Loe raamatut: «Historia secreta mapuche 2», lehekülg 3

Font:

- WINCHESTER Y REMINGTON –

Pero aquella legendaria tradición guerrera hacía mediados del siglo XIX tenía sus días contados. Pasa que la guerra en el mundo estaba cambiando, fruto principalmente de los grandes avances tecnológicos en las armas de fuego.

Modernos cañones, fusiles con más de kilómetro y medio de alcance, devastadoras ametralladoras y, por si no bastara, los populares y temidos Winchester y Remington del Ejército de los Estados Unidos, las armas que derrotaron a las tribus de las grandes llanuras en las Indian Wars de Norteamérica.

El equipamiento militar es un aspecto muy poco estudiado a la hora de analizar nuestras propias Guerras Indias del siglo XIX. Lo mismo su implicancia en la derrota mapuche frente a los bien equipados batallones chilenos y argentinos.

Lo adelantaba en el prólogo: resulta curioso constatar que no existen mayores estudios respecto de esta guerra, solo menciones al pasar de tal o cual armamento en servicio. Es a todas luces una guerra oculta, secreta, tal vez por la vergüenza que provoca.

En cambio, todo sabemos de la Guerra del Pacífico. ¡Si hasta desfilamos siendo niños en su honor!

En lo referido a la tecnología militar hay hitos que son claves. Uno de ellos fue la aparición en 1830 del fusil de percusión y su temprana incorporación a los ejércitos chileno y argentino. Este fusil redujo a un mínimo el fallo en los tiros a corta distancia, incluso en las adversas condiciones climáticas que caracterizan el sur del Biobío.

En la misma década aparecen los primeros fusiles de cerrojo con cargador interno y de los cuales el más famoso llegaría a ser el alemán Mauser 98. Hasta nuestros días los fusiles de cerrojo son las armas favoritas de los francotiradores militares alrededor del mundo.

A mediados del siglo XIX, la introducción de la bala y el cañón rayado o estriado, perfeccionado en 1849 por el capitán francés Claude-Étienne Minié, resultó una verdadera revolución en los ejércitos de Europa, Norteamérica y Asia; aumentó hasta en quinientos metros la precisión de los disparos.

El fusil Minié, como fue llamado en honor al oficial francés, resultaría clave en la Guerra Civil de Estados Unidos y sobre todo en la Guerra Boshin de Japón, aquella que marcó el fin de su viejo orden feudal. Su llegada a Chile se produjo el año 1866 y de inmediato pasó a formar parte del arsenal del ejército de Frontera comandado por Cornelio Saavedra.

El militar se aprestaba por entonces a fundar su línea de ocho fuertes sobre el río Malleco: Cancura, Huequén, Lolenco, Chiguaihue, Mariluán, Collipulli, Peralco y Curaco. Estos abarcaban desde el primer cordón de los Andes a la cordillera de Nahuelbuta en la costa. Un verdadero “cerco” de cañones y fusiles sobre los mapuche de la actual provincia de Malleco.

Estanislao del Canto, general chileno, héroe de la revolución de 1891 y que prestó servicios junto a Saavedra siendo un joven oficial, relata en su libro Memorias militares la llegada de los fusiles Minié a la Frontera.

A mediados del mes de diciembre de 1866 habían llegado por tierra a Talcahuano los nuevos fusiles franceses, llamados Carabina Minié, para reemplazar al fusil de pistón y de ánima lisa que hasta entonces teníamos. Como los fusiles llegaron primero a Concepción donde yo me encontraba destacado, tuve ocasión de examinar dicha carabina que era rayada y con bayoneta o sable, y aún hacer con ella algunos disparos […] resultó que el fusil era magnífico, un arma inmejorable (Del Canto, 2004:25).

Del Canto no tardaría en pasar de las prácticas de tiro a las incursiones con su fusil al interior del territorio mapuche.

Un episodio en particular quedaría grabado en su memoria. Aconteció en 1867 y tuvo como protagonista a su batallón, el Séptimo de Línea, acuartelado en Angol y encargado de enviar divisiones armadas para subyugar a los mapuche rebeldes. Lo cuenta también en su libro, en detalle:

El 15 de julio de 1867 hicimos una internación que duró cuatro días por las orillas del río Huequén. La división tenía por objeto reducir al cacique Huechún que era el osado que venía hasta cerca de Angol y cometía las mayores depravaciones. Acompañaba a la división el señor Manuel Bunster y varios otros. Íbamos en grupos de seis a ocho personas cuando llegamos a la casa del cacique y notamos que los moradores huían y trataban de internarse a un pequeño bosque. Entonces el señor Bunster me dijo: “Vamos a ver. Ayudante Canto, cace aquel indio”. Yo me desmonté y le dije que era preciso pegarle en la cabeza y disparado el tiro cayó en el acto. Corrimos hacia él y cuando llegamos notamos que seis u ocho mujeres y una cantidad de niños estaban rodeando al cacique y lloraban amargamente. El cuadro me fue muy enternecedor porque yo había causado aquella verdadera desgracia. Como se tenía la orden de llevar prisioneros, hombres, mujeres y niños, me dirigí al señor comandante para suplicarle dejara libre a esa gente y tuvo a bien acceder a mi petición (Del Canto, 2004:26).

Catorce años estuvo el oficial en la Frontera, participando bajo el mando de Saavedra y más tarde del general José Manuel Pinto de campañas que no duda en calificar de “inhumanas y rudas”, evocando los días en que partían al interior de las selvas y reductos mapuche mientras sus jefes les daban fósforos a soldados y oficiales, obligándolos a prender fuego a las rucas, a los bosques y a devastar todos los sembradíos.

“Más de una vez —comenta el oficial en sus memorias— ante aquella crueldad e injusticia inaudita estuve tentado a pasarme al lado de los araucanos y hacerme solidario con ellos en su defensa de la tierra y de sus derechos que nosotros les íbamos a arrebatar”.

No fueron solo palabras de buena crianza.

Tras un duro artículo publicado en el periódico La Patria y dirigido contra el general José Manuel Pinto, su jefe directo y responsable de la infame guerra de exterminio contra los mapuche, Del Canto terminó destinado a la Baja Frontera, la actual provincia de Arauco.

Allí tuvo a su cargo delinear el pueblo de Cañete, siendo el primer gobernador de dicho departamento. Mismo cargo ejercería en el puerto de Lebu, donde además fundó el periódico El Araucano. También participó activamente en la fundación de los fuertes de Contulmo, Purén y Lumaco.

Años más tarde destacaría como uno de los oficiales chilenos más prestigiosos en la Guerra del Pacífico y como comandante en jefe del Ejército Constitucional que derrotó al presidente Balmaceda en la guerra civil de 1891. Su nombre incluso circularía como eventual candidato presidencial en las contiendas políticas de fines del siglo XIX.

Pero no nos perdamos; volvamos al análisis de la superioridad militar chileno-argentina sobre los guerreros mapuche.

El historiador José Bengoa, en su monumental Historia del pueblo mapuche (1983), da cuenta de otro hecho técnico-militar de gran trascendencia en el desarrollo de las campañas: el cambio realizado en el verano de 1871 por la caballería del ejército chileno de la carabina Minié a la de repetición Spencer.

Ello, a su juicio, cambió para siempre el curso de la guerra.

Así lo pudo comprobar el millar de guerreros al mando de Epuleo, hermano del toqui Kilapán, que el 25 de enero de aquel año atacó el fuerte y poblado de Collipulli, sin éxito.

Ocurrió que en el referido combate con el mayor David Marzán, donde hubo tantas bajas mapuches, se usaron por primera vez estas armas. Al primer disparo de los soldados los mapuches salieron de sus escondites y se abalanzaron al cuerpo a cuerpo. La costumbre preveía que allí los soldados debían recargar; el pánico fue grande cuando vieron que no había recarga, sino disparo continuo. Esta arma cambió la guerra. Un grupo pequeño de soldados podía contener a una gran cantidad de mapuches premunidos de lanzas y boleadoras (Bengoa, 1983:246).

Otro avance clave de la época fueron los fusiles de retrocarga y de repetición, destacando entre ellos el fusil Remington Rolling Block, un arma excepcional capaz de disparar hasta siete tiros por minuto con un alcance máximo de dos mil metros.

Fabricado a mediados de 1860 por la empresa E. Remington and Sons de Nueva York, su aparición revolucionó toda la industria de armamentos a escala mundial. También resultaría clave en la etapa inicial del avance norteamericano hacia el oeste y su infame guerra contra las tribus.

Por su popularidad, el Remington no tardó en interesar a los ejércitos sudamericanos.

En 1873 el ejército argentino incorporó a su arsenal los modelos 1866/71 y 74, haciendo desaparecer con ello el antiguo fusil a chispa o de pistón en servicio desde las guerras de independencia. El modelo 1866, procedente de Estados Unidos, tuvo su debut en la represión que aplastó el movimiento del caudillo entrerriano López Jordán.

Durante la mal llamada Campaña del Desierto (1879-1881, presidencia de Nicolás Avellaneda) el general Julio Argentino Roca reforzó a las tropas con diez mil fusiles Remington modelo 1879, bautizados en Argentina como Remington Patria, nombre que recibía todo material adquirido por el Estado para el ejército.

Sería el modelo reglamentario de la infantería hasta 1891, año en que fue reemplazado por los fusiles y carabinas Mauser. Por su parte, la artillería y la caballería usaban las tercerolas o carabinas conocidas como Remington Colí (‘corto’ en guaraní), de menor tamaño y peso, apropiadas para las actividades de ambos cuerpos.

Se trataba en verdad de un Remington con el cañón y la culata recortada, posible de usar por los soldados como un pistolón. Fue un arma célebre entre gauchos; así lo prueban sus referencias en la música folclórica trasandina.

Junto al Remington en Argentina fueron utilizados también los fusiles y carabinas Wernal modelo 1867. Eran de origen austríaco y similar cartucho. Estas dos armas fueron las que utilizaron las cinco divisiones del ejército de Roca durante el avance final sobre el Wallmapu oriental.

Esta superioridad no pasó desapercibida para los cronistas militares de la época. En 1878, en su célebre obra apologista de la guerra escrita a pedido del propio general Roca, La conquista de quince mil leguas, Estanislao Zeballos da cuenta de un escenario nada auspicioso para los guerreros mapuche:

El poder militar de los bárbaros está totalmente destruido porque el Remington les ha enseñado que un batallón de la República puede pasear la pampa entera, dejando el campo sembrado de cadáveres de los que osaran acometerlo. ¿Qué esperanza alentaría a los indios al persuadirse de que se avanza resueltamente sobre ellos con todo el poder militar del país? Nuestra convicción y el conocimiento que tenemos nos inducen a creer que los diez mil bárbaros que merodean en el fondo de la pampa van a deponer las armas a discreción en presencia del cerco de bayonetas que los oprimirá al este, al oeste y al centro. Ellos no aventurarán una batalla en que el Remington los diezmaría; y por otra parte, ¿qué pueden hacer mil chuzas [lanzas] que les quedan contra seis mil bocas de fuego, manejadas por un ejército regular? (Zeballos, 1986:412).

Pero a todos estos avances tecnológicos debemos sumar el arma que definió, sin lugar a duda, el resultado de ambas guerras: la temida ametralladora, invención del estadounidense Richard J. Gatling durante la Guerra Civil norteamericana.

Su primera versión, que data del año 1861, podía disparar doscientos tiros por minuto y era operada por cuatro soldados. Una década más tarde, hacia 1871, la ametralladora Gatling podía disparar, de forma segura, la devastadora cifra de cuatrocientas balas por minuto. Esta arma fue incorporada por Argentina y Chile a sus arsenales de guerra en la década de 1870.

Llegó a ser la ametralladora más usada por la artillería chilena en aquel tiempo y sus unidades eran fabricadas por la compañía inglesa Armstrong. Las Gatling adquiridas por Chile tenían calibre de 11 mm, una cadencia de cuatrocientos tiros por minuto y podían también usar municiones para fusiles Comblain.

Su configuración consistía en diez cañones montados en forma circular. Con ese diseño, mientras un cañón era disparado, los otros nueve estaban enfriándose. Los cañones giraban en torno a un eje central accionados manualmente por medio de una manivela. Los cartuchos eran alimentados desde un cargador montado en la parte superior.

Por su peso, la Gatling iba montada sobre una cureña y era arrastrada por mulas o caballos, tal como los cañones de artillería, o bien era cargada a lomo de mula y se montaba sobre un trípode. Las primeras se denominaban de campaña y las segundas, de montaña.

Tendrían activa participación en las campañas de la Guerra del Pacífico. Decretada la ocupación de Antofagasta, el gobierno chileno encargó a su ministro plenipotenciario en Europa, Alberto Blest Gana, la urgente adquisición de nuevas Gatling para equipar al Ejército. Las gestiones resultaron exitosas, y Chile compró en 1879 otras ocho ametralladoras, completando catorce en su arsenal.

Pero no solo eso. El listado de las adquisiciones chilenas en Europa y Estados Unidos incluyó además 62 cañones Krupp (24 de montaña y 38 de campaña), 12 cañones de montaña Armstrong, 39.000 fusiles (entre Comblain II, Beaumont, Gras y Snider) y 5.000 carabinas Winchester de repetición para las fuerzas de caballería y artillería.

La gestión para adquirir las populares Winchester recayó en Francisco Astaburuaga Cienfuegos, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Estados Unidos. Hablamos de un poderoso arsenal que causaría estragos entre las tropas peruanas y bolivianas en el norte. Y también en la selva de Wallmapu.

Lo subraya el historiador Rafael Mellafe, miembro de la Academia de Historia Militar y experto en la Guerra del Pacífico: “El armamento empleado por la infantería chilena en ese periodo era el más moderno que se podía adquirir en Europa, fusiles todos del mismo calibre, lo que simplificó el reparto de municiones. Lo mismo sucede con la artillería, todas piezas de última generación y de probada fiabilidad”.

Varias de aquellas piezas aún pueden verse empotradas como “recuerdos” en plazas públicas y miradores de ciudades como Angol, Mulchén, Collipulli y otras del sur de Chile.

- EL ADIÓS A LOS GUERREROS -

Cañones, fusiles, rifles, revólveres, ametralladoras, nuevas armas que no solo revolucionan la industria mundial de armamentos; también cambian para siempre el arte de la guerra al aumentar la eficacia de la infantería y relegar a segundo plano las tradicionales cargas de caballería. La guerra estaba cambiando en el mundo y en la segunda mitad del siglo XIX lo hacía a escala industrial.

Hablamos de una brecha tecnológica insalvable para las jefaturas mapuche y frente a la cual los célebres jinetes y lanceros de antaño poco y nada podían hacer.

Ya en tiempos del toqui José Santos Kilapán, a fines de 1860, las cargas de caballería mapuche habían demostrado su ineficacia ante el creciente poder de fuego de los soldados atrincherados en los fuertes del Malleco. Ello a pesar de la victoria de Quechereguas en abril de 1868, donde la emboscada por sorpresa resultó clave frente a las tropas del comandante Pedro Lagos.

A juicio del académico Fernando Lobos, un análisis más minucioso de las tácticas de combate empleadas por Kilapán en Quechereguas permite advertir que estas no habían cambiado en varios siglos.

Grupos de gateadores provistos de lanzas que avanzaban arrastrándose por el follaje para caer encima de la infantería, unidades a pie provistas con boleadoras que tenían por objeto distraer a la infantería chilena y, finalmente, un grupo de caballería con lanzas, destinado a realizar escaramuzas, romper las filas y a perseguir a las tropas en retirada. En consonancia con lo anteriormente expuesto, puede decirse que el despliegue y estilo de combate de las fuerzas mapuche no cambió diametralmente desde los planteamientos tácticos empleados por Lautaro en la Batalla de Tucapel de 1553 (Lobos, 2017).

El malón, “entendido como una rápida y dinámica ofensiva que mezclaba elementos de infantería, escaramuzadores y caballería, seguida de un veloz repliegue”, apunta Lobos, basaba su éxito en la capacidad de los mapuche para elegir cómo y dónde emboscar a las tropas. Y ello, con el establecimiento de una bien comunicada y artillada línea de fuertes, tenía sus días contados.

La vieja y tradicional forma mapuche de combatir podía anotarse una victoria... pero no ganar la guerra.

Lo mismo evidenciaron los weichafe de Puelmapu que tras la muerte del gran toqui Juan Calfucura asediaban sin mayor éxito columnas expedicionarias y fortines desparramados por la pampa cordobesa y bonaerense.

Fue el caso de Pincen Catrinao, el gran jefe mapuche de la pampa, bautizado en 1877 como el “azote del oeste” por el ministro de Guerra, Adolfo Alsina, ello en su Informe ante el Congreso de la Nación. “Indio indómito, jamás se someterá a no ser que por un golpe de fortuna nuestras fuerzas militares se apoderen de su familia”, agregaba el creador de la famosa zanja.

La prensa de la época, mucho más directa que Alsina, prefería llamarlo “el terror de los fortines”. Eran apodos que el otrora aliado de Calfucura se había ganado y con creces.

El 27 de junio de 1872 Pincén y sus weichafe habían dado muerte en batalla a una de las promesas de la nueva oficialidad del ejército, el comandante Estanislao Heredia, jefe del Regimiento 5.º de Caballería, muerto a lanzazos junto a cincuenta de sus hombres.

En 1877 caería ante Pincén otro alto oficial argentino: el veterano jefe de la frontera al sur de Santa Fe, teniente coronel Saturnino Undabarrena, quien le plantó batalla cuando el jefe mapuche regresaba de un malón al interior de la provincia. Diez lanzazos se encontraron en el pecho del alto oficial. Yacía muerto junto a decenas de sus mejores hombres.

Ese mismo año, el 10 de junio, Pincén había derrotado al mismísimo coronel Conrado Villegas, jefe de la Frontera Sur y dos años más tarde uno de los responsables junto a Roca de la Campaña del Desierto. Villegas fue emboscado por los guerreros mapuche en las cercanías del fortín Trenque Lauquen y se cuenta que esquivaba bolazos y lanzazos como un verdadero toro, armado solo con su sable y un revólver que pronto quedó sin munición.

También se cuenta que por su coraje y valor en batalla Pincén le perdonó la vida, huyendo Villegas del terreno con una docena de lanzazos en el cuerpo. En los años posteriores, las molestias por las heridas de aquella jornada obligarían a menudo al célebre oficial a viajar a Buenos Aires para hacerse tratar.

El mismo año de su salvada providencial, Villegas volvería a tener humillantes noticias de Pincén y sus guerreros. Se trató del robo de cincuenta y tres caballos blancos, la crema y nata de la caballería de Frontera, desde sus propias narices, el 21 de octubre de 1877.

La acción, que dejó en ridículo al ejército, fue comandada por el lonko Cayuqueo y el capitanejo Neculcheo, ambos hombres de Pincén, quienes junto a un puñado de weichafe burlaron por completo la vigilancia del cuartel de Trenque Lauquén, donde se hallaban los corrales.

La osada acción, una de las más célebres de toda la guerra y que la historiografía argentina recuerda como “los blancos de Villegas”, tendría sin embargo duras consecuencias: todos los involucrados, incluido mi valiente ancestro trasandino, caerían en combate con las tropas enviadas a recuperar los caballos y, sobre todo, a vengar la afrenta.

Los weichafe fueron emboscados por las tropas de Villegas en unos médanos que se encuentran en el hoy partido de Tres Lomas, cincuenta kilómetros al sur de Trenque Lauquén, provincia de Buenos Aires. Lo que allí se vivió fue una verdadera carnicería. “No dejaron indio ni toldo en pie”, relata el secretario del general Roca, Dionisio Schoo Lastra, en su libro La lanza rota (1951).

Schoo Lastra, autor también del clásico Los indios del desierto (1977), accedió al testimonio directo del propio Pincén, quien años más tarde —ya en libertad de su cautiverio en la isla-prisión Martín García— relató al capitán Pablo Vargas cómo sus guerreros habían planificado y ejecutado el audaz robo de los caballos. Y también el fatal destino de los involucrados.

Ya lo he dicho: la guerra estaba cambiando.

Hacia 1875, una partida de soldados argentinos bien armados y montados podía aniquilar a toda una toldería sin mayores sobresaltos. Ya no bastaba con el arrojo capaz de hazañas como aquella propinada al ego de Villegas. Pero en lo estratégico: ¿qué podía hacer la vieja lanza o la caballería mapuche frente al uso ya generalizado de modernas armas de fuego?

Es lo que también se pregunta el historiador argentino Juan José Estévez, autor de Pincén, vida y leyenda (2011), la más completa biografía del lonko de la pampa. Comenta al respecto:

Salvo raras excepciones, los aborígenes no tuvieron acceso a las armas de fuego como en Estados Unidos, donde existió el tráfico de los “comancheros”. Aquí no hubo grandes traficantes de armas. En nuestras pampas un rémington era muy valorado y todo aquel que se presentara en las tolderías con un fusil y balas podía quedarse, canjear el arma por ganado y formar una familia [...] En la comandancia de frontera norte al mando de Villegas se contaba con más de ochocientos fusiles, entre carabinas y rémington, y aproximadamente cien mil proyectiles [...] Los rémington no cesaban de vomitar muerte y los bravos lanceros llegaban acribillados a balazos hasta los mismos pechos de los milicos (Estévez, 2011:202).

“De haber tenido los mapuche algunos rémington, Conrado Villegas de seguro habría muerto en manos de Pincén”, reflexiona en su obra el historiador trasandino. Pero sabemos que no los tuvo. Y tampoco los tuvieron aquellos lonkos que más tarde enfrentaron las expediciones de Roca y Urrutia, al menos no en grandes cantidades.

Fue otra debilidad de las jefaturas mapuche: no contaban con el debido suministro de municiones para las escasas armas de fuego que lograban caer en su poder tras las batallas o bien para aquellas que obtenían en manos de soldados desertores. Ello pudo haber equilibrado la balanza.

Así al menos lo demostraron los doscientos guerreros que el 19 de enero de 1881, liderados por el lonko Kewpü y armados con tralkas (fusiles), atacaron el fortín Guanacos, ubicado cerca de la margen derecha del río Neuquén y a doce leguas de Chos Malal. Allí perdieron la vida el alférez Eliseo Boerr —quien ejercía el mando de manera provisoria—, quince soldados argentinos y diecisiete civiles, siendo el fortín reducido a cenizas y todos sus caballos arreados.

“Todo era escombros carbonizados... A juzgar por algunas vainas servidas que se encontraron, que no eran de Remington, se comprendía que los indios asaltantes llevaron armas de cierta precisión”, escribió al respecto el cadete Guillermo Pechmann, por entonces un “soldadito” de apenas diecisiete años destinado en Chos Malal y testigo de aquel suceso.

Cuatro décadas más tarde, al final de su carrera y con el grado de teniente coronel, Pechmann publicaría el popular libro El campamento 1878. Allí narra con atractiva pluma los sucesos que vivió como oficial durante la invasión del territorio mapuche.

Pero no sería fortín Guanacos el enfrentamiento más celebre donde los mapuche hicieron notar un inédito poder de fuego.

Historiadores argentinos señalan que ello está reservado para el combate de Apële (o Apeleg), librado el 22 de febrero de 1883 entre las tropas de Conrado Villegas —bajo el mando del capitán Adolfo Drury— y los guerreros de los lonkos Inakayal, Foyel y Chagallo, al norte del río Senguer, en la precordillera de la actual provincia de Chubut.

Según la versión oficial, aquel día el capitán Drury, al mando de cuarenta efectivos del Regimiento 7.º de Caballería, se trabó en combate contra “cientos” de mapuche-tehuelche sorprendidos en sus tolderías en la pampa de Apële (variedad de papa silvestre, voz tehuelche). Allí habrían sido rechazados por los guerreros con decenas de armas de fuego, “sesenta u ochenta tiradores”, informaron los partes militares.

Siempre según la versión oficial, más tarde llegaron al lugar las tropas del comandante Nicolás Palacios en auxilio del capitán Drury, dispersando a los mapuche, quienes huyeron en dirección a Santa Cruz; entre ellos estaba el lonko Inakayal.

En el campo quedarían más de ochenta muertos del lado mapuche y trece soldados heridos. En las inmediaciones de la toldería serían capturadas además “trescientos caballos y yeguas, ochocientas vacas y mil ciento cincuenta ovejas”.

A juicio de Adrián Moyano, autor de Inakayal, a ruego de mi superior cacique (2017), la más completa biografía existente del célebre lonko mapuche, de combate Apële tuvo bastante poco.

“Allí no hubo combate, sino más bien un ataque contra una toldería que en ese instante fatídico no albergaba a gente combatiente, sino solo a mujeres, niños y quizás ancianos. Recién en un segundo momento las tropas recibieron la réplica de los guerreros que a balazos consiguieron poner fuera de combate a once de los captores y rescatar momentáneamente a sus familias de la cautividad”, señala.

Se trató más bien de un Wounded Knee patagónico.

La masacre de Wounded Knee sucedió el 29 de diciembre de 1890 en la reserva lakota de Pine Ridge, en Dakota del Sur. Allí el 7.º Regimiento de Caballería de los Estados Unidos, liderado por el coronel James W. Forsyth, devastó un campamento lakota ante la negativa de algunos guerreros a entregar sus armas de fuego a las autoridades.

Cuando terminó el ataque —que incluyó nutrido fuego de artillería—, al menos trescientos lakota habían sido asesinados, en su mayoría mujeres y niños desarmados, y medio centenar resultó gravemente herido. También murieron veintinueve soldados, aunque la mayoría por causa del fuego amigo.

Wounded Knee es considerada hasta nuestros días la peor masacre en la historia de los Estados Unidos.

En Apële el uso de armas de fuego por parte de los weichafe no pasó desapercibido para el general Villegas. Con fecha 1 de marzo de 1883, elevó el siguiente informe al comandante general de Armas desde el Nahuel Huapi. Al parecer tenía certeza de quiénes los habían provistos de fusiles.

Los indios han desplegado más de sesenta individuos armados de Remington y armas de repetición las que según datos les son vendidas por los habitantes de la colonia Chubut con quienes los indios comercian constantemente. Como usted verá este acto de inmoralidad debe ser represado enérgicamente, pues de lo contrario los sacrificios del ejército para concluir con la barbarie serán estériles siempre que ella sea auxiliada y protegida por gentes que se dicen civilizadas (Gavirati, 2017:373).

Villegas acusa directamente a los colonos galeses del valle de Chubut de ser traficantes de armas. “Esta aseveración se puede corroborar con individuos que hacen tal comercio y que han sido capturados por nuestras fuerzas entre los indios”, agrega el militar en su informe.

Su opinión es compartida por el teniente Eduardo Oliveros Escola, quién participó y resultó herido en los llanos de Apële.

“La Colonia provee a sus dependientes de fusiles Remington y de repetición, con los cuales nuestros enemigos se sirven para luchar contra los soldados de la Nación”, denuncia el oficial en un informe enviado a su comandancia. Y luego agrega:

“El gobierno ha donado a la Colonia fértiles campos para que dé vida a esas regiones, pero en manera alguna para atacar los intereses de la Nación. Proveer de fusiles a los indios es atentatorio y abusivo”.

Tan perdidos digamos que no estaban.

Lo cierto es que existían fluidas relaciones de contacto y comercio entre los colonos galeses y las diferentes tribus de la Patagonia desde el arribo de los primeros a la zona en 1865.

Sin una guarnición militar que los protegiera de posibles ataques, los galeses optaron por cultivar buenas relaciones con las parcialidades mapuche y tehuelche de Chubut. Ello hizo florecer el comercio, el intercambio cultural y un modelo de convivencia pacífica excepcional para la época.

Hasta que llegaron los soldados y, con ellos, la guerra.

Existía además una abierta animadversión de los jefes militares argentinos hacia los galeses y su política de puertas abiertas con los “salvajes”. Los colonos, por cierto, negaron rotundamente la acusación. Llegarían a publicar una carta en el periódico Buenos Aires Standard, denunciando estar siendo utilizados como “chivos expiatorios”.

Tuvieran o no responsabilidad los galeses, lo cierto es que la queja del general Villegas sí tuvo consecuencias en el desarrollo de la guerra; implicó un endurecimiento de la prohibición de “venta de armas de guerra y municiones a los indios” y el inicio de una severa campaña de confiscaciones.

Ello dificultaría notablemente el escaso tráfico de armas que existía en aquel tiempo y del cual se valían los lonkos rebeldes.

Sí, hubo armas de fuego en manos de guerreros mapuche. Y en ambos lados del Wallmapu. Pero en absoluto fue la norma.

Tal como en la Colonia, el ataque de madrugada, la clásica emboscada de siglos, el golpear y replegarse, fue la principal arma de los weichafe en aquellos años de avance militar winka.

Como en los tiempos de Leftraru, la guerra de guerrillas fue el último recurso de un pueblo cuya independencia debía morir con honor, fieles a una tradición militar de cuatro siglos.

Zeballos, el cronista militar ya citado, no duda en elogiar esta bravura, casi suicida, de las fuerzas mapuche.