La Tercera Parca

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La Tercera Parca

Titulo: La Terza Moira

Autor: Federico Betti

Traductor: María Acosta

Copyright © 2020 - Federico Betti

Índice

  PRIMERA PARTE:

  I

  II

  III

  IV

  V

  VI

  VII

  VIII

  X

  XI

  XII

  XIII

  XIV

  XV

  XVI

  XVII

  XVIII

  XIX

  PARTE SEGUNDA:

  XX

  XXI

  XXII

  XXIII

  XXIV

  XXV

  XXVI

  XXVII

  XXVIII

  XXIX

  NOTA DEL AUTOR

PRIMERA PARTE:

¿PIENSAS QUE ERES AFORTUNADO?

I

Lo que el inspector Zamagni deseaba pero, a decir verdad, nunca se lo habría esperado, era que antes o después, como se suele decir, la madeja se desenredaría. Lo que no sabía era a qué debería enfrentarse. Por el momento, todo lo que tendría que hacer, ayudado por el siempre digno de confianza agente Finocchi, era acabar con lo que había quedado pendiente, es decir recuperar todos los efectos personales de Daniele Santopietro y los objetos recobrados aquí y allá que, de algún modo, tenían que ver con aquel criminal. Y obviamente, una vez reunido todo el material podría comenzar a trabajar sobre esto para extraer algo útil. Todo había comenzado cuando, investigando sobre lo que más tarde sería recordado como el Caso Atropos, se había encontrado de nuevo con la Voz.

Él no se habría dado cuenta si Emma Simoni, su vecina que había pasado por casualidad por la comisaría con algunas exquisiteces para entregar personalmente al inspector, no hubiese reconocido la Voz al teléfono durante la llamada de manos libres al señor Bottazzi de la Asociación Atropos.

Todavía no había conseguido comprender qué tenía que ver ese viejo recuerdo, pero lo único realmente cierto era su determinación para descubrirlo.

Y para hacerlo, de acuerdo con el capitán Luzzi, había comenzado a investigar por todo el material que, de alguna manera, estaba conectado con Daniele Santopietro.

En el fondo, esa historia había comenzado cuando él y Alice Dane, la agente de Scotland Yard de origen irlandés, habían emprendido la caza de ese hombre, por lo que Zamagni, Finocchi y Luzzi pensaban que el material ligado al delincuente pudiese ser un buen punto de partida para la investigación.

Stefano Zamagni, así como el agente Finocchi, recordaba perfectamente qué había ocurrido durante la persecución de Daniele Santopietro: las frases en las paredes que aparecían y desaparecían, las llamadas amenazantes de esa Voz, el automóvil que había explotado, sin considerar que, mientras tanto, Daniele Santopietro, que sabían que era el hombre que estaban buscando, había desaparecido en la nada.

Aquel período fue realmente terrible porque, a todas las vicisitudes de la investigación en curso, se sumaron tres muertes que tocaron de cerca al inspector Zamagni y a quienes trabajaban con él.

El inspector había perdido a su hermana Giorgia, Alice Dane debió volar a Irlanda para asistir al funeral de su hermana Brenda y el agente Finocchi debió enfrentarse a la muerte de su novia Elisabetta en el incendio del piso en el que vivían.

Luego estaba la carta.

Cuando Zamagni se la encontró delante, después de haber acabado con la investigación del Caso Atropos, no entendió su significado, ya sea porque estaba escrita en griego, ya porque realmente no conocía el motivo por el cual él debería haber recibido una carta de aquel tipo.

Cuando se la mostró a Giorgio Luzzi, su superior le dijo que buscaría enseguida un experto para descifrarla y, por suerte, mientras él y el agente Finocchi estaban trabajando para descubrir lo que había sucedido a Marco Mezzogori, el sobrino hemiplégico de la conocida del inspector, el capitán había recibido el resultado que aguardaban y ahora también Stefano Zamagni quería saberlo.

Después de todo, iba dirigida a él, por lo tanto tenía todo el derecho.

Pasados unos días desde el descubrimiento del asesino del muchacho, todavía conmovido en lo más hondo por cómo habían sucedido las cosas, el inspector volvió a la comisaría de vía Saffi en Bologna y fue enseguida a la oficina del capitán.

–Buenos días, Zamagni –dijo Giorgio Luzzi.

–Buenos días, capitán –respondió Zamagni.

–¿Ya has cargado las baterías? –preguntó el capitán con una sonrisa.

–No totalmente –respondió Zamagni –pero no veo la hora de ponerme a trabajar para comprender quién es esa Voz.

–Creo que entiendo la situación –añadió Luzzi –y debo admitir que también yo espero ponerle las manos encima a ese hombre, y pronto.

–¿Ya ha llegado Marco? –preguntó Zamagni a continuación, mostrando un poco de su pragmatismo.

–No –dijo el capitán. –¿Habéis quedado?

–Lo llamé ayer por la tarde para saber si se había recuperado de la paliza después del interrogatorio de Marisa Lavezzoli. Me ha dicho que también él, como yo, había acusado bastante el golpe y que no estaba todavía al cien por cien y que, sin embargo, estaba ansioso por volver a comenzar desde donde habíamos interrumpido el asunto que tenía que ver con Santopietro –explicó el inspector.

–¿Por casualidad estáis hablando de mí? –dijo alguien desde la puerta de la oficina del capitán, interrumpiendo el diálogo entre los dos.

–Por supuesto que sí –dijo Zamagni –Venga, entra.

Marco Finocchi cerró la puerta a sus espaldas y saludó al capitán y al inspector.

–Así que, los dos estáis nerviosos y no veis la hora de volver al trabajo –dijo el capitán, con un tono ligero cruzando su mirada con Zamagni y Finocchi, que asintieron a su vez. –Bien –añadió Luzzi después de una pausa de unos segundos –¿Por dónde queréis comenzar?

Zamagni y Finocchi se miraron durante unos segundos, a continuación el inspector propuso retomar la investigación de todo lo que había sido posible recuperar en las distintas escenas del crimen y que tuviese que ver con Daniele Santopietro.

–Efectos personales, objetos de todo tipo, posibles hallazgos... –comenzó a decir el inspector.

El agente Finocchi asintió con la mirada.

–De acuerdo –dijo finalmente el capitán –Algo debo tener yo ahí dentro, en esas cajas de la esquina, luego haré recuperar todo lo que hay en los archivos de la Policía y que no está todavía a nuestra disposición.

–Perfecto –dijo Zamagni –¿Y con respecto a la carta?

–Tienes razón –respondió el capitán, como cogido de improviso por una pregunta inesperada. –Os la debo mostrar también. Un experto nos la ha traducido. Fue escrita en griego... pero quizás ya os había mencionado este dato.

El inspector asintió.

Zamagni tuvo la impresión de que el capitán estuviese ganando tiempo a propósito, como si intentase retrasar lo más posible el momento en el que deberían afrontar ese tema.

–¿Hay algún problema? –preguntó a continuación el inspector mirando al capitán directamente a los ojos.

–No... –respondió Luzzi, dejando entrever, sin embargo, algo en su estado de ánimo –No exactamente...

–¿Pero...? –intervino Finocchi.

–Bueno... –volvió a hablar el capitán –en fin... por lo que se puede intuir, la carta que has recibido...

Otra pausa todavía.

 

Y, diciendo estas palabras, Luzzi buscó de alguna manera explicar la situación volviéndose directamente a Zamagni.

–Parece que resulta difícil hablar sobre esto –dijo el inspector.

–Decía que la carta había sido escrita en griego y, por lo que se puede intuir, el remitente es el cerebro de la Asociación Atropos.

–Comprendo –asintió Zamagni –¿Y por qué resulta difícil hablar de esto?

–En cierto sentido te felicita –dijo el capitán como respuesta. –Tengo la impresión de que te esté retando a pesar de admitir tu talento.

–¿Puedo leer la traducción? –preguntó el inspector.

–De acuerdo –respondió el capitán ofreciendo a Zamagni un sobre blanco.

–¿Puedo verla también yo? –preguntó el agente Finocchi movido por la curiosidad.

El inspector cogió el sobre de las manos del capitán y lo abrió mostrando el contenido también al agente Finocchi. En el interior había dos folios doblados en tres partes.

En el primer folio estaba la carta original enviada a Zamagni, cuyo texto resultaba incomprensible, al menos, a primera vista.

El inspector y Marco Finocchi lo recorrieron, de todas maneras, con la mirada.

Σαλυδοσ ινσπεχτορ Ζαμαγνι

Ηε νοταδο θυε εν εστε ύλτιμο περίοδο τοδοσ λοσ περιόδικοσ ι λοσ τελεδιαριοσ ηαβλαν δε υστεδ κομο λα περσονα θυε ηα βενξιδο α Ατροποσ κοσα θυε νινγύν οτρο κονσιγυιό ηαςερ

Ιμαγινο θυε εσταρά χοντεντο πορ λα φαμα α νιβελ ναξιοναλ περο με σιεντο εν ελ δεβερ δε ινφορμαρλε θυε ιο πορ ελ μομεντο σοι ινβενξιβλε ε ιντροβαβλε

Δισφρυτε δε εστε μομεντο δε γλορια

Χρεο θυε νο σερά ινδισπενσαβλε πονερ μι φιρμα αλ φιναλ δε εστα χαρτα

Ηαστα προντο

Zamagni volvió a doblar el folio y lo apoyó de momento sobre el escritorio del capitán, a continuación cogió el segundo folio, en el que el experto consultado por la policía había escrito la traducción y lo leyó atentamente dejando tiempo, de esta manera, a Marco Finocchi para hacer lo mismo.

Saludos, inspector Zamagni:

He notado que en este último período todos los periódicos y los telediarios hablan de usted como la persona que ha vencido a Atropos, cosa que ningún otro consiguió hacer.

Imagino que estará contento por la fama que está consiguiendo a nivel nacional, pero me siento en el deber de informarle que yo por el momento soy invencible e introvable.

Disfrute este momento de gloria.

Creo que no será indispensable poner mi firma al final de esta carta.

Hasta pronto.

Sin decir nada, Zamagni y Finocchi se intercambiaron una mirada, luego el inspector dobló también el segundo folio, puso ambos en el interior del sobre y se lo volvió a dar al capitán.

–¿Qué impresión os ha dado? –preguntó Luzzi.

–La misma –respondió Zamagni –Felicitaciones para mí... que, obviamente, son extensibles también a Marco y a cualquiera que haya colaborado en el desmantelamiento de la Asociación Atropos... y una actitud retadora.

–Estoy de acuerdo –añadió el agente Finocchi –También me parece que intenta provocarnos. Es como si, de alguna manera, se sintiese superior a nosotros por el hecho de estar todavía libre.

–Veo que estamos todos de acuerdo –constató el capitán. –Por lo tanto, esta se queda en mi oficina y será puesta con los expedientes una vez que completemos la investigación –añadió refiriéndose al sobre que contenía la carta enviada al inspector y a la traducción.

–Bueno, ¿a qué estamos esperando? –preguntó el agente Finocchi, como si hubiese vislumbrado un punto muerto en la investigación, –pongámonos a trabajar enseguida. No pretendemos, de ninguna manera, dejar que esta persona ande libre por ahí haciendo daño mucho tiempo más, ¿verdad?

–Absolutamente no. –afirmó el inspector.

–Ánimo, sacad esas cajas de mi oficina y poneos inmediatamente a trabajar –les exhortó el capitán.

–A sus órdenes –asintió Marco Finocchi, a continuación él y Zamagni cogieron todo el material disponible hasta ahora y se fueron al escritorio del inspector para pensar cómo organizar la investigación.

–Esperamos con interés todo lo que se encuentra todavía en los archivos –dijo Zamagni despidiéndose del capitán mientras salían al pasillo.

–Os enviaré todo –concluyó Luzzi cerrando la puerta de la oficina.

Cuando el hombre recibió la llamada estaba degustando un cocktail en un local del Barrio de Santa Cruz. Había decidido desconectar un poco, así que se había ido a España en un vuelo directo para Sevilla algunos días antes y cuando escuchó sonar el teléfono móvil había intuido inmediatamente el olor de trabajo y de problemas.

No había reconocido el número de teléfono del emisor pero por el prefijo había comprendido que la llamada llegaba desde Italia y, para ser más precisos, desde la ciudad de Bologna.

Después de haber respondido, escuchó decir a su interlocutor, sencillamente, que se había cansado y que ahora sería el turno de Zamagni.

Llegado a este punto, el hombre pidió más explicaciones, dijo que de momento se encontraba en el extranjero y que volvería a Italia dentro de unos días, justo el tiempo de reposar un poco, pero que se ocuparía de la cuestión. Obviamente trató sobre la compensación que le esperaría cuando completase el trabajo.

Su interlocutor le dijo que no tenía prisa, que no habría ningún problema por lo que respectaba el dinero a pagar y que volverían a hablar cuando volviese a Italia.

Después de colgar, el hombre acabó su cocktail, pagó la cuenta a la camarera y dejó el resto de las monedas como propina.

Caminar por aquellas calle típicas lo tranquilizaba y, en el fondo, el Barrio de Santa Cruz y la ciudad de Sevilla le gustaban: desde la primera vez que había decidido ir a la ciudad andaluza se había sentido contento por la elección y cada dos o tres años iba para estar unos días.

A fin de cuentas, la gente era cordial, la meteorología no te jugaba malas pasadas y la ciudad era muy hermosa de visitar.

Continuando por la calle pasó al lado de la Catedral y de la Giralda, el famoso campanario con las rampas en lugar de las escaleras, creadas a propósito para las mulas, poco después llegó a la Calle Sierpes y giró a la derecha para llegar al apartamento de alquiler donde se alojaba desde el comienzo de la semana.

Cerró la puerta a sus espaldas, luego se sentó en la butaca y encendió el televisor.

Todavía tenía a su disposición algunos días antes de volver a Italia y quería disfrutar el tiempo hasta el final.

II

Stefano Zamagni y Marco Finocchi legaron al escritorio del inspector con el material concerniente a Daniele Santopietro, así que comenzaron a pensar en cómo enfrentarse a aquello que podría definirse como una pura y simple recogida de datos.

El primer impacto que tuvieron ambos fue la ingente cantidad de trabajo que les esperaba, considerando la abundancia de objetos, tanto pequeños como grandes, que contenían aquellas cajas.

Cuando se sintieron preparados para comenzar decidieron comprobar juntos cada una de las cajas examinando una de cada vez.

Una labor de ese tipo habría hecho desistir a muchas personas, sabiendo, además, que recibirían del capitán más material durante la investigación, pero la determinación de los dos hombres para descubrir al verdadero culpable de todo tuvo un papel fundamental.

Habían comenzado a pensar que el origen de la mayor parte de sus problemas fuese sólo una persona después de haber escuchado la llamada recibida por el señor Bottazzi de la Asociación Atropos y esto quizás simplificaría notablemente la investigación.

Lo que no sería sinónimo de simplicidad, también porque por el momento la única referencia que tenía a su disposición estaba constituida por objetos de un criminal muerto.

A esto se añadía el hecho de que no tuviesen ni la más remota idea de qué les reservase la prolongación de la misma investigación.

Varios interrogantes le rondaban a Zamagni en la cabeza que no dudaría en compartir con el agente Finocchi y el capitán.

¿Qué había conectado a un criminal como Santopietro con la persona que había efectuado la llamada a Antonio Bottazzi?

¿Qué tipo de personalidad tenía Daniele Santopietro y qué le había hecho cometer los delitos por los que había sido incriminado antes de tener nada que ver con Zamagni y sus hombres? ¿Quién podía ser la persona a la que les llevaría todo?

Y, sobre todo, ¿cómo pensaban obtener resultados en la investigación partiendo de algo que había pertenecido a una persona que no podía ya jamás ser interrogada?

Con todas estas preguntas sin respuesta el inspector Zamagni tomó una de las primeras cajas por examinar, la abrió y comenzó a sacar de uno en uno los distintos objetos.

En cada una de las cajas habían escrito con un rotulador negro DANIELE SANTOPIETRO y 3347820A, el nombre y el número de detención, respectivamente, de la persona a la que se le había retenido el material.

–Una navaja... –nombró el agente Finocchi. –Quizás la usaba durante los atracos.

–Es probable –admitió Zamagni volviendo a poner la navaja y extrayendo de la caja otro objeto.

–Un encendedor –continuó el agente –¿Sabemos si era fumador?

–No –contestó el inspector –o al menos yo no lo sé.

Marco Finocchi asintió.

–Si consideramos que Daniele Santopietro estaba loco, podríamos pensar también que el encendedor le sirviese para provocar incendios –continuó el inspector con ironía.

–Cierto, no debemos excluir nada –admitió el agente. –No será fácil comprender qué buscar entre todas estas cosas y lo que todavía no nos ha sido entregado.

–Cualquier pista puede ser útil –dijo Zamagni –Deberemos seleccionar los objetos útiles y aquellos que en cambio no lo son o que nos podrían hacer equivocar el camino. Recordemos que ahora ya no podemos interrogar a Santopietro y que la persona que estamos buscando es otra distinta. Esos objetos personales y cualquier otro material que tengamos a nuestra disposición en lo sucesivo nos podrá ser útil para entender qué tipo de persona fuese realmente este criminal y quizás también como indicio para sacar a la luz al propietario de la Voz.

–Será como buscar una aguja en un pajar –admitió Finocchi.

–Tienes razón –asintió el inspector –pero ya nos ha ocurrido encontrarnos en una situación similar, y sin embargo nos las hemos apañado perfectamente, ¿no?

Se refería a cuando, poco antes, habían pasado días enteros leyendo el diario de Marco Mezzogori con la esperanza de encontrar algunos datos útiles para comprender el motivo de su muerte y posiblemente el nombre del culpable.

–Sí. Esto significa que deberemos intentarlo de nuevo, con la consciencia de nuestra potencialidad.

–Exacto –dijo Zamagni –con la diferencia de que esta vez no tengamos ninguna certeza de que examinar todo esto nos servirá efectivamente para algo.

–Debemos intentarlo –dijo Finocchi como exhortación para los dos –En el fondo, por el momento, no tenemos mucho más, ¿verdad?

–Por desgracia, así es.

–Bueno, pues entonces continuamos. Quizás lleguemos a algo útil y, si no fuese así, intentaremos coger otro camino.

El inspector asintió con la mirada, luego sacó de la caja algunos paquetes de jeringuillas.

–¿Y esto? –preguntó Finocchi.

–No sabría decir –admitió Zamagni –pero recordemos que no todos los objetos que encontremos aquí dentro nos servirán para nuestra investigación.

–Lo sé –dijo el agente. –Y nosotros deberemos ser listos incluso para entender cuáles serán útiles y cuáles no.

–Exacto.

–Por el momento no se me ocurre nada –constató el inspector –pero, mientras tanto sabemos lo que pertenecía a Santopietro. A lo mejor, más tarde, sabremos lo que nos servirá y qué será un simple objeto... de relleno.

Zamagni y Finocchi continuaron hasta vaciar la primera caja, sin que, por otra parte, encontrasen nada aparentemente útil, así que hicieron una pausa para beber algo en los distribuidores automáticos que se encontraban en el pasillo.

Después de un cuarto de hora volvieron al escritorio del inspector para retomar el trabajo.

Al hombre le gustaba Sevilla porque, de alguna manera, le parecía distinta de las otras ciudades en las que había estado en los últimos años.

La capital de la Comunidad Autónoma de Andalucía, además de capital de provincia, le daba una sensación de serenidad y de libertad.

 

Le encantaba pasar el tiempo paseando entre la calle Sierpes, Cuna, Tetúan, tres calles paralelas que representaban el núcleo viejo de la ciudad, y las otras callejuelas, para después, a lo mejor, pararse de vez en cuando en una confitería para degustar un dulce andaluz.

Ahora ya conocía la ciudad bastante bien por lo que cada vez que volvía sentía como si Sevilla fuese su segunda casa. Y además adoraba la gastronomía local, con tantas exquisiteces que generalmente prefería saborear como tapas, porque las porciones pequeñas siempre le daban la oportunidad de degustar un mayor número de comida.

Ahora ya sólo faltaban dos días para su vuelta a Italia y le fastidiaba un poco dejar España porque se estaba bien. Aparte de los meses estivales, en los que las temperaturas eran demasiado elevadas, el clima era siempre bueno, la gente era cordial... y, de todas formas, estar lejos del trabajo para él siempre era algo positivo.

Aunque podía trabajar siempre con el calendario que él mismo decidía, le resultaba, de todas formas, una pequeña fuente de estrés.

Desde hacía poco tiempo había conocido, aunque últimamente sólo hablaban por teléfono o no se encontraban nunca en persona, a esta persona que le había hecho algunos servicios, todos bastante sencillos, y que, para ser sinceros, pagaba incluso bien y puntualmente.

Cada vez que se ponía en contacto con él le daba un encargo, incluso bastante detallado, y sabía que en el transcurso de pocos días le pagaría.

Un día lo llamaba para darle un trabajo que hacer, él lo llevaba a término y el hombre le pagaba.

Además de eso, lo había ya recibido hacía poco, pero nunca dos veces consecutivas en la misma cuenta bancaria.

Pensándolo bien, entendía su necesidad de anonimato, porque él se encontraba en la misma situación... y también él poseía más de una cuenta bancaria, luego tarjetas de débito... en fin, lo fundamental eran dos cosas: que le pagasen y no ser rastreado.

Se habían conocido por casualidad en una fiesta de personas de una cierta clase social.

Él debía encontrarse con un cliente, así que le habían invitado, mientras que el otro estaba en el mismo lugar porque conocía a una de las personas presentes en la fiesta y se había colado de alguna manera.

Habían charlado mientras tomaban un cocktail y esta persona le había propuesto trabajar para él, explicando enseguida que serían encargos muy sencillos, no regulares y que deberían ser llevados a cabo sin dejar rastro.

Era la manera de trabajar que le gustaba más, por lo que se pusieron de acuerdo inmediatamente.

Por los motivos enunciados, volver a Italia sabiendo que debería trabajar para esta persona le dio al hombre la certeza de una ganancia asegurada, pero sabía también que ahora sería más complicado de lo habitual: a diferencia de todas las otras veces, este servicio contemplaba un objetivo que podría ser una molestia en el caso de que no consiguiese hacer todo de la manera correcta. Además, el objetivo en cuestión era de un nivel de dificultad superior respecto a los estándares de los últimos tiempos. Por esto, hablando por teléfono, había preferido poner en claro enseguida los aspectos relativos a la remuneración, precisando, obviamente, que se trataría de un precio más alto con respecto a las otras veces.

Y su cliente se lo tomó con calma.