Loe raamatut: «El gran Califa»

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En un recóndito lugar del lejano Oriente, allá donde ni tan siquiera consta el más mínimo apunte en los mapas cartográficos, emerge un pequeño Califato del cual poco se conoce.

Rodeado de dunas de blanca arena y presidido por un palacete que, sin nada que envidiar a las maravillas dignas de las Mil y una noches, no dejaría indiferente a nadie que por esos avatares del destino se diese de bruces con sus muros encumbrados en deslumbrante oro macizo.

Cada mañana, al despuntar los primeros rayos de sol, tras los montículos arenosos que esconden tan majestuosa construcción, reflejan más allá del horizonte el brillo amarillento de sus destellos al rebotar en sus erguidas paredes haciendo, si cabe, más esplendorosa su imponente presencia ante los ojos de cualquier viajero que se detuviese en la contemplación de tan maravilloso espectáculo.

Como si a resguardo estuviese, un pequeño poblado de casas de adobe invita al caminante a hacer un alto en su viaje para saciar sed y hambruna y, tal vez, morar alguna noche bajo su cielo estrellado e iluminado por una imponente luna, convirtiendo su estancia en un idílico lugar de descanso, pues la hospitalidad de sus moradores así lo permitía.

En el centro del poblado, un pequeño palmeral rodeando un estanque de agua cristalina donde grandes y pequeños acuden varias veces al día a refrescarse del imponente calor del lugar.

El ir y venir de sus gentes, a pesar de la corta distancia, era constante pues parecía que todos y cada uno de sus habitantes tuvieran una faena concreta encomendada, a simple vista no faltaba nada de lo más básico.

Cercana al estanque, una pequeña plantación de trigo que hacían servir para su propio pan, el cual era cocido en sus hornos, también de adobe, no muy lejos de allí. A pesar de lo árido del lugar, arroz, patatas y legumbres crecían sin dificultad alrededor de las aguas cristalinas de su particular oasis.

Herreros, carpinteros, escultores, costureras, de una manera incesante deambulan por sus calles convirtiéndolas en un trajín de idas y venidas, como si de una gran ciudad se tratase.

Una tasca, justo al lado de uno de los muros del palacete, ofrecía, a cualquiera que traspasase su umbral, unas buenas viandas y un buen vino para pacer, si se diera el caso, en uno de sus camastros que también ofrecía después de complacer la panza vacía del visitante.

Niños y niñas correteando, mujeres entonando cánticos mientras lavan la ropa, dromedarios rumiando heno por las esquinas de las casas, vendedores ambulantes ofreciendo vasijas de barro y viajeros que simplemente van de paso, hacen del poblado un bullicio digno de un cuento de califas, jeques, príncipes y princesas, en el que todo pasa en un instante, pero nada sucede ante los ojos de todo aquel que se detenga a observar.

Próximo a la tasca se halla un pequeño habitáculo, cómo no de adobe y paja, en cuyo interior residen un matrimonio y sus tres hijos, dos niños y una niña. El patriarca de la familia, al cual se le conocía con el nombre de Omar, era un hombre sencillo, humilde, bondadoso y cariñoso con los suyos, que tras unos cuantos años deambulando por distintos lugares llegó al poblado descalzo, con unos pocos harapos y hambriento, muy hambriento.

Por esos devenires del destino, su caminar hizo que se cruzase con el de una bella muchacha, a la que todos conocían con el nombre de Sarah. Ella fue quien, poco a poco, compartiendo confianza mutua, le proporcionó aquello que le era necesario; de sobra era conocida su habilidad en manualidades, especialmente en el arte de la costura, y así, como si de un niño con sandalias nuevas se tratase, una idílica relación comenzó entre ambos. Dejando de lado los recelos iniciales acabó, en poco tiempo, en una boda, humilde pero llena de amor y complicidad, que les llevó a crear una gran familia bendecida con tres retoños.

Allí mismo, tras los muros dorados de amarillento esplendor, se halla enclavada una construcción, cuyo interior albergaba una de las riquezas más voluptuosas jamás vistas en el lugar.

Suelos enmoquetados con alfombras traídas de Persia a las que se les tenía un especial cuidado y mantenimiento, paredes decoradas con esplendorosos trabajos artesanales procedentes de los rincones más recónditos de Oriente, esbeltas esculturas talladas expresamente para sus amplios salones, y, sobre todo, allá donde se posase la mirada, un brillo deslumbrante reflejado por la incontable cantidad de piezas de oro y joyas preciosas que por doquier se podían admirar.

Todo este arsenal de riqueza, que a buen recaudo se encontraba, fue acumulado a lo largo del tiempo por la persona que ostentaba el dominio del lugar.

Se le conocía con el sobrenombre de Big Farouk, el califa. De extremada corpulencia y altura, daba la imagen de rudo y temible, pero nada más lejos de la realidad; pues, aunque en momentos de necesidad tenía que mostrar su lado menos amable; su talante siempre era alegre y afable.

Debido a la facilidad que Sarah mostraba en el trabajo con las telas, pronto se hizo con el beneplácito del califa para ser su costurera personal, conociendo de esta forma todo tipo de tejidos llegados de lejanas fronteras y puestas en sus manos para transformarlos en delicadas vestimentas dispuestas a ser lucidas por Big Farouk, a quien, cómo no, le gustaba ir bien lustroso.

Mustafá Abdelafayed Ben Al Farouk, que así es como realmente se llamaba el califa, acostumbraba a estar siempre rodeado de gente, principalmente sirvientes, unos más personales, otros más distantes, pero el palacete nunca se encontraba en solitario, al califa no le gustaba el silencio y procuraba tener tumulto a su alrededor casi todo el día.

Durante muchos años tuvo un sirviente que ejercía de ayudante de cámara, y prácticamente estaba siempre a su lado. Pero era ya una persona muy mayor y no podía seguir el ritmo del califa, así que Big Farouk decidió destinarle una tarea con menos esfuerzo para que por lo menos no se agotara demasiado y así continuar aportando dinero a su hogar.

No era una gran cantidad lo que pagaba por los servicios prestados, pero ninguno de sus sirvientes se quejaba de ello, pues puertas afuera del palacete, a veces la vida se torcía y los habitantes del poblado, aunque intentaban ayudarse entre ellos, algunas penurias pasaban.

De todos modos, Big Farouk trataba de estar atento a su poblado e intentaba que nada faltase a sus habitantes, así que cuando había que arrimar el hombro no le temblaba el pulso, él podía hacerlo.

Una mañana, mientras Sarah se encontraba entretenida rematando unos quehaceres, se le acercó por detrás el califa y posándole la mano en el hombro le preguntó:

—Sarah. Ya sabes que a mi ayudante de cámara le he tenido que destinar a otra tarea debido a que ya es mayor y no puede seguir con lo que estaba haciendo, por lo tanto, me encuentro sin sirviente personal. ¿Por casualidad tú no sabrás de alguien que quiera ocupar su lugar? Alguien que conozcas y que sepas que sea de fiar pues le he de confiar muchas de mis cosas personales.

A lo que Sarah, tras un momento de duda, comentó:

—Mi señor, creo que tengo a la persona perfecta. Es del todo fiable, muy hacendoso, leal y servicial. Se trata de mi esposo, Omar. Él va haciendo tareas por el poblado, allá donde hace falta. Estoy del todo segura de que estará encantado de convertirse en su ayudante de cámara.

—Pues no se hable más —replicó el califa—, mañana a primera hora dile que se presente ante mí para darle instrucciones.

—Así será, mi señor, tal y como desea —agradeció Sarah con un ligero balanceo de cabeza.

Esa misma tarde, cuando Sarah llegó a su humilde hogar de adobe y paja, su esposo se encontraba en el umbral de la puerta jugando con los niños a los cuales ambos adoraban con locura.

Sin perder un instante Sarah se apresuró a comentarle a Omar los deseos del califa:

—Omar, esta mañana nuestro señor el califa se dirigió a mí para hablarme sobre su deseo de buscar un nuevo ayudante de cámara que esté a su servicio, y yo como sé que eres una persona tan responsable, fiel y trabajadora te propuse a ti, y me ha dicho que mañana bien temprano te presentes en el palacete para que te dé instrucciones.

—Sarah —dudó Omar—, ¿tú crees que yo sabré desempeñar tan importante tarea? Mira que yo ni tan siquiera conozco al califa y me da un poco de respeto no estar a la altura de lo que se espera de un ayudante de cámara. Tengo oído que el califa es un poco exigente y requiere bastante atención. ¿Cómo se te ocurre meterme en ese lío?

—No te preocupes, mi amor. —Sarah intentó calmar a Omar—. No es tan complicado como parece. Tú lo harás muy bien ya verás. Tan solo has de ser tú. No te olvides, mañana a primera hora —recalcó al final.

Aquella noche Omar apenas pegó ojo, pues los nervios se apoderaron de él pensando en la situación que se le presentaba. Mucho antes de que los pocos gallos que correteaban por el poblado comenzasen a dar los buenos días, Omar ya estaba sentado ante la puerta esperando a que llegara la hora de presentarse en el palacete. Sarah no daba crédito a lo que estaba viendo, pues su esposo rara vez se levantaba antes que ella; y sí, parecía que estaba algo nervioso pues no articuló palabra alguna mientras esperaba a que los primeros rayos de sol asomaran por el horizonte.

Sarah le explicó con detalle por donde tenía que entrar para encontrarse con el Califa, en el momento adecuado y en la hora que fue citado. El Califa era muy puntual y no le gustaba, en absoluto, tener que esperar.

Así fue, justo a la hora convenida, Omar se presentó ante Big Farouk, y este tal cual le dijo:

—Hace mucho tiempo que conozco a tu esposa, y hasta el día de hoy no he oído ninguna queja sobre ella o su trabajo. Me habló ayer de ti, de lo buena persona que eres, trabajadora y servicial. Estoy buscando un nuevo ayudante de cámara, y como me fio de ella, quiero que tú seas mi nuevo sirviente personal. Poco a poco ya irás haciéndote con las tareas que se te encomendarán, pero de momento, quiero que vayas a la cocina cojas un tazón de leche y una hogaza de pan y desayunes, allí mismo te darán las primeras instrucciones para empezar tu labor.

—Muchas gracias, mi señor —agradeció Omar con una ligera inclinación de cabeza.

Mientras se dirigía a la cocina, tal y como el califa le indicó, no pudo evitar asombrarse de las maravillas que aquellas paredes albergaban, pues nunca había visto tanta riqueza junta, hasta tal punto que estuvo muy cerca de tirar un par de jarrones al suelo.

Efectivamente al llegar a la cocina, la cual no tardó en encontrar, le estaba esperando un gran tazón de leche de cabra recién ordeñada y una buena hogaza de pan acabada de hornear. Disfrutó de aquel momento.

Fueron muchos los datos que Omar recibió durante su primer día en el palacete. Hubo momentos en los que, incluso, le pareció apabullante tal cantidad de información, pero era normal, a la mañana siguiente había de estar presto ante cualquier petición que se le encomendara.

Al llegar a su hogar, no paró de hablarle a su esposa de todo lo que le habían enseñado, cayendo rendido en el camastro casi sin tiempo de terminar de comentarlo. Sarah aún tuvo tiempo de terminar una vestimenta que al día siguiente estaba comprometida a entregar, antes de arropar a sus hijos e ir a hacer compañía a su esposo en el lecho marital.

Como siempre, tras el nuevo amanecer, los haces de luz solar emergieron tras aquellas dunas de arena blanca como si se asomaran a través de un gran ventanal que separase el mundo exterior de aquel Califato asentado en medio de la nada.

Mustafá Abdelafayed Ben Al Farouk, el califa, aún dormitaba en su lecho momentos antes de que su nuevo ayudante de cámara ya estuviese preparado para iniciar las tareas encargadas. Casi como si de un estricto protocolo inglés se tratara, a la misma hora y en el mismo orden el día comenzaba en el interior del palacete.

Lo primero de todo abrir de par en par los ventanales para permitir que los rayos de sol se colasen por las rendijas de los portones e iluminar por completo las estancias dejando ver el resplandor cegador de la majestuosidad que aquellas paredes guardaban con recelo a salvo de miradas curiosas y ansiosas de hincarles las uñas, pues Al Farouk era dueño de uno de los tesoros más codiciados de la zona.

Según contaban lejanas leyendas lo que atesoraba el califa a su alrededor; piedras preciosas, piezas de oro macizo, broches, collares, alhajas y un sinfín de joyas a cual más recubierta de brillantes; fue conquistado por sus tropas en innumerables batallas en las cuales, a pesar de su talante alegre y afable, el propio Al Farouk tomaba parte llegando a demostrar que no le temblaba en lo más mínimo el pulso ante situaciones un tanto escabrosas. De ahí que de tales encuentros guerreros se ganara calificativo por el que muchos de sus seguidores le conocían, Big Farouk.

Tenía la costumbre de no hacer prisioneros en aquellas batallas que él lideraba; se apoderaba de los objetos de valor con los que tropezara desvalijando, a su vez, a todo aquel o aquella que se le cruzara por su camino, utilizando su espada de afilada hoja y en forma de casi media luna solo en ocasiones que era absolutamente necesario.

Él era el amo y señor, él era el califa, él era Big Farouk el afable, y así es como quería que se le recordara por los tiempos de los tiempos, en las historias de los más recónditos parajes y, si alguna vez hubiera algún escrito que reflejara sus valerosas batallas, convertirse en una de las mayores leyendas habidas y por haber.

—Así soy yo, así es Al Farouk, Big Farouk —se repetía a sí mismo una y otra vez.

Recién iluminados los aposentos, Omar se disponía a acercarse a su señor para comenzar con el ritual diario de preparación de sus ropajes y demás aprestos, sobre todo la armadura, cincelada expresamente para el califa, a la que Omar debía prestar especial atención y tenerla perfectamente brillante cada mañana puesto que su amo disfrutaba tenerla a la vista mientras degustaba su desayuno; un puñado de dátiles, té a la menta y un par de dulces de almendra, pistacho y miel; erguido en uno de los balcones del palacete y permitiendo que los rayos de sol, de una manera estratégica, incidieran en el torso de su reluciente armadura tomándolo como espejo y haciendo, si cabe, más lustroso el habitáculo.

Los ojos azules de Farouk acababan de abrirse y como si de un resorte se tratara, de un brinco se enfiló en sus babuchas y al mismo tiempo que empuñaba su espada buscó el brillo de la armadura. Omar, que, a pesar de ser su primer día, recordó todas las instrucciones recibidas y enseguida le indicó el lugar donde le esperaba, resplandeciente como siempre. Esbozando una ligera sonrisa se dispuso a degustar las viandas ya preparadas a fin de saciar su hambruna, especialmente glotona esa mañana.

A penas esbozó palabra alguna, pues la jornada era especial para el califa puesto que tenía que recibir a una comitiva de emires venidos de tierras cercanas para tratar ciertos temas de urgencia, de ahí su premura por asir su espada y su peto plateado, quería presentarse ante tales emisarios en perfecto estado puesto que, a pesar de todo, se tenía por una persona bastante presumida y orgullosa de su talante y su porte; alto, robusto, larga melena oscura y profundos ojos azules.

Aquella mañana parecía haber más barullo de lo que venía siendo normal en estos encuentros pues los emires estaban especialmente nerviosos. Corrían rumores a lo largo del desierto aventando una revuelta entre dos tribus venidas del extranjero con el fin de litigar por las tierras de un oasis que albergaban unas cuantas palmeras datileras, media docena de pozos repletos de agua para los allí moradores y los posibles transeúntes y sobre todo un palacete que no tenía nada que desmerecer al del propio Farouk, pero con menos resplandor.

Esta zona pertenecía a uno de los emires más conocidos de las dunas, Rashid Alibenzaruf, encontrado sin vida, por uno de sus sirvientes, en extrañas circunstancias. Según costumbre de los poblados del desierto, las tierras huérfanas o sin nadie que las heredara por legítima sucesión, como fue el caso de Rashid el cual no tuvo descendencia, quedaban a merced del primer conquistador que por allí asomara, de ahí la esperada revuelta, de la que todos comentaban sería motivo de batallas sin fin, pues por aquel entonces quien era poseedor de un lugar con estas características, podía decirse que era dueño de un gran tesoro, el agua.

Big Farouk, sentado en lo que él llamaba su pequeño trono, escuchó con atención todo lo que los emires vinieron a contar, llegándose a un momento en el que era imposible entender a ninguno de los allí presentes; así pues, el califa apretando los pies fuertemente contra el suelo y dándose impulso en los brazos de su sillón se levantó repentinamente mandando acallar aquel incesante murmullo. Alzando la vista hacia el grupo de visitantes eligió al que parecía más anciano pidiéndole que le contara con todo detalle qué era lo que se comentaba acerca de los acontecimientos venideros y qué era lo que querían que él hiciera al respecto.

Con voz temblorosa el elegido entre los tertulianos se prestó a explicar al califa lo que hasta entonces había llegado a sus oídos, relatos que no parecían traer buenos augurios, comentarios que hacían acrecentar la sed de conquista de ambas tribus surgidas más allá de donde la vista del califa podía alcanzar.

Una vez acabada la verborrea del orador, Al Farouk se mantuvo en silencio durante unos instantes hasta que se dirigió a todos los asistentes y con voz firme y segura preguntó

—¿Qué queréis que haga yo?

A lo que uno de los emires, adelantándose unos pocos pasos, se atrevió a decir:

—Mi señor, por todos es conocido vuestra valentía y pundonor en pos de la batalla sin parangón alguno, y nos preguntamos si podría interceder en este conflicto que, aunque suena lejano seguro que en algún momento u otro sufriremos sus consecuencias, esta es nuestra humilde petición.

El gran califa al escuchar esta solicitud quedó por unos instantes en silencio, erguido a pies de su trono y observando uno a uno a todos los allí presentes. Con el mentón altivo y conservando su posición en la escalinata de su poltrona carraspeó y dispuso lo siguiente:

—Yo, Mustafá Abdelafayed Ben Al Farouk, gran Califa de estas tierras y dueño y señor de todo lo que la vista alcance desde este mi palacete, dispongo hacer uso de todas las fuerzas que Alá me otorgue, mandando si es necesario mis tropas a la conquista de tales huérfanas tierras de las que habláis, y me comprometo por ello a liderar la conquista final de las mismas. Así lo declaro y así lo cumpliré y para que no quede ningún atisbo de duda yo seré el primero en derramar mi propia sangre.

Acto seguido desenvainó su espada en forma de casi media luna y sin parpadear se insirió un corte en la palma de su mano, derramando la sangre que brotaba encima de su propio trono sellando de ese modo su palabra de honor.

Todos los emires arrancaron en aplausos, vítores y pisotones contra el suelo, mostrando al unísono caras de satisfacción y orgullo por contar entre ellos a uno de los líderes con más carisma y templanza conocido, el gran califa, Big Farouk. Permanecieron de esta guisa mientras uno por uno iban abandonado la estancia comentando entre ellos la suerte y la alegría que compartían por tal apoyo recibido.

Tardaron unos largos minutos en desalojar el habitáculo. Big Farouk ya se encontraba sentado en su sillón mostrando su cara altiva y orgullosa hasta que el último de los emires se perdió por el trasluz del portón; fue entonces cuando Omar comenzó a retirar las copas y platillos preparados con dulces viandas y té recién hecho para los allí congregados. Fue entonces cuando el califa se dispuso a dirigirse hacia el balcón de la estancia para respirar un poco de aire caliente del exterior.

Estando a punto de salir Omar le cortó el paso, cosa que Farouk le recriminó enérgicamente:

—¿Qué te pasa, Omar? ¿Estás loco o qué? ¿Quieres probar el filo de mi espada? Apártate. Déjame salir.

A lo que el sirviente, señalando con el índice al fondo de la sala, dijo:

—Mire, mi señor, allí hay alguien.

Al Farouk se apresuró a comprobar lo que Omar le estaba insinuando y esgrimiendo su espada gritó a la sombra:

—Quien quiera que seas, sal al instante o comprobarás cuán afilado está mi acero y por Alá que no me temblará el pulso si así ha de ser.

Cabizbajo, con cierto temor, ropajes harapientos, cabello y barba blanca, apareció tras la oscuridad lo que parecía ser un mendigo que seguramente se había colado tras la comitiva que acababa de marchar y que, a la espera de una buena oportunidad, tal vez quisiera apoderarse de alguna pieza de valor para poder saciar su hambruna vendiéndola.

—Perdonad, mi señor, no quería causaros molestias, no penséis que mi intención es robaros, muy lejos de la realidad, si me hallo aquí es porque soy portador de un mensaje para vos —dijo con voz apagada el mendigo.

Farouk, extrañado, con el ceño fruncido y sin bajar ni un ápice su espada interrogó al anciano:

—Decid, viejo, ¿qué hacéis aquí? ¿Qué queréis? Rápido o la espada hablará por vos.

Y el anciano expuso:

—Mi señor, yo no soy digno de pisar el suelo que vos pisáis, pero si me encuentro aquí es por expresa petición y deseo de mi amo. Mi nombre es Ahmed Bensaid; he sido durante mucho tiempo médico, escriba y confidente de mi señor el emir Rashid Alibenzaruf.

El califa en ese momento frunció el ceño y recordó que de él le habló la comitiva que acababa de marcharse; comenzando a bajar la espada le pidió al anciano que prosiguiera con su relato, a lo que continuó:

—Mi señor, tal y como le han explicado, mi amo era dueño y señor de las tierras que ahora se encuentran huérfanas, y sí, sí son tal y como se las han descrito. Se trata de un oasis con buenas reservas de agua y, aunque solo son un centenar, las palmeras datileras que allí se albergan son muy frondosas y productivas, por lo que hambre y sed nadie de los residentes o visitantes pasaba. Todo era un idilio, la gente era feliz, los niños correteaban constantemente por sus alrededores sin temor a nada ni nadie, y eso al emir Rashid le llenaba de alegría y satisfacción porque toda la gente le tenía en buena estima ya que era un buen hombre, justo cuando se había de impartir justicia y noble cuando era necesario resaltar su nobleza. Pero de repente todo esto cambió.

Antes de que el anciano prosiguiera, el califa ya había guardado su espada y ofreciéndole asiento al interlocutor mandó a Omar que preparase unas viandas y un poco de té de menta para que la historia pudiera continuar sin desfallecer ni un instante a causa del hambre o la sed. Farouk esperó nervioso durante el tiempo en el que Ahmed repuso fuerzas con las ofrendas alimenticias que tenía a su alcance, pues ya llevaba unos días sin probar bocado y estaba disfrutando de lo lindo.

—Por Alá, queréis dar por terminada vuestra degustación culinaria y explicar de una vez por todas lo que aconteció —espetó el califa con semblante ansioso enjuagándose el gaznate con un trago de vino.

—Disculpe, mi señor —comenzó de nuevo el anciano escriba—. A mediados del solsticio de verano, coincidiendo con el final del Ramadán, celebrábamos una gran fiesta de agradecimiento a Alá y a todos los dioses por habernos permitido compartir con nuestros semejantes los alimentos que la madre Tierra nos ofrecía estación tras estación, y por guiarnos por el sendero de la humildad y la honestidad. Como muestra de su hospitalidad y buena fe el emir invitaba a todo aquel que por allí pasara durante el festejo, dejándole incluso que pernoctara varias noches en cualquiera de los hogares que voluntariamente se ofrecían para acoger a los peregrinos. Hará cuestión de un par de años apareció, casi como de la nada, una mujer, una bellísima mujer, que decía llamarse Yasmine y que no dudó lo más mínimo en presentarse ante mi señor el cual quedó prendado al instante de su hermosura, no había visto jamás belleza igual y no pudo evitar invitarla a su palacete para compartir el festejo que se estaba celebrando haciéndola partícipe de todos los manjares que por doquier había dispuesto mi señor.

Ahmed hizo una pausa para pedir permiso para volver a llenar la copa que le había ofrecido el califa con un poco más de vino, a lo que Omar presto procedió a complacer la petición del anciano bajo la indicación de su amo.

—Yasmine —continuó— no solo se presentó ante el emir como una bellísima mujer sino que además era una importante sacerdotisa venida de tierras lejanas encargada de hacer llegar mensajes de los dioses a todo aquel que los quisiera escuchar, y para ello se hacía acompañar por un séquito de monjes que en ese momento la esperaban a las afueras del oasis, hecho que mi señor subsanó enseguida ordenando que los fueran a buscar para ser agasajados también con las mismas viandas que ellos estaban disfrutando. Terminados los festejos en el exterior del palacete, aún prosiguieron en su interior bien avanzada la noche, por lo que mi amo indicó al séquito de la invitada un lugar dentro del recinto del oasis donde acampar a salvo de posibles tormentas de arena, bastante frecuentes por aquellos lares, así que el grupo comenzó a abandonar la habitación. No tardaron mucho tiempo en quedar solos junto a un par de sirvientes que comenzaban a retirar los restos de lo que hasta entonces fue un festín y que a esas horas todo eran desperdicios y viandas mal acabadas. Mi amo y Yasmine se encontraban cómodamente estirados entre cojines donde ya hacía rato se habían colocado para entablar conversación.

Ahmed parecía ya exhausto por el rato que llevaba ante el califa explicando aquella historia, la cual a cada palabra que salía de los labios del anciano más curiosidad y fascinación le producía a Farouk. En una de las incontables pausas que el anciano se tomaba para exhalar un poco de aliento, hizo constatar al oyente que él en su calidad de escriba personal y confidente de su amo estaba informado de cualquier tema que por el oasis se tratara ya que era norma de Rashid que todo lo que aconteciera en sus tierras debía quedar reflejado en las escrituras que el propio Ahmed se encargaba de mantener a buen recaudo a modo de memoria histórica del feudo; hete aquí que el escriba era la persona que más información almacenaba de cualquier evento, por poca importancia que este tuviese, ya que en cualquier momento el emir gozaba de encerrarse en sus aposentos con unas cuantas leyendas a fin de poder tener información de primera mano de cómo se gestionaban los quehaceres de su pequeño reino.

Las sacerdotisas, por aquel entonces, eran mujeres que por el hecho de ser portadoras de mensajes de los dioses tenían un estatus bastante elevado dentro del escalafón de la sociedad; por tal motivo eran bien acogidas por allá donde se presentaran, debido a la importancia que se les daba a sus misivas.

Farouk, viendo el estado anímico de Ahmed, y temiendo que de un momento a otro este perdiera el conocimiento; ya fuese por el cansancio o por la ingesta de zumo de uva, llámese vino; dando con sus huesos de firme ante sus pies, optó por demandar a Omar que preparase un camastro para tan inusual invitado pues quería que a la mañana siguiente estuviera totalmente restablecido para poder continuar interrogándole acerca de tan interesante historia que le tenía en constante estado de curiosidad. Sin más demora el anciano tomó posesión de lo allí preparado, casi obligado por el califa, pero a la misma vez deseando poder reposar por unas horas ya que el camino recorrido hasta llegar a puertas del Califato fue largo y penoso para el escriba dada su edad y su estado físico, pero por fin iba a descansar todo lo que le dejaran.

Big Farouk, al mismo tiempo, se disponía a ocupar su lugar de descanso pues, para solo haber escuchado a la gente contarle sus pequeñas historias en aquel día, se encontraba bastante agotado. Llevando rato estirado entre cojines intentando conciliar el sueño, su mente no paraba de imaginar cómo podría continuar el relato que había dejado a medias el escriba, así que optó por enfundarse las babuchas y dirigirse a aquel balcón al que su sirviente hacía un rato le había interrumpido el acceso para que el aire de la noche del desierto, siempre más fresco que durante el día, le pudiera ayudar a calmar su ansiedad a la misma vez que se entretenía mirando la posición de las estrellas, que por aquella zona ofrecía un espectáculo sin igual ya que incluso se podía observar cómo la luna era partícipe del propio baile que los astros luminosos parecían describir en el oscuro cielo de aquellas nocturnas horas.

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