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- EL TERCIO DE ARAUCO –

Es cierto, durante la Colonia los mapuche resultaron guerreros temibles para los soldados hispanos. Esto llevó a los gobernadores de Chile a poner en marcha a comienzos del siglo XVII, con autorización de la Corona, el primer ejército permanente en todo el continente: el Tercio de Arauco, reconocido entre los historiadores españoles como “el ejército más antiguo de América”.

El Tercio de Arauco era el símil local de los Tercios Españoles, legendarios soldados que barrieron de los campos europeos a los enemigos de la dinastía Habsburgo de la cual descendían los monarcas hispanos. Los Tercios habían servido victoriosamente en Portugal, las Azores y el norte de África. Y el sur de Chile fue su única, leyeron bien, su única destinación en todo el continente americano.

Sucede que la conquista de Wallmapu se había vuelto para los gobernadores hispanos una empresa casi suicida. Durante varias décadas, desde la llegada de Pedro de Valdivia, los jefes españoles cayeron uno detrás de otro enfrentando a los mapuche.

Fue la suerte que corrió el propio fundador de Chile en la batalla de Tucapel (1553) a manos del toqui Lautaro y también el gobernador Martín García Óñez de Loyola en la batalla de Curalaba (1598).

Este último era nada menos que sobrino-nieto de San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. La devolución de su cráneo por parte de los mapuche figuraría como una de las peticiones hispanas en el histórico parlamento de Quilín de 1641, aquel celebrado en las cercanías de la actual Perquenco.

Tras la victoria mapuche de Curalaba —“desastre” le llama curiosamente la historia de Chile—, vino la debacle española: un devastador levantamiento liderado por el toqui Pelantaro y su lugarteniente Anganamón destruyó en el lapso de dos años las siete ciudades al sur del río Biobío. Entre ellas estaban Angol, La Imperial, Villarrica, Osorno y Valdivia.

Ello bien pudo marcar el fin de la Conquista de Chile.

No fue así. Madrid, atendiendo la gravedad de lo sucedido, decidió entonces enviar a Chile a un hombre considerado clave: el militar y conquistador Alonso de Ribera. Se trataba de un veterano de mil batallas, un soldado “temerario” y “autoritario” según lo describe el historiador Diego Barros Arana.

Natural de Úbeda, sumaba más de veinte años de combates a sus espaldas en Europa, incluida la guerra de Flandes, Italia y tres campañas en Francia que lo hicieron merecedor de comandar un Tercio Español de dos mil quinientos hombres. Ya lo subrayé antes; hablamos de lo mejor de la infantería y caballería hispana en aquel entonces.

Ribera, flamante nuevo Gobernador y Capitán General, arribó a Concepción —la capital militar de Chile— en febrero del año 1601. Nada más llegar vio que todo era un desastre.

Cuentan los historiadores que quedó espantado por los soldados a su disposición, apenas mil doscientos hombres mal armados y peor entrenados, “milicia ciega sin determinación, insuficiente para ganar”, según le comentó en una carta al mismísimo rey Felipe III. De allí que lo primero que se propuso fue profesionalizar el ejército y disciplinarlo al estilo europeo.

Hasta antes de su llegada no existía tal cosa en América.

Pasa que la conquista del mal llamado “Nuevo Mundo” se fundamentó en iniciativas particulares donde los monarcas, a través de capitulaciones con los adelantados, se aseguraban parte de las ganancias (el quinto real) y la soberanía de las tierras.

Estos últimos, por su parte, recibían encomiendas, pero debían aportar todos los medios materiales y humanos. La Corona, como podrán advertir, ganaba mucho y arriesgaba poco. Esto hacía que cada adelantado eligiera la estrategia militar y las tácticas a emplear por sus tropas como mejor le pareciese.

Durante toda la conquista de América la falta de auténticos soldados en las expediciones y la mescolanza de tácticas no supuso en verdad mayor problema. Tampoco la indisciplina crónica de las tropas. A los hispanos les bastó la superioridad tecnológica, la bravura de sus capitanes y también las enfermedades que portaban, desconocidas en esta parte del mundo.

Así cayeron dos poderosos imperios prehispánicos, los aztecas de México y los monarcas incas del Perú.

Pero el caso mapuche fue totalmente diferente.

En Wallmapu se requería un ejército de verdad y no uno compuesto mayoritariamente por vecinos y encomenderos, todos obligados a servir en una guerra imposible abandonando de paso por largos meses sus familias y sembradíos en el valle central.

En Madrid eran conscientes de aquello. Y por eso enviaron a Ribera, uno de sus mejores hombres. Éste rápidamente puso manos a la obra.

Sus primeras medidas fueron solicitar más soldados al Perú, levantar una cadena de fuertes en el río Biobío y especializar el abastecimiento y la logística con personal adecuado.

Profesionalizar, obviamente, costaba dinero. Ribera lo obtuvo en 1604 del Virreinato del Perú a través del Real Situado. Además, de manera excepcional, se le permitió reclutar veteranos de las guerras europeas para servir bajo su mando en Chile. Así nació el Tercio de Arauco.

El resultado fue un ejército profesional, remunerado que, si bien permitió a Ribera contener en la frontera las rebeliones mapuche, nunca lograría el objetivo principal de la Corona, que era someter a nuestros ancestros y refundar las siete ciudades españolas destruidas tras Curalaba.

Es más, en su segundo mandato como gobernador, a Ribera le correspondería implementar la llamada “guerra defensiva” propuesta al rey Felipe III por el padre Luis de Valdivia. Aquella estrategia —se cuenta ejecutada a regañadientes por Ribera— fue la antesala de la capitulación española de Quilín en 1641.

Para los interesados en profundizar en este fascinante periodo histórico, la obra del maestre de campo Alonso González de Nájera, Desengaño y reparo de la guerra del reino de Chile, constituye una verdadera joya.

Es el mayor testimonio de aquella época en el relato de uno de sus protagonistas principales. Nájera llegó a Chile junto al gobernador Ribera en 1601 y luchó por siete años en la frontera mapuche. Incluso fue enviado a España en 1607 para convencer a la Corona de enviar nuevos refuerzos militares.

Con el propósito de dejar constancia de la crítica situación que se vivía en Chile, y convencer al Consejo de Indias y al Rey de enviar socorros, redactó y presentó algunas consideraciones que luego se transformarían en los puntos quinto y sexto de su famoso libro.

El bravo capitán, veterano de Flandes e Italia, se deleita describiendo la superioridad de los guerreros mapuche, su genio militar, astucia a toda prueba y tácticas siempre cambiantes. “Debe ser la guerra de más reputación cuando los enemigos con quien se tiene son los más reputados por valientes y belicosos”, escribe Nájera al Rey.

También concluye que la única solución es “exterminar” a los mapuche en una campaña bélica eficaz —que él prepara en todos sus detalles— y luego vender en calidad de esclavos en otras posesiones coloniales a quienes quedasen con vida. Fue un plan rápidamente desechado por la Corona. El horno no estaba para bollos, debió concluir sabiamente el monarca.

- UNA CABALLERÍA IMBATIBLE –

El mito dice que fue Lautaro quien tras aprender del ejército español enseñó a los mapuche el arte de la guerra. Lo cierto es que nuestros ancestros no eran ningunos neófitos en cuestiones militares. Mucho antes que a los europeos, los weichafe ya habían detenido a un poderoso ejército invasor, el de los incas, devastado en sucesivas campañas en la frontera del río Maule.

Tal vez por eso los antiguos llamaron we inka a los invasores europeos, origen de la actual denominación winka. En lengua mapuche su significado es “nuevo inca” y por siglos fue la forma en que nuestros ancestros denominaron a los españoles y chilenos en Wallmapu.

Todavía se usa. Mi abuelo Alberto llamaba así a todos los chilenos, sin distinción, incluidos sus amigotes del pueblo. Para él todos eran “extranjeros” en nuestra tierra. “Las cosas como son”, subrayaba siempre. En nuestros días el concepto ha mutado en adjetivo calificativo. Negativo, por cierto. “Ladrón”, “usurpador”, algunas de sus actuales interpretaciones.

Para mí, fiel a las enseñanzas del abuelo, siempre significará “extranjero”. Así lo uso en todos mis textos, aclaro desde ya.

No, no fue Lautaro quien enseñó a guerrear a los mapuche. Y tampoco fue quien inventó la guerra de guerrillas.

Desde antiguo los mapuche habían aprovechado su escarpada geografía llena de bosques, ciénagas, grandes ríos y montañas para su táctica militar favorita, la emboscada. Lo que sí podemos atribuir a Lautaro fue su perfeccionamiento, sumando a la guerra de guerrillas las tácticas convencionales españolas. Ello permitió a los mapuche adaptarse a cualquier escenario de batalla.

Es con Lautaro que se aprenden, copian y perfeccionan las tácticas militares europeas. Los mapuche rápidamente aprenden a movilizarse en escuadrones, de forma ordenada, con jefaturas transmitiendo órdenes con sonidos, destacando entre los guerreros la utilización de picas, lanzas y arcabuces tal como lo hacía lo mejor de la infantería española en Europa, los Tercios.

Sumen a ello la temprana incorporación del caballo como arma de guerra y la adopción de novedosas tácticas de caballería. El resultado no podía ser otro: un enemigo tan temible como formidable.

Pero existía por cierto otro factor, uno relacionado con la tecnología militar. Pasa que entre el siglo XVI y fines del siglo XVIII, periodo coincidente con la guerra de Arauco, la evolución de las armas de fuego había sido mínima en el mundo: apenas progresos en la precisión y el alcance de cañones y mosquetes.

El arma típica de infantería fue por siglos el mosquetón de chispa y ánima lisa, aquel que se cargaba por la boca del cañón mediante una baqueta. Era un engorroso y lento sistema que rara vez permitía más de dos tiros por minuto. Su ánima lisa los hacía además tan imprecisos que acertar a un blanco implicaba una verdadera proeza.

Esta demora entre las cargas permitía a los guerreros mapuche atacar a los soldados españoles y ultimarlos en el cuerpo a cuerpo. La bocanada de humo indicaba el momento propicio para el ataque. De allí viene la expresión irse al humo, dicho coloquial propio de Argentina y que hace referencia a la persona en extremo directa o a quien se lanza atropelladamente en busca de algo. Su origen se vincula a la forma mapuche de guerrear en los malones por la pampa trasandina.

Esto explica el tipo de batallas que caracterizaron las guerras de independencia en nuestro continente, desde la rebelión de las trece colonias en 1780 a las guerras del Cono Sur a partir de 1810: ejércitos formados en el campo de batalla y descargas cerradas de infantería, todo a muy corta distancia, única forma en que los rudimentarios mosquetes podían ser efectivos. Y luego sangrientas cargas de bayoneta y lanzas antes de entrar en escena la más antigua, devastadora y prestigiosa de todas las armas, la caballería.

Y si algo aprendieron los guerreros mapuche fue a montar a caballo. Incorporada en las primeras décadas de guerra con los conquistadores, la caballería era un arma que nuestros ancestros habían transformado en un verdadero arte militar.

“El tiempo los volvió incontestablemente los mejores jinetes del país y hasta se burlaban de la caballería chilena... Sus caballos están tan bien adiestrados que avanzan en fila, sin detenerse ni separarse unos de otros y sin necesidad de llevarlos amarrados”, cuenta el naturalista francés Claudio Gay en su memorable libro póstumo Usos y costumbres de los araucanos (2018).

Jinetes formidables en caballos fuertes y disciplinados capaces de “tragarse las leguas sin mayor esfuerzo”, nuestra caballería fue un arma que sorprendió incluso a los capitanes españoles. Sus cualidades las reconoce el coronel Francisco del Campo en 1601, tras concluir diversas campañas en Valdivia, Osorno y Villarrica, logrando sobrevivir para contarlo.

Cuenta Del Campo en carta al gobernador que en uno de los tantos combates que libró se presentaron nada menos que mil guerreros mapuche a caballo, “los mejores que he visto en mi vida y bien armados”. Y detallando más adelante su poder militar, agrega:

“Los indios que vinieron fueron de Angol, Guadaba, Purén, Imperial, Villarrica y Valdivia; y aseguro a V.S. que yo he visto mucha caballería y muy buena, que más lindos caballos, ni más ligeros, ni de mejores tallas no he visto nunca, que confiados en esto se atreven a tanto... Estos indios andan tan desvergonzados y libres que no hay ninguno que no nos venga a provocar”.

Los mapuche, queda claro, se habían transformado, gracias al caballo, en enemigos imbatibles. Y en ambos lados de los Andes.

Da cuenta de ello en sus memorias el ingeniero militar inglés Francis Bond Head. En 1825 fue nombrado gerente en Argentina de la Río de la Plata Mining Company y realizó dos célebres viajes de exploración minera desde Buenos Aires hasta la cordillera de los Andes, cruzando la parte norte del Wallmapu trasandino.

Sus impresiones aparecen en el libro Las Pampas y los Andes, todo un clásico de la literatura de viajeros, publicado por primera vez en 1918. Cuenta el militar respecto de los jinetes “pampas” o “araucanos”:

Los indios de quienes más oí fueron los que habitan las vastas y desconocidas llanuras de las Pampas, todos jinetes o, más bien, que pasan la vida a caballo. El arma principal es una lanza de dieciocho pies de largo; la manejan con gran destreza y pueden imprimirle un movimiento vibratorio que a menudo ha hecho saltar la espada de la mano de sus adversarios europeos [...] Son de admirar mucho como nación militar y su sistema de pelear es más noble y perfecto en su índole que el de cualquier nación del mundo. El país entero provee pasto para sus caballos y donde se les antoje parar no tienen más que carnear algunas yeguas [...] los gauchos, que también cabalgan lindamente, todos declaran que es imposible seguir al indio, pues sus caballos son superiores a los de los cristianos y también tienen tal modo de apurarlos con alaridos y un movimiento especial del cuerpo, que aun si cambiaran caballos los indios los batirían. Todos los gauchos parecían temer muchísimo las lanzas indias. Decían que algunos cargan sin freno y en pelo, y en algunos casos se cuelgan casi bajo la barriga del caballo (Head, 1918:37).

Tales acrobacias, usuales de ver en los viejos westerns de Hollywood protagonizados por navajos, cheyenes y comanches, lejos están de ser solo ocurrencias del viajero inglés. El historiador José Bengoa también da cuenta de ellas en su libro Mapuche, colonos y Estado nacional (2014).

Allí describe las habilidades de los jinetes mapuche-wenteche y cómo estas sorprendían al ejército expedicionario del sur.

En alguna parte leí o me contaron que cuando se paraban a descansar los soldados chilenos les pedían a los arribanos, conocidos como diestros jinetes, que hicieran sus demostraciones. Venían corriendo al galope tendido y se tiraban al suelo, quedando tiesos como muertos. Galopaban agarrados al caballo de tal modo por el costado contrario a quienes los observaban, que parecía que los animales anduvieran solos, sin jinetes. Se subían y bajaban de los caballos por la cabeza, por la cola y hacían cientos de piruetas que fascinaban a los soldados criollos. Era un tiempo de caballos, se admiraban los animales diestros y los buenos jinetes. Los mapuche quedaron en la historia popular chilena como los mejores (Bengoa, 2014:65).

Agrega que más tarde, ya en el siglo XX, gran parte de las pruebas del Cuadro Verde de Carabineros de Chile —el equipo de demostraciones ecuestres de la institución policial— provendrían de las proezas de los jinetes mapuche, míticas desde la Colonia.

El francés Claudio Gay cuenta que tales ejercicios, por su espectacularidad y disfrute a la vista, fueron incluso tempranamente integrados al protocolo de los parlamentos, las juntas diplomáticas. En ellas los mejores jinetes de cada parcialidad o lof asombraban al gobernador español y sus soldados.

La llegada del gobernador era recibida con aclamaciones de la multitud. Se dirigía luego hacia la morada que le habían preparado, pasando en medio de las dos filas de caciques con las lanzas alzadas que hacían retumbar el aire con sus ya, ya, ya. Sus capitanes y conas se quedaban atrás, dando gritos, alzando sus lanzas y haciéndolas chocar entre sí. Luego comenzaban las evoluciones militares en esas especies de torneos que ejecutaban con igual elegancia que habilidad; invitaban a competir a los chilenos que, aunque eran excelentes jinetes, no podían imitar estos ejercicios, ni mucho menos desplegar esa elegante postura y ese sostén que han hecho de estos indios unos cabalgadores de primer orden (Gay, 2018:109).

Pero no solo el Cuadro Verde de Carabineros de Chile se nutre hoy en día de esta rica historia.

También lo hace la Escuadra Ecuestre Internacional Palmas de Peñaflor, la misma que en 2012 llegó a presentarse en el Castillo de Windsor en Londres, en honor a la reina Isabel II. En su espectáculo incluye una serie de pruebas ecuestres propias de nuestra caballería, con jinetes vestidos y armados con lanzas, a la usanza de aquella época.

Otro ejemplo lo constituye la doma india, método de amanse de caballos basado en la cultura ecuestre de los mapuche de la pampa trasandina.

Popular hasta nuestros días entre los gauchos, destaca por lograr un fuerte vínculo de confianza y lealtad con el animal al respetar el domador su personalidad, carácter e imitar su lenguaje corporal. Se trata de un método único entre los pueblos originarios de América y sin influencia foránea conocida.

La importancia del caballo llevó incluso a algunos estudiosos argentinos de comienzos del siglo XX a plantear la existencia en las pampas de un complejo ecuestre, similar al observado en las tribus de las llanuras norteamericanas.

Si bien sobre ello no existe consenso académico, resultan innegables las transformaciones que la introducción del caballo produjo en la cultura e identidad de nuestro pueblo: en la vestimenta (aparición de la bota de potro y la chiripa), en el armamento (adopción de la lanza y boleadoras, en detrimento del arco y la flecha), en el comercio (arreo y crianza de animales, desarrollo de la orfebrería ecuestre, la cacería), en el transporte (los viajeros-nampulkafe, la vida en las tolderías de cuero), en la estructura social (surgimiento de castas de guerreros y de hombres ricos, ülmen) y, por supuesto, en la cosmovisión (ritos religiosos y funerarios).

Tal es parte del rico legado de nuestra cultura ecuestre, desconocido hoy para tantos y que por largos siglos fue pieza clave de un poderío económico y militar sorprendente.

Los caballos y sus acrobáticos jinetes. Y junto a ellos siempre el waiki, la temida lanza de coligüe (Chusquea culeou) o quila (Chusquea quila) de tres metros, endurecida al humo por más de un año. La lanza era un arma que los weichafe operaban con la destreza de un arte marcial. De allí tal vez el desprecio cultural que sentían por las armas de fuego utilizadas por los winka.

Orgullosos, altaneros y fieros, para ellos la bravura y el honor se demostraba en el combate cuerpo a cuerpo, no en el traicionero disparo a distancia. Era allí, sobre el campo de batalla, donde se probaba la real valentía de un combatiente.

“Compenetrados en esta idea, reprochan a los chilenos el uso del fusil diciendo que un arma que mata a distancia es buena solo para hombres cobardes y sin honor; no pocos jefes araucanos han provocado con fiereza en armas iguales a los jefes militares chilenos, mostrando una valentía digna de los tiempos heroicos”, relata Gay en su obra ya citada.

Era la vieja escuela militar mapuche, aquella que llevó al mismísimo Pedro de Valdivia a escribir en 1550 que “ha treinta años que sirvo a Vuestra Majestad y he peleado contra muchas naciones, nunca tal tesón de gente he visto jamás en el pelear”.