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4. Don Rafael Lliteras

Una de las familias distinguidas se apellidaba Lliteras, descendientes de aquellos intrépidos navegantes españoles que en sus inicios importaban de Europa materiales para construcción, como tejas, mosaicos y herrería, sin faltar los elegantes objetos, como jarrones de porcelana, maceteros, cuadros, vajillas y muebles, para adornar las casas de los señores principales de finales del siglo xviii, que se establecieron en el centro de aquella hermosa isla de pescadores, también conocida como la Perla de Golfo.

Platicaba el señor Rafael Lliteras que su abuelo nació en ese bello lugar y que fue el encargado de la construcción de la plaza principal, ubicada frente a la iglesia de la Virgen del Carmen y que todo el herraje, bancas, mosaicos y maderas finas empleado en la edificación del quiosco tipo neoclásico fue importado del Viejo Mundo, de Francia, básicamente, dándole al lugar una vista magnífica, sobria y elegante.

Pero ¿quién era don Rafael Lliteras? Era un isleño que pisaba los cincuenta años de edad, alto, de pelo entrecano, muy diligente y trabajador, heredero de una considerable fortuna gracias a sus antepasados, que a poco tiempo incrementó y duplicó merced a aquel sutil olfato que tenía para los negocios, pues fue el primer empresario en abrir una empacadora de camarón, y con el auge que surgió de improviso abrió otra más. Al poco tiempo, ese hombre emprendedor vislumbró un futuro más promisorio y fue quien inició la construcción de una pequeña pista de aterrizaje para enviar mercancía, en este caso, camarón, a Villahermosa, Tabasco, y posteriormente de ahí al Distrito Federal. Gracias a su esfuerzo y dedicación, las avionetas, que antes solo eran vistas como de milagro surcando los cielos de la isla, aterrizaban en la recién construida pista con bastante frecuencia.

5. Un barco misterioso

Esa tarde, el astro rey se despedía iluminando unas nubes blancas por el rumbo de la bocana, sobre un mar azul en calma que parecía esperar a un fotógrafo talentoso para regalarle aquella hermosa postal. Pero de pronto apareció un puntito negro que se fue haciendo grande a medida que se acercaba a tierra firme. Este detalle no fue observado por Anita, que en esos momentos corría detrás de una escurridiza iguana coronada, que se ocultó entre los verdes escondrijos de las ramas de un almendro, cuya larga sombra se bañaba en las incansables olas llegadas de altamar para arrojarle conchillas multicolores, que regaba en la blanca arena del patio de su choza.

En esos momentos, su madre ya había partido por la mitad una pila de cocos para extraerle la pulpa y ponerla a secar al sol. De pronto y sin saber por qué, la niña fijó sus inocentes ojos negros en aquel mar y su corazón dio un vuelco al ver a lo lejos una pequeña embarcación que se acercaba presurosa. De inmediato supo que era la lancha de su padre y sin pérdida de tiempo corrió a la orilla del solar.

—Ahí viene papá, ahí viene mi papá —gritaba.

Mercedes se levantó rápidamente sin soltar el filoso machete y corrió detrás de ella, temerosa de que Anita fuese tragada por el mar. Con la mano en la frente, a manera de visera para palear los rayos del sol, observó a lo lejos la pequeña lancha que navegaba en medio de las olitas de calor que hacían que la vista fuera engañosa.

—¡Sí es tu papá, mija, bendito sea Dios!

—¡Yo lo vi primero! —gritó la niña dando saltos de alegría. El mar era azul y en las cercanías un par de delfines pasaron desapercibidos para la niña, que solo tenía ojos para la lancha de su padre. Mercedes suspendió su trabajo y guardó el machete para esperar a su esposo. Momentos después arribaba Otoniel en su pequeña embarcación hasta dejarla al fondo del solar, amarrada en el rústico atracadero donde pasaba la pequeña vena de un río que dividía el barrio de la Manigua. Una vez que pisó tierra, su pequeña hija corrió a su encuentro para darle un fuerte abrazo. Su mujer, un poco más retirada, esperaba hasta que la niña, cargada por su padre, fuera bajada a su lado. Solo sonreía.

En esos momentos salió don Pepe de una de las chozas con un costal en la mano para recoger la pulpa de coco que había extraído Mercedes. Era el encargado de llevarla a vender, cuando estaba completamente seca, a una pequeña empresa familiar situada en el centro de la isla, en la cual hacían jabón y aceite de coco.

Luego se encaminó a la lancha, para ayudar a su hijo a bajar la pesca conseguida y colocarla en la vieja mesa de madera clavada en el centro del patio, bajo la sombra de un frondoso framboyán cubierto de flores color naranja que parecían mandarinas desgajadas.

—Parece que te fue regular —dijo el viejo después de acomodar una gran pila de pargos sobre la mesa de trabajo para alinearlos— y lo mejor de todo es que es pura calidad.

—Sí, ahorita caen solitos, hasta parece que huelen el anzuelo, sin carnada.

—Pues vete a comer o, mejor dicho, a cenar, ya es tarde, yo los voy a arreglar —tomó dos de los más grandes para pasarles el rastrillo manual y quitar las escamas. después les sacaría las tripas con un cuchillo filoso.

—Oiga, papá, qué rápido los arregla.

—Eso no tiene ningún chiste, lo bueno es pescarlos en el mar —y continuó con los siguientes, depositándolos en un baño de agua de mar que tenía a su lado.

Al poco rato le llegó un olor a pescado al mojo de ajo que ya chillaba en la cacerola; el olor era bastante fuerte y él solo movió la cabeza. No cabe duda de que estamos benditos de Dios, pensó el viejo y levantó los ojos al cielo.

De pronto la pequeña isla se comenzó a llenar de sombras y las gaviotas dejaron de volar. Oscurecía cuando Otoniel platicaba con su mujer de los pormenores del día en altamar, en la cocinita iluminada por un pequeño quinqué de petróleo.

—Fíjate, vieja, que ahí donde se ponían los camaroneros a tirar la red ya tiene días que está anclado un barco grande y lo custodian algunas lanchas grises de la Marina, que hacen recorridos alrededor como para que nadie se acerque a pescar.

—¿No será algún barco pirata? —contestó la mujer sin darle importancia al comentario.

—Pues quién sabe, yo no te quería platicar porque pensaba que no duraría mucho, pero al paso de los días como que ya da cosa. Pero ¿por qué se fondeó precisamente ahí donde está la “camaroniza”? Eso es lo más raro. Oye, no me digas que ya cortaste los habaneros que sembré —dijo repentinamente cuando vio una jicarita sobre la mesa con varios chiles anaranjados.

—Pues para eso son: acá te preparé unos con la cebollita morada que tanto te gusta.

—Pues échamelos de una vez, porque traigo una perra hambre —dijo con la boca hecha agua cuando su mujer le puso en frente un plato con un pargo que parecía deshacerse por la suavidad de su carne blanca, espolvoreado con diminutos pedazos de ajo dorados en el comal—. Con esta comida hasta haces que se le olvide a uno el chingao barco ese, solo te faltó una caguama para que te sacaras un diez.

—No le hace que me repruebes, pero aquí te tengo tu agua de coco que es mejor —dijo la mujer y le puso una jarra de plástico y un vaso sobre la mesa.

★★★

Una media luna amarilla y solitaria se asomó por el rumbo de Playa Norte. Cuando Otoniel salía de su casa con un bote de lámina a conseguir combustible para su lancha. Lo vendían en una de las casuchas del barrio. Al día siguiente saldría a pescar antes de que despuntara el sol.

Al regreso, le comentó a su padre, con lujo de detalles, sobre aquel misterioso barco custodiado. El viejo lo escuchó atento, pero no le decía nada, solo asentía con la cabeza, sin embargo, se veía preocupado. Ese detalle no fue notado por Otoniel, que después se metió a su choza a dormir.

Don Pepe permaneció pensativo buen rato sin poder asimilar lo que su hijo le comentó. Se encaminó al fondo del solar y se paró frente al mar para escuchar el sonido sin igual; quería que el mar le borrara los malos pensamientos. La brisa era fresca y le llevaba un aroma de hicacos maduros. La noche estrellada, que se veía preciosa, no lo alegró, el misterioso barco ocupaba su pensamiento.

Durmió poco y a otro día se levantó temprano para encaminar a su hijo Otoniel, que le volvió a recordar que la vieja lancha requería una barnizada para que no se le fuera a apolillar. Después de decirle adiós, el viejo se puso a revisar su vieja lancha de remos, regalo de su abuelo, que tenía colocada encima de un banco de cascajo de ostión para evitar que las olas la mojaran.

Ya pocos pescadores tenían memoria de ese tipo de lanchas artesanales, impulsadas por remos de madera; ahora recordaba que en su lejana juventud esas canoas eran construidas manualmente por la familia Repetto, descendiente de aquellos intrépidos navegantes procedentes de Italia que venían por el palo de tinte, para transportarlo al Viejo Mundo, hasta que se quedaron a vivir en Isla Del Carmen.

En sus inicios, montaron un pequeño taller en el barrio de Fátima, para la construcción de pequeñas embarcaciones de madera, puesto que había arboles idóneos para su elaboración, como caoba, pino y cedro. Al aumentar la demanda el taller fue creciendo y dio trabajo a algunos lugareños que, a la vez, aprendieron el oficio. Pero poco a poco los pescadores se fueron modernizando y empezaron a sustituir las barcas de remos por lanchas de fibra de vidrio con motor fuera de borda.

Esto bajó la demanda en el taller. Fue al señor Sebastián Repetto a quien le tocó esa mala racha, pero no se quedó de brazos cruzados y buscó otras opciones: se asoció con la familia Bonfil, que tenía una refaccionaria en Campeche y se dedicaba a la reparación de barcos. Al poco tiempo, ya como socios, iniciaron la construcción del primer astillero de la isla para la construcción de barcos camaroneros en forma artesanal.

Al principio, dichas embarcaciones eran adquiridas en el puerto de Veracruz a precios muy elevados. El pequeño astillero se ubicaba en el muelle frente a la iglesia del Carmen. Al morir don Sebastián se hicieron nuevos arreglos y el negocio quedó a cargo de su hijo Saturnino Repetto y familia.

Otoniel quiere que repare esa lancha, pero hacen falta centavos, pensó don Pepe y fue a ver un tambor con agua de mar que tenía bajo la sombra, donde conservaba unas tortugas llamadas jicoteas y que pronto se comería, pues decía que lo envenenaban con un guiso muy común conocido como jicotea en su sangre.

★★★

Una hermosa luna llena en lo alto se asomó a ver las humildes casuchas de los pescadores del barrio de la Manigua, dispersando las tinieblas de sus calles cubiertas de arena blanca y llenando de luz todos los rincones del paradisiaco lugar, fecundo en palmeras. Las olas, alborotadas por la marea alta, hacían rugir aquel vasto mar que, celoso, custodiaba su querida isla.

En aquellos tiempos, cuando la tranquilidad imperaba en ese paraíso terrenal, las familias salían a platicar frente a sus casas en las apacibles calles, donde parecía que el tiempo se había detenido. En una ocasión, Otoniel y su esposa, Mercedes, estaban sentados en unos troncos secos de palma, abandonados a un lado de la puerta de su humilde casa, y eran acompañados por los padrinos de Anita, el Negro Humberto Acosta y su esposa Romelia.

Los zancudos y chaquistes rondaban entre ellos, a pesar de que habían quemado unas humeantes cáscaras de coco seco para ahuyentarlos. Los insectos zumbaban alrededor de los hombres que estaban sin camisa para soportar el intenso calor tropical; usaban un paliacate para secarse el sudor y espantarse los molestos chaquistes. La que no sentía calor ni piquetes de moscos era Anita, porque en ese rato todo era alegría, ya que jugaba con los niños de los vecinos y su atención estaba en cazar algunas escurridizas luciérnagas, abundantes en aquella tranquila noche.

—Pienso que los marinos encontraron ese barco con contrabando y por eso lo pararon —dijo Humberto Acosta secándose el sudor con la mano derecha, porque era la única que tenía—. Pero al rato lo quitan, tú no te apures, compadre.

—Pues ojalá eso fuera, compadrito, a mí lo que se me hace raro es ¿por qué no dejan arrimarse a ningún barco camaronero?, ¿que esconden o qué onda, pues?

—¿Sabes por qué no dejan que se acerquen los camaroneros?, ¿a poco no los conoces, compadre? Son más chismosos y argüenderos que doña Concha. Y el gobierno a veces es muy reservado y hace sus cosas sin que se sepa, ese es todo el borlote.

—Pero ya tienen buen tiempo que no nos dejan pescar ahí —dijo Otoniel, que se dio un manotazo para aplastar un zancudo que al fin dejó de zumbar.

—¡Pero no te enojes! —bromeó el Negro por el golpe seco que su compadre se dio en el cuello.

—No me enojo, lo que pasa es que ese zancudito ya me traía pendejo —Otoniel emitió una sonora carcajada.

—Oye, compadre, qué bueno que a mi comadre no la tienes cerca de ti; si no, que chinga le arrimas.

—Eso sí.

—Tú deja en paz ese barco, compadre, al fin que ni camaroneros somos.

—Pues parece que no, compadre, pero sí nos afecta, cómo que no, porque todo se puede poner más caro y además esa pobre gente que trabaja en las empacadoras, ¿qué va a hacer? —intervino Mercedes, que se espantaba los insectos con una mantilla— Además dice Otoniel que en ese lugar también hay mucho pargo.

—No, pues eso sí. Vamos a esperar, dice el dicho que no hay penas eternas.

Romelia intervino al ver a los hombres preocupados por la situación.

—Creo que se están ahogando en un vaso de agua: ¿se acuerdan de aquel barco grandote que se puso frente a Playa Norte y que duró muchos días? También había lanchas de la Marina. Y dicen que vino a llevar delfines. Tal vez sea eso y al rato se quita.

—Fíjate que sí es cierto, comadre —respondió Mercedes, pero cambió de actitud cuando Otoniel le dijo que los defines solo eran tomados con redes en las cercanías de las playas.

—Bueno, compadre, pero igual pueden venir a llevar tiburones y al rato se quitan.

—No creo, comadre, porque el mar está infestado de “tiburcios” y no le veo sentido venir hasta acá por esos bichos, ¿verdad, compadrito?

La brisa era tibia y rumoreaba en las copas de los pinos, arrancándoles súbitos aromas a las orillas de aquella ribera abandonada, conocida como Playa Norte. Donde una luna de verano color plata se bañaba solitaria y risueña en las agitadas olas de aquel mar.

En el otro extremo de la isla, los compadres seguían haciendo conjeturas.

—Mejor vamos a cambiar de chismes. ¿Cómo va tu negocio en el mercado?

—Bien, compadre, para qué me quejo.

—¿Será cierto que van a arreglar el cine Regis?

—Dicen que sí… hace días vi a algunos trabajadores ahí en las fondas del mercado.

—Qué bueno que lo arreglen y le pongan techo, compadre, porque Otoniel una vez me llevó y nos salimos a media película por el aguacero.

—Pues prepárese, comadre, para ahora que lo arreglen. Según, hasta butacas le van a meter y va a quedar de lujo.

—Ojalá, porque aquella vez solo tenía unas tablas de asiento y la verdad, pensé, qué bueno que llovió.

—Ah, otra cosa que se me estaba olvidando, ¿ya sabes que están filmando una película aquí en la isla? —preguntó Romelia como queriendo llamar la atención con una pregunta que era un secreto a voces.

—Pues claro que ya sabemos, se llama La trenza, y parece que no dejan que se acerque la gente —intervino Mercedes— ahí en la escuela dice una maestra que el mero mero de la película es un señor que se llama David Reynoso, que ella lo vio por el centro y que es un señor muy guapetón, por cierto.

—Sí, dicen que anda también un tal Erick del Castillo y una tal Yolanda no sé cuántos, ojalá y la pasen pronto para verla en el Regis —dijo Otoniel y se puso de pie harto de los zancudos—. Bueno, pues “juímonos” que aquí espantan.

—Oye, compadre, antes de que te vayas, qué pasa con lo de la luz, en qué número vamos.

—No sé, pero me dijo Ramón, el encargado, que están esperando los postes faltantes. Creo que no pasa de este año.

—Ojalá y sea pronto, compadre, porque ya urge comprar un abanico.

—¡Ay, compadre!, yo no quisiera que pusieran la luz porque a la mejor hasta nos quemamos con todo y casa —dijo Mercedes, un poco nerviosa.

La noche siguió su carrera interminable y las luces de los mechones de las lámparas de petróleo de las chozas del vecindario se empezaron a apagar. Los compadres se despidieron dándose las buenas noches. Humberto y su esposa solo caminaron unos pasos para llegar a su casa seguidos por Nazario, su hijo, que, por cierto, iba sin camisa.

Otoniel, Mercedes y Anita aprovecharon para apagar las cáscaras de coco que aún humeaban, no fueran a provocar algún incendio. A la luz de la luna, las traviesas olas no dejaban descansar a la pequeña isla somnolienta, que cabeceaba con un ojo enrojecido queriendo dormir.

★★★

Antes de acostarse, el joven matrimonio se asomó a la pequeña choza donde dormía don Pepe y confirmaron que ya descansaba en su hamaca. Pero lo que no se dieron cuenta fue de que el viejo aún estaba despierto, pensando en aquel extraño barco.

En aquellos ayeres, en los humildes hogares de las familias de pescadores del barrio de la Manigua no conocían las camas y no eran necesarias, ya que solo usaban hamacas para dormir, por el intenso calor. La pareja dejó abierta la puerta de su choza para que entrara la brisa fresca, llevándoles un dulce y reparador descanso. Pero horas después su sueño fue interrumpido por los estridentes pitidos que anunciaban la llegada de la panga, que era el único medio de transporte de carga de gran volumen. Consistía en una barcaza grande y descubierta con movimiento propio, tipo chalán, que transportaba materiales, pasajeros y vehículos de la pequeña isla a Zacatal y viceversa. En aquellos años, Zacatal era solo un atracadero de aquel lado del mar, donde se daban cita las personas con destino a Isla del Carmen, procedentes casi siempre del estado de Tabasco. Pues bien, la comunidad ya sabía que cuando la embarcación llegaba a su destino, lo hacía dando tres pitidos muy fuertes, como silbato de tren, que eran escuchados en toda la isla. Eso hizo que Otoniel se levantara descalzo.

—¿Qué pasó? —dijo Mercedes, medio dormida.

—Me despertó la panga. Voy a aprovechar para tomar un poco de agua.

—Parece que ahora llegó muy retrasada.

—Así es, ya es de madrugada, ha de traer mucha carga.

Esa noche la panga llegó con un pesado cargamento, extenuada y dando grandes resoplidos. Eso era motivo de júbilo para los innumerables pasajeros que eran esperados en la isla por familiares, amigos o conocidos. Llevaban las últimas novedades de lo que acontecía de aquel lado del mar.

A esa hora, las arenosas calles de la pequeña comunidad eran iluminadas por una luna llena en todo su esplendor, que hacía notorios unos cuantos carretones jalados por caballos y algunas viejas camionetas de carga, que se encaminaban afanosas rumbo al viejo muelle donde atracaba la singular embarcación para recibir la carga y distribuirla esa misma noche en los negocios y en las casas particulares. Porque de antemano sabían que la panga no contaba con bodega para guardar las mercancías y viajaban a la intemperie, corriendo peligro en caso de lluvias.

Algunos visitantes que llegaban sin equipaje hacían el recorrido a pie para llegar a su destino. En cambio, otras personas llegaban con algún cargamento, casi siempre eran comerciantes que ocupaban el rudimentario transporte.

Esa noche, el centro de la isla se veía precioso con su romántica iglesia en honor a la Virgen del Carmen y la plaza, rodeada de altas verjas, con su imponente quiosco, adornado con algunos farolillos que semejaban pequeños diamantes, por su bien trazada simetría, y sus relucientes mosaicos negros que, como si fuesen espejos mágicos, reflejaban una hermosa luna llena, secundados por las elaboradas bancas barrocas de fierro fundido y pomos de latón desocupadas y relucientes, a la espera, tal vez, de la llegada de las hadas en esa maravillosa noche encantada.

El canto de los gallos se escuchó al paso del transporte, que llevaba a un matrimonio de la tercera edad a un humilde barrio situado a las orillas, por el rumbo de Playa Norte, llamado Playa Caracol. Era un destartalado carretón de madera jalado por un viejo caballo manso, cuyo conductor parecía dormitar en la soledad del barrio.

El matrimonio comentaba entre sí: “qué paz y tranquilidad se siente en este lugar”. Y descansaban tranquilos, sentados en unas tablas, a manera de asientos, al vaivén del paso lento de aquel medio de transporte. A poco de caminar pasaron frente a un salón de baile conocido como La Tropicana, de donde salían unos aullidos de borrachos, que bailaban sueltos y sin camisa al son de los tambores de la música rumbera de La negra Tomasa y rasgaban la tranquilidad de aquel barrio de pescadores con el festejo por el cumpleaños de un camaronero del lugar. Eran los hombres del dinero.

★★★

En aquella temporada de vacas gordas, antes de la llegada del misterioso barco, todo era miel sobre hojuelas, pues había trabajo para todos. Los camaroneros empezaron a ampliar sus casas y escasearon los albañiles, algunos adquirían un segundo barco con más potencia, otros se buscaron alguna amante y los cantineros eran más tolerantes con ellos. El dinero circulaba por doquier.

★★★

El barrio de la Manigua por fin fue electrificado y la escuela primaria cambió de fisonomía, ya que se le acondicionó el techo de concreto reforzado. Algunos pescadores que dormían en el suelo adquirieron sus hamacas. Y de pronto, por doquier se veían aboneros con un montón de tarjetas atadas con una liga, para apuntar los pagos recibidos por la licuadora o por los abanicos de pedestal, que eran los mejores para el calor, a decir de los nunca satisfechos comerciantes, porque eran los más caros. Pero ya se usaba el eslogan “abonos chiquitos”.

En esas fechas comenzaron a llegar algunos pequeños comerciantes de ropa, sobre todo, del estado de Puebla y se aparecieron algunas cocinas económicas procedentes de Veracruz y Oaxaca. Tampoco podían faltar los vendedores de cinturones de pieles exóticas del estado de Chiapas. En la isla, antes de esa bonanza camaronera, solo existía un hotel llamado Roma, el más antiguo construido por la familia Fons, que se estableció en ese paradisíaco lugar procedente de Campeche. Pero a la mayoría de los visitantes se les ofrecía hospedaje en mesones y en algunas casas de huéspedes de familias que rentaban algún cuarto a los visitantes; en algunas ocasiones, incluían alimentos a un precio módico.

Con el auge camaronero llegaron las necesidades y una de ellas fue de edificar hoteles para dar alojamientos a los comerciantes que llegaban; y esa fue la razón por la que don Paulino Fons tomó la decisión de construir el hotel del Carmen, que en aquel tiempo era el más grande, y la familia Rullán, procedente de Mérida, empezó a construir el hotel Lossandes.

En esa buena racha, el salón de baile La Tropicana empezó a traer músicos de Veracruz, para beneplácito de su propietario, Arturo Ichante, mejor conocido como la Gorda. En ese tiempo cierto homosexual también se fue para arriba como la espuma. Se llamaba Jorge Caraveo y cariñosamente lo llamaban Cocón. Comenzó como cocinero en la cantina Mi Ranchito y con el paso del tiempo llegó a ser su propietario. Era el lugar predilecto de la mayoría de los camaroneros y, a decir verdad, ahí preparaban las mejores botanas de la región.

★★★

Una noche de tantas de aquella calurosa primavera, el viejo pescador don Pepe Andrade daba vueltas en la hamaca sin poder conciliar el sueño. Los mosquitos pululaban dentro de su choza poniéndolo de mal humor; además, la brisa fresca de la madrugada dejó de circular, por lo que tuvo que salir al patio a tomar aire y se sentó en un rústico banco de madera afuera de su vivienda. Su mente seguía aguijoneada por malos pensamientos a causa del misterioso barco, pero se puso a escuchar el sonido del mar a manera de terapia, para relajarse. Y su pensamiento, siempre impredecible, lo trasladó al puerto de Coatzacoalcos, Veracruz, en aquel mes de septiembre, que es cuando dan inicio los fuertes vientos del norte. Recordaba que por aquellas fechas acompañó a su amigo Rudecindo Carbonell a aquel importante puerto a entregar un pedido de camarón, como regularmente lo hacía, pero, en esa ocasión en especial, tenía muy presente que encontraron cerrado el muelle por malas condiciones climáticas, es decir, debido a un fuerte norte que afectó esa parte del golfo de México. Su amigo era conocedor de los caprichos del mar y logró acoderar la pequeña embarcación, llamada El Mil Amores, a un costado del muelle, dejándola a buen resguardo de los fuertes vientos. Salvo que con el mal tiempo también llegó el frío, por lo que a Carbonell se le antojó un buen trago y dejó encargado del pequeño barco a su timonel. Se encaminaron a una cantina llamada La Mata e’ Coco, que estaba en las cercanías del muelle. En ese antro conocieron a un ingeniero de nombre Mario Rejón, un borracho de marca que decía que trabajaba en la industria petrolera. Después de una buena borrachera, nació entre ellos una bonita amistad. Además, hicieron negocio, ya que el ingeniero les comentó que tenía varias coctelerías en el puerto con buena cantidad de clientes. A partir de esa parranda, el camarón destinado a Coatzacoalcos era para la empacadora y para la pequeña congeladora de su amigo Mario Rejón, que lo pagaba a buen precio. Las parrandas fueron más largas y frecuentes.

Recordaba que en el transcurso de los meses, en una convivencia a Rudecindo se le ocurrió comentarle al ingeniero de unas manchas de aceite que aparecían en el mar. Pero como fue plática entre borrachos no se le dio ninguna importancia, ya que ni él sabía de qué eran esas manchas y llegaron a la conclusión de que a veces los barcos tenían fugas de aceite, que tal vez era eso.

Ahí seguía don Pepe, sentado afuera de su choza con la mano en la barbilla, sumido en sus recuerdos, hasta que volvió a la realidad con el canto de los gallos. Amanecía. Se dio cuenta de que había pasado la noche en vela y se metió de nuevo a su casucha para recostarse en la hamaca con un pie apoyado en el piso de tierra. Seguía cautivo en sus recuerdos, sin poder pegar los ojos. La brisa le llevaba el perfume dulzón de las flores moradas de una jacaranda situada al centro del amplio patio, que tanto disfrutaba, pero a esa hora nada lo consolaba. Hasta me dan ganas de tomar y de fumar, pensó en su incomodidad. De improviso, se levantó y salió de su choza una vez más y volvió a escuchar el canto de los gallos camino al fondo del solar. Entonces vio el mar y se dio cuenta de que estaba inquieto por la marea alta que en esos momentos se había pintado de color plata, pues ya amanecía. Ahí seguía el viejo, hasta que el ruido de las olas cesó para dar paso al alegre canto de los pájaros silvestres que escondidos entre los ramajes de la vegetación, cual si fuesen tucanes y pericos, le daban los buenos días a un sol risueño que se asomó por el oriente con sus rayos de oro para iluminar la tierra de sus ancestros en aquella bonita mañana tropical.

★★★

Don Pepe Andrade en esos días sufría una fuerte depresión, no daba crédito a los pensamientos encontrados que no lo dejaban en paz a causa de aquel barco, que no permitía tirar la red a sus amigos pescadores, pues tenía la pésima costumbre de creer que cuando le llegaba un mal presentimiento se avecinaba una tragedia.

Después de no poder dormir en esos días, comenzó a perder el apetito. Cuando su nuera le ofrecía de comer solo picaba el alimento y retiraba el plato servido, apartando la mirada. Su preocupación era notoria y en seguida se salía de la pequeña cocinita en silencio y se dirigía al fondo del solar. Tal vez quería que sus malos pensamientos se fueran, como aquellas gaviotas blancas que surcaban el lejano horizonte azul y se perdían en la bruma. Pero no era posible, su mente no lo dejaba en paz.

Al poco rato escuchó unos fuertes toquidos en la puerta de su solar que lo distrajeron por un momento. Era un vecino llamado don Píter, que le llevaba una arpilla de ostión en agradecimiento por la red que le remendó. No tenía ánimos de platicar con nadie, solo recibió el obsequio y dio las gracias. Dejó la arpilla bajo la sombra de un alto tabachín que empezaba a florear, luego solicitó a su nuera un sartén y un cuchillo para abrir las conchas. Por más que se esforzaba en borrar el misterioso barco de su mente, no podía y eso le dificultaba concentrarse en sacarle la pulpa a los ostiones. De pronto se le resbaló el filoso cuchillo y se hizo una gran herida que por poco y le arranca un dedo. La sangre brotaba de modo impresionante y él trató de cubrirla con su paliacate para no mortificar a su nuera. La herida lo hizo suspender el trabajo y aprovechó para sentarse a descansar bajo la sombra del árbol.

Y sin saber por qué, de pronto recordó la fecha de su nacimiento: 19 de marzo. Y fue precisamente en un día de su cumpleaños, cuando acompañó nuevamente a su amigo Rudecindo a Coatzacoalcos, a hacer otra entrega de camarón en el barco El Mil Amores. Recordaba que por ser el día de su santo su amigo lo hizo tomar unas cervezas en la famosa cantina La Mata e’ Coco, en donde ya era conocido. En esos momentos volvió a recordar la música, la botana y la cerveza artesanal que era la novedad del lugar y servían en tarros congelados. Tenía muy presente que todo iba bien hasta que llegó el ingeniero Mario Rejón. Eso hubiera sido lo de menos, pero es esa ocasión se hacía acompañar de un amigo llamado Raúl Escareño y después de algunos tragos esa persona se interesó mucho en las famosas manchas de aceite que había en el mar.

Hasta ese momento don Rudecindo se dio cuenta de que probablemente aquellas manchas eran de petróleo, porque el ingeniero les explicó lo que era un yacimiento. Al enterarse de lo que probablemente había en el mar, don Rudecindo trató de persuadirlos de que aquellos lamparones solo se veían cuando pasaban por ahí barcos viejos y luego desaparecían, pues ya tenía algunos meses que en esa área se había descubierto un gran banco de camarón —“una mina”, decían los camaroneros—, que a la pequeña barra le estaba dando un auge sin precedentes y lógicamente evitaban a toda costa que se visitara aquel lugar.

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