Loe raamatut: «Historia secreta mapuche 2», lehekülg 5

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- LLEGADA A LAS TOLDERÍAS –

Volvamos ahora al protagonista de este capítulo, el militar y viajero Mansilla. Es en la laguna La Verde donde se topa con las primeras tolderías mapuche.

A diferencia de las grandes rucas o casonas que otro viajero, el norteamericano Edmond Reuel Smith, visita en 1853 al sur del río Biobío, en Puelmapu los mapuche adoptaban parte del modo de vida nómade de los tehuelche y aquellos grupos pampeanos “araucanizados” desde el siglo XVI.

Esta movilidad era obligada por la geografía y las grandes extensiones que debían recorrer a caballo.

Los toldos se ubicaban en lugares estratégicos de aguadas, buenos pastos y abundante leña, lo que hacía posible la supervivencia. Y habitualmente estaban en el paso de alguna rastrillada, lo que permitía a los grandes lonkos intervenir en el comercio del ganado hacia Gulumapu y las haciendas de Chile.

Estos lugares eran conocidos por las autoridades hispanas y republicanas. Hasta allí se acercaban para negociar, pactar el pago de raciones y firmar acuerdos de paz con los ñizol lonko, los jefes principales. Pero también existían tolderías de campaña que albergaban a aquellos kona y weichafe que se adentraban en la Frontera Sur para maloquear o realizar incursiones militares.

Las tolderías abrigaban a hombres, mujeres, ancianos y niños; mapuche, cautivos blancos, renegados, gauchos, mestizos e incluso soldados y curas en misión diplomática.

“El indio no rehúsa jamás la hospitalidad al viajero. Sea rico o pobre el que llame a su toldo, es admitido. Si en lugar de ave de paso se queda en la casa, el dueño de ella no exige a cambio del techo y de los alimentos que da nada más que saliendo a un malón lo acompañen”, escribe Mansilla.

Las paredes de los toldos eran construidas con madera o barro cocido, y el techo, de cuero de potro cocido con sogas de tendones de avestruz. En el frente, una enramada de paja.

En su interior contenían camas de cuero de ovejas y ponchos como frazadas, mientras en su exterior se daban actividades económicas como cría de ganado menor, así como aves de corral e incluso agricultura en mediana escala para el sustento diario. Hablamos de maíz, trigo, zapallos, sandías y quinua, por su resistencia a las altas y bajas temperaturas.

El padre suizo Meinrado Hux, destacado historiador y autor de la biografía del célebre lonko Ignacio Coliqueo de Los Toldos, nos entrega la siguiente descripción:

Había toldos grandes, como galpones con muchos apartamentos. Tenían nichos donde dormían separados los hijos y las hijas sobre pieles y catres, evitando la promiscuidad. En bolsones de cuero colgaban sus ropas y enseres domésticos y en el centro hacían el fuego bajo una obertura del techo que servía de chimenea. En días buenos cocinaban fuera sus pucheros, locros y asados [...] Los misioneros y viajeros que hablan de los toldos concuerdan que esas casas eran ordenadas y limpias. La mujer era la dueña de la ruca; ella y las cautivas, si las había, cuidaban de la limpieza [...] El toldo del cacique era siempre el más grande, pues allí se reunía con sus capitanejos en consejo y recibía las visitas con mucha cortesía (Hux, 2009:124-125).

Y es que por sobre todo las tolderías de la pampa eran centros neurálgicos de discusión política, trawün (juntas) y koyaktu (acuerdos) entre las grandes jefaturas del territorio.

Los mapuche que no eran caciques, lonko o capitanejos y aquellos que no participaban de las acciones armadas —porque ser mapuche no era sinónimo de “guerrero”, también los había comerciantes, pastores, plateros y artesanos, entre otros múltiples oficios— debían obedecer allí estrictas reglas sociales.

Con mucha mayor razón las visitas foráneas.

Son protocolos que Mansilla conoce bien y que respeta bajo el sabio refrán de “donde fueres, haz lo que vieres”. De allí que, tras ver venir en su dirección a decenas de jinetes mapuche al galope y lanza en mano, optara por lo más inteligente: no huir y mucho menos enfrentarlos. La clave era mantenerse quieto.

Rápidos como una exhalación varios pelotones de indios estuvieron pronto encima de mí. Montaban todos caballos gordos. Todos hablaban al mismo tiempo, resonando la palabra: ¡Winka! ¡winka!, es decir: ¡Cristiano! ¡cristiano!. Yo fingía no entender nada. ¡Buen día hermano! Era toda mi elocuencia mientras mi lenguaraz apuraba la suya, explicando quién era yo y el objeto de mi viaje. Hubo un momento en que los indios me habían estrechado tanto que no podía mover mi caballo [...] Pero ya estábamos en las astas del toro y no era cosa de retroceder (Mansilla, 1871:85).

Los jinetes eran hombres del cacique Ramón, quien lo invitaba a visitar su toldería en las proximidades. Así lo hizo. Escoltado en todo momento por los lanceros, cabalgó donde el jefe mapuche, quien a distancia de mil metros salió del bosque acompañado de otros ciento cincuenta guerreros.

Mansilla y sus hombres se aproximaron hasta quedar a pocos metros de aquel muro de lanzas.

“Reinaba un profundo silencio cuando hicimos alto”, escribe en su diario. Entonces se oyó un grito prolongado que “hizo estremecer la tierra”, relata. De inmediato los weichafe los rodearon formando un círculo, quedando Mansilla y sus hombres encerrados en medio, “viendo brillar las dagas relucientes de sus lanzas adornadas de pintados pinachos”.

Mi sangre se heló. Estos bárbaros van a sacrificarnos, me dije. Reaccioné de mi primera impresión y mirando a los míos; Que nos maten matando, les hice comprender con la elocuencia muda del silencio. Aquel fue un instante solemnísimo. Pero otro grito prolongado volvió a hacer temblar la tierra. Miré al emisario de Ramón como diciéndole “¿De qué se trata?” Un momento, me dijo. Luego me respondió: “Salude a todos los indios primero, amigo, después saludará al cacique” (Mansilla, 1871:90).

Para tranquilidad de Mansilla, no se trató de una encerrona mortal. Era más bien la ceremonial del chalin o saludo de los visitantes a los dueños de casa.

Este consistía en un fuerte apretón de manos y en un grito, una especie de hurra por cada uno de los indios que iba saludando, en medio de un coro de gritos que no se interrumpían. Los frailes, los pobres franciscanos y todo el resto de mi comitiva hacían lo mismo. Aquello era una batahola infernal. ¡Cómo estarían mis muñecas después de doscientos cincuenta apretones de manos! (Mansilla, 1871:90).

Solo tras la ceremonia pudo recién saludar al cacique Ramón y ambos parlamentar, previo intercambio de regalos.

Ramón Cabral pertenecía a uno de los principales linajes de la parte norte de la pampa, en las cercanías de lo que hoy es Anchorena. Su estirpe era la de los nahuel (tigre) y era por entonces un aliado clave de Mariano Rosas, este último miembro de la estirpe de los gner (zorro).

Ramón es hijo de indio y de una cristiana de la Villa de la Carlota. Predomina en él el tipo de nuestra raza. Es alto, fornido, tiene ojos pardos, cabello algo rubio, ancha la frente y habla muy ligero. Es en extremo aseado y viste como un paisano rico. Quiere bien a los cristianos, teniendo muchos en sus tolderías y varios a su alrededor. Tendrá cuarenta años. Todo su aspecto es el de un hombre manso y solo en su mirada se sorprende a veces como un resplandor de fiereza. Siembra todos los años, haciendo grandes acopios para el invierno y sus indios le imitan (Mansilla, 1871:91).

El cacique era también un insigne rütrafe o platero y muchos lo conocían como Ramón Platero. Sabía labrar con exquisito detalle la plata, construyendo delicadas y valiosas joyas. “Funden la plata, la purifican en el crisol, la ligan, la baten a martillo, dándole la forma que quieren y la cincelan”, relata Mansilla.

Se cuenta que Ramón fabricaba de plata cuanto es posible imaginar, adornos femeninos, masculinos y también ecuestres: pectorales, aros, pulseras, prendedores, sortijas y yesqueros, frenos, riendas, estribos y espuelas.

No era su única pasión; también destacaba por la crianza de ganados, los cuales —como “el ranquel más rico de la pampa”— se “daba el lujo de clasificar hasta por el pelo”.

“Ramón me instó encarecidamente a visitarlo en su toldería, ofreciendo presentarme a su familia. Prometí hacerlo de regreso desde Leubucó donde un mensajero nos contó ya se hacían grandes preparativos para recibirnos”, consigna el militar.

Mansilla continuó su viaje, pero desde este punto lo haría escoltado por Caniupán, un bravo capitanejo del lonko, y otros guerreros. Se sorprende con la destreza ecuestre de sus escoltas.

Cabalgando con los indios no es posible marchar unidos. Ellos le aflojan la rienda al caballo para que dé todo lo que puede de modo que los jinetes cuyo caballo tiene el galope corto siempre quedarán atrás. Toda marcha de indios se inicia en orden, pero al rato se han desparramado como moscas, salvo en los casos de guerra. En esta, pelean unidos, en formación, a pie o a caballo, interpolados según las circunstancias. En un combate que mis fuerzas tuvieron con ellos en los Pozos Cavados los pedestres se agarraban de las colas de los caballos y ayudados por el pulso de estos se ponían en un verbo fuera del alcance de las balas (Mansilla, 1871:109).

Cuenta Mansilla que los mismos caballos que los mapuche toman de los blancos, “sometidos a un régimen peculiar y severo, cuadruplican sus fuerzas, reduciéndonos muchas veces en la guerra a una impotente desesperación”.

Montura, transporte, arma; los jinetes mapuche ni siquiera para descansar desmontan sus briosos corceles, escribe.

Tienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama, haciendo cabecera en el pescuezo y extendiendo las piernas cruzadas en las ancas, así permanecen horas enteras. El caballo del indio además de ser fortísimo es mansísimo. ¿Duerme el indio? No se mueve. ¿Está ebrio? Lo acompaña a guardar el equilibrio. ¿Se apea y baja la rienda? Allí se queda todo el día. El indio vive sobre el caballo como el pescador en su barca; su elemento es la pampa como el elemento de aquel es el mar. Todo puede faltar en el toldo de un indio, será pobre como Adán, pero hay una cosa que jamás falta. De día, de noche, brille espléndido el sol o llueva a cántaros, en el palenque hay siempre atado de la rienda un caballo. A horse. A horse! My kingdom for a horse! (Mansilla, 1871:110).

No había sido fácil empresa llegar hasta la morada del legendario jefe rankülche Mariano, anota el militar. Por ello, cuando le anuncian “¡allí está Leubucó!”, fijó la vista “como si después de una larga peregrinación por las vastas y desoladas llanuras de la Tartaria, al acercarme a la raya de la China, me hubieran dicho: ¡Allí es la gran muralla!”.

- EL GRAN JEFE PANGUITRUZ –

Tenían razón los werkén (mensajeros): a Mansilla lo esperaba una gran recepción por parte del lonko Mariano Rosas. Este era en aquellas décadas el principal jefe del gran territorio rankülche y su historia bien vale la pena de contar.

Su verdadero nombre era Panguitruz Gner (“Zorro cazador de pumas”) y era miembro de un linaje con mucha historia. Era hijo del gran cacique Paine o Painegner (“Zorro celeste”) y nieto nada menos que del célebre Yanquetruz.

Su abuelo, guerrero de prestigio y poder, había sido elegido jefe de los rankülche en 1818 tras la muerte de Carripilún. Dos años más tarde, en 1820, Yanquetruz, junto a otros dos mil guerreros, acompañaba al héroe chileno José Miguel Carrera en sus correrías por las provincias argentinas.

Entre 1833 y 1834, Yanquetruz hizo frente a la expedición militar que el exgobernador Juan Manuel de Rosas realizó contra las tribus de la pampa y el norte de la Patagonia, derrotando a los argentinos en numerosas batallas. Esta expedición es conocida como la primera Campaña al Desierto.

Fue en el marco de esta guerra de invasión que su nieto Panguitruz Gner, por entonces de nueve años, fue capturado por guerreros enemigos mientras cuidaba caballos en las cercanías de la laguna Lanqueló.

Cuenta Mansilla que el menor fue entregado a las tropas argentinas por sus captores y permaneció un año preso y engrillado “en los Santos Lugares y tratado con dureza”. Cuando él y los otros prisioneros perdían la esperanza de mejorar su suerte, fueron llevados a Palermo ante el dictador Juan Manuel de Rosas.

Tras interrogarlos, Rosas cayó en cuenta de que el niño era hijo de un importante jefe de los rankülche y nieto de Yanquetruz.

Estratégico, decide entonces tratar bien al muchacho.

Lo hace bautizar con el nombre de Mariano, le da su apellido y lo manda junto a sus peñi de peón a su estancia El Pino. Ubicada en las cercanías del actual municipio de La Matanza, a unos cuarenta kilómetros al suroeste de Buenos Aires, era por esos años la más antigua estancia de la provincia.

Entre rebencazos gratuitos y también muestras de afecto, Panguitruz aprendió a leer y escribir y se hizo diestro con el caballo y las faenas rurales. Pero en los seis años que permaneció cautivo en El Pino jamás perdió la nostalgia por su tierra.

Una noche de luna llena del año 1840, acompañado de otros jóvenes ranqueles, se hizo de los mejores caballos y escapó.

Tras una larga travesía hacia el oeste por la ruta que conectaba los fuertes Federación —actual Junín, en medio de la provincia de Buenos Aires— y Villa de Mercedes —actual Villa Mercedes, en la provincia de San Luis—, los jóvenes tomaron rumbo sur para llegar a la laguna Leubucó, su tierra natal.

¡Habían cabalgado cerca de mil kilómetros!

Su llegada causó gran alegría en las tolderías de su padre, quien intentó varias veces canjear inútilmente su libertad. Había regresado uno de sus hijos más queridos, convertido en un joven educado en el kimün winka (conocimiento del blanco) y ahijado nada menos que de Juan Manuel de Rosas.

A juicio del historiador Marcelo Valko, aquello para nada resultaba trivial. “Resulta obvio que el apellido winka que le otorgan no puede tomarse a la ligera. Pertenece, quiérase o no, al hombre más importante de su tiempo en Argentina”, apunta.

Aquello implicaba para el joven Mariano alianzas, prestigio y poder. Porque, a pesar de haber sido prisionero y luego peón de estancia contra su voluntad, el joven no abrigó jamás rencores con su célebre padrino ni tampoco su padrino hacia él.

Se cuenta que, a poco de llegar a Leubucó, recibió incluso una carta y un regalo de Rosas, quien por cierto no daba puntada sin hilo. En la carta aclara que no está enojado por la fuga, pero que hubiera preferido saber de sus deseos de partir para “evitarse el disgusto”. También lo invita, cordialmente, a visitarlo en Buenos Aires cuando lo desee.

El regalo, por su parte, “consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros, dos tropillas de overos negros, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”.

Cuenta el coronel Mansilla al respecto:

Mariano Rosas conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él; que después de Dios no ha tenido otro padre mejor; que por él sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero; cómo se cuida el ganado vacuno, yeguarizo y lanar para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación; que él le enseñó a enlazar, a pialar y a bolear a lo gaucho en los campos (Mansilla, 1871:183).

Panguitruz, quien asumió el mando de los rankülche en 1858, sucediendo a su hermano mayor, conservó hasta en las firmas su nombre cristiano. Pero, si bien guardó eterna y pública gratitud hacia Rosas, jamás puso nuevamente un pie fuera de su territorio.

Se cuenta que aquel era el fatídico vaticinio de las machi: que si volvía donde los blancos jamás regresaría a su tierra. Al menos no con vida. Estos temores del ahora gran jefe eran conocidos por el coronel Mansilla. Ya lo había invitado, sin éxito, a parlamentar en numerosas ocasiones a Río Cuarto, debiendo conformarse con las regulares visitas de Achawentru.

De allí su interés por visitarlo en su propia toldería. Le intrigaba conocerlo y tratar además los acuerdos de paz pendientes de ratificación. Ambos, por lo demás, eran “parientes” de Rosas.

Pero, más que el cumplimiento de deberes militares, lo que en verdad motivó a Mansilla fue la irrefrenable curiosidad del viajero. En varios pasajes reconoce admirar a los rankülche, sus protocolos sociales y sus democráticas formas de gobierno.

Entre ellos las costumbres son sus leyes. Una de estas es que las jerarquías son hereditarias, existiendo hasta la abdicación del padre en favor del hijo mayor si es apto para el mando. Entre los indios, como en todas partes, hay revoluciones que derrocan a los que invisten el poder supremo. La regla, sin embargo, es la que dejo dicha; solo sufre alteración cuando el cacique no tiene hijos ni hermanos que puedan heredar su puesto. En este caso se hace un plebiscito y la mayoría dirime pacíficamente las cosas, ni más ni menos que como un pueblo donde el sufragio universal campea por sus respetos. Más revoluciones hemos hecho nosotros, quitando y poniendo gobernadores, que los indios por la ambición de gobernar. Es que los bárbaros no andan tras la mejor de las repúblicas ni buscando un César. Ellos creen una cosa de la cual nosotros no nos queremos convencer: que los principios son todo, los hombres nada (Mansilla, 1871:183).

Otra cosa que lo seduce es el “arte de parlamentar”. Antes de encontrarse con el lonko y mientras acampa en las cercanías de su toldería, interroga a uno de sus lenguaraces al respecto.

Lo que recibe —comenta en su diario— es “un curso completo de retórica araucana”.

Los araucanos tienen tres modos y formas de conversar. La conversación familiar, la conversación en parlamento y la conversación en junta. La familiar es como la nuestra, llana, fácil, sin ceremonias, sin figuras, con interrupciones del o de los interlocutores, animada, vehemente según el tópico o las pasiones excitadas. La de parlamento está sujeta a ciertas reglas; es metódica, los interlocutores no pueden ni deben interrumpirse, es en forma de preguntas y respuestas. Tiene además un tono, un compás determinado, estribillos y actitudes académicas. Siempre tiene un carácter formal. Se la usa en los casos como el mío o cuando se reciben visitas de etiqueta. La conversación en junta es un acto muy solemne, muy parecida al Parlamento de un pueblo libre, a nuestro Congreso, por ejemplo. Se reúne la gente, se nombra un orador que expone y defiende contra uno, contra dos o más, ciertas proposiciones. Suele ser el cacique. El tono y las formas son semejantes a la conversación de parlamento, pero aquí se admiten los silbidos, los gritos, las burlas. Hay juntas muy ruidosas. Después de mucho hablar triunfa la mayoría. Debo señalar que el resultado de una junta siempre se sabe de antemano; el cacique principal tiene buen cuidado de catequizar con tiempo a los indios y capitanejos más influyentes de la tribu. Como diría fray Gerundio, en todas partes se cuecen habas (Mansilla, 1871:117-119).

Tras sortear malos augurios y advertencias de las machi al cacique sobre lo peligroso de recibir al militar —“Mariano no quería sacrificarme ni que volviera sin echar pie a tierra en Leubucó”, comenta Mansilla—, finalmente es autorizado a ingresar a la mítica toldería.

Lo rodean cientos de guerreros, en buen número armados con fusiles, y no pocos blancos vestidos a la “usanza india”. Se trata de cautivos, soldados desertores y gauchos que en aquella tierra de hombres libres encontraban comida y refugio. Hasta un negro divisa merodeando por ahí.

Cumplida una “nueva, extensa y fatigosa” ceremonia de saludos protocolares, Mansilla se dirige por fin al toldo del cacique. Lo sorprende su hospitalidad.

“Me preguntó qué quería hacer con mis caballos, si hacerlos cuidar con mi gente o que él me los haría cuidar. Preguntó además si mi gente había comido y habiéndole contestado que no llamó a su hijo y le ordenó en castellano que carneara lo más pronto una vaca gorda”, relata el coronel.

Ambos se instalan en las afueras del toldo principal, en una ramada preparada para la ocasión.

“Allí habían preparado asientos de cueros de carnero, negros, lanudos, grandes y aseados. Estaban colocados en dos filas y el espacio intermedio estaba barrido y regado. Una fila era para los recién llegados y otra para el dueño de casa y sus parientes. Todo estaba bien calculado para sentarse con comodidad con las piernas cruzadas a la turca”, cuenta Mansilla.

Al frente suyo, el cacique. Este, si bien hablaba muy bien el castellano, hizo llamar un lenguaraz para hablar en mapuzugun. Comenzó el pentukun. Preguntas y respuestas sobre el viaje, los recibimientos, las dificultades en el camino.

Llevaban varios minutos en ello cuando llegó la comida. La escena y el menú llaman su atención.

Dentraron varios cautivos y cautivas trayendo grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indios, rebosantes de carne cocida y caldo aderezado con cebolla, ají y harina de maíz. Estaba excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero. Las cucharas eran de madera, de hierro, de plata, los tenedores lo mismo, los cuchillos, comunes. Yo no tardé en tomar confianza, estaba como en mi casa. Comía como un bárbaro. Tras el primer plato trajeron otro lleno de asado de vaca riquísimo. Me chupé los dedos con él. Después del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido a manera de postre: es bueno. Trajeron agua en vasos y jarros. Los indios no beben alcohol comiendo. Para ellos beber es un acto aparte (Mansilla, 1871:143).

No tardaría el coronel en visitar el interior del toldo del gran jefe. Allí conoció a sus cinco esposas y seis hijos. Le maravilla saber que, de todas las teorías de Balzac sobre los lechos matrimoniales, los mapuche creen que la mejor para la conservación de la paz doméstica es la que aconseja cama separada.

Observador, no tarda en comparar el orden, la limpieza y la sabia distribución de los espacios en la toldería con los ranchos sucios y hacinados de los gauchos argentinos. “Y no obstante, decimos que el gaucho es un hombre civilizado”, reflexiona irónico. Y luego dispara:

En el rancho del gaucho falta todo. El marido, la mujer, los hijos, los allegados viven todos juntos y duermen revueltos. Se sientan en el suelo, en duros pedazos de palo, no usan tenedores, ni cucharas ni platos y se come con el mismo cuchillo con que se mata al prójimo. Rara vez hacen puchero porque no tienen olla. Y cuando lo hacen beben el caldo en ella, pasándosela unos a otros. Me parte el alma tener que decirlo, pero para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización hay que obligarla a entablar comparaciones (Mansilla, 1871:198).

Y, ya que estamos hoy en tiempos de luchas de género y cambios de paradigmas societales, imposible no destacar los apuntes de Mansilla sobre el rol de la mujer mapuche.

La casada es como la mujer inglesa, “se casa para dejar de ser libre”, a diferencia de la mujer francesa, que “se casa para ser libre”, anota en su diario.

Es así como la mujer mapuche casada depende de su marido para todo. Y “para todo debe pedir permiso”. Le debe obediencia, respeto y servicio hasta el último de sus días. Y basta una simple sospecha para que pueda caer en desgracia, subraya.

No sucede lo mismo con la mujer mapuche soltera, comenta. Ellas gozan de la más completa libertad, subraya Mansilla. Atentas las lectoras con el siguiente párrafo:

La mujer soltera se entrega al hombre de su predilección. El que quiere puede penetrar un toldo de noche, acercarse a la cama de la china que le gusta y hablarle. Ni el padre, ni la madre, ni los hermanos le dicen una palabra. No es asunto de ellos, sino de la china. Ella es dueña de su voluntad y de su cuerpo, puede hacer de él lo que quiera. Si cede no se deshonra, no es criticada, ni mal mirada. Al contrario, es una prueba de que algo vale. De otra manera no la habrían solicitado. Como se ve la mujer soltera es libre como los pájaros para los placeres del amor entre los indios. Sale cuando quiere, va donde quiere, habla con quien quiere, hace lo que quiere. Pero no confundir con licencia o libertinaje. Solo diré que, como en todas partes del mundo, la mujer tiene el instinto de saber que el pudor aumenta el misterio del amor (Mansilla, 1871:202-203).

Volvamos ahora con el principal objetivo del viaje del coronel Mansilla, en teoría la firma de un tratado de paz con los bravos jefes rankülche.

¿Sospecharán ellos que el real objetivo del gobierno argentino es avanzar hacia el sur la frontera y abrir paso al ferrocarril por sus tierras? Sigan leyendo y lo sabrán.