Loe raamatut: «Los templarios»

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RÉGINE PERNOUD

LOS TEMPLARIOS

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Les templiers

© 2018 Presses Universitaires de France / Humensis

© 2021 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN

by EDICIONES RIALP, S. A.

Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5398-3

ISBN (edición digital): 978-84-321-5399-0

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ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

I. LOS ORÍGENES DEL TEMPLE

II. ESTRUCTURAS Y VIDA COTIDIANA

III. LA ARQUITECTURA DE LOS TEMPLARIOS

IV. LA EPOPEYA DEL TEMPLE

V. ADMINISTRADORES Y BANQUEROS

VI. ARRESTO Y PROCESO DE LOS TEMPLARIOS

VII. LOS TEMPLARIOS ANTE LA POSTERIDAD

AUTOR

COLECCIÓN HISTORIA

I.

LOS ORÍGENES DEL TEMPLE

EN EL AÑO 1099, LOS CRUZADOS recuperaron Jerusalén y los santos lugares de Palestina caídos en manos de los musulmanes cuatrocientos años antes y que, en fecha mucho más reciente, fueron sometidos al poder de los turcos selyúcidas, cuya invasión de Asia Menor es como una oleada y su victoria sobre las fuerzas del Imperio bizantino (batalla de Manzikert, 1071) fue para estas un verdadero desastre.

Las peregrinaciones no se interrumpieron nunca totalmente, excepto en los periodos de persecuciones particularmente crueles contra los cristianos, como fue, por ejemplo, el reinado del califa Hakim a principios del siglo XI. Esas peregrinaciones fueron fomentadas considerablemente por esta reconquista de los santos lugares, pero en condiciones precarias, pues la mayor parte de los barones cruzados, una vez cumplido su voto, regresaban a Europa. Las fuerzas que quedaban en Tierra Santa eran irrisorias y no iban a desarrollarse más que en algunas plazas fortificadas o en los castillos edificados o reconstruidos apresuradamente en los puntos neurálgicos del reino; «bandidos y ladrones infestaban los caminos, sorprendían a los peregrinos, despojaban a un gran número y masacraban a muchos» (Jacques de Vitry).

Conscientes de esta situación, algunos caballeros prolongan su voto consagrando su vida a la defensa de los peregrinos. Se agrupan alrededor de uno de ellos, Hugues, originario de Payns en Champagne, y de su compañero Geoffroy de Saint-Omer. Esta iniciativa, que nace en 1118 o más bien en 1119, reúne pronto a altos barones: entre los nueve primeros miembros se encuentra André de Montbard, tío del abad Bernardo de Claraval; Foulques d’Angers, en 1120, se unirá a ellos, y algún tiempo después, ciertamente antes de 1125, Hugues, conde de Champagne.

Estos caballeros se comprometen a defender a los peregrinos, a proteger los caminos que llevan a Jerusalén. Consagran a ello sus vidas y se comprometen mediante un voto que pronuncian ante el patriarca de Jerusalén.

El rey Balduino II los recibe en una sala de su palacio de la explanada del Templo, mientras que los canónigos de la Ciudad Santa les ceden un terreno contiguo al suyo; eso, en el primer año de su existencia, 1119-1120. Algunos años más tarde, el rey de Jerusalén, al mudarse él a la torre de David, cederá a los «Pobres Caballeros de Cristo» (es el nombre que ellos se han dado) esta primera residencia real que se identifica con el templo de Salomón y donde los musulmanes habían antes instalado la mezquita de Al-Aksa. Desde ese momento, la orden fundada será la del Temple, y sus miembros, los Templarios.

Semejante fundación no es, en su origen, más que una manifestación de ese sentido de la adaptación, el afán de responder a las necesidades del momento que parece caracterizar a las fundaciones religiosas durante todo el periodo feudal. Antes de esta, había tenido lugar, mediante una iniciativa parecida y también espontánea, la creación del Hospital de San Juan donde, en Jerusalén, se albergaba a los peregrinos enfermos o pobres. Los «Hospitalarios», tal como los «Pobres Caballeros», se comprometían por voto y, para mantener su fidelidad al abrigo de las debilidades humanas, adoptaban una regla inspirada en la de san Agustín.

La orden del Temple —que no dejará de considerar como su casa principal, la casa capitana, este Templum Salomonis que figurará en su sello— es una creación enteramente original, pues llama a caballeros seculares a poner su actividad, sus fuerzas, sus armas al servicio de quienes necesitan ser defendidos. Concilia, pues, dos ocupaciones que parecían incompatibles: la vida militar y la vida religiosa. También sienten desde el principio la necesidad de una regla precisa que guarde a sus miembros de posibles desviaciones y les permita ser reconocidos por la Iglesia en la función que ejercen.

En el otoño del año 1127, Hugues de Payns cruzaba el mar con cinco compañeros. Llega a Roma, solicita del papa Honorio II un reconocimiento oficial e interesa en su causa a san Bernardo, que reunió en Troyes un concilio para regular los detalles de su organización (13 de enero de 1128). El concilio está presidido por el legado del papa Mateo d’Albano. Reúne a los arzobispos de Sens y de Reims, los obispos de Troyes y de Auxerre, numerosos abades, entre ellos el de Cîteaux, Étienne Harding, y muy probablemente —aunque el hecho se haya puesto en duda— Bernardo de Claraval. Hugues de Payns relata su fundación, expone las costumbres que sigue con sus compañeros y pide al que se llamará san Bernardo que redacte una regla. Esta, después de discusión y con algunas modificaciones, es adoptada por el concilio. A esta primera redacción le seguirá otra, debida a Étienne de Chartres, patriarca de Jerusalén (1128-1130); es la Regla latina, cuyo texto nos ha sido conservado; una versión francesa posterior (hacia 1140), se realizará sobre este texto[1]. Como en la mayor parte de las órdenes religiosas de la época, la regla prevé varias clases de miembros: los caballeros que pertenecen a la nobleza (se sabe que entonces solo los nobles asumen la función militar) y que son los combatientes propiamente dichos; los sargentos y escuderos, que son sus auxiliares y pueden ser reclutados entre el pueblo o la burguesía; los sacerdotes y los clérigos, que aseguran el servicio religioso en la orden; y finalmente servidores, artesanos, domésticos y diversos ayudantes.

Como suele ocurrir en otras órdenes, al fundador Hugues de Payns, que murió en 1136, le sucede un organizador, Roberto de Craon. Este, comprendiendo que es indispensable consolidar las donaciones, que son ya numerosas, sobre una aprobación pontificia, solicita al papa Inocencio II la bula Omne datum optimum (29 de marzo de 1139) sobre la que se apoyarán los privilegios de la orden. El principal de estos privilegios es la exención de la jurisdicción episcopal; la orden podrá tener sus propios sacerdotes, sus capellanes que aseguren la asistencia religiosa y el culto litúrgico y no dependerán de los obispos del lugar. Este privilegio seguramente será impugnado y provocará muchas dificultades con el clero secular. Gozan también de la exención de los diezmos; solo los cistercienses y ahora los Templarios están exentos. Y se puede suponer que muchas envidias se deban a ese privilegio fiscal que favorece a sus dominios. Finalmente, tienen el derecho de construir oratorios y ser enterrados en ellos. La orden goza de una gran autonomía y también de amplios recursos, pues han afluido las donaciones. Las acusaciones de orgullo y de avaricia encontraron ahí un fundamento sólido a medida que la orden fue desarrollándose.

Pues su expansión supera todo lo que hubiesen podido prever y esperar los nueve primeros caballeros, esos «Pobres Caballeros de Cristo» que, agrupados en torno a Hugues de Payns, asumían la tarea ingrata de vigilar la ruta, por ejemplo, la que discurría entre Jaffa y Cesarea de Palestina, verdadero desfiladero entre montañas, donde comenzaron oscuramente su tarea; y donde, desde 1110, Hugues y su compañero Geoffroy habían construido una torre, la torre de Destroit, descanso de seguridad para los peregrinos. Nadie hubiese podido imaginar el despliegue y la importancia que tendrían las órdenes militares que iban a surgir al lado del Temple, y en primer lugar el carácter militar que tomaría la de los Hospitalarios, en el siglo siguiente, siguiendo la fundación de los Caballeros teutónicos; pero, sobre todo, sus prolongamientos en España donde, desde los primeros momentos, los Templarios llegan para llevar una lucha semejante a la de Tierra Santa, las órdenes de Alcántara, de Calatrava, la orden de Avís, la de Cristo —en la que sobrevivirán después de su supresión—, la de Santiago, etc. Es verdad que la gran voz de san Bernardo se había elevado a su favor y había proclamado sus méritos. El elogio que él hacía de la caballería del Temple, De laude novae militiae (escrito entre 1130 y 1136), era una llamada a los caballeros del siglo, en la que ridiculizaba «el gusto por el lujo, la sed de vanagloria, o la concupiscencia de bienes

temporales», exhortándoles a buscar una verdadera superación en la nueva milicia que suponía una pura caballería de Dios. Había exaltado con su elocuencia fogosa las profundas virtudes del nuevo combatiente, respaldadas por las exigencias de la Regla:

Ante todo, la disciplina es constante y la obediencia siempre se respeta; se va y viene por indicación de quien tiene autoridad; se viste con lo que él da; no se intenta buscar otra comida ni ropa… Llevan lealmente una vida común sobria y alegre, sin mujer ni niños; nunca se les ve perezosos, ociosos, curiosos…; entre ellos no hay acepción de personas: se honra al más valeroso, no al más noble…; detestan los dados y el ajedrez, les horroriza la caza…; se cortan los cabellos al ras…; nunca se peinan, raramente se lavan, el pelo descuidado e hirsuto; sucios de polvo, la piel tostada por el calor y la cota de mallas…

Y trazaba luego un inolvidable retrato de este tipo de caballero:

Este Caballero de Cristo es un cruzado permanente, comprometido en un noble combate: contra la carne y la sangre, contra las potencias espirituales en los cielos. Se adelanta sin miedo, en guardia este caballero a diestra y siniestra. Ha cubierto su pecho con la cota de mallas, su alma con la armadura de la fe. Provisto de estas dos defensas no teme a hombre ni demonio. Avanzad seguros, caballeros, y expulsad con corazón intrépido a los enemigos de la cruz de Cristo: de su caridad, estáis seguros, ni la muerte ni la vida podrán separaros… ¡Qué glorioso es vuestro regreso vencedor del combate! ¡Qué feliz, vuestra muerte de mártir en el combate!

Aún menos hubiesen podido prever el torrente de tesis, hipótesis y elucubraciones innumerables que se emitirían a propósito de la orden del Temple, de sus orígenes, de su funcionamiento y de sus costumbres. Para el historiador, es tal la diferencia entre las fantasías a las que se han entregado sin reserva alguna los escritores de historia de una parte, y de otra parte los documentos auténticos, los materiales ciertos, que guardan en abundancia nuestros archivos y bibliotecas, que no se podría creer si no se manifestase esta oposición de una manera tan visible, tan evidente. Pasa con los Templarios lo mismo que ha pasado, por ejemplo, con Juana de Arco, donde, al lado de una abundante literatura hagiográfica e hipótesis llamativas, totalmente gratuitas y uniformemente tontas: nacimiento bastardo, etc., los documentos se imponen con el rigor más completo. Para los Templarios, una vez más, es apenas creíble comparar en serio la literatura (no ya hagiográfica, sino claramente demencial en algunos casos) que ellos han suscitado, y de otra parte estos documentos tan sencillos, tan probatorios, tan tranquilamente irrefutables que constituyen su verdadera historia.

[1] El conjunto que constituyen los reglamentos elaborados por los Templarios ha sido publicado por Curzon. Se componen de: la Regla latina primitiva (1128); la versión francesa (hacia 1140); los añadidos o Retraits (puestos por escrito hacia 1165); en fin, los Estatutos conventuales que fijan, por ejemplo, las ceremonias (redactados hacia 1230-1240); y los Égards [modos y maneras], resúmenes de jurisprudencia que enumeran las faltas y sus distintas penas (hacia 1257-1267). Una regla se redactó en catalán después de 1267.

II.

ESTRUCTURAS Y VIDA COTIDIANA

TAL COMO SE PRESENTA A TRAVÉS de las distintas partes de la Regla, la orden del Temple es muy típica de la sociedad feudal que la ha visto nacer. Sus estructuras están netamente jerarquizadas, pero los poderes que se ejercen no son «totalitarios». El papel de la elección para designar a quienes lo ejercen, y el de las asambleas para asistirlos, y si es preciso controlarlos, eran muy importantes.

A la cabeza de la jerarquía, el maestre del Temple —a quien en los tiempos modernos se le llama obstinadamente el gran maestre, no se sabe por qué, pues esa expresión no se utiliza nunca en la Regla ni en los distintos capítulos de estatutos que la completan, ni en general en la misma época del Temple (no se encuentra el término hasta el siglo XIV, y aun entonces raramente)—. El poder de este maestre es exactamente el del padre abad en las órdenes religiosas, es decir que, según el lenguaje siempre figurado del tiempo, «debe tener a mano el bastón y la vara: el bastón con que debe sostener las debilidades y las fuerzas de los demás; la vara con que debe golpear los vicios de los que falten» (a su deber); este doble poder de aplicación y disciplina tiene que ejercerlo «por amor de lo que es recto», evitando tanto la indulgencia como la severidad inmoderada[1]. Se hace asistir por un consejo compuesto por hermanos que considere prudentes y capaces de dar un consejo provechoso. Pero si se trata de tomar una decisión importante que comprometa al conjunto de la casa: como ceder una tierra, admitir a un hermano, etc., «es cosa conveniente convocar a toda la congregación y reunir el consejo de todo el capítulo; y lo que parezca al maestre más conveniente y mejor, que lo haga». Los hermanos le deben «firme obediencia». Tienen que cumplir «sin tardanza» lo que el maestre haya mandado; no pueden ir «a pueblo ni ciudad» sin el «permiso» del maestre. Es también del maestre de quien los hermanos reciben un oficio cualquiera en la casa o en la orden. Finalmente, depende de él hacer cumplir la Regla. El poder más importante que se le da es, a este respecto, el que la redacción francesa atribuye al maestre y no se encuentra en la Regla primitiva latina: «Todos los mandamientos dichos y escritos más arriba en esta presente Regla están a la discreción y el parecer del maestre». Con todo, los términos empleados no significan de ningún modo la arbitrariedad ni el capricho.

Ninguna otra función se indica en la Regla primitiva. Se menciona, en cambio, al personal indispensable para el servicio de la casa y de los hermanos: cada uno de estos puede tener un escudero y se especifica

que tiene prohibido pegarle, cualquiera sea la falta de que sea culpable. Del mismo modo, se menciona a los caballeros y sargentos que vienen a unirse a los hermanos para servir «a término», sin ligarse por los votos. Para distinguir bien a unos de otros, se precisa que solo los caballeros del Temple pueden llevar «vestidura blanca». Desde la primera redacción de la Regla, esta precaución se tomó para evitar, lo que ya se había producido por entonces, que «falsos hermanos, casados y otros» se presenten para obtener dones y favores diversos «y por eso, produjesen muchos escándalos». La capa blanca será el medio de distinguir a los caballeros del Temple propiamente dichos. Sus sargentos y escuderos solo tendrán derecho a capas negras o pardas. Finalmente, algunos deseaban participar de los beneficios espirituales siguiendo en el siglo, casados o no; como la mayoría de las órdenes religiosas, los Templarios tendrán cofrades afiliados, lo que más tarde serán los miembros de las terceras órdenes franciscana o dominica, pero se menciona expresamente que no deben llevar la capa blanca ni vivir en las casas de los hermanos. Tampoco deben estas casas recibir hermanas pues, lo indica el buen sentido, «peligrosa cosa es la compañía de mujeres» para hombres que han hecho voto de castidad. Y la Regla precisa ese punto:

Creemos ser cosa peligrosa en toda religión (órdenes religiosas) mirar demasiado rostros de mujeres y por eso que ninguno ose besar a mujer, ni viuda, ni doncella, ni madre, ni hermana, ni tía, ni ninguna otra mujer.

Es verdad que en la época el beso es una señal de simple cortesía corriente, aun entre hombres y mujeres, pero el precepto que se da aquí pone en guardia contra esa costumbre, lo que equivale a «huir de las tentaciones».

Los llamados Retraits (estatutos añadidos a la Regla) vienen a precisar y completar nuestro conocimiento de la institución y dan abundantes detalles sobre las prerrogativas y los deberes del maestre, así como de los demás oficiales de la casa del Temple. En el momento en que se ponen por escrito, la orden existía desde medio siglo antes o más y su muy rápida extensión ha diferenciado las funciones y precisado cada una de ellas según la experiencia adquirida. El conjunto es muy característico de una época en que reina la costumbre. La Regla ha dado el espíritu, los Retraits informan sobre

las costumbres que se han establecido poco a poco.

La orden cuenta entonces con varias provincias: en Tierra Santa, las de Jerusalén, Trípoli y Antioquía. La casa de Jerusalén, la que está establecida en el Templum Domini, el Domo de la Roca, es la casa principal, la casa «capitana»; es la residencia normal del maestre y la de dos comendadores, el comendador de la tierra y reino

de Jerusalén que tiene a su cargo todos los establecimientos de la provincia de este nombre, y el comendador de la ciudad de Jerusalén a quien se atribuye más especialmente la actividad específica de la orden: la defensa y la conducta de los peregrinos de Tierra Santa. A la cabeza de las dos provincias de Trípoli y Antioquía están dos comendadores que representan al maestre y poseen en su provincia la misma autoridad que este en la orden. Las provincias en Occidente son: Francia, Inglaterra, Poitou, Provenza, Aragón, Portugal, Apulia y Hungría. A su cabeza hay comendadores o incluso maestres o preceptores, con títulos un poco parecidos según los documentos que se conservan; la extrema riqueza de los bienes inmuebles y su no menos extrema dispersión obligaron a establecer subdivisiones. Así, el maestre de Provenza tendrá bajo su autoridad, no solo la Provenza propiamente dicha y el Comtat Venaissin, sino incluso la región de Nîmes-Saint-Gilles, la de Velay y Gevaudán, la de Maguelona y Beziers, de Narbona y Carcasona, de Rodez, Albi y Cahors, de Tolosa y Cominges, de Gascuña y Agenais.

Los Retraits aportan diversas precisiones sobre el poder de los principales dignatarios, comenzando por el maestre. En todas las decisiones importantes, debe estar asistido por el capítulo. Sin la aprobación del capítulo, no puede donar ni enajenar una tierra, ni emprender el asedio de un castillo, ni comenzar guerra ni hacer tregua, ni nombrar comendadores para las principales casas de la orden, ni nombrar dignatarios tales como senescal o mariscal. Todos los subsidios que le llegan de ultramar deben ser presentados al capítulo antes de ser remitidos al comendador del reino de Jerusalén, que es también el tesorero principal de la orden en Oriente. Sujeto como los demás hermanos a la pobreza que debe caracterizar a los religiosos, el maestre «no puede tener llave ni cerradura del tesoro»; pero, añaden los Retraits, puede tener en su tesoro una «hucha», un cofre con cerradura para guardar sus joyas. Puede disponer de una parte de las riquezas de la orden con la aprobación de los «prud’hommes», hombres prudentes que le rodean. Puede hacer regalos hasta una suma de 100 besantes o un caballo, o una copa de oro y plata, o una «vestimenta de vair» (de pieles), o incluso una armadura, o joyas, pero no puede dar ni quitar hierro de lanza, ni cuchillo de armas.

El maestre dispone para su servicio de cuatro caballos. Su entorno próximo se compone de dos hermanos caballeros, un hermano capellán, un clérigo, un sargento, un valet. Debe tener además a su servicio un «herrador» (mariscal herrero), un «escribano sarraceno», dicho de otro modo, un secretario con funciones de intérprete, un turco —de esos soldados auxiliares de los que se trata a menudo en los textos— y un cocinero. Finalmente, dos muchachos «a pie» (mientras que el valet antes nombrado, que lleva su espada y su lanza, tiene derecho a un caballo) y un caballo turcomano, animal de élite, que se guarda para la cabalgada. Durante las expediciones, tiene derecho a dos bestias de carga, a una tienda redonda y al estandarte del Temple de dos colores, de plata en campo de sable, con la cruz de gules desde el concilio de 1145.

Los Retraits resumen en una frase la situación del maestre: «Todos los hermanos del Temple deben ser obedientes al maestre y el maestre debe ser obediente a su convento» (convento designa aquí la totalidad de los hermanos).

El senescal está «en lugar del maestre», dicho de otro modo, es su lugarteniente. Sustituye al maestre cuando este está ausente y le representa; su séquito es sensiblemente el mismo que el del maestre, todo lo más en lugar de un capellán tiene un «diácono escribano para recitar sus horas».

El mariscal tiene sobre todo atribuciones militares; «debe tener bajo su mando todas las armas y armaduras de la casa… menos las ballestas que estarán en la mano del comendador de la tierra, las armas turcas (arco turco) que el comendador compra para los hermanos sargentos».

Los demás dignatarios son los comendadores de las casas, de importancia muy diversa. Los Retraits se extienden sobre todo sobre las atribuciones del comendador de la tierra de Jerusalén y del comendador de la ciudad, y de los de Trípoli y de Antioquía. En las pequeñas encomiendas, los «comendadores de los caballeros» dependen del comendador de la tierra; pueden tener capítulos en ausencia de dignatarios de más alto nivel; no pueden autorizar a un hermano salir del convento más de una noche.

Otro personaje importante de la casa es el pañero, cuya función consiste en «dar a los hermanos lo que necesitan para vestir y yacer»; es un poco el ecónomo de la casa. Le incumbe el aspecto de los hermanos

y debe velar para que estos estén «rasurados honestamente» (los cabellos correctamente cortados).

Los Retraits, al enumerar los distintos deberes a los que cada uno está sometido en la orden del Temple, permiten reconstruir en grandes líneas el empleo del tiempo diario en una casa del Temple.

Vosotros, renunciando a vuestra propia voluntad, y vosotros, sirviendo al soberano rey con caballos y armas para la salvación de vuestras almas, a término, cuidad de desear universalmente oír maitines y todo el servicio enteramente según lo establecido canónicamente y el uso de los maestres regulares de la santa ciudad de Jerusalén.

Así comienza la Regla de los caballeros que, después de recordar solemnemente que el servicio comienza por la oración y el culto divino, añade: «Después de terminar el servicio divino, (que) nadie se asuste de ir a la batalla, sino que sea aparejado a la corona» (presto a recibir la corona del martirio). La Regla añade que si las necesidades de la vida en Oriente lo mandan («cosa que creemos que ocurrirá a menudo») y no se pueda escuchar el oficio enteramente, los caballeros deberán rezar trece Pater noster en lugar de maitines, otros siete por cada hora y nueve por las vísperas, y que es preferible rezarlos juntos. La vida de oración es así puesta desde el comienzo de la Regla, como conviene a todos los religiosos, y desde los primeros capítulos también se les pone en guardia contra una ascesis excesiva, especificando que, durante la lectura de los salmos, deben sentarse, no permaneciendo de pie más que por el primer salmo que se llama el «invitatorio», para la recitación del Gloria al final de cada salmo, y del Te Deum al final de los maitines.

Del mismo modo, la ascesis será moderada en lo que concierne al beber y comer. La Regla les aconseja pedir en la mesa lo que necesiten «suave y privadamente», con discreción. Durante las comidas se les lee la Sagrada Escritura. Los hermanos tienen generalmente una escudilla para dos, pero cada uno su copa con una medida igual de vino. Comen carne tres veces por semana y el domingo dos platos de carne para los caballeros, uno solo para los escuderos y sargentos. Tienen que dar gracias después de las comidas de mediodía y de la tarde, y lo que sobre de los platos se dará a los pobres. Por la noche, al sonar la campana, toman su última comida «al arbitrio y discreción del maestre», luego recitan completas, después de lo cual reinará el silencio. Se llama su atención sobre la costumbre del silencio: «Que el demasiado hablar no está sin pecado». Deben huir de todos los entretenimientos deshonestos y tampoco pueden pedir el caballo o la armadura de sus hermanos, ni dejarse llevar por las murmuraciones o por la envidia. La caza, que es la diversión por excelencia del caballero, les está prohibida: «No conviene a los religiosos entregarse al placer, sino escuchar con gusto los mandamientos de Dios y estar a menudo en oración»; una excepción, sin embargo: «Esta prohibición no se refiere al león»; es la única caza que les está permitida.

La vestimenta de los hermanos tiene que ser la misma en todos y del mismo color: túnica blanca o negra o parda. Sus capas son blancas; esta blancura significa castidad que es «seguridad de valor y salud de cuerpo». Pero estos vestidos «deben ser sin nada superfluo y sin ningún orgullo»; se les prohíben las pieles, salvo de cordero o carnero.

El equipamiento completo del caballero se compone de la cota de mallas, el yelmo o casco de acero (el primero es un casco cerrado, el segundo un casquete ligero con bordes), y los demás elementos de la armadura: cota de armas, hombreras, zapatos de hierro. Sus armas son la espada, la lanza, la maza y el escudo. Tiene además tres cuchillos: uno de armas —una especie de daga—, otro que es el cuchillo del pan y una navaja. Los caballeros pueden tener una gualdrapa de caballo, dos camisas, dos bragas y dos pares de calzas. Dado el caluroso clima, tienen derecho a una camisa de lino. Dos capas, una de verano y otra forrada para el invierno. Llevan sobre el cuerpo una túnica, la cota y un cinturón de cuero. Se especifica en la Regla que hay que evitar toda concesión a la moda, así pues, los zapatos con punta o lazos están prohibidos. Finalmente, su cama se compone de un jergón, un «lienzo» (sábana) y una cobertura. Además, una manta blanca o negra o a rayas, gruesa, para cubrir su cama. Se prevé también los sacos necesarios en periodo de expedición, para llevar su equipo de armas o su ropa de noche. Disponen de una servilleta de mesa u otra para su aseo. Se enumeran también los accesorios indispensables en su oficio de caballero, para ellos mismos, sus escuderos, sus caballos: desde la gualdrapa del caballo hasta «el caldero para cocinar y los cuencos de medir la cebada». Cada caballero tiene derecho a tres alforjas, una para él, dos para los escuderos, una correa, hamacas, frascos, un bonete de algodón y otro de fieltro, etc.

Los sargentos visten de negro o de pardo; algunos de ellos pueden disponer de dos caballos: el submariscal, el gonfalonero, el cocinero, el herrador. Los demás sargentos no pueden tener más que un caballo.

La disciplina es estricta y completamente militar: «Ningún hermano debe bañarse, ni cuidarse, ni tomar medicina, ni ir a la ciudad, ni correr a caballo sin permiso». Les está prohibido levantarse de la mesa salvo que les sangre la nariz, lo que era probablemente frecuente en el clima de Oriente, o naturalmente en caso de alarma de guerra. Al toque de campana, deben reunirse para la oración. Solo están exentos los que tienen «las manos en la masa» o el hierro al rojo en la forja para batirlo o la pezuña del caballo preparada para herrarlo o «si se está lavando la cabeza». Se les recuerda que «han dejado su propia voluntad» y que «ninguna cosa es más agradable a Jesucristo que guardar la obediencia». Juntos, oirán la misa y las horas, juntos arrodillarse, sentarse, permanecer de pie. Solo están exentos «los ancianos y los indispuestos», los enfermos. «Y los que no saben cuándo deben arrodillarse los hermanos, lo tienen que preguntar a los que lo saben y aprender cómo lo hacen y deben estar detrás de los demás».

En el ejercicio de sus funciones, los Templarios son a menudo caballeros errantes, en todo caso en las rutas; también se les intima, dondequiera estén «por los distintos parajes del siglo», a esforzarse por seguir la Regla según puedan y a «dar ejemplo de buenas obras y de prudencia». Normalmente, van de dos en dos, no deben alejarse sin permiso del maestre o de quien ocupe su lugar y deben conformarse en todo al mandato recibido. Un capítulo les recomienda

no permanecer «en enfado ni en ira» contra su hermano. Tienen que honrar a los hermanos ancianos y débiles y dar «cuidadosa guarda» a los hermanos enfermos. Un enfermero, en todas las casas importantes, se dedicará a proveerles de todo lo que puede contribuir a devolverles la salud. Debe llamarse a un «físico», un médico, «para que les visite y dé consejos sobre su enfermedad».

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140 lk 1 illustratsioon
ISBN:
9788432153990
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Mustand
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