Loe raamatut: «Claudia Cairó», lehekülg 2

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Luego de pasado un tiempo y no acercarse nadie más al cuarto, salgo otra vez para explorar. Doy algunas vueltas por los pasillos y subiendo y bajando escaleras, muy parecidos unos a los otros. Después de caminar durante unos minutos, no logro encontrar el cuarto donde me escondí antes. No me parece extraño haberme desorientado, pues cuando escuchaba pasos o voces corría en dirección contraria y al final me volví un lío y me perdí. Camino rápido, casi corro; continúo dando vueltas y súbitamente, ¡cataplum!, tropiezo con un hombre y quedo paralizada. El hombre no se inmutó, me mira fijo, se separa de mí y prosigue su camino sin tan siquiera mirar hacia atrás; yo, asustadísima, lo sigo con la mirada y al recobrarme corro, ahora sí, rápida por los pasillos hasta que al fin encuentro mi escondite. Agotada y acalorada, me siento en el suelo detrás del mismo armario. No logro quitarme de la cabeza la imagen del hombre con el que tropecé, sin embargo, no recordaba bien su cara, solo sus ojos enrojecidos con mirada penetrante. Me preguntaba una y otra vez por qué no me detuvo. Era inexplicable. Incluso, al tiempo, llegué a creer que imaginé ese encontronazo.

Me quedo quieta y atenta porque están entrando de nuevo el hombre viejo barbudo y el joven. El viejo pone un plátano y un bote de zumo sobre la mesa de trabajo. Continúan hablando entre ellos en tanto revisan los tableros. Luego se van ambos nuevamente.

Salgo de mi escondite; el hambre y la sed me vencen y bebo el zumo con avidez y como el plátano. No me da lástima quitarle la comida. «¡Deben tener más en alguna parte!».

Cuando regresa, el hombre viejo exclama en voz alta y gruesa que logro escuchar claramente:

—¡Válgame Dios! ¡Se han comido mi plátano y tomado mi zumo! ¡Seguro fue el descarado de Severiano! Nadie más entra aquí. —Después de un momento y tras mirar por todas partes continúa con voz igualmente alta—: ¡Ya va a ver este sinvergüenza! Cuando llegue arreglaremos cuentas.

Se sienta malhumorado en su silla, pensativo. Al cabo de unos minutos, el hombre joven regresa silbando y apenas entra, el viejo le increpa:

—¡Severiano, ven acá! ¿Qué has hecho con el zumo y el plátano? ¿Acaso tengo que andar, a estas alturas, escondiéndolos?

—¡Joder! —exclamó el hombre joven—. Yo no he cogido nada tuyo —dice mirando atónito al viejo y agrega conciliador—: ¿Estás seguro de que los dejaste aquí? ¿No los olvidarías en alguna parte?

—No, no los olvidé, Severiano, los puse sobre la mesa y de esto estoy muy seguro —contesta con enfado el viejo y, señalando la papelera, agrega—: Además, mira aquí adentro el bote vacío del zumo y la piel del plátano.

—Pues no lo entiendo, José. Te aseguro que yo no fui. Debe haber sido alguna otra persona. —Se queda pensando y mirando por los alrededores y agrega dubitativo—: Pero ¿quién podría ser?

Discutieron un rato más, sintiéndome muy apesadumbrada de haber causado la disputa.

Estaba muy cansada y con sueño. Como me había quitado el abrigo y el jersey, decidí acurrucarme un rato sobre ellos.

No quería seguir dándole vueltas en la cabeza a cómo escapar del barco, así que busqué pensar en otras cosas. Recordaba el regalo que me hizo Ricardo. El mismo día que salió de vacaciones fui a su casa. «¡La curiosidad me carcomía!». Sobre la mesa del ordenador encontré un paquete con una tarjeta que decía: «Feliz Navidad. Para Claudia. De Ricardo». Aunque esperaba una dedicatoria más cariñosa y menos formal, estaba emocionada. Deshice el lazo del paquete y lo abrí con cuidado. Dentro de una cajita había muchas fotos de barcos y otras de mí; me veía jugando al voleibol o sentada frente al ordenador, otras en el parque y una muy bonita en el balcón de mi casa en donde de perfil miraba a lo lejos. Las tomó sin yo darme cuenta. Me enternecí, era un regalo que Ricardo tuvo que ir preparándolo desde hacía mucho tiempo. Entre las fotografías encontré una nota: «Acuérdate de jugar con mi duendecillo. Suele esconderse en el armario del lavadero, pero si ves la ropa esparcida alrededor del cesto de la ropa sucia es que está escondido adentro del cesto». Me sonreí por esta ocurrencia. Mientras pensaba en las fotos, acariciaba una linternita que había sacado del bolsillo sin darme cuenta. En el barco, era lo único que tenía de él y, apretándola entre mis manos, me dormí.

§

CAPÍTULO III - Atrapada entre la tribulación y la audacia

1.- Descubriendo el laberinto

Me desperté con un sobresalto sin saber dónde me encontraba. ¿Por qué no estaba en mi cama? Inmediatamente caí́ en cuenta y me angustié de nuevo. Hubiera preferido haber despertado de un mal sueño en casa y contarle la pesadilla a mi hermano, pero no, estaba en el mismo sitio, detrás del mismo armario metálico, con el mismo ruido de motores y temor. Para colmo, tenía necesidad urgente de hacer pipí; menos mal que no había nadie en el cuarto y mientras me levantaba hacía esfuerzos por recordar la ruta a los lavabos. Ayer, cuando estaba perdida en el laberinto de pasillos y escaleras, me topé con uno. Era imperativo, ¡tenía que encontrarlo! Al pasar delante de la mesa de José, vi que había un panecillo al lado de un vaso de café con leche y sin pensarlo dos veces me los llevé. Emprendí inmediatamente la búsqueda del lavabo, encontrándolo más fácilmente de lo previsto. ¡Qué alivio! Me lavé la cara y esto me despejó.

Después de comer el panecillo y tomar el café con leche me sentí menos angustiada y decidí no regresar de inmediato a mi escondite, quería asomarme a cubierta para ubicarme y ver el sol y el mar.

Recorrí los pasillos y escaleras poniendo mucha atención para aprender las rutas, en cada cruce dibujaba una flecha diminuta que indicaba la dirección de regreso hacia mi escondite. Ahora me pareció muy útil el lapicillo que estaba dentro de la caja de la brújula.

El resplandor del sol me cegó otra vez momentáneamente, el aire era tan frío que esfumó de inmediato mi modorra. No había nadie a la vista. Muy lejos se perfilaba la costa, tan lejos estaba, que no lograba distinguir prácticamente nada. Con los prismáticos pude divisar dos ciudades, pero no sabía cuáles podrían ser. Con mucho sigilo caminé hacia la otra banda. Allí la costa estaba mucho más cerca. Con los prismáticos vi extensas playas y también algunos acantilados. Perseguía con la mirada a las gaviotas y tres barcos pequeños navegando cerca de la costa, pero de reojo vigilaba si aparecía alguien. Me hipnotizó la belleza y calma a mi alrededor. El Atlantis surcaba el mar sereno con apenas un ligero bamboleo. Sin embargo, el frío, la añoranza de mi casa y el miedo a que me descubrieran impedían que disfrutara totalmente del espectáculo y me regresaron a la realidad empujándome a mi escondite; esta vez, siguiendo las flechillas, encontré sin problemas la ruta.

Al acercarme al cuarto de los controles oí voces que procedían de adentro. Puse atención, se trataba de una fuerte discusión.

—¡Pero bueno, José, basta ya! ¿Cómo me crees capaz de eso? Tú sabes bien que no me gustan los juegos de esta clase.

—¿Y quién más pudo ser, sino tú?

—¡No lo sé!

Sin duda estaban discutiendo, otra vez, por la comida robada. No me quedó más remedio que regresar inmediatamente a cubierta y quise hacerlo por otra ruta, y comencé a recorrer algunos pasillos y escaleras que conducían al otro lado del barco. Sin embargo, no me atrevía a abrir ninguna de las puertas cerradas y explorar lo que había dentro por temor de ser descubierta en caso de que hubiera alguien. Solamente me asomaba si las encontraba abiertas y no oía ningún ruido o voces que vinieran del interior. En cada cruce dibujaba, sin falta, las flechillas. En la mitad de un pasillo más ancho que los demás, descubrí una puerta de doble batiente con la parte de arriba de vidrio; era un salón con mesas y sillas que supuse sería el comedor. No había nadie adentro; escuché atentamente, ¡silencio absoluto!, y decidí entrar. No encontré nada para comer. ¡Lástima! Seguía con hambre, pero al menos pude tomar agua de un botellón muy grande. Deduje que una de las dos puertas del salón conduciría a la cocina. Entreabrí con cuidado una de ellas; ¡al fin!, allí estaba la cocina amplia y limpia, no vi a nadie y entré. Apenas había traspuesto el umbral alguien abrió la puerta y entró tarareando una canción; para no ser vista me arrojé bajo una mesa y me quedé quieta. De la persona que entró solo veía sus pantalones blancos anchos y zapatos también blancos. Este hombre tenía los pies grandes y caminaba pausadamente entre mesas de trabajo y neveras; sin parar de tararear, se fue al cabo de un rato. Salí de debajo de la mesa, abrí una nevera ancha y a toda prisa cogí dos manzanas y decidí irme corriendo y no exponerme más; así que subí a cubierta siguiendo las flechas en el sentido inverso.

Otra vez la luz del sol y el aire frío dieron en mi cara, era agradable. Se me ocurrió otra idea; trepé como pude a un bote salvavidas que colgaba de dos soportes gruesos y, separando una lona que lo cubría, me colé dentro de él. Era un buen escondite, pues nadie más entraría allí, estaba bastante caliente por el fuerte sol y además podía ver el mar, las gaviotas y los barquitos, y me dispuse a comer las manzanas.

2.- ¿Un duende comilón?

Por la posición del sol calculé que sería mediodía, además, sentía nuevamente hambre y sed. Bajé del bote salvavidas y siguiendo las flechillas regresé cautelosamente al cuarto de máquinas; me detuve en la puerta para escuchar y de su interior solo salía el ruido monótono de los motores, pude entrar sin problemas. Esperé escondida pacientemente a que José trajera comida.

Al fin, el viejo José dejó la comida sobre la mesa; esta vez, además de la fruta, trajo un trozo de queso y dos rebanadas de pan. ¡Se me hacía la boca agua! Me imaginaba la mesa como una trampa para ratones, pero tan pronto el viejo salió, apresuradamente tomé la comida, regresando al escondite para comérmela tranquilamente.

Mientras comía planificaba la manera de llegar, sin ser descubierta, a la proa del barco para ver cómo rompen las olas.

Me agazapé e hice silencio, alguien se acercaba hablando:

—¡Ya me cansé! Estuvimos más de media hora escondidos aguardando descubrir quién come mi comida y no ha entrado nadie, por lógica fuiste tú, Severiano, el que me la quitó —dice José muy enfadado.

—Te aseguro que no he sido yo. Seguramente, el que te roba nos vio acechando y decidió no acercarse —responde Severiano pensativo—. Tiene que ser alguien que quiere fastidiarte. Esto no me gusta para nada. ¿Quién crees que pueda ser?

Ambos hombres entran decididos y escucho:

—¡Caracoles! ¡Mira, Severiano, la comida no está! —exclama sorprendido José.

—¡Vaya! ¡Qué extraño! Pues aquí no ha entrado nadie… De esto estoy segurísimo y también de que la comida estaba sobre la mesa… —afirma Severiano receloso y agrega—: Esto me huele raro.

Estoy acurrucada en mi escondite y muy asustada. José continúa diciendo:

—¿Ves?, ya te decía yo que en este barco hay duendes y tú, testarudo como siempre, no me crees.

—¡Qué duendes, fantasmas ni qué ocho cuartos! No digas tonterías, José. Además, los fantasmas no comen.

—No, en eso tienes razón, no comen, pero les gusta asustar, jugar y fastidiar. Además, tienes un enredo entre fantasmas y duendes. Dime, si no fue un duende, ¿quién pudo haber sido?… ¡Explícame! Nadie de carne y hueso pudo haber entrado sin ser visto por nosotros. ¡Explícamelo! Anda. ¡Explícamelo! —farfullaba iracundo José, mientras caminaba a grandes zancadas de un extremo a otro del cuarto.

—¡Yo que sé!… Ya estoy aburrido de este estúpido embrollo.

—¿Y qué puedo hacer?

—Te recomiendo que no dejes la comida sobre la mesa y listo. Si no hay comida, no te la quitan —dijo Severiano riendo y salió—. Me voy a jugar a las cartas un rato.

El viejo José quedó pensativo y se dejó caer en la silla acariciando su barba. Repentinamente, se levanta y cierra de golpe la puerta pasándole llave y dice en voz alta y potente:

—¡Ahora buscaré por todos los rincones! Fue el duende o, por el contrario, hay alguien metido aquí.

3.- Con la cabeza escondida como el avestruz

Estoy aterrorizada, mi corazón late fuertemente y casi no puedo respirar. Oigo como el viejo José abre y cierra las puertas del guardarropa, armarios y aparadores, levanta planchas metálicas haciendo gran estruendo y cada vez está más cerca. Estoy llorando. Tanto es el susto que me cubro totalmente con el abrigo.

Súbitamente levantan el abrigo que me cubre y oigo a José gritando:

—¡Diablos! ¿Quién está aquí?

Acurrucada, lo miro aterrada y con lágrimas en los ojos.

—¡Virgen santísima! ¿Qué haces aquí, niña? Pero… ¿quién eres?

José no sale de su asombro, se restriega los ojos mirándome fijamente, yo no me muevo, solo tiemblo. Extiende su brazo y veo su gruesa mano cada vez más cerca de mí, la pone sobre mi hombro, lo aprieta y dice:

—No, tú no eres ni un duende ni un fantasma. ¡Dios mío! ¿De dónde saliste?

—No me tire al mar, señor, por favor, se lo explicaré todo —le imploré entre sollozos.

—¡Al mar! ¿Cómo crees que te voy a tirar al mar, criatura? Pero dime, ¿qué haces aquí y cómo llegaste?

Seguía acurrucada sollozando y José, tomando mi mano, dijo ahora con calma:

—Levántate, vamos a sentarnos a la mesa. No te haré ningún daño. No temas, niña.

Le expliqué todo lo que hice sin olvidar nada. Me escuchaba con atención y a veces se reía, pero casi siempre estaba muy serio y mostraba preocupación. Le supliqué que no me delatara a nadie y mucho menos al Capitán. Le juré que me portaría muy bien, que solo tenía que darme comida y bebida hasta que regresáramos al puerto.

—¡Santo Dios! Nada de eso. Tu familia debe estar muy preocupada, tenemos que hablar inmediatamente con el Capitán.

En este momento tocan a la puerta y José me dice:

—¡Shhh! ¡Silencio! Corre, escóndete otra vez y no hagas ruido.

—¡Eh…, José! ¿Qué haces con la puerta cerrada? Anda, ábreme —se le oye decir a Severiano desde afuera.

—Nada…, nada…, revisando la sala de máquinas, quería ver si había un fantasma o alguna…

Contesta José azorado y con voz temblorosa, mientras abre la puerta y deja entrar a Severiano, que lo interrumpe para decir:

—¡Por Dios! Deja ya a los fantasmas tranquilos. ¿Cómo es posible que estés asustado por eso? Vine a decirte que te esperamos para jugar a las cartas, Sergio tiene que enviar unos radiogramas y no puede continuar.

—Si, claro, ya voy. Aunque primero comprobaré que todos los motores estén bien. Esperadme allá.

Tan pronto Severiano franqueó la puerta, José vino hacia mí y me dijo:

—No, de ninguna manera, tengo que llevarte donde el Capitán Sebastián. No llores más, vamos ahora mismo. A esta hora el Capitán estará en el puente de mando.

Me tomó de la mano y como yo estaba paralizada, me dijo, acariciándome el pelo:

—¡Anda! No tengas miedo, yo te cuidaré y ten por seguro que no te tiraré al mar. ¡Válgame Dios!, qué cosas se te ocurren. Dime, ¿cómo te llamas?

—Claudia. Claudia Cairó Merlot.

4.- Donde manda Capitán…

Caminamos por varios pasillos hasta llegar a una escalera larga y empinada. José me dijo:

—¡Hala! Ya estamos llegando al puente de mando.

Y, como yo cada vez caminaba más despacio, me halaba de la mano. Se volteó y volvió a animarme diciéndome:

—Desde el puente de mando, que queda allá arriba, muy alto, tendrás una vista muy linda. ¡Claro, ahora agua por los cuatro costados!

Al abrir la puerta entramos a una sala con muchos tableros, un timón muy grande y tanto el frente como los laterales eran de cristal. Parecía como estar en el balcón inmenso del último piso de un edificio de lujo, nada que ver con el mío. Los que estaban adentro voltearon al unísono a mirarnos y se hizo un silencio aterrador hasta que José habló con voz firme:

—Capitán Sebastián, encontré a esta niña escondida en la sala de controles de máquinas, me dijo que se llama Claudia Cairó.

El Capitán, asombrado, se quedó mirándome largo rato hasta que me preguntó despacio con voz gruesa y enérgica:

—¿Te sientes bien, Claudia?

—Sí, señor. —Yo miraba al suelo y no me atrevía a levantar los ojos.

—¿Tus padres o algún familiar saben que subiste a este barco?

—No, señor.

Dirigiéndose a José, el Capitán ordenó:

—Ve y busca al radiotelegrafista, que suba inmediatamente al puente. Prudencio, alcánzame un papel y lápiz, por favor. —Luego, mirándome otra vez, continuó—: Dime tu nombre completo, la dirección y teléfono. También la dirección y teléfono de algún pariente o amigo de la familia.

Yo le daba toda la información mientras él la escribía en el papel. Estaba muy serio. El hombre que manejaba el timón y que el Capitán había llamado Prudencio no me quitaba la vista de encima. Menos mal, pensaba yo, que el mar es muy amplio, de lo contrario hubiéramos chocado. Estaba algo más tranquila. El Capitán no me reprendió ni me trató mal. Llegó el radiotelegrafista y más atrás José, muy cansado y jadeando. El Capitán dijo al telegrafista:

—Señor Sergio, envíe inmediatamente este radiograma a la Capitanía del Puerto de Barcelona, agregando que esperamos instrucciones. ¡Ah!, también a nuestra compañía.

El señor Sergio se fue rápido, no sin antes mirarme de arriba abajo. El Capitán saca su pipa de la boca echando el humo en mi cara y me dice:

—Así que tenemos una polizona. Ven, acércate. —Y por primera vez se dibuja una leve sonrisa en su cara—. Cuéntame, ¿por qué has subido al barco? ¿Adónde quieres ir?

—No quería ir de verdad a ninguna parte, viajo únicamente en mis sueños. Yo solo subí para ver cómo era un barco por dentro. Siempre los observaba desde mi balcón, los dibujaba y los estudiaba en el ordenador de mi amigo Ricardo. Pero nunca había estado en ninguno. La escalerilla me atrajo y, además, no vi a nadie alrededor. —Me estaba tranquilizando un poco y para ser más sincera agregué—: También quería mirar desde arriba el puerto y el mar con mis prismáticos nuevos.

Le mostré los prismáticos y la brújula. No sé bien por qué, pero no le conté nada de la moneda de István. Me daba mucha rabia que mis manos temblaran tan evidentemente. El Capitán Sebastián me escuchaba con atención y serio. Continué diciendo:

—Me escondí porque al querer bajar del barco, unos hombres subían por la escalera. No pensé que zarparían en ese momento. Supuse que podría bajar sin ser vista si esperaba un poco.

El Capitán continuaba serio y esperando pacientemente que yo terminara de contar lo sucedido. Me vino a la memoria que había robado y seguí contando:

—Le quité la comida al señor José porque tenía mucha hambre y sed. Pero yo nunca robo nada a nadie.

Me callé y lo miré rápidamente y luego bajé la vista de nuevo.

—Bueno, está bien. ¡Tranquilízate! Pero debes saber que lo que has hecho está muy mal. Por ahora hay que organizar algunas cosas. —Mirando a José, ordenó—. En primer lugar, José te acompañará al camarote número tres y te asearás y descansarás un poco. Te quedarás allí hasta que Crispín, el cocinero, te lleve al comedor y comerás algo, y después de comer él te acompañará otra vez a tu camarote. Por ahora, no quiero que salgas del camarote sola, deberás esperar a que te busque alguien de la tripulación.

Se calló y pensé que había terminado de hablar y por fin podía irme. Pero continuó:

—Esta noche, durante la cena, te explicaré lo que haremos contigo y tus obligaciones mientras estés a bordo. —Y agregó volviendo a mirar a José—: A las seis y media José te buscará para llevarte al comedor. Procura estar lista a esta hora. —Dirigiéndose a José, dijo—: José, lleva ahora a la niña a su camarote y revisa que todo esté en orden.

5.- Las obligaciones de una polizona - Buenas y malas noticias

El camarote era pequeñito, con una ventana redonda que llaman portilla, y por ella podía ver el mar. Tenía una cama litera, un armario empotrado, una mesita y una silla. Otra puerta daba al cuarto de baño. Llamaron a la puerta y abrí, era José de nuevo.

—Te traje una toalla, jabón, un cepillo de dientes y pasta dental.

El baño con agua caliente me reanimó. Me cepillé los dientes dos veces. Menos mal que al salir de casa no revisé la mochila, así que adentro había quedado una muda de ropa interior de la última vez que estuve en casa de Bárbara. Lo malo fue que tuve que ponerme el mismo vestido. No tenía más. Me miré largo rato en el espejo sin convencerme de que era yo misma la que estaba de pie allí, la cabeza me daba vueltas sin atinar ninguna salida; de todas formas, creo que ya no dependía de mí. Me limité a pensar que, al fin, tenía un cuarto para mí sola. Me hubiera gustado verme tan atractiva como Bárbara. Me alegraba que me hubieran descubierto porque así mis padres y Andrés sabrían que por lo menos estaba bien de salud.

El cocinero, el mismo que había escuchado tarareando una canción y visto los pantalones y zapatos en la cocina, me buscó y me condujo al comedor. Comí un emparedado y tomé un zumo de fruta. Luego me acompañó nuevamente al camarote recordándome que José me buscaría a las seis y media para la cena.

Aún no tenía la menor idea hacia dónde iba el barco. Ricardo, al descubrirlo desde el balcón de mi casa, dijo que vino de América y regresaba allá, pero, claro, fue invención suya; además, me parecía que había pasado muchísimo tiempo desde que dijo eso. Cuando José vino a buscarme, todavía estaba frente al espejo pensando y haciendo muecas. Salimos del camarote y me condujo directamente al comedor que yo ya conocía, y ahora había muchos hombres sentados en las mesas y casi todos me miraban con curiosidad sin interrumpir el bullicio de las conversaciones ni el tintineo de los cubiertos al chocar con los platos. José me llevó directamente delante de la mesa del Capitán. Al verme, el Capitán se puso de pie.

—Atención, señores —dijo en voz alta, e inmediatamente imperó el total silencio—. Tenemos una pasajera a bordo. Su nombre es Claudia Cairó. Al terminar de cenar quédense en el comedor.

Se sentó nuevamente y me invitó con un gesto a sentarme a su lado. Con la cara ardiendo y roja como un tomate tomé asiento. A mi derecha estaba sentado otro señor, el mismo que vi antes en el puente de mando y que el Capitán llamó Prudencio. El comedor volvió a llenarse de los ruidos acostumbrados. Poco a poco recobré la serenidad. De pronto me sentí muy importante.

Con el firme propósito de comer con elegancia y sin hacer ningún ruido extraño, comencé a tomar la sopa muy caliente y rica. Luego trajeron ensalada y un bistec con patatas fritas. Comía desaforadamente y creo que por eso los marineros se sonreían.

Mientras cenábamos, el Capitán preguntó por mis estudios, amigos, por la familia y mis aficiones. También me preguntó si tenía alguna enfermedad o alergia. Me advirtió que a bordo no hay médico. Yo le contestaba a todas sus preguntas. Incluso le conté sobre mis viajes imaginarios. Mientras hablaba, me daba cuenta de lo mucho que quería a mi familia, lo que extrañaba a Andrés y sin duda a Ricardo. Mientras le contaba todos estos detalles al Capitán, descubría que mi vida no era tan monótona como yo había creído, que estaba a gusto en mi casa y con mis padres y hermano. Me agradaban los amigos y las amigas que tenía y sobre todo formar parte del equipo de voleibol del colegio. Que me gustaba caminar sin rumbo fijo por las callejuelas de Barcelona y por el puerto.

En el fondo del comedor, solo, en la última mesa de la esquina, estaba sentado un marinero que no me quitaba la vista de encima. En ningún momento lo vi sonreír como a los demás. Tampoco hablaba con los otros, comía pausadamente y solo levantaba la vista del plato para mirarme fijamente. Su mirada penetrante me producía un escalofrío que recorría todo mi cuerpo e inmediatamente bajaba mi vista. Sus ojos enrojecidos me recordaron a los del hombre con quien tropecé en el pasillo. Me volví a preguntar a mí misma, una y otra vez: «¿Por qué no me detuvo?». La voz del Capitán me sacó de mis cavilaciones:

—Ya he decidido cuáles serán tus obligaciones y tareas mientras estés en el Atlantis.

Como buen capitán estaba acostumbrado a mandar y decidió todo por mí, pero no me atreví a poner ningún reparo. Preferí esperar y oírle.

—Aquí tienes el horario de actividades, el cual, Claudia, espero que cumplas estrictamente.

Y me dio una hoja escrita a mano y mientras la leía, tratando de controlar mi temblor, el Capitán tomaba el café, encendía su pipa, que se le apagaba continuamente, y me miraba inexpresivo. Yo leí:

6:00 Levantarse y asearse.

6:30 a 7:00 Desayuno.

7:00 a 8:00 Limpiar el camarote.

8:00 a 10:00 Clases con el señor Sergio.

10:00 a 11:00 Ejercicios en cubierta con el señor Marcial. Si el mal tiempo no lo permite se buscará otro lugar idóneo para hacerlo.

11:00 a 12:30 Ayudar al señor Crispín en la cocina.

12:30 a 13:30 Almuerzo.

13:30 a 15:00 Tiempo libre. Deberes.

15:00 a 16:00 Ayudar al señor Bonifacio con sus tareas en la lavandería.

16:00 a 18:00 Clases con el señor Sergio.

18:00 a 18:30 Libre.

18:30 a 20:00 Cena.

20:00 a 21:30 Deberes, lectura, juego, otros.

21:30 Ir a dormir.

Los domingos o feriados serán sustituidas las clases del señor Sergio por tiempo libre.

No me gustó nada este horario, especialmente lo de las clases, tampoco el poco tiempo que tenía para mí y para recorrer el barco. Creo que el Capitán se percató de mi decepción porque ahora tenía una mirada que me parecía burlona, pero yo me limité a decir al terminar la lectura:

—Gracias, señor, lo cumpliré al pie de la letra.

—Así espero. Y recuerda que la disciplina es primordial en un barco y no solo para ti, sino para todos los tripulantes. —Después de una pausa agregó—: Por cierto, le pedí a Bonifacio que confeccione, usando algunas telas que me dijo que tenía, algo de ropa adicional para ti. Mañana de tres a cuatro de la tarde le ayudarás en ello.

—Gracias —repetí. Y al ver que no decía nada más y al darse cuenta de que miraba a las personas que estaban en el comedor comentó:

—No te será difícil conocer poco a poco a toda la tripulación, somos quince personas. Tampoco tendrás problemas en familiarizarte con los pasillos y escaleras del barco.

—Capitán —le interrumpí—, ¿podré subir algún día al puente de mando?

—Cuantas veces quieras, siempre y cuando no interfiera con tus tareas ni estorbes a los oficiales. Puedes recorrer todo el Atlantis, pero debes cuidarte de no caer al agua.

—Seré muy cuidadosa, se lo prometo.

—Este barco, como sabes, es de carga y por lo tanto no tiene las condiciones de seguridad que poseen los barcos de pasajeros. Habrás visto, por ejemplo, que las barandas son muy bajas y en algunas partes inexistentes. —Me miró buscando mi comprensión.

—Gracias, tendré cuidado. —Súbitamente me di cuenta de dónde estaba, y pregunté ansiosa—: ¡Capitán! ¿Cuándo regresaré a casa?

—Faltan muchos días, Claudia. Ahora ya estamos en el océano Atlántico y vamos rumbo a Venezuela.

Me quedé de una pieza, ¡Ricardo tenía razón! El Capitán, mirándome fijamente y con el humo de la pipa de por medio, me dijo:

—¡Lo siento, Claudia! Hemos recibido instrucciones por parte de nuestra compañía naviera de continuar, por ahora, nuestro plan de viaje. Sergio se encargó de las comunicaciones y, como siempre, ha sido muy eficiente.

No salía de mi estupor. Miraba al Capitán fijamente, deseando que se pusiera a reír y dijera que era una broma. Pero no dijo nada de eso, sino que enfatizó:

—Tu desatinada ocurrencia causó una enorme inquietud entre tus familiares y amigos. He de decirte, Claudia, que tus familiares estuvieron muy, pero muy preocupados, sin embargo, ahora ya saben que estás bien… Incluso pusieron la denuncia de tu desaparición y la policía desplegó un plan de operaciones para buscarte por todo el puerto de Barcelona y alrededores.

Mientras hablaba, me imaginaba la situación, el sufrimiento de mis padres, de mi hermano y los abuelos. Me caían las lágrimas que trataba de disimular. Me sentía avergonzada y culpable de haber causado todos estos enredos y sobre todo tanta angustia a la familia. Sin embargo, sentía a la vez el brotar de un leve cosquilleo en el estómago al saber que íbamos para América del Sur, lo que tanto había imaginado y escrito en mis cuentos y relatos. Había soñado muchas veces en hacer largos viajes, pero nunca inventé que sería de esta manera.

Me sobresalté cuando el Capitán se puso de pie y envuelto con el humo de la pipa, se dirigió con voz alta a todos los que estábamos en el comedor:

—Señores, ahora Claudia y José saldrán del comedor y nosotros tendremos una corta conversación aquí mismo.

En medio del murmullo y ruidos de sillas, José, que al parecer estaba al tanto de la situación, venía hacia nuestra mesa y me dijo:

—Ven, Claudia, vamos a caminar un poco por la cubierta mientras hacemos la digestión. Me di cuenta de que comiste una barbaridad. Bueno, yo también, quería resarcirme de la comida que me robaste.

Riéndonos salimos del comedor.

§

CAPÍTULO IV - Entre mar y cielo

1.- El brazalete del Hada Errante

Apenas José y yo salimos del comedor, el Capitán comenzó a hablar, pero no alcancé a escuchar nada de lo que decía. En la cubierta hacía viento y nos sentamos en la proa protegidos por la borda a contemplar las estrellas.

—¿Qué secretos tienen que decirse allá en el comedor? —pregunté.

—Cosas de rutina, Claudia —contestó José haciéndose el indiferente.

—¡Venga, José! Me huele que yo tengo que ver con esa conversación del Capitán.

—Bueno, sí, un poco. El Capitán decidió que de ahora en adelante y mientras estés en el barco, yo tengo que cuidarte, seré como tu tutor.

—¡Qué alegría! Me agrada tener quien me cuide y que además seas tú. ¿Por qué el Capitán te escogió a ti?… ¿Sería por haberme pescado o porque eres el más viejo? —Me arrepentí al instante de haber dicho eso.

Tasuta katkend on lõppenud.