La muerte súbita de ego

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La muerte súbita de ego
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La muerte súbita de ego

© Oscar Muñoz Gomá, 2021

Todos los derechos reservados Oscar Muñoz Gomá.

Pehoé ediciones

San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile

Registro de Propiedad Intelectual Nº 2021-A-6492

ISBN Edición digital: 978-956-6131-11-3

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.

Santiago de Chile

Referencias biográficas

Nació en 1938. Estudió en el Liceo Alemán de Santiago. Es ingeniero comercial por la Universidad de Chile y doctor en economía por la Universidad de Yale. Fue investigador y Director Ejecutivo de CIEPLAN. Ha publicado numerosos artículos y libros de economía, entre los cuales se pueden mencionar Estrategias de desarrollo en economías emergentes, Edición FLACSO-Universidad de Chile, Santiago, 2001; Más allá del bosque: transformar el modelo exportador, Edición FLACSO, Santiago, (coordinador), 2002; El modelo económico de la Concertación 1990-2005. ¿Reformas o cambio?, FLACSO-Editorial Catalonia, Santiago, 2007; En los ecos del tiempo-Memorias, dos tomos, edición privada, 2015. Ha sido profesor de diversas asignaturas de economía en las universidades de Chile, Católica, Diego Portales y Alberto Hurtado. Ha participado en talleres literarios durante más de treinta años. Los cuentos de este volumen fueron escritos en los talleres de Ana María Güiraldes, Teresa Calderón y Gregorio Angelcos, a quienes el autor expresa su reconocimiento.

ÍNDICE

UN MINUTO DE FURIA

LA VISITA

AL FRÍO DE LA NOCHE

FIN DE VERANO

EL SOLDADO

DIÁLOGO ENTRE UN SOCIALCRISTIANO Y UN SOCIALDEMÓCRATA DIFUNTOS

EL HUÉSPED QUE NO SE QUERIA IR

EL ORGANILLERO

MOVIMIENTO PERPETUO

ALEGRIA DE VIVIR

LA LUCHA POR LA VIDA

LA MUERTE SÚBITA DE EGO

LA NOCHE DE LA MUDANZA

ZÚÑIGA

DESVELO

SANSÓN

UNA CARTA

TREINTA Y TRES UN TERCIO

UN DÍA COMÚN Y CORRIENTE

UN MINUTO DE FURIA

Semana de vacaciones escolares. Él también necesitaba vacaciones, pero sobre todo para aislarse, estar en su soledad, en su silencio. Acordaron en familia que los niños se irían con su mujer al campo del abuelo, que siempre estaba con las puertas abiertas para recibirlos. Se aprontó para sus días de tranquilidad, escogió los libros que leería, la música que escucharía, las películas que hacía tiempo quería ver.

La primera noche sólo fue una pesadilla. Las fiestas en el barrio ardieron y no pararon hasta bien entrada la madrugada. No pudo descansar casi nada. Decidió que dormiría hasta tarde, pero apenas dieron las ocho de la mañana empezaron las máquinas cortadoras de pasto del vecindario, que ahora tienen que ser con motores ruidosos y contaminantes. Más allá, una motosierra podaba. Trató de cubrir sus oídos con los almohadones, pero todo fue inútil. La tecnología podía más.

Tuvo una iluminación de su mente. ¡Cómo no lo había pensado antes! Se iría a la cabaña que tenían en la precordillera, a orillas de la laguna de las Taguas. Se iría de caza. La temporada ya estaba abierta y podría estrenar su nuevo fusil con mira telescópica. El ejercicio, las escaladas y la aventura le harían bien. Pero, sobre todo, la soledad, tan esquiva en estos tiempos modernos. Él era un lobo estepario, y las estepas estaban cada vez más invadidas por la ciudad, los condominios, las carreteras.

Cuando las máquinas cortadoras de pasto y la motosierra terminaron su labor, pudo dormir otro par de horas más. Al mediodía se levantó, se duchó, se sirvió una abundante colación y preparó su equipo para partir. El viaje le tomó cuatro horas, incluyendo las cuestas de la precordillera y los malos caminos de tierra entre árboles añosos. La belleza de los bosques invernales fue un bálsamo para disipar las tensiones que traía de la ciudad. Llegó al caer la tarde. Abrió las puertas y ventanas de la cabaña para ventilarla, juntó leña seca para encender la chimenea, preparó su cena.

Antes que todo fuera oscuridad, recorrió el sendero que llevaba al borde de la laguna. Se sentó sobre una piedra de superficie lisa. Todo era quietud. Los pájaros ya se habían retirado a sus nidos, no había viento y la laguna era un espejo, donde comenzaban a caer las sombras. Algunas taguas nadaban todavía. Contempló y disfrutó de una naturaleza prístina. No tenía urgencias ni obligaciones. Ahí estaba, solo, consigo mismo, con el bosque, la humedad y el agua. Elementos básicos y primitivos del universo.

Cuando sintió el cansancio del insomnio de la noche anterior, del viaje, de las excitaciones de los últimos días, se levantó, regresó a la cabaña, encendió el fuego de la chimenea y contempló las llamas. Abrió algunas conservas que llevó, se sirvió un vaso de vino. Tomó su guitarra y entonó con voz queda algunas de sus melodías favoritas. De a poco lo invadió la modorra, esperó que el fuego se convirtiera en brasas y se fue a acostar. Durmió como niño. Como hacía años que no lo lograba. Soñó mucho. Con trabajos por entregar, con reuniones tensas, con personas que le resultaban desagradables. Es la primera noche de descanso, se dijo. Siempre pasa lo mismo. Durante el sueño se descargan todas las malas vibras. Ya las próximas noches serán más calmadas.

Despertó temprano en su primera mañana. Preparó el café, tostó un pan, lo untó con mantequilla, mermelada, queso. Sacó su equipo de excursión y caza, se hizo un sandwich que puso en la mochila con un jugo para el mediodía, su sombrero de montaña. Luego revisó el fusil, la mirilla telescópica. Le puso un silenciador para no romper el silencio del bosque. Se calzó sus botas de gamuza, se puso la parca, se echó la mochila y el fusil al hombro y partió por los senderos que subían la ladera, todavía bajo las sombras de la mañana. En la cima del cerro tendría la vista más despejada, gozaría el paisaje y dispondría del espacio para la caza. El suelo estaba blando, lleno de hojas descomponiéndose y en ocasiones emergían grandes raíces que tenía que esquivar.

De pronto oyó algunas risas estentóreas a la distancia. Se detuvo a escuchar mejor. Eran voces, hablaban fuerte, con carcajadas destempladas, risas de borrachos. Continuó la marcha. De pronto el silencio se convirtió en un estruendo. Una guitarra eléctrica resonó con fuerza y luego siguió un tronar de baterías. ¡Heavy rock!, pensó y una tonelada de pesadumbre cayó sobre sus espaldas. Desvió su ruta y se encaminó hacia el sitio donde se originaba lo que consideró una violación de la naturaleza. Cuando escuchó el sonido más cerca, se detuvo a observar. Buscó con la mirilla de su fusil, oculto tras algunos árboles. Vio tres figuras humanas y dos carpas en un claro, cerca del borde de la laguna. Eran una pareja de jóvenes y un hombre de su misma edad. Habían hecho una fogata y tenían un receptor de radio, de gran tamaño, que emitía esas estridencias. Vio una media docena de botellas vacías en el suelo. El rock seguía golpeando el silencio del bosque sin misericordia. Una de las figuras hacía amagos de moverse al son del ritmo. Parecían ebrios. Como un volcán en erupción emergió su rabia, incontenible. Apuntó lentamente con su fusil, primero a los rostros de cada uno, luego al receptor de radio, a las carpas. Mantuvo su observación durante varios minutos, recorriendo los rostros, escrutando el entorno. Sacó algunas balas de una caja en su mochila y cargó el fusil. Apuntó con cuidado e hizo un disparo. Entonces todo quedó en silencio.

LA VISITA


Dos horas antes descansaba en la sala, escuchando un cuarteto de Haydn. El día se me había hecho largo en la oficina. Varias reuniones de rutina con los equipos de trabajo que debo supervisar, nada sustantivo, me habían aletargado. El pesimismo general del ambiente económico no auguraba proyectos interesantes. Las ventas seguían mal. Decidí regresar temprano a casa, relajarme, sumirme en la música. Dejar de lado los aburridos números, los rostros angustiados de los vendedores que debían darme cuenta.

 

Arlette regresó más tarde.

-¡Llegué, Enrique!- fue un anuncio a la distancia más que un saludo-. Vengo con trabajo que terminar.

Me entregué a una semi-inconsciencia. Las notas juguetonas de Haydn masajeaban mis neuronas. Los cambios de movimientos me traían de vez en cuando de vuelta a la realidad. Empecé a sentir frío.

Me incorporé para preparar algo de comer. Supuse que Arlette seguía corrigiendo pruebas de sus alumnos. No soy buen cocinero, pero sé lo que hay en el refrigerador y puedo escoger y combinar algunas cosas preparadas, sin demasiadas exigencias. Saqué unos fiambres, preparé una ensalada con abundante aceite de oliva, calenté el pan.

Escuché el timbre. Alguien tocaba con insistencia. Me extrañó, porque no esperábamos a nadie y aunque no era tan tarde, ya era de noche. Abrí la puerta.

-¡Ricardo!- exclamé-. Hice un amago de sonrisa de bienvenida, pero no me causaba ningún placer verlo.

Guardé silencio, en el umbral de entrada, esperando alguna explicación. Hacía años que no sabía nada de él, por lo que a la incomodidad de tenerlo en la puerta de mi casa, se añadía la sorpresa de su visita.

-¡Hola, Enrique!- me dijo-. Perdona la impertinencia de tocar a esta hora. ¿Me permites entrar?

-Por supuesto, adelante- lo dejé pasar-. ¡Vaya sorpresa! ¡Qué años que no te veía! ¿Qué te trae por estos lados?

-Pasaba por aquí y pensé que era una buena oportunidad de saber de ustedes. Es cierto, ha pasado tiempo sin vernos.

-Así es. Mira, voy a llamar a Arlette. Todavía trabaja. Tú sabes, la época de las pruebas en los colegios. Siéntate, ya vengo.

Subí al cuarto de Arlette.

-Adivina quién está- la desafié con un dejo de ironía.

Me miró con expresión de cansancio. Los ojos hundidos, el cabello revuelto, ya no era la joven belleza de hacía cinco años, pero estaba muy bien. Sentí un orgullo que fuera mi mujer. Sobre su mesa, rumas de páginas escritas la esperaban. La lámpara de mesa brillaba fuerte en la penumbra de la habitación.

-Adivina- le insistí.

-Quique- su voz fue un ruego-. Mira, estoy en otra. Tengo que terminar con estas pruebas. No estoy para adivinanzas, ni menos para visitas.

-Tu ex.

-¿Mi ex? ¿Qué quieres decir?-. Sus ojos se abrieron.

-Tal cual. Ricardo está abajo.

Suspiró profundo. Dejó el lápiz rojo y los papeles, pero permaneció sentada.

-No lo puedo creer. ¿Qué hace aquí?-. No expresaba molestia, sino más bien cierta ansiedad.

-No sé. Dijo que pasaba por acá y decidió saludarnos. Es raro, ¿no?

-Ahora bajo. Ya voy.

Me dirigí a la sala. Ricardo estaba de pie mirando una pequeña escultura que yo había comprado hacía poco. Le ofrecí un trago.

-Una cerveza estará bien.

-¿Cómo estás? ¿Qué ha sido de tu vida?- le pregunté, más por romper el silencio que por verdadero interés en su respuesta. Aunque me llamó la atención verlo bastante bien, físicamente. Buena pinta, buena postura. Se veía más atractivo que el recuerdo que tenía de él.

-La vida sigue su curso- una respuesta sin compromiso, pensé-. He viajado, he hecho de todo un poco. No me quejo. Ahora último las cosas están más complicadas.

Para ganar tiempo fui a la cocina a buscar algo para picar. ¿Por qué no bajaba Arlette? Ricardo era su problema, no el mío.

Escuché sus pasos en la escalera. Decidí demorarme más en la cocina, haciendo esto y aquello. No podía evitar escuchar su conversación en la sala.

-Ricardo, ¿qué haces aquí, por el amor de Dios?-. Noté cierta excitación en Arlette. No me pareció un saludo entre quienes no se han visto en mucho tiempo.

-Mira, disculpa la intromisión-. Ricardo bajó la voz y siguió una conversación que eran murmullos. No logré oír bien.

Me sentí molesto. Saqué un cigarrillo y lo encendí. No quería regresar a la sala. Casi podía ser yo el intruso ahora.

Volví con una bandeja de almendras y queso, la cerveza para Ricardo, una botella de vino y los tres vasos. Quedé casi estupefacto cuando vi a Arlette. Hacía unos minutos estaba deslavada, ojerosa y con expresión de agotamiento. Esta Arlette era otra. Se había pintado, arreglado su pelo y cambiado la blusa. Estaba magnífica, aunque con cierta preocupación en sus ojos.

-Quique, Ricardo está en apuros- me dijo, con voz inquieta-. Necesita ayuda.

Me sobresalté, porque esto sugería problemas también para nosotros. Era lo último que necesitaba. Puse cara de pregunta.

-Perdona Enrique- intervino Ricardo-. No habría venido a molestarlos si no tuviera urgencia. Pero la verdad es que la policía anda detrás de mí. Me buscan. Hasta ahora he logrado evitarlos, yendo de lado a lado. Ya no tengo muchas alternativas.

-A ver, explícate. ¿Qué pasa? ¿Por qué te buscan?-. Esto ya comenzaba a molestarme mucho más.

-Mira, no es fácil de explicar, pero te aseguro que soy inocente. La cuestión es que en la empresa donde trabajo pusieron una denuncia en mi contra por fraude. Soy el contador de la empresa. Pero es una trampa. Estoy seguro. De hecho, yo sospechaba del gerente y comencé a hacer una pequeña investigación, por mi cuenta. Pero las cosas se precipitaron. Es probable que descubriera mis sospechas y se anticipó a denunciarme, con una acusación de facturas falsas. Son varios miles de millones los que están en juego. Si me detienen no voy a poder demostrar mi inocencia.

-Y ¿qué quieres que hagamos?

-Sólo necesito que me dejen pasar la noche aquí. No puedo volver a mi casa. Nadie sospechará que estoy con ustedes. En la mañana, temprano, un amigo me sacará de la ciudad, lo que me dará más tiempo para reivindicarme.

-Ricardo, es bastante lo que pides. ¿Te das cuenta que nos convertiremos en cómplices y nos pueden acusar de obstrucción a la justicia?

-Lo entiendo y créeme que me apena mucho exponerlos a ustedes. Pero no tengo alternativa. No puedo irme donde mis conocidos y amigos.

Terminé mi vaso de vino de un sorbo.

-Arlette, vamos a conversar. Disculpa, Ricardo- subimos a nuestra habitación.

-No le creo-le dije con dureza-. No estoy dispuesto a que nos arriesguemos. Tú sabes que Ricardo ha sido siempre un irresponsable.

-Yo le creo- se veía segura-. No sabes cómo ha cambiado desde aquellos años.

-¿Cómo estás tan segura?

-Ricardo lo pasó muy mal durante mucho tiempo. Es cierto, fue un vago y un irresponsable, pero eso fue antes. En la empresa donde trabaja lo ha hecho muy bien y es querido por sus compañeros.

-¿Por qué sabes todo eso? Yo entendía que tú no lo viste más desde que rompieron. Y ya hace seis, siete años, si no me equivoco.

Arlette encendió un cigarrillo. Se tomó más tiempo del que normalmente demora encenderlo. Expulsó el humo con lentitud.

-No hace mucho tiempo me encontré con él. Caminamos y conversamos.

Sentí frío en mi rostro. Esto era nuevo para mí.

-¿Me quieres decir que te has estado viendo con él?

-Quique, por favor.

-¿Por favor? Contéstame, te hice una pregunta- ya me estaba exasperando.

-¿Qué tiene de malo que lo haya visto? ¿Me vas a hacer una escena?

Abrí el closet, saqué una frazada y bajé. Se la entregué a Ricardo con brusquedad.

-Aquí tienes. Puedes pasar la noche en el sofá, si te acomoda- no pude evitar un tono de desprecio-. Pero mañana te quiero fuera de la casa. Ah, y en la cocina hay algo para comer.

Me sentí encolerizado e incapaz de seguir hablando. No sólo no le creía a Ricardo. Ahora había comenzado a dudar de Arlette. Me imaginé que me había estado otorgando la distinción de ponerme unos hermosos cuernos. Estaba en su cuarto de trabajo. Seguía fumando, de pie, mirando la ventana, a pesar de que afuera todo era oscuridad.

Abrí mi lado de la cama y me acosté. Aunque no dormí muy bien, amanecí más relajado, y con apetito. Miré a Arlette con afecto. Ya estaba vestida, aunque con cara de no haber dormido bien. Mis celos se habían apaciguado.

-Creo que Ricardo debería entregarse a la policía- le dije, mientras me vestía-. Si es culpable, es lo que corresponde. Si es inocente, no podrá probarlo estando arrancado. Después que lo detengan podrá conseguir la libertad bajo fianza y contratar un abogado que investigue a fondo el fraude. Es lo que cualquier persona decente haría, ¿no te parece?

-Pienso lo mismo- me contestó escuetamente-. Voy a tratar de convencerlo.

Estaban reunidos en la cocina cuando bajé.

-¿Les preparo unos huevos para desayunar?- les ofrecí, con buena disposición.

-Quique, lo lamento, pero te dejo- el rostro de Arlette mostraba frialdad-. Nos vamos fuera de la ciudad.

Apreté mis puños y la clara de los huevos saltó por el aire.

AL FRÍO DE LA NOCHE

El profesor Schmidt terminó su whisky y le pidió al anfitrión el teléfono de la casa para llamar a un taxi. Ya eran pasadas las doce de la noche y los comensales comenzaban a retirarse. La comida había sido muy conversada, con gran animación y todos pendientes de las opiniones del profesor Schmidt, el invitado de honor. Había venido a esa pequeña universidad situada casi en la frontera con Canadá, en el estado de Massachusetts, para dictar un curso de invierno durante el receso del mes de enero. El enseñaba ciencias políticas en Princeton, había ganado una cátedra de por vida y su curriculum estaba nutrido de publicaciones, conferencias internacionales y consultorías a muchos gobiernos europeos. Era una autoridad en materias relacionadas con el nuevo orden mundial que se estaba gestando después de la crisis del petróleo de 1973. De origen alemán, se radicó en Estados Unidos donde hizo la mayor parte de su carrera académica. Ya estaba cercano a la edad del retiro, aunque energías y ambición no le faltaban para aceptar cuánta invitación le llegara.

-Por ningún motivo, profesor- le dijo enfático Williams, otro de los invitados a la cena. Era un hombre joven, de unos treinta y cinco años, delgado y enjuto-. No pida taxi, yo lo puedo llevar y con mucho gusto.

-Muchas gracias, pero no quisiera molestarlo. Vivo bastante lejos, en una casa que arrendé en las afueras del pueblo. Una casa muy rural. Está en el camino de Woodstock.

-No es ningún problema. De hecho, yo también voy en esa dirección.

-Bueno, en ese caso, encantado. Le acepto su amabilidad.

Se despidieron del resto de los participantes, del dueño de casa y su esposa. La noche estaba extremadamente helada. Soplaba un viento gélido, de aquéllos que se llevan las nubes, convierten la nieve reciente en hielo duro y bajan la temperatura a muchos grados bajo cero. De hecho, los informes del tiempo habían alertado a la población a cuidarse de las posibles y severas hipotermias. Se anunciaban temperaturas de treinta grados bajo cero.

Subieron al auto de Williams, quien puso en marcha el vehículo y activó la calefacción al máximo. El interior del coche estaba muy helado. Todavía quedaban resto de hielo en el parabrisas como resultado de la nevada de la noche anterior. El profesor Schmidt se subió el cuello de su chaquetón, se forró con la bufanda hasta la boca y se cubrió la cabeza hasta las orejas con un gorro de lana.

-Hay que precaverse del frío-, le comentó a Williams-. A mi edad, ya tengo setenta años, los enfriamientos pueden ser muy peligrosos. El año pasado estuve un mes en una clínica por una bronconeumonía rebelde.

-Por supuesto, pero no se preocupe. La calefacción ya va a empezar a entibiarnos. Demora un poco, pero responde.

El paisaje nocturno era hermoso. Había luna creciente que iluminaba los campos blancos. Más allá se advertía una mancha oscura, probablemente un bosque de pinos, con sus copas cubiertas con la nieve congelada. Todavía se veían algunas casas iluminadas, cada vez más escasas.

Avanzaron durante unos diez minutos, siguiendo las instrucciones del profesor.

De pronto el auto hizo como un estertor y se desvió bruscamente hacia la berma. Todo quedó en silencio. Williams soltó una maldición y le dijo a Schmidt:

-¡Diablos! Parece que tenemos una panna de rueda delantera.

-¡Pero no puede ser!-, le replicó Schmidt, intranquilo-. ¡Qué mala suerte!

-No se preocupe-, lo tranquilizó Williams-. Sólo tomará algunos minutos cambiar la rueda.

Williams se bajó del coche, miró la rueda delantera y confirmó con su cabeza que estaba desinflada. Se dirigió al baúl trasero del auto. Schmidt se arropó más con su chaquetón y no quiso bajarse hasta saber más. Williams tardaba en aparecer, lo que intranquilizó más al profesor. Por fin el otro apareció y se mostró preocupado.

 

-Tenemos un problema. No está la gata. Es inexplicable. Debería estar. Disculpe, profesor, y no se preocupe. Volveré a la casa de nuestro amigo y pediré ayuda. Soy buen corredor. En treinta minutos estaré de vuelta. No se mueva del auto. Abríguese bien.

Williams cerró la puerta, no sin antes retirar las llaves del contacto. El profesor Schmidt sintió una fuerte desazón. No le gustó nada el panorama. De hecho, experimentó indignación con Williams. Le pareció un irresponsable aunque, es cierto, las ruedas pueden pincharse cuando menos uno espera, pero no tener la gata era una enorme torpeza. Repasó lo que sabía de este Williams. No lo conocía de antes, a pesar de que él mencionó haber sido alumno de ciencias políticas en Princeton. No lo recordaba, pero no era extraño. Los alumnos de postgrado pueden optar por distintas asignaturas y profesores. Se lo presentaron como ayudante de investigación de uno de los académicos invitados a la comida. Algo hablaron de su trabajo, pero le pareció que era de bajo perfil, más bien tenía que manipular estadísticas, preparar cuadros numéricos para otros profesores de mayor nivel. Todo muy necesario en una investigación, pero lo que realmente se valoraba en el ambiente era la calidad de los análisis, las conclusiones, las contribuciones teóricas.

A la indignación, comenzó a acosarlo la angustia. El frío volvió a atormentarlo. La detención del motor significó que también la calefacción desapareció. ¿Por qué no dejó el motor andando? Se sentía muy vulnerable. ¿Cómo diablos se metió en esa situación? No se veía un alma, todo era descampado, una combinación de manchas blancas y oscuras. De la angustia pasó al terror. ¿Sería posible que estuviera cerca de su final? Pensó en su familia, su esposa y dos hijas, sus nietos. ¿Sería posible que les faltara por una torpeza menor? Eran una familia muy unida y se cuidaban entre ellos. Se amaban profundamente. Le aterró la idea de que lo perdieran. La inmovilidad de estar sentado en ese lugar inhóspito le pareció que era lo peor que le había pasado. Debería moverse, caminar, activar su organismo. Se bajó del auto y sintió las ráfagas de viento cortando su rostro como hojas de afeitar. Le dio a su bufanda varias vueltas en torno a la cabeza, tapándola casi por completo.

Comenzó a caminar a paso rápido. En pocos minutos sintió que se le escapaban lágrimas, pero que inmediatamente se convirtieron en hielos duros. Herían sus ojos. También sintió hielos en torno a su boca. Era su aliento que se transformaba también. Todo su cuerpo comenzó a congelarse, especialmente sus pies y sus piernas. Mantuvo el ritmo de sus pasos, sin saber ya adónde se dirigía. Pensó que quizás si encontrara un bosque, podría ser menos helado que la intemperie en que estaba. Divisó la mancha oscura y avanzó hasta llegar a un bosque. Los ojos congelados apenas le permitían alguna visión. Ante los primeros árboles salió del camino y se internó. Efectivamente, el frío disminuyó levemente, pero le pareció que más podía ser fruto de su imaginación. La superficie bajo el bosque no le hizo las cosas menos difíciles. Sintió que se movía con dificultad, sus miembros no le obedecían. Su mente estaba confusa y ya no razonaba bien. Perdió la noción del tiempo que había transcurrido desde que se bajó del auto. De pronto sus pies tropezaron con un tronco. El piso cedió y se desplomó como bulto inerte.

Al día siguiente, la policía no tardó mucho en encontrar el cuerpo de Schmidt. Williams la había alertado, no debía estar muy lejos del lugar donde quedó su automóvil. Comprobado el deceso, hecha la autopsia y una inspección superficial al vehículo, el inspector Davies emitió el informe preliminar indicando muerte accidental, provocada por hipotermia. Unos hechos lamentables se encadenaron para llevar a tan infausto resultado. La comunidad académica estaba anonadada. Incluso los medios internacionales dieron cuenta de ellos, considerando la reputación del profesor Schmidt.

Davies era un hombre corpulento, de gruesos bigotes y barba bien cortada. Debía tener poco más de cincuenta años. Sabía que estaba muy lejos de que todo estuviese aclarado. Es cierto que en los inviernos tan crudos como el que tenían en ese momento, no era infrecuente que algunas personas murieran de hipotermia. La noche los pillaba desprevenidos, o borrachos, a menudo. Pero no era el caso. El profesor quedó solo en el camino, en un coche averiado y el conductor se había ido en busca de ayuda. ¿Qué le molestaba? Las probabilidades de ocurrencia de esos hechos, de algunos condicionantes más bien. El pinchazo del neumático. Posible, pero poco probable. En todo caso pediría requisar el vehículo para examinarlo en detalle. El alejamiento del conductor para pedir ayuda, según dijo. Muy probable. Obvio casi. Pero, ¿por qué no regresó? En su versión, se sintió desfallecer después de algunos minutos de correr y golpeó en la primera casa que encontró. Su desmayo en la misma puerta de la casa y su traslado al hospital más cercano, sin haber podido articular palabras, eran hechos comprobados. La familia que lo ayudó corroboró la versión. Pero, ¿por qué no estaba la gata en el vehículo?

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