Una bala, un final

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Una bala, un final
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Una bala

Un final

Pepe Pascual


© Pepe Pascual Taberner

© Una bala. Un final

Julio, 2020

ISBN papel: 978-84-685-4777-0

ISBN epub: 978-84-685-4778-7

Editado por Bubok Publishing S.L.

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Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

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Dedicada a quien demostró que luchar hasta el final no fue meritorio, sino una lección que dio a quienes nos dejó atrás.

En memoria de A.

Heydrich ha evolucionado rápidamente. Ahora juzga con cinismo a los hombres, clasificados por él en dos categorías: los que hay que manejar, esperando ser más fuertes que ellos; y los que es necesario derribar de una manera o de otra, lo antes posible.


Almirante Wilhelm Canaris

Jefe del Abwehr

En la biografía escrita por André Brissad

Mientras que algunos de los personajes que aparecen en la novela son reales, otros son completamente ficción.

La posible coincidencia es mera casualidad.

El autor

Índice

Prólogo

Domingo, 19 de julio de 1936

Lunes, 20 de julio de 1936

Roma, Italia

Embajada Británica, Roma

Martes, 21 de julio de 1936

Roma, Italia

Miércoles, 22 de julio de 1936

Domingo, 26 de julio de 1936

Domingo, 2 de agosto de 1936

Lunes, 3 de agosto de 1936

Martes, 4 de agosto de 1936

Miércoles, 5 de agosto de 1936

Miércoles, 26 de agosto de 1936

Roma, Italia

Jueves, 3 de septiembre de 1936

Miércoles, 9 de septiembre de 1936

Zoológico de Londres

Pub The Prince Alfred, Londres

Lunes, 14 de septiembre de 1936

Londres, Inglaterra

Martes, 15 de septiembre de 1936

Miércoles, 16 de septiembre de 1936

Viernes, 18 de septiembre de 1936

Miércoles, 23 de septiembre de 1936

Viernes, 25 de septiembre de 1936

Hospital Fatebenfratelli, Roma

Sábado, 26 de septiembre de 1936

Martes, 29 de septiembre de 1936

Jueves, 1 de octubre de 1936

Viernes, 2 de octubre de 1936

Roma, Italia

Prisión de Regina Coeli, Roma

Orvieto, Italia

Sábado, 3 de octubre de 1936

Orvieto, Italia

Roma, Italia

Domingo, 4 de octubre de 1936

Embajada Británica, Roma

Roma

Lunes, 5 de octubre de 1936

Berlín, Alemania

Orvieto, Italia

Roma, Italia

Martes, 6 de octubre de 1936

Roma, Italia

Sede de la Abwehr, Berlín

Miércoles, 7 de octubre de 1936

Berlín, Alemania

Viernes, 9 de octubre de 1936

Embajada Británica, Roma

Sábado, 10 de octubre de 1936

Sede del SD, Berlín

Roma, Italia

Domingo, 11 de octubre de 1936

Thon, Suiza

Martes, 13 de octubre de 1936

Miércoles, 14 de octubre de 1936

Martes, 20 de octubre de 1936

Miércoles, 21 de octubre de 1936

Jueves, 22 de octubre de 1936

Tiergarten, Berlín

Salón Kitty, Berlín

Viernes, 23 de octubre de 1936

Sede de la Gestapo, Berlín

Seeburg, Brandenburg

Sede de la Gestapo, Berlín

Embajada Británica, Berlín

Sede de la Gestapo, Berlín

Prólogo

Alemania, 1935

El eco de los disparos a finales de junio del año anterior quedó olvidado con el tiempo. Las vidas segadas de cientos de oficiales y políticos pusieron nombre a la Noche de los Cuchillos Largos.

En los meses posteriores ocurrieron tantos sucesos que la masacre cometida por el SS apenas se recordaba.

La efectividad de la nueva política nazi, a golpe de martillo, conseguía neutralizar a quienes no asumían, y tampoco se sumaban, a la emergente Alemania. Día tras día se escuchaba el griterío ferviente de los seguidores entre los llantos apagados de las víctimas. En todo caso, parecía imposible detener aquella horrible realidad.

 

Mientras tanto, el SD ejercía eficazmente como servicio de seguridad del SS. Después de que Reinhard Heydrich consiguiera el control de todas las policías del Estado, su poder aumentaba despiadadamente. En los despachos de su temido cuartel no cesaban las órdenes para estrangular a cualquier opositor al régimen; ya estuviera dentro o fuera del partido. Como una telaraña; los archivos se multiplicaban en las estanterías y faltaba espacio para almacenar los informes de las víctimas. Ningún ciudadano, ni militante, ni mucho menos oficial, estaba exento de contar con uno.

Reinhard Heydrich, joven pero implacable, se ganaba el respeto al convertirse en el dueño de la información, siendo reforzado por miles de hombres y gozando de la protección de su mentor; Himmler. Él organizaba y la Gestapo ejecutaba. Todo salía a pedir de boca y no había en Alemania quien resistiera un embiste de Heydrich.

Pero, a pesar del aparente control absoluto de la información, aún existía un estamento militar por controlar y el cual agregar a su aterrador servicio de seguridad. El Abwehr, servicio secreto del Ministerio de Defensa y totalmente ajeno al partido nazi, resistía el empuje del SD.

En 1929, el Abwehr fue comandado por Conrad Patzig, un marino veterano de la Primera Guerra que lo gestionó como pudo. Desde el principio, Patzig estuvo en el punto de mira de Heydrich, y este hizo todo lo posible por hundir su carrera al frente del Abwehr. Finalmente, Heydrich consiguió que el general Von Blomberg, jefe del Estado Mayor, se planteara sustituir a Patzig.

La obsesión de Heydrich no tuvo límites y, tras convencer a Von Blomberg, se desencantó al no concederle este la gestión del Abwehr. De haberlo logrado, Heydrich no solo hubiera sido dueño de los archivos policiales de todos los ciudadanos, sino que hubiera poseído la información del servicio secreto del ejército. Su poder hubiera sido total.

El general Von Blomberg defendió ante Hitler que era necesaria la sustitución de Patzig y no la cesión del Abwehr al SD. Como Hitler estuvo de acuerdo, Heydrich no tuvo otra alternativa que aceptar.

Aun con eso, Von Blomberg tuvo que pagar un alto precio. El Abwehr y el SD continuarían siendo independientes, pero Hitler exigió que estrecharan los lazos y cooperasen abiertamente.

El nuevo líder que designaran para el Abwehr tenía que estar alineado con Heydrich y ambos mantendrían una buena comunicación por el bien de Alemania.

El canciller alemán consideraba que el mejor servicio secreto era el británico y esperaba un jefe para el Abwehr que estuviera técnicamente a la altura. También debía ser una persona hábil e inteligente, organizada y capaz de relacionarse con Heydrich; la condición más difícil de cumplir.

Pese a lo imposible que parecía, había quien cumplía con todo.

Se trataba de un hombre que había conseguido burlar por medio mundo a los espías ingleses en la pasada guerra.

En pleno conflicto mundial iba a bordo del crucero Dresden, y tras una batalla en el Atlántico sur, esquivó a los buques británicos de su persecución hasta ser descubierto en la costa chilena. En aquel último combate, la propia tripulación alemana hundió el Dresden y todos fueron hechos prisioneros en la cercana isla de Quiriquina.

Al poco tiempo logró escapar usando sus habilidades profesionales. Desde Chile hasta Hamburgo burló a los británicos sin que pudieran darle caza. Aquella proeza le granjeó un prominente futuro. Desde entonces estuvo vinculado al espionaje, a la diplomacia y a los negocios incluso con diferentes servicios secretos, creando vínculos y nuevos contactos en Italia y España.

Tras varios cambios dentro de la Marina, comandó el crucero Berlín, en cuya tripulación formaba parte un ambicioso y joven Heydrich. Así fue como llegaron a conocerse y mantuvieron buena relación. Poco después, Heydrich fue expulsado de la Marina por un lío de faldas (justo antes de formar el SD).

Tras capitanear el Berlín, pasó un tiempo desapercibido y en la sombra. Fue cuando Von Blomberg le designó como nuevo dirigente del Abwehr, sustituyendo definitivamente a Patzig.

Con él, Von Blomberg esperaba fortalecer los lazos entre el Abwehr y el SD, y que la información llegara a Heydrich, conforme deseaba Hitler.

De aquel modo, el día del relevo quedó fijado en la agenda, mantenido en secreto al resto del mundo.

El miércoles 2 de enero de 1935 nevaba en Berlín. Un Mercedes negro se detuvo en la Tirpitzufer, frente a un edificio de cinco plantas construido con granito gris. Eran las ocho de la mañana.

Todavía con el motor en marcha, se abrió la puerta trasera y descendió un hombre bajo, ataviado con un grueso abrigo azul marino que le llegaba hasta los pies. Su cabeza iba protegida por una gorra con borlas doradas y el emblema del águila de la Marina. El hombre alzó la mirada y se fijó en el edificio durante unos segundos. El aire, muy diferente al del Atlántico, refrescaba su tez afeitada.

Entrar implicaba un riesgo y requería de sacrificios, aunque lo sabía desde el principio. Al igual que cuando surcaba las aguas de los océanos, los peligros llegarían por el horizonte.

Con las manos en los bolsillos, el marino Wilhelm Canaris se dispuso a entrar en la Central del Servicio Secreto Alemán. Caminó unos pasos, subió los escalones y accedió al Abwehr.

Le recibió un hombre con pantalón de pana y rebeca gruesa. Se detuvo ante él y le saludó militarmente; sin alabar al Führer. Hasta el momento, el veneno del nazismo consiguió convencer a unos cuantos en el Abwehr y fue lo primero que Canaris se propuso a eliminar de manera muy discreta. Bajo su mandato quería empleados y colaboradores con mentalidad militar y no política. Era un conservador y ante todo un oficial de la Marina.

Al adentrarse entre aquellos muros de granito, Canaris se libró de la gorra y la sostuvo bajo el brazo, mostrando su pelo color ceniza con raya a un lado, y devolvió el saludo.

—Sígame y le acompañaré hasta su despacho. —Le dijo mientras le estrechaba la mano.

Durante los meses siguientes, Canaris encontró en el Abwehr un departamento desestructurado, lejos de alcanzar rivalidad con el británico. El personal no era lo profesional que hubiera esperado y arrastraba su moral por el suelo. Por si fuera poco, su efectividad generaba dudas, escaseaban los éxitos y además todo el mundo sentía el aliento de Heydrich.

Pero Canaris no sería presa fácil. Creía firmemente en un ejército profesional y en una Alemania digna. Entró dispuesto a convertir el Abwehr en un nuevo y poderoso servicio secreto cuyos rivales temieran y respetaran. Reorganizaría el entramado de manera que pronto llegarían los ansiados éxitos.

En la parcela interna, en sus planes no constaba sucumbir bajo el yugo de Heydrich. Aunque Canaris respetaba su potencial, no le temía. Sabía cómo pensaba, conocía su aguda astucia y también sus debilidades. Sin embargo, él no había dimensionado bien la terrible ambición de su rival.

A partir de aquel 2 de enero había comenzado la guerra en el corazón del espionaje alemán.

Domingo, 19 de julio de 1936

Orvieto, Italia

Sobre la colina situada al sur de la vieja ciudadela de Orvieto, se encontraba la maravillosa villa a más de trescientos metros de altura. Se extendía por toda la cima cubriendo cuatro kilómetros cuadrados de robustas vides y olivos. Desde allí, se disfrutaba el amanecer con la salida del sol tras la cordillera de Scoppieto y Citivella del Lago hasta la sombría puesta, despidiendo Castel Giorgio al oeste. Una oportunidad que fue aprovechada por etruscos y romanos para cultivar la uva y elaborar el vino típico de Umbría.

El terreno fue excavado y usado como bodega durante siglos, llenando la zona de pasadizos. Pero la migración hacia las ciudades redujo la producción a la mitad. Aun así, Don Pietro Bassano presumía de su belleza.

La casa principal, alzada donde hubo un torreón romano, coronaba la zona alta de la colina. Una terraza daba la vuelta a la casa ofreciendo una magnífica vista. Próximo se encontraba el garaje, que sirvió de cuadra tiempo atrás. Y cerca estaba la casa donde vivían el sirviente y la cocinera.

Al ser verano, el calor del día daba paso al fresco atardecer. Tussio había preparado la mesa al gusto de Gabriela, la mujer de Don Pietro, en la terraza donde podían ver la puesta de sol.

En el dormitorio principal, en el piso superior, Don Pietro se alisaba la camisa antes de coger la chaqueta. Se ajustó el pañuelo dejándolo visible en el bolsillo frontal y miró la hora en su reloj.

Sumaba cincuenta y siete años. Hacía muchos que su pelo blanqueció y su piel envejeció. Sin embargo, seguía mostrando una salud de hierro y gran atractivo gracias al metro ochenta y seis de estatura. Tenía los ojos oscuros, las cejas pobladas y un bigote discreto. Cuando se dio el visto bueno, bajó las escaleras buscando a Tussio en el recibidor.

—Dígame, Don.

—¿Preparaste el vino?

—Está listo en la bodega.

—Tendrás que subirlo minutos antes de la cena, no quiero que Herbert se queje por no descorcharlo a tiempo. Recuerda subir el blanco para las damas. Y ten preparados los vermuts para antes y después de la cena.

—Todo está previsto.

—Serán puntuales, ya lo sabes. —Volvió a revisar su reloj. —Apenas queda media hora.

Tussio finalizó con una leve reverencia y se retiró.

Don Pietro le respetaba, incluso por ser menor que Tussio. Se conocieron en 1914 cuando la Gran Guerra alistó a Tussio y le mantuvo en la frontera italiana con el Imperio Austrohúngaro. Allí participó en la batalla de Vittorio Veneto hasta que, días después con el fin del conflicto, regresó a casa. Don Pietro se alegró de que siguiera con vida. A partir de entonces, dejó que Tussio se ocupara de la casa y de supervisar el trabajo en el campo, reemplazando su fusil por los guantes.

En aquel instante, Gabriela se acercó a Don Pietro. Le cogió las manos y dibujó una sonrisa.

—Estás espléndido, cariño.

—Procuro no perder tu atención.

—No sucedería ni ataviado de harapos.

—Habría que verlo, Gabriela.

Enseguida se soltaron. Don Pietro fue a la mesita junto a los sillones y escogió un cigarro de la tabaquera.

—Te diviertes con Karla y me siento feliz de verte así. Lástima que no estemos más tiempo con ella y con Herbert. —Y, a continuación, prendió fuego al cigarro.

—Cariño, Herbert y Karla son amigos desde hace años.

Lanzando espesas humaredas, dijo:

—Este año nos hemos visto poco. Últimamente Herbert ha estado en Alemania más tiempo de lo habitual.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Nada, Gabriela. Pero aquí estamos aislados.

—Eso debería decirlo yo, Pietro. Tú viajas constantemente a Roma. No parecemos un matrimonio común.

—Da igual, hemos tenido esta conversación tantas veces que he perdido la cuenta.

—No te lo discuto. —Gabriela se volvió de espaldas.— Te acompañaría en más ocasiones si no fuera porque pasas todo el día en el ministerio. En Roma me siento igual de sola que aquí.

—Preferiría estar contigo a reunirme con esos políticos y militares fanfarrones.

Gabriela le miró de reojo y se cruzó de brazos.

—Así no solucionamos nada.

Don Pietro se acercó por detrás y la cogió por los hombros, la besó en la mejilla y se retiró mientras daba otra calada.

—No nos malhumoremos.

Gabriela conservaba su belleza pese a los cincuenta años, con figura fina y un alto gusto por la sencillez. Distinguida por la educación, había heredado la finca de su familia a temprana edad y siempre mantuvo sus raíces con la comarca. Sin embargo, cuando conoció a Don Pietro en una gala en Roma, no dudó en cautivarle y arrastrarle hasta Orvieto. Tras el matrimonio, Don Pietro logró mantener su trabajo en el Ministerio de Exteriores, aun pasando varios días en la capital.

Don Pietro salió al porche con paso lento hasta detenerse junto a una columna de piedra. Introdujo una mano en el bolsillo mientras la otra sostenía el cigarro. Revisó el patio y esperó paciente hasta recibir a sus amigos alemanes. Más a lo lejos estaba el camino de tierra, cuyo sendero quedaba definido por cipreses hasta continuar con una lejana curva.

Los minutos pasaban, la oscuridad se imponía armonizada por el chirriar de los grillos. De súbito, Gabriela usó el tocadiscos y la música de Umberto Giordano llamó la atención de Don Pietro descansando su cuerpo sobre la columna. Al poco, distinguió en la lejanía el destello de unos faros.

 

Sin perderlos de vista los siguió hasta que el Fiat 527 de Herbert llegó a los pies de la escalera, dejando una estela de polvo. Don Pietro se puso firme y llamó a Tussio para que saliera a su encuentro. Gabriela también acudió y permanecieron juntos.

Cuando bajaron del coche, Tussio condujo el vehículo hasta la cochera mientras los acompañaron a la terraza. Pronto bebieron Vermut y Martini apoyados sobre la barandilla sosteniendo las copas. Los dos viejos amigos se miraron.

—¿Tienes apetito, Herbert? Cenaremos un delicioso estofado. Buena carne, siempre que la cocinera no se exceda al especiarla.

—Venimos hambrientos. Nunca me acostumbraré a esta maldita carretera. Son los peores ciento veinte kilómetros que he conducido. Debes amar mucho a Gabriela para vivir aquí.

Ambos rieron antes de brindar y después Don Pietro señaló los alrededores con la copa en la mano.

—Esto es maravilloso, Herbert. Tú hace tiempo que dejaste Alemania para vivir en Roma. Y Roma no es Orvieto.

—Aquí no hay civilización. Es como vivir dos siglos atrás.

A Don Pietro le hizo gracia, pero no respondió.

—Desde hace casi un año, cada vez que viajas a Alemania te cuesta más volver a Italia.

Herbert le miró con sinceridad.

—Me gusta Italia y Karla está enamorada de Roma. Pero Alemania es mi tierra, Pietro, y siempre será mi hogar. —Sin dejar de mirarle, bebió bruscamente. Todavía con los labios húmedos, añadió:— Hace seis años que somos amigos y más de ocho los que llevo en Italia. Parece que fue ayer cuando dejé Heidelberg subido a un autobús en busca de una oportunidad que la posguerra no me dio en Alemania. Aquí encontré una y ahora no tengo problemas económicos. Pero es cierto que viajo a menudo a Berlín. Hoy en día Alemania es diferente a la que dejé. Quizás sea por eso.

—A mí me sucedería lo mismo. —Entonces terminó con la copa y cogió la de Herbert también.— Vamos a cenar.

Tussio les avisó de que la cena estaba lista y tomaron asiento. Compartieron unas horas de risas y chismorreos mientras que Don Pietro consiguió despertar la admiración de Herbert con su vino. Una exquisita tarta de arándanos sirvió de postre.

Gabriela y Karla dieron un paseo dejándoles a solas. Tussio sirvió el café y a partir de aquel instante, Don Pietro cambió de expresión. Herbert mantuvo silencio y poco después se interesó:

—Qué te preocupa.

Don Pietro encendió un cigarro y forzó el encendido con rápidas caladas todavía sin soltar palabra alguna. Herbert no insistió y terminó su café.

—Nunca hablo de asuntos de trabajo contigo, y menos en mi casa. Pero necesito hablarlo y no con Gabriela.

—Soy tu amigo, Pietro. Si puedo ayudarte en algo…

—Mañana tengo una reunión y estoy desconcertado.

—Bueno, es parte de tu trabajo, estás acostumbrado a las reuniones en el ministerio y con…

—… Es en el Vaticano, en la Santa Sede. Me ha llamado personalmente un cardenal.

Sorprendido, Herbert no dijo nada. Sabía que Don Pietro, aunque católico y creyente, no simpatizaba con la Iglesia.

—Entiendo.

—No ha usado un canal oficial, como debería haber hecho. Llamó por teléfono a mi casa, tan sencillo como eso.

—¿Le conoces?

—Jamás había oído hablar de él.

Herbert alzó las cejas asombrado.

De inmediato, el instinto de Herbert se agudizó.

Conoció a Don Pietro en Roma, en un evento que organizó el gobierno. Desde entonces disfrutaban de una amistad en la que introdujeron rápidamente a sus parejas. Herbert comerciaba con productos de lujo de todo tipo; los compraba y vendía indistintamente entre Alemania e Italia. Había amasado una gran fortuna, se movía entre gente distinguida, incluso con los políticos fascistas que buscaban mostrar clase y poder. Apreciaba a Don Pietro; sincero y con gran personalidad.

Sin embargo, Herbert tenía una doble función que ni siquiera Karla conocía. Jamás sintió la necesidad de ponerla en práctica con su amigo italiano. Aunque aquella noche, a causa de la inusual citación del cardenal, Herbert vio una posible fuente de información. En contra de su voluntad, se interesó.

—Mañana estaré en Roma atendiendo unos asuntos con mi abogado. Podemos comer juntos y así nos vemos de nuevo.

—Es una buena idea. —Dijo Don Pietro tras otra calada.

Al poco llegaron sus mujeres y se sentaron a la mesa.

—Qué silencio más incómodo, ¿os hemos interrumpido?

—En absoluto, Gabriela. —Intervino Herbert rápidamente.— Discutíamos el alzamiento militar en España y nos hemos incomodado.

Karla se sumó a la conversación.

—Es una triste noticia.

—Pero previsible, demasiado tiempo de conflicto político y con altercados en las calles. —Dijo Gabriela.

Mientras comentaban, Herbert y Don Pietro permanecían al margen y con la mente en el Vaticano.

—Toda Europa está cambiando. Primero fuimos nosotros, luego Alemania. Quizás sea el turno de España…

—¡Basta! —Gritó Don Pietro.

Quedaron atónitos por el tono de voz, excepto Herbert.

—España no tiene por qué pasar por un cambio político. Cada país es diferente. Y dejemos de hablar de guerras y políticas. Mejor, disfrutemos de la noche. —Concluyó Don Pietro más calmado.

Gabriela intuyó que él y Herbert habían hablado de algo que le había desconcertado. Pero la velada fluyó bien hasta el momento de despedirse, una hora después.

A los pies del porche, Karla entró en el Fiat. Herbert se volvió hacia Don Pietro y levantó deliberadamente el dedo para llamar su atención.

—Gracias por la velada, Pietro.

—¿Seguro que no queréis quedaros a dormir? Es muy tarde para regresar a Roma.

—No es necesario, el café me mantendrá despierto.

—Conduce con precaución, Herbert.

—Te espero mañana en el Porta di Mare.

—Lo conozco. Sé dónde está.

Poco después, los faros traseros del Fiat desaparecieron al final del sendero. Gabriela se cogió del brazo de Don Pietro y entraron en la casa. La temperatura era ideal, la cena había sido fabulosa y era hora de descansar.

Ya unos kilómetros alejados en dirección a Siena todavía restaban muchos para llegar a Roma, cuando Karla había cerrado los ojos y estaba a punto de dormirse. Sin embargo, Herbert mantenía la mirada en la carretera sin dejar de pensar en la reunión de Don Pietro con el cardenal.

El Porta di Mare se encontraba cerca del Vaticano. Herbert no había quedado con nadie para comer. Quería reunirse con Don Pietro nada más saliera este del Vaticano. De modo que nada podía hacer hasta entonces.

En el cielo destacaban las estrellas iluminadas por la hermosa luna de verano. Prácticamente, el molesto rugido del motor pasó a un segundo plano y Herbert comenzó a escuchar el profundo sueño de Karla.