Loe raamatut: «Historia secreta mapuche 2», lehekülg 4

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“A los trescientos años los araucanos continúan en armas con virilidad asombrosa”, escribe. “Abrumados por todos los recursos que el arte de la guerra ha desplegado prodigiosamente en su contra, oponen ellos sus pechos indomables”, subraya admirado.

Lo destaca también el historiador José Bengoa.

Los pueblos son grandes y sus culturas perduran quizás en la medida que son capaces de asaltar el cielo. La grandeza surge muchas veces de la capacidad de un pueblo para realizar actos imposibles. Los mapuche sabían perfectamente que iban a perder y que la mayoría de ellos moriría en esta insurrección general; sin embargo, el hecho tenía un sentido ritual histórico insoslayable […] Hasta el 5 de noviembre de 1881 los mapuche hicieron valer su historia, su cultura independiente, su capacidad centenaria de mantenerse como pueblo (Bengoa, 1983:297).

Cuatro años antes, en 1877, mismo camino habían tomado los últimos guerreros samurái liderados por el legendario Saigo Takamori al enfrentarse en Shiroyama al moderno ejército imperial japonés; fueron masacrados con ráfagas de ametralladoras Gatling y eficientes cañones Krupp de montaña.

En Takamori se inspira el personaje de Katsumoto Moritsugu, protagonista central de El último samurái (2003), película de Warner Bros. Pictures que relata la histórica rebelión de Satsuma y que tiene a un soberbio Ken Watanabe en el rol principal.

En el exitoso filme, el capitán estadounidense Nathan Algren, personaje que interpreta Tom Cruise y que es un atormentado veterano de las Guerras Indias del oeste, viaja a Japón para entrenar al ejército imperial y hacer frente a la insurrección que algunos nobles llevan a cabo contra una revolución cultural que —advierten al emperador— amenaza las tradiciones niponas.

Tras una batalla inicial, las tropas de Algren son derrotadas y él cae prisionero del líder rebelde, Katsumoto, un prestigioso samurái que también desea aprender las tácticas de la guerra moderna. Tiempo más tarde, después de que Algren aprende a su vez las técnicas samurái y se une a sus captores, llegará la batalla final contra el ejército del emperador, que es en definitiva quien triunfa.

Sin embargo, los samuráis alcanzan la gloria muriendo en una carga imposible y su propio líder se hace el seppuku, el ritual de suicidio por desentrañamiento, provocando tal admiración que sus adversarios le rinden honores en el propio campo de batalla.

Aquel fue, en clave hollywoodesca, el rito final de aquella otra honorable casta de guerreros tradicionales.

- FRANCIA Y LAS FRUTILLAS MAPUCHE -

¿Pudo ser diferente el desenlace de la guerra en Wallmapu? Orélie Antoine de Tounens, el abogado y espía francés retratado como un “demente” por la historiografía chilena y argentina, fue a mi juicio la gran oportunidad perdida por los mapuche.

Lo cuento en extenso en el tomo I de esta trilogía: su arribo a Wallmapu desde Buenos Aires, la alianza política que establece con los toqui Kilapán y Calfucura, su monarquía constitucional y, lo principal, el compromiso de pertrechos y asistencia militar por parte de Francia “para que mantengáis vuestra independencia y libertad”, como había prometido.

No se trata de un juicio apresurado. Lo comparte, entre otros, el investigador Francisco J. Montory, un estudioso de la historia de la provincia de Arauco y en los ochenta un activo colaborador del boletín del Museo Mapuche de Cañete.

Quilapán pretendía formar un ejército de a lo menos ocho mil hombres dotado de caballería, infantería y artillería. No solo estarían armados de lanzas, cuchillos y macanas, sino que además el “rey” Orélie le había prometido modernos fusiles de repetición de origen francés, artillería liviana e incluso soldados de esa nacionalidad. Con tal poderío bélico, Quilapán y Orélie, con sus fuerzas franco-mapuche hubieran podido fácilmente aniquilar a las fuerzas chilenas y expulsarlos lejos de los límites históricos de la Araucanía (Montory, 1989:17).

No es ningún secreto. Por aquellos años Francia e Inglaterra se hallaban enfrascadas en una lucha por extender sus dominios coloniales a escala global. Francia desde el siglo XVII había fijado su mirada en la Patagonia y el estrecho de Magallanes. En el puerto de La Rochelle habría de nacer para ello la Real Compañía del Mar del Sur, de la que era accionista el mismísimo rey de Francia, Luis XIV.

En junio de 1695 cinco de sus barcos zarparían con rumbo austral para fundar en el estrecho una colonia al amparo del pabellón francés. Y, si bien la expedición fracasó, el interés se mantuvo intacto.

Solo queda agregar que entre 1695 y 1749 al menos 175 barcos registrados en Francia salieron para los mares del sur con el objetivo de explorar tierras para futuras colonias y contrabandear productos. Varias de estas expediciones tuvieron contacto con los mapuche.

Fue el caso del navegante y científico francés Amédée-François Frézier, quien estuvo en América del Sur entre 1712 y 1714 estudiando —académicamente, en teoría— las fortificaciones españolas del Virreinato del Perú. Lo cierto es que se trató de una labor de espionaje militar con vistas a intentar encauzar las riquezas americanas hacia la corte de Versalles.

Frézier recorrió sobre todo las costas del Pacífico desde Magallanes al Callao, redactando un completo informe que incluía mapas de los puertos, fortificaciones, depósitos de munición, recuento de piezas artilleras e incluso estimaciones de los soldados hispanos en cada sitio. Su viaje incluyó la bahía de Concepción y también los fuertes de Valdivia, las fronteras norte y sur entre la Corona española y el Wallmapu occidental.

En 1716, dos años después de su viaje, Frézier publicó en París el libro Relación del viaje por el mar del sur a las costas de Chile i el Perú. Fue un éxito editorial, con reediciones en inglés, alemán y holandés, algo bastante inusual en esa época.

Cinco años más tarde el propio Luis XIV lo eligió para un nuevo viaje a América, esta vez a La Española (Haití). Allí tendría la misión de construir una serie de fuertes siguiendo el modelo español que observó en los mares del sur.

Pero en su libro Frézier no solo habla de puertos, mapas y fortificaciones. De su paso por la bahía de Concepción incluyó una extensa y detallada descripción de los mapuche, sus costumbres, territorio y estatus independiente respecto del reino de Chile.

Estos indios no tienen reyes ni soberanos que les prescriban leyes; cada cacique, así le llaman los españoles, es enteramente independiente y dueño absoluto de su dominio [...] Aunque nos parezcan salvajes saben muy bien ponerse de acuerdo respecto de sus intereses comunes. Por esta buena conducta y heroísmo han impedido en otro tiempo al Inca del Perú que entrara en sus dominios y han detenido las conquistas españolas, llegados solo hasta la orilla del Bio-Bio y las montañas de la cordillera (Frézier, 1902:23-26).

El libro, que incluye catorce láminas y veintitrés mapas y planos, cuenta además con bellas ilustraciones del juego de palín —chueca, le llama— y de las vestimentas mapuche. Pero no solo a ello prestó atención en Wallmapu, sino también a las frutillas.

“Los indios cultivan campos enteros de fresas; sus frutos son comúnmente del porte de una nuez y a veces como un huevo de gallina. Su color es rojo blanquecino”, apunta en su libro.

Hoy pocos saben que la actual fresa que se consume mayormente en el mundo, la Fragaria annanasa, es mitad originaria de este rincón del planeta. Así es: nació del cruce experimental de la Fragaria virginiana del este de Norteamérica y la Fragaria chiloensis, la misma que sorprendió al francés en su paso por Wallmapu.

En 1614 el jesuita español Alonso de Ovalle conoció esta fruta blanca (llaweñ) y roja (kelleñ), perfumada y dulce, que los mapuche cultivaban en jardines y campos y que por su gran tamaño superaba a la fresa de Virginia y también a la europea, esta última no más grande que una frambuesa.

Ovalle la bautizó como Fragaria chiloensis y así lo cuenta en su clásico libro Histórica relación del Reyno de Chile (1646).

Pero un siglo más tarde, en 1714, sería el galo Frézier el primero en llevar con éxito estas frutillas mapuche a Europa, entregando cinco plantas al Jardín Real para su análisis y cultivo. Es más, su propio apellido derivaría de fraise, la palabra francesa para frutilla (fresa) que el tiempo deformó en Frézier.

Las obras de navegantes y exploradores como Amédée-François Frézier fueron ampliamente divulgadas en Francia y ejercieron gran influencia en la monarquía. También en sus afanes expansionistas, especialmente hacia Oceanía y África.

Francia, en la primera mitad del siglo XIX, incorporó Las Marquesas y Tahití, así como también colonias en Argel, Costa de Marfil, Gabón y Guinea. Pero Inglaterra, su gran adversario colonial, se había instalado en 1833 en pleno Atlántico sur, en las islas Malvinas.

¿Es posible creer que Francia no vio con preocupación un posible avance inglés sobre la Patagonia y el estrecho de Magallanes? Desde allí podrían controlar puntos claves en las rutas marítimas entre las metrópolis europeas y el Pacífico.

¿Es posible descartar que Orélie Antoine de Tounens fuera parte de una empresa colonialista respaldada por el propio Napoleón III? En absoluto.

El historiador militar Leandro Navarro aporta un sabroso dato al respecto. El año 1869, en plena ofensiva del general José Manuel Pinto contra Kilapán, otros dos ciudadanos franceses fueron avistados merodeando por el país mapuche. Sus apellidos eran Portalier y Pertuiset.

El primero —cuenta Navarro— fue tomado preso en el fuerte de Queule por suponerse que era aliado de Orélie. Fue puesto en libertad al poco tiempo, “sin saberse qué rumbo tomó”. Respecto a Pertuiset, fue a recalar a Magallanes, donde lo conoció el capitán de Artillería de Marina Ramón Vidaurre, de guarnición en ese puesto, y a quien manifestó que era teniente coronel del ejército francés.

Décadas más tarde, cuando Vidaurre debió expatriarse en París después de la revolución de 1891, lo encontró en dicha ciudad llevando una vida holgada y gozando de una privilegiada posición social. Ello hizo presumir al militar chileno que “no podía ser un vulgar aventurero y por ende alguna misión especial lo llevó a Chile”.

Otro antecedente lo entrega el testimonio tal vez inobjetable de Abdón Cifuentes, destacado político conservador y docente chileno del siglo XIX, y uno de los fundadores de la Pontificia Universidad Católica.

Cuenta en sus memorias que mientras ejercía como oficial mayor del Ministerio del Interior, encargado de las relaciones exteriores del gobierno de José Joaquín Pérez, el propio secretario del Consejo de Estado de Napoleón III le confidenció en París, en mayo de 1870, que “el emperador había estado dispuesto a prestarle su apoyo (a Orélie)... que en el Consejo se había discutido la necesidad de apoyar las reclamaciones de Orélie”.

Un último dato respecto de Francia y sus colonias.

Nueva Caledonia, isla en medio del Pacífico, fue anexada por Francia en 1853, misma década en que Orélie Antoine arribó por primera vez a Wallmapu. Desde entonces la población indígena local, los kanak, han gozado de un estatus único que los sitúa entre un país independiente y un departamento de ultramar en el seno de la República Francesa.

Por si no bastara, en noviembre de 2018 sus habitantes votaron un inédito referendo de independencia. Y si bien el 59% votó en contra, la plena libertad de sus habitantes pareciera ser solo cosa de tiempo.

“Lamngen Pedro, ¿qué habría pasado si Chile y Argentina nos hubieran dejado ser?”, me preguntó hace unos años la cantante Beatriz Pichimalen mientras grabábamos en Santiago el programa Kulmapu de CNN Chile.

“Hablaríamos probablemente francés y mapuzugun, nuestros jóvenes estudiarían en universidades de París y pronto estaríamos votando nuestra independencia en un plebiscito”, fue —medio en broma, medio en serio— mi respuesta, en clara alusión a los kanak. ¿Cómo sería Wallmapu si ambas repúblicas sudamericanas nos hubieran dejado ser? Nunca lo sabremos en verdad.

Lo que sí sabemos es cómo era el país de nuestros ancestros antes de la invasión winka. Lo retratamos en el tomo I, siguiendo las memorias de dos insignes viajeros, el alemán Paul Treutler y el norteamericano Edmond Reuel Smith, quienes lo recorrieron en su lado oeste entre los años 1853 y 1859.

Pero hay un tercer viajero que logró internarse en el territorio mapuche trasandino, al sur de la actual provincia de Córdoba, Aconteció en abril del año 1870 y su protagonista fue un militar, jefe de frontera, que nos legó para la posteridad un relato extraordinario.

Los invito en las páginas siguientes a viajar junto al coronel Lucio Mansilla al mítico país de los ranqueles.

– LUCIO MANSILLA –

Lucio Victorio Mansilla es un personaje fascinante por donde se lo mire. Fue periodista, militar, diplomático y por lejos uno de los escritores argentinos más destacados del siglo XIX.

Nació en Buenos Aires en 1831. Fue sobrino de Juan Manuel de Rosas. Su madre, Agustina Ortiz de Rosas, reputada la dama más hermosa de Buenos Aires, era hermana del caudillo. Su padre, Lucio Norberto Mansilla, fue oficial de José de San Martín y héroe de la batalla de Vuelta de Obligado contra la escuadra anglo-francesa en 1845.

Hijo de una familia de gran fortuna, creció entre sirvientes, pero ello no le impidió comprometerse con las ideas de vanguardia de su tiempo. Se cuenta que a los diecinueve años fue sorprendido por su padre leyendo El contrato social de Jean-Jacques Rousseau. De inmediato lo envió de viaje, a la India. Sería la primera de sus numerosas aventuras.

Culto, apuesto, un verdadero dandy de la época, recorrió medio mundo tras aquel particular castigo familiar.

En pocos años paseó por toda Europa, escaló cumbres en el Himalaya, cruzó el mar Rojo de Adén a Suez, recorrió Egipto en camello, subió la pirámide de Keops acompañado de beduinos e incluso llegó hasta Constantinopla. Allí, en el mercado de mujeres esclavas, compró una bella joven a quien —como corresponde a un gentleman de club— concedió su libertad.

Tras vivir algunos años en París con su padre, donde se codeó con el mismísimo Luis Napoleón, que los invitó a las Tullerías, Mansilla regresó a los veintiún años a Buenos Aires. Allí comienzan las hazañas que le dan notoriedad pública.

Ejerció de periodista en Santa Fe y emprendió diversos negocios. También publicó sus primeros libros de viajes y un par de obras de dramaturgia de relativo éxito en la escena artística. Además, como todo hijo de la alta sociedad porteña, ingresó al Ejército de Línea para obtener un grado militar.

En la guerra del Paraguay destacó por su valentía y por sus escritos como corresponsal del diario La Tribuna. Simpatizante político de Domingo Sarmiento, trabajó incansablemente por la candidatura de este para presidente de Argentina.

Tras su triunfo Mansilla aspiraba ser nombrado ministro. Sin embargo, fue enviado por el mandatario a un destino mucho menos glamoroso: la sede de la subcomandancia de la Frontera Sur, en Río Cuarto.

Allí conocería a los “ranqueles” (de rankülche, la gente del carrizo). Bajo esa denominación eran conocidas las parcialidades “araucanas” que habitaban al sur del río Quinto en las actuales provincias de Córdoba y La Pampa, en ese entonces parte del Wallmapu libre y soberano.

Mansilla, un culto militar de veintinueve años, aprende a convivir con ellos y sobre todo a respetarlos. Como buen hombre de mundo se adapta incluso a sus protocolos culturales: habla con los mapuche, estudia su lengua, toma parte en las ceremonias, come con ellos.

De manera muy astuta, apadrina además a hijos de lonkos y se hace de importantes amigos entre las parcialidades que a menudo visitan la Frontera para comerciar productos o parlamentar con las autoridades.

Es entonces cuando planea una excursión diplomática para visitarlos en sus extensos dominios en la llamada Tierra Adentro, en la actual provincia argentina de La Pampa.

El objetivo oficial de su viaje era llegar hasta Leubucó, a las tolderías del ñizol lonko Mariano Rosas y su hermano, el bravo Epumer, para ratificar negociaciones de paz y facilitar un futuro trazado del ferrocarril. El objetivo no oficial era, sin embargo, conocer un territorio y una cultura que lo intrigaban.

“Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba el pensamiento de ir a Tierra Adentro. El trato con los indios que iban y venían al río Cuarto había despertado en mí una indecible curiosidad”, escribe el militar en su diario.

La excursión se organiza en Fuerte Sarmiento, a orillas del río Quinto. Desde allí el militar argentino planea seguir el camino o rastrillada que por la laguna El Cuero conduce rumbo sur a las tolderías situadas a trescientos kilómetros.

Distante ciento treinta kilómetros al sur de la actual ciudad de Río Cuarto, Fuerte Sarmiento era en ese entonces —junto al fuerte Villa de Mercedes, ubicado al oeste— la verdadera plaza militar fronteriza con los dominios rankülche.

Allí el coronel reúne su comitiva: diecinueve hombres, en su mayoría soldados, un lenguaraz mestizo mapuche-chileno y dos curas franciscanos a lomo de luma. Ellos, por su parte, harían el extenso viaje en lo único esencial por esas latitudes: buenos caballos.

“En las correrías por la pampa son lo único esencial. Yendo uno bien montado se tiene todo; porque jamás faltan bichos que bolear; avestruces, guanacos, liebres, gatos monteses o mulitas que cazar. Eso es tener todo andando por los campos: tener qué comer”, relata.

Pero, al igual que al norteamericano Edmond Reuel Smith, son varios los que advierten a Mansilla el peligro de su expedición. Uno de ellos es Achawentru, capitanejo del cacique Mariano Rosas y asiduo visitante del fuerte militar. Mansilla, pocas horas antes de partir, le confidencia el real objetivo de su viaje.

“Pretendió disuadirme diciéndome que podía sucederme algo, que los indios eran buenos, que me querían mucho, pero que había desconfianzas y que cuando se embriagaban no respetaban a nadie”, relata. Pero aquella desconfianza crónica era justamente lo que Mansilla buscaba despejar.

“Los indios nos acusan de ser gentes de mala fe y es inacabable el capítulo de relatos con que pretenden demostrar que vivimos engañándolos... Le pinté entonces a Achawentru la necesidad de hablar yo mismo la paz con los caciques y el bien inmenso que podía resultar de darles una muestra de confianza tan clásica como visitarlos”, agrega.

Achawentru, no satisfecho con tales argumentos, ofreció a Mansilla varias cartas de recomendación y le aconsejó enviar mensajeros que informaran con anticipación a los lonkos de su llegada. Ello por dos razones: primero, para que no se alarmaran al ver soldados cabalgando en sus tierras y, segundo, para que pudieran recibirlo como era debido en su protocolo cultural.

Mansilla así lo hizo. Y para no ser menos cargó dos mulas con diversos regalos para sus anfitriones y una tercera con charqui, azúcar, sal, yerba, café y suficientes provisiones para tres semanas, tiempo estimado de la travesía. Su ruta, ya lo había adelantado, sería la denominada Rastrillada del Cuero.

Las rastrilladas eran los únicos caminos en aquel territorio indómito. Trataba de surcos paralelos que con sus constantes idas y venidas dejaban los mapuche con sus constantes arreos de caballos y ganado cimarrón. Hablamos de miles de cabezas para el comercio en ambos lados de los Andes.

Leubucó, el destino final de Mansilla, era por entonces una verdadera estación central de rastrilladas en la pampa.

“De Leubucó arrancan grandes rastrilladas para todas partes. Salen caminos para las tolderías de Ramón en los montes de Carrilobo, hacia las del cacique Baigorrita situadas a las orillas de Quenque, para las tolderías de Calfucurá en Salinas Grandes y hacia la cordillera y las tribus araucanas de Chile”, anota en su diario.

Tras varios días de cabalgata arriba a la laguna El Cuero, “situada en un gran bajo” y donde según Mansilla “comienzan los grandes montes del desierto y lo que propiamente se llama Tierra Adentro... Esos montes del Cuero se extienden por muchísimas leguas de naciente a poniente, llegan al río Chalileo, lo cruzan van a dar hasta el pie de la cordillera de los Andes”.

Y luego agrega:

Hermosos, seculares algarrobos, caldenes, chañares, espinillos, bajo cuya sombra inaccesible a los rayos del sol crece frondosa y fresca la verdosa gramilla, constituyen estos montes. Allí hay pastos abundantes, leña para toda la vida y agua, la que se quiera sin gran trabajo. Cada médano es una gran esponja absorbente; cavando un poco en sus valles el agua mana con facilidad [...] No he visto jamás en mis correrías por la India, por África y por Europa nada más solitario que estos montes del Cuero. Leguas y leguas de árboles, cielo y tierra; he ahí el espectáculo (Mansilla, 1871:63).

Pero tan solitario no estuvo siempre aquel lugar. Allí en El Cuero (Trülke Lafken, en lengua mapuche, en referencia al monstruo marino mitológico) tenía sus tolderías el célebre “indio Blanco”. Temido en las fronteras de San Luis, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires por sus constantes malones, su apodo hacía referencia a su tez blanca, fruto de una posible ascendencia mestiza.

Su verdadero nombre —según testimonio de doña Ángela Mariqueo, descendiente ranquel— habría sido Melileo o Meliqueo. Y más allá de la leyenda negra, además de un bravo y rebelde guerrero, habría sido un reputado comerciante de ganado entre Puelmapu y Gulumapu.

Blanco no era un desconocido para el coronel Mansilla.

Él mismo reconoce en su diario de viaje la particular “guerra sucia” que tuvo que librar contra él a poco de asumir el mando en la Frontera. “Me propuse, antes de avanzar, desalojarlo del Cuero, incomodarlo, alarmarlo, robarlo, cualquier cosa por el estilo. El tal indio tenía un prestigio terrible. Yo era, de consiguiente, su rival”, escribe el militar.

“Pero no quería hacer esta campaña con soldados. Busqué un contrafuego acordándome de la máxima de los grandes capitanes: al enemigo batirlo con sus mismas armas”, agrega.

Y así lo hizo. Contrató a seis gauchos, “media docena de pícaros, en una palabra, ladrones”, con la misión de maloquear y hostigar en forma persistente a Blanco y sus weichafe hasta hacerlos huir de la laguna. “Los fariseos que crucificaron a Cristo no podían tener unas fachas de forajidos más completas que estos gauchos”, relata Mansilla.

“Les di buenos caballos, los vestí, les di carabinas de las que hicieron recortados. Y partieron. Mis órdenes eran robarle al indio Blanco. Lo que trabajasen sería para ellos. Tres veces fueron de excursión hasta que el indio se alejó. Al final acabaron por hacerme a mí un robo. ¿Qué les he de hacer? Ya sabía que eran ustedes ladrones, les dije. No se juega mucho tiempo con fuego sin quemarse”, reflexiona el coronel.

Pero la retirada de Blanco fue solo momentánea.

En su excursión a Leubucó el coronel Mansilla volvería nuevamente a tener noticias suyas. Solo agregar que un año más tarde, en marzo de 1871, Blanco, junto a medio centenar de weichafe, gauchos y soldados renegados, atacaría el Fuerte Sarmiento y en los días posteriores propinaría una de las peores derrotas al Ejército de la Frontera Sur.

Aconteció el 4 de marzo de 1871 en el médano de Chemecó, al noroeste de la actual localidad cordobesa de Washington, departamento de Río Cuarto.

Allí, tras una exitosa emboscada, los weichafe de Blanco dieron muerte a sesenta y cinco soldados enviados por el gobierno tras sus pasos, entre ellos al capitán a cargo, de apellido Morales. Blanco volvería a atacar Sarmiento en 1872, llegando a atravesar en marzo de 1873 la frontera sur de Santa Fe con devastadores malones.

Pese a que se desconoce el momento y lugar de su muerte, un documento oficial de julio de 1879, en el inicio de la mal llamada Conquista del Desierto, hace mención de que Blanco todavía ocupaba la laguna El Cuero y que las fuerzas militares se aprestaban a su pronta captura.

Si bien no alcanzó el relieve de otros lonkos, caciques y ülmen del siglo XIX, fue un guerrero temido y formidable.