. Y no importa si dan cuenta con precisión de los sucesos a los que remiten, porque un texto nunca transcribe lo vivido, no produce versiones literales de lo real. Estos libros no vienen a hacer un relevo de datos ni a reconstruir la verdad de lo que pasó. Los testigos rememoran desde su presente, y al hacerlo descubren nuevos aspectos de la lógica letal que sigue primando en el mundo contemporáneo. Cada testimonio viene a retrucar y a desafiar con sus armas, que son sus letras, el atentado perpetrado por la humanidad contra sí misma.

La invisibilidad del testigo

Si estos textos, como cualquier obra de arte, exceden su tiempo, tampoco su recepción se agota en determinado período histórico. No obstante, a los sobrevivientes se nos ve, sobre todo, como restos de cierto pasado o depositarios de información, como pruebas vivientes, y por eso nuestro relato tiene validez en los juicios por crímenes de lesa humanidad. Pero fuera de ese ámbito seguimos siendo un Otro que encarna lo que no se quiere asumir y, por eso mismo, se rechaza.

Si bien en la Argentina se confronta de mil maneras la siniestra dimensión que creara el ex comandante Jorge Rafael Videla con su famoso dictum: no están ni vivos ni muertos, están desaparecidos1, el relato de los «aparecidos» no tiene carta de ciudadanía. Y no la tiene aun cuando resulta indispensable para que esa dimensión fantasmagórica no se mitifique. Acercarnos al sufrimiento padecido por mujeres y hombres concretos, pensar junto a quienes experimentaron la forma más exacerbada de la biopolítica puede darnos claves sobre lo que padecemos hoy, sobre relaciones de poder cuya matriz sigue vigente.

El vacío que dejó la catástrofe, si bien espectral, está lleno de rostros, de seres con nombre y con historia que habitaron ese limbo de exclusión llamado campo2. ¿Por qué sus voces siguen siendo poco audibles? Una respuesta es que prima la antestesia y por eso el testigo –visto como el adalid del dolor– no resulta una figura atractiva.

Por otro lado, estos relatos interpelan a quienes, en nuestras sociedades, siguen sin cuestionar su tácita aceptación de un horror que, al naturalizarse, logra el visto bueno requerido para anular al Otro, ya sea el «subversivo» (el que cuestiona desde su potencia emancipatoria) o quien encarne la culpa de todos nuestros males.

No pretendo que el sufrimiento atraiga a multitudes. Apenas vengo a refutar a quienes sostienen que el testimonio, a diferencia de la novela, es incapaz de simbolizar o de abrir sentidos, que le impone un significado unívoco a su relato y que lo hace con escasa o nula elaboración literaria. Me opongo a esta confusión entre criticar y condenar, entre cuestionar y erigirse en juez. Quisiera, en cambio, que al testimonio de los sobrevivientes (que es literatura y es historia) se le reconozca su lugar e insustituible aporte.

La región del Cono Sur fue arrasada, en el siglo XX, por un poder desaparecedor –al decir de Pilar Calveiro– que la transformó en un nefasto laboratorio de la condición humana cuyos efectos se ciernen sobre el presente. El lenguaje de la rememoración pone en escena, elabora, resiste al sostener su palabra. Al contar, el sobreviviente se vuelve testigo, y nadie puede atestiguar por el testigo. El yo lo viví, créanme no apela a la verdad en tanto coincidencia con un referente; apela al relato de la propia experiencia. La suya es la lectura a contrapelo de la historia, es la historia de los derrotados. Un señalar con el cuerpo-palabra. Los testimonios, dice Estrin, muerden, afectan.

Videla, ya en democracia, se quejaba de «la pretensión permanente de seguir escarbando en el pasado» y, olvidando su intervención decisiva en la planificación y ejecución del plan sistemático de exterminio, sugería:

[H]ay que encontrar una solución para resolver el famoso problema de los desaparecidos y ofrecérsela a la sociedad argentina. ¿Son una realidad, son un invento, son una especulación política o económica? ¿Qué son realmente los desaparecidos? (Página 12, 5/3/2012)

Yo puedo responder por el quién, pronombre que el comandante nunca pronunció. Los desaparecidos son mi generación, la anterior y la siguiente; mi familia, mis amigos, sus hijos; por lo tanto mi interés por el tema desborda lo académico. ¿Acaso se puede encarar el genocidio con la distancia del discurso teórico? Cada testimonio encarna su versión del campo: ese inhabitable hábitat –Ignacio Mendiola dixit– cuya misión es destruir la subjetividad. Hanna Arendt lo llamó fábrica de cadáveres. ¿Cómo no prestarles oído a quienes hablan de y desde la marca de esa fábrica, en lugar de distanciarse en función de un saber objetivo que murió hace décadas? Cada testimonio es una travesía de emoción y pensamiento sin la cual caemos en la razón instrumental, que con su frialdad lleva al desastre.

La marea solidaria

Aunque no sea aceptada como parte del canon, esta narrativa se lee en ciertos ámbitos, se mueve por circuitos alternativos y se integra a un movimiento que, en la Argentina, irrumpe en la posdictadura con un intenso activismo por los derechos humanos que se fortalece desde las primeras etapas de la democracia. Fernando Reati muestra la importancia de esta red de la que es deudora la sobrevivencia de los ex detenidos desaparecidos después de los campos –aunque en este caso hable sobre todo de Mario Villani:

Salir con vida de los campos fue tal vez la parte más fácil [«Mario mismo dice, cuando le preguntan por qué está vivo: “No lo sé, no lo decidí yo”»]; lo difícil fue qué hacer luego con esas memorias traumáticas, y ahí es donde otros sobrevivientes, los familiares de las víctimas, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, los miembros de H.I.J.O.S. […], los militantes de organizaciones de derechos humanos, la gente común y corriente que lo apoyó, fueron parte esencial del motor interno que lo llevó a pasarse las siguientes décadas testimoniando en cuanto juicio pudo, dando cuanta entrevista se le solicitó, hablando en cuanto foro se puso a su disposición. Sin todos ellos, sin el enorme esfuerzo colectivo que representó la lucha por la verdad y la justicia, sin esa gigantesca red solidaria de amigos y compañeros que se daban ánimos los unos a los otros para seguir recordando y denunciando, especialmente en los duros años noventa cuando parecía que el resto de la sociedad les daba la espalda... [eso no hubiera sido posible]. (2017: 182)

Esta marea genera, además, un prolífico debate sobre lo acontecido y su significación política y ética que lleva años. Años de creación de películas y obras de teatro, de ensayos y relatos, de un intenso «trabajo de figuración, un esfuerzo por dar marco a un hablar que se deshace» (Sneh, 2012: 309). Años de fundación de museos y transmutación de ex campos en lugares de memoria. Años de polémicas encarnizadas sobre cómo encarar este cambio (¿habrá que re-significar estos espacios o dejarlos como símbolos intocados del espanto?, ¿habrá que explicar el horror o será que, al darle su lugar en una serie racional, corremos el riesgo de naturalizarlo?). Años en los que el Estado posdictatorial, que tras su histórico Juicio a las Juntas retrocediera con las llamadas Leyes de Impunidad y el Indulto, finalmente impulsa juicios públicos por crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen cívico-religioso-militar. Pero la voz del testigo, indispensable en el ámbito de la ley, sigue subsumida a ese lugar, que no es el único para asimilar lo que nos pasó y nos sigue pasando. Para el tribunal es indispensable un lenguaje binario que distinga culpables de víctimas, pero el testigo, además, puede crear tramas no condicionadas por ese ritual o por esas categorías. Es evidente que no bastan, que es imperioso detectar qué vínculos de poder nos constituyen como sociedades y cómo es que la violencia estatal sigue arrasando (asuntos que se dirimen fuera de las audiencias judiciales). Si bien los juicios constituyen un pilar insustituible para que la res-pública sea viable tras un exterminio, el relato de los sobrevivientes –entre otros– es indispensable para identificar los mecanismos en los que seguimos atrapados e involucrados. Por eso coincido con Alejandro Kaufman cuando afirma: «El horror y la ruptura de los lazos de responsabilidad y deuda con el otro que produce requieren una conceptualización cultural profunda» (2005: 53).

Esta conceptualización conlleva un cambio cultural que ha sedimentado, en cierta medida, en algunas sociedades del Cono Sur, con distinto alcance en cada país, pero la presión por acabar con este proceso es feroz. En la Argentina el gobierno actual ignora todo reclamo3; en Chile resurgen luchas estudiantiles y sociales pero retroceden los escasos juicios por crímenes de lesa humanidad. En Uruguay aún no se instrumentan políticas que realmente impulsen este tipo de juicios4.

Más allá del aspecto legal, hoy resurge un autoritarismo con traje republicano pero abocado a la devastación de lo que se logró construir durante las posdictaduras. Y nos corresponde a todos pensar esta trama: nadie puede considerarse ajeno porque, para que los dispositivos del terror pervivan bajo otras formas, hace falta que se naturalice la exclusión, que se la acepte como condición capaz de garantizar la propia sobrevivencia. ¿Cómo es que tantos pudieron aceptar que se borrara a un sector de la ciudadanía y que, a continuación, se negara ese borramiento? ¿Hay alguna relación entre este consentimiento, como lo llama Kaufman, y el reciente auge de votos que sustentan el propósito de crear nuevas figuras del homo sacer, ese ser matable cuya muerte no equivale siquiera a un sacrificio? Estos interrogantes, planteados por sobre todo por Agamben, resuenan con fuerza en nuestra región, donde los campos convivían con la existencia cotidiana: los centros clandestinos estaban, a menudo, en las ciudades, como la cárcel «Libertad» en Uruguay, Londres 38 en Chile y la Escuela de Mecánica de la Armada en Argentina, y los secuestros se hacían a la luz del día. Si bien la resistencia setentista, el terror estatal y las posdictaduras son distintos en cada nación, mi énfasis está puesto en estos vasos comunicantes. Considero esencial difundir el relato de quien sobrevivió los campos, de quien puede dar cuenta microscópica de cómo los Estados saturninos devoran a sus hijos. Por eso mismo, ante la pregunta sobre si estos testimonios constituyen un aporte particular a la cultura de la memoria, mi respuesta es afirmativa. Este libro viene a mostrar en qué consiste esta contribución.

¿Literatura, testimonio o literatura testimonial?

Los textos que presento son imposibles de encasillar: ¿novelas-documentales?, ¿relatos de no-ficción? Los llamo testimonios para enfatizar que relatan experiencias límite (por eso mismo se escriben en el umbral de los géneros). Tan incierta es la categoría «testimonial» que algunos autores la rechazan: Susana Romano-Sued, sobreviviente de varios campos, prefiere que su libro Procedimiento. Memoria de La Perla y La Ribera sea considerado, simplemente, literatura, sin un adjetivo restrictivo. Hernán Valdés defiende, en cambio, el carácter testimonial de Tejas Verdes: diario de un campo de concentración en Chile ante quienes lo catalogan de novela, para enfatizar su poder de denuncia. Lo cierto es que hay relatos concentracionarios novelados, poéticos y otros donde conviven oralidad y narración literaria. Si al conjunto lo llamamos testimonial es para hacerlo visible, porque los perfiles definidos se destacan del fondo opaco en el que todos los gatos son pardos. Lo básico es destacar que esta escritura existe y que su lectura es indispensable, sobre todo en tiempos en que vuelve a legitimizarse en la región un poder avasallador que es la continuidad del poder asesino, con otra máscara.

Esta escritura retoma la voz singular y colectiva que «se resiste al monólogo armado, ese que transformó tanta vida en una sola muerte numerosa» (Strejilevich, 2017). Y no hay recetas sobre cómo hacerlo. Como veremos, Primo Levi se propone relatar con la transparencia de un reporte técnico. Jorge Semprún novela con visos filosóficos. Susana Romano-Sued quiebra el lenguaje. Hernán Valdés crea un diario de la derrota. Alicia Partnoy entrelaza trama poética y humor negro. Hay infinidad de matices, porque cada testimonio se niega al anonimato de la muerte en serie y busca cómo «nombrar lo innombrable»5. No es que me acople al célebre dictum que proclama que la vivencia de la atrocidad es inenarrable. Lo que planteo es que se trata de una literatura fronteriza porque su origen lo exige. Si se diferencia de otras memorias es por su anclaje en una zona de silencio (que el testigo intenta romper) vinculada a la figura del desaparecido, que «marca una diferencia absoluta» (Jinkis, 2011: 79).

Esta particular experiencia sigue dando que pensar, insiste Reyes Mate. Y a este pensar me entrego de la mano de la literatura, la filosofía, la sociología, la historia, el periodismo, el psicoanálisis, sin descartar el comentario personal o el propio testimonio. No hay una sola perspectiva crítica que resulte satisfactoria para leer una historia que se expande en tramas donde el sufrimiento piensa y la razón narra. La creación artística no se articula de modo conceptual, lo que no equivale a decir que no piensa. Como dijera André Kertész: quizá en nuestro mundo sin Dios vivimos exclusivamente por mor del espíritu de la narración, que es la mirada simbólica (2002). Este novelista, sobreviviente del nazismo, se refiere a la mirada simbólica que nace en los campos. Reyes Mate lo interpreta así: antes vivíamos bajo la mirada de Dios, mientras que ahora vivimos bajo la mirada de Auschwitz. En este sentido, el espíritu de la narración de los sobrevivientes de los campos sería un llamado ético (Reyes Mate, 2013). Falta que este llamado convenza a críticos que siguen definiendo al testimonio como una práctica narrativa despojada de visos reflexivos o artísticos.

Al reivindicar estos textos no pretendo minimizar ni desplazar a otros, como los de la generación de las hijas e hijos de los desaparecidos, cuya original impronta también nace de una interrogación a partir de sus vivencias. Y tampoco afirmar que solo la palabra del testigo es la autorizada para pensar el legado del horror. Apenas sostengo que su relato, el más cercano al corazón de esta experiencia, es matricial. Propongo no eclipsar estos testimonios, rescatarlos del banquillo de los acusados en que se los sitúa.

11,99 €