Loe raamatut: «Las razones sustantivas y la interpretación del Derecho en el common law»
LAS RAZONES SUSTANTIVAS Y LA INTERPRETACIÓN
DEL DERECHO EN EL COMMON LAW
Robert S. Summers
Las razones sustantivas
y la interpretación
del Derecho en el
common law
Traducción
Gonzalo Villa Rosas
Prólogo y Preliminares de
Manuel Atienza
Palestra Editores
Lima — 2020
Contenido
PRÓLOGO
PRELIMINARES
ENTREVISTA A ROBERT S. SUMMERS
JUSTIFICACIÓN DE LAS DECISIONES JUDICIALES SEGÚN ROBERT S. SUMMERS
LAS RAZONES SUSTANTIVAS Y LA INTERPRETACIÓN DEL DERECHO EN EL COMMON LAW
Capítulo I DOS TIPOS DE RAZONES SUSTANTIVAS: El núcleo de una teoría argumentativa del common law
I. Introducción
II. La variedad de las buenas razones
III. La complejidad de las estructuras justificativas
IV. La primacía de las razones sustantivas
V. Formulación, evaluación y legitimidad de las razones teleológicas
VI. La formulación, evaluación y legitimidad de las razones de justicia
VII. Diferencias entre las razones teleológicas y las razones de justicia
VIII. La reductibilidad de las razones de corrección a las razones teleológicas
IX. La importancia de la dualidad de las razones sustantivas
X. Conclusión
Bibliografía
Capítulo II EL ARGUMENTO ACERCA DEL SIGNIFICADO ORDINARIO EN LA INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES
I. Introducción
II. Escepticismo acerca del argumento sobre el significado ordinario
III. La razón por la cual el argumento teleológico o del “fin último” no debe tener primacía
IV. La autonomía del argumento acerca del significado ordinario
V. Conclusión
Bibliografía
Capítulo III LA INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES ¿Los jueces deben considerar los materiales de la historia legislativa?
I. Introducción
II. Consideraciones relevantes
III. Conclusión
Bibliografía
Prólogo
No es fácil precisar qué cabe entender por “maestro” en un contexto universitario, y es más que probable que la palabra se emplee entre nosotros con excesiva laxitud. A bote pronto, yo diría que un maestro es alguien del que uno ha aprendido algo que considera importante para su desarrollo intelectual, al que reconoce cierto grado de ascendencia personal, porque el maestro encarna en algún sentido un modelo de vida, alguien que se toma un interés genuino tanto en el desarrollo intelectual como en el bienestar personal del discípulo, y con el que se tiene una relación que, a diferencia de la estricta amistad, no puede —o, al menos, no suele— ser simétrica: uno es discípulo, pero no maestro, de sus maestros; aunque sí que cabe, por cierto, en relación con una misma persona, ser al mismo tiempo discípulo y amigo. Recuerdo que, cuando hace años, leí el extraordinario libro de Jordi Llovet Adiós a la universidad, me impactó mucho una frase en la que venía a decir que si hoy (el libro es de 2012, el año en el que decidió jubilarse anticipadamente como profesor de crítica literaria en una universidad de Barcelona) no hay ya maestros, ello se debe a la falta de discípulos, esto es, a que la cultura que se ha ido imponiendo en un país como España —quizás en todo el mundo occidental— tiende a rechazar ese tipo de relación: maestro-discípulo.
No voy a entrar aquí a discutir sobre lo acertado o no de ese juicio, pero mi experiencia personal me lleva a pensar que, al menos por lo que respecta a la universidad española, hay algunos indicios que parecen apuntar en el sentido de la frase de Llovet. Y con ello no quiero decir, claro está, que en la universidad de nuestros días estén desapareciendo las relaciones asimétricas y de jerarquía. Sino más bien que esas relaciones (siguiendo el modelo del neoliberalismo que ha penetrado tan ampliamente en la institución universitaria) se formalizan ahora de otra manera; lo que cada vez abunda más es la existencia de jefes (los profesores de mayor jerarquía) y de subordinados (los de menor, los más jóvenes), de prestadores de servicios (profesores en general) y de clientes (estudiantes). Y si esto fuera así, esto es, si en nuestras universidades estuvieran en decadencia las relaciones de tipo maestro-discípulo, como me temo que está ocurriendo, entonces me parece que, efectivamente, haríamos bien en entonar un melancólico y casi desesperado adiós a la universidad.
Por fortuna puedo decir que ese no ha sido el caso de mi trayectoria académica. A lo largo de los ya casi 50 años como profesor de filosofía del Derecho, me he encontrado con una media docena o quizás más de universitarios —la mayor parte de ellos, claro está, iusfilósofos— a los que puedo llamar maestros en el sentido que antes indicaba. Y si Aristóteles escribió en una ocasión que “sin amigos nadie querría vivir”, yo creo que bien podría decirse también que “sin maestros nadie querría vivir una vida académica” o, al menos, que ese tipo de vida es peor cuando no se cuenta con maestros, cuando falta la relación maestro-discípulo.
Bob Summers, fallecido en marzo de 2019, a los 85 años de edad, ha sido uno de mis maestros. Con él pasé un inolvidable año sabático en la Universidad de Cornell, en el 2001, y de él he aprendido inmensamente: en el plano intelectual y en el personal.
En la Entrevista que le hice para la revista Doxa y que forma parte de los Preliminares a este libro, el lector puede encontrar los elementos centrales de lo que constituía hasta entonces su biografía intelectual. Y de su obra posterior, la contribución más importante es el libro Form and Function in a Legal System. A General Study (Cambridge University Press, 2006) en el que estuvo trabajando durante muchos años y que él consideraba, me parece, como su principal contribución a la teoría del Derecho. Durante el año que pasé con él, puedo decir que prácticamente cada día discutíamos sobre algún punto de esa obra, entonces en elaboración, a partir de textos, fragmentos de algún capítulo del libro que proyectaba, que él escribía y reescribía constantemente, porque siempre le parecía que podía mejorarse. Como no le faltaba en absoluto sentido del humor, recuerdo que en las paredes de su despacho pegaba con frecuencia letreros con frases como “The victim of the form” y otras por el estilo, que le hacían reír y le animaban al mismo tiempo a seguir con su arduo trabajo. No hay una traducción castellana de esa obra, pero sí de lo que puede considerarse como un precursor de ella, un conjunto de artículos traducidos por Pablo Larrañaga, con el título de La naturaleza formal del Derecho, publicado por la editorial Fontamara de México en 2001, y para el que yo escribí una Presentación. Las opiniones que ahí expresaba venían a ser un trasunto de las discusiones que teníamos y a las que antes me refería.
En términos generales, y por lo que se refiere al plano intelectual, el elemento del pensamiento de Summers que más ha influido en mí ha sido su concepción del Derecho como una actividad, como una complejísima practica social, diseñada para alcanzar una serie de fines y de valores, y que no puede ser reducida a un conjunto de normas respaldadas por la coacción. Esa es, yo creo, la idea de fondo que puede encontrarse prácticamente en toda la producción iusteórica de Summers (también en su último libro, a pesar de que el título podría llevar a pensar otra cosa; y también en sus numerosos e influyentes trabajos en el campo del Derecho comercial y de contratos) y que proviene, sobre todo, de la influencia de Fuller, uno de sus maestros, al que dedicó en 1984 un precioso libro: Lon L. Fuller (Stanford University Press). El otro, en el terreno iusfilosófico, fue Herbert Hart. Me consta que Summers sintió siempre un enorme aprecio, intelectual y personal, por Hart, pero no cabe tampoco ninguna duda de que, por lo que hace a su manera de entender el Derecho, él había optado por la concepción de Fuller frente a la de Hart; o sea, por una concepción no positivista del Derecho (aunque Summers —a diferencia de Fuller— nunca se calificó a sí mismo de iusnaturalista), bastante en línea con lo que hoy suele denominarse “postpositivismo”. En esta preferencia puede que haya jugado algún papel la ideología. Summers era políticamente muy conservador y, en ese sentido, afín a alguien que, como Fuller, había apoyado firmemente a Nixon, y estaba muy distanciado de las ideas socialistas (o “liberales”, en el sentido americano de la expresión), que siempre defendió Hart: en la teoría y en la práctica. Al igual que también tuvo que contribuir la pertenencia de ambos, Fuller y Summers, a una misma cultura jurídica, bastante diferente de la inglesa, a pesar de que ambas pertenezcan al mundo del common law: precisamente, al estudio de esas diferencias dedicó Summer algún trabajo importante. Pero yo creo que lo que explica esa opción de Summers es, sobre todo, su experiencia de jurista, su contacto con el Derecho en acción (Hart, por cierto, trabajó durante algunos años como abogado, pero su dedicación a la filosofía jurídica tuvo bastante que ver con el rechazo que le produjo esa experiencia: no quería dedicarse profesionalmente a “cuidar el dinero de los ricos”) y su convicción de que una concepción positivista del Derecho (aunque fuese en una versión tan sofisticada como la de Hart) no podía dar cuenta de la enorme complejidad de la experiencia jurídica.
Se trata de una concepción del Derecho, la de Summers, que me parece básicamente acertada y que pertenece a una dirección del pensamiento jurídico en la que también habría que situar a autores como Ihering (el “segundo Ihering”), Pound (sobre todo, el último Pound), Llewellyn, Fuller y Dworkin. La otra, como se sabe, estaría representada por la Jurisprudencia analítica inglesa, por Hart, por Kelsen y por las principales corrientes positivistas del mundo latino. No es esta la ocasión de ahondar en esa importante contraposición teórica, pero sí quisiera dejar constancia de la poca atención que se ha prestado al pensamiento de Summers, a pesar de la notoria importancia de algunas de las categorías por él elaboradas y que, en mi opinión, constituyen contribuciones fundamentales a lo que últimamente solemos denominar el “giro argumentativo” en la teoría del Derecho.
Una de ellas es el artículo de Summer de 1978, “Two Types of Substantive Reasons: The Core of Common Law Justification”, traducido ahora al castellano y que integra el capítulo I de éste volumen; las otras dos contribuciones de Summers provienen de un libro publicado por Springer en el año 2000: Essays in Legal Theory. En 1991 escribí un libro dedicado a dar cuenta de las principales teorías de la argumentación jurídica elaboradas en la segunda mitad del siglo XX (Las razones del Derecho. Teorías de la argumentación jurídica), y en él no incluí (entono por ello aquí un mea culpa) ese fundamental texto de Summers. Pero sí lo hice en una reedición de este, en la publicada por Palestra Editores, bajo la forma de un apéndice: “Justificación de las decisiones judiciales según Robert S. Summers”, incorporado también en la presente edición. Para expresarlo de la manera más sintética posible: la tipología de razones justificativas judiciales presentada ahí por Summers (y reelaborada luego en otros textos) que consiste fundamentalmente en distinguir entre razones formales o autoritativas, razones sustantivas (finales y de corrección) y razones institucionales, constituye un elemento indispensable de lo que puede llamarse la concepción material de la argumentación jurídica (no sólo judicial); una de esas piezas que no debería faltar en el inventario conceptual de cualquier jurista.
Decía al comienzo que un maestro es alguien que nos ayuda a crecer intelectualmente, pero no sólo en ese aspecto. En lo que me fue dado conocerle (y tuve una relación muy estrecha con él durante todo un año) pude darme cuenta de que se trataba de alguien extraordinariamente generoso, inteligente, afable, con una inmensa capacidad de trabajo, que mantenía un trato próximo con los estudiantes a los que exigía por lo demás mucho, interesado genuinamente en su profesión, con un sentido del humor agudo pero nada mordaz, sumamente amable con todo el mundo, abierto a la discusión y genuinamente tolerante, como lo prueba su capacidad para trabajar conjuntamente con personas con las que no tenía ninguna afinidad política (como Neil MacCormick o el conjunto de los que componían el “círculo de Bielefeld” que él organizó) o para emitir juicios sobre el valor de las aportaciones de un colega de una gran objetividad, en los que dejaba completamente al margen sus inclinaciones políticas: recuerdo haberle oído muchas veces ponderar la obra de Dworkin y emitir una opinión muy poco favorable sobre la de Posner. Todas ellas son, sin duda, virtudes que conforman un tipo de personalidad y una forma de vida (la suya era sumamente austera) dignos de imitar, si bien —creo que haría mal en dejar de decirlo— habría que hacer una excepción con sus inclinaciones políticas. Para mí sigue siendo un misterio que alguien con esas cualidades pudiese sentir simpatía y afinidad por la política seguida entonces por el presidente Georges W. Bush, en el plano interno e internacional: recuérdese la invasión de Irak y todo lo que ello significó. Como lo es, por cierto, que un cineasta como Clint Eastwood, director de filmes como “El gran Torino” o “One million dollar baby”, haya apoyado a todos los presidentes republicanos de los últimos tiempos, incluido Trump. O, en fin, que un genio de la literatura como Mario Vargas Llosa haya podido escribir una obra como “La fiesta del chivo” y ser al mismo tiempo un ferviente admirador de Margaret Tatcher o de Ronald Reagan, cuyas políticas ofrecen, yo creo, la mejor respuesta a la pregunta que, rememorando una conocida frase de una de sus novelas, podría formularse así: “¿cuándo se jodió el Estado del bienestar surgido después de la segunda guerra mundial?”. Una serie de anomalías que seguramente tengan una explicación en términos más bien de biografía, pero que tampoco debe llevarnos a dejar de reconocer en ellos a un gran escritor, a un gran cineasta y a un gran jurista y teórico del Derecho.
Manuel Atienza
PRELIMINARES
Entrevista a
Robert S. Summers*
* Entrevista originalmente publicada en Doxa, N° 32, 2000, 764-776.
Manuel Atienza: Empecemos con algunas cuestiones de biografía intelectual. ¿Cómo surge tu interés por la filosofía del Derecho?
Robert S. Summers: Nací en 1933, cerca de un pequeño pueblo en una región aislada y montañosa del este de Oregón, en los Estados Unidos. Muy pronto sentí curiosidad por el mundo exterior, especialmente acerca de cómo se gobernaban las cosas. Como parte de ello, recuerdo haber tenido una curiosidad muy temprana por el Derecho. Donde yo me crié, los símbolos de «la ley» eran el pistolero y la insignia del sheriff. Recuerdo haber pensado y haberme preguntado acerca de qué otra cosa podía ser el Derecho. Parecía que tenía que haber algo más. En la escuela secundaria, no sólo mantuve mi interés por cómo se dirigían las cosas, sino que yo mismo me convertí en una especie de «dirigente». Participé activamente en la organización Futuros granjeros de América y aprendí mucho acerca de los procedimientos parlamentarios. En la organización estudiantil de la escuela secundaria adoptábamos incluso reglas. Fui elegido presidente de la organización estudiantil de mi escuela secundaria. Después, durante los cuatro años de College en la Universidad de Oregón, antes de entrar en la Facultad de Derecho, continué con este interés activo en cuestiones de dirección, de procedimiento parlamentario y de adopción de reglas. También fui elegido presidente de la organización estudiantil de mi universidad. Durante mi estancia en la Universidad de Oregón fui un estudiante serio y adquirí un fuerte interés por cuestiones de fundamentos, cualquiera que fuera la materia. Una experiencia especialmente importante para mí en esa época de estudiante universitario fue un curso que seguí de teoría política que ponía algún énfasis en el Derecho. Quien lo daba era un destacado profesor llamado Howard Dean. El libro de texto lo había escrito un profesor de la Universidad de Cornell, George Sabine, y tenía como título Historia del pensamiento político. El curso era muy absorbente, especialmente las partes que se referían al Derecho y al Derecho natural.
Inmediatamente después de la Universidad, y antes de entrar en la Facultad de Derecho, recibí una beca Fulbright para estar un año en la Universidad de Southampton, en Inglaterra. Era el año 1955-56. En ese año me encontré y trabé amistad con uno de los más conocidos filósofos del Derecho en ese tiempo: el profesor H. L. A. Hart, de la Universidad de Oxford. Este fue un momento clave; desde entonces, nunca dejé de estar interesado en las cuestiones de fundamentos en relación con el Derecho. Entonces me sentía también inclinado hacia lo internacional, de manera que es comprensible que me resultara interesante la filosofía del Derecho. Esta disciplina, a diferencia de las de Derecho positivo, trasciende las fronteras nacionales. Empecé mis estudios de Derecho, en la Facultad de Derecho de Harvard, el curso 1956-57. Hart era entonces profesor visitante en Harvard y le vi con mucha frecuencia. Al año siguiente, tomé el curso de «Jurisprudence» del profesor Lon L. Fuller y tuve un éxito excepcional en ese excitante curso. También, mientras era estudiante en Harvard, me encontré y hablé varias veces con Roscoe Pound. Entonces Pound era muy mayor, pero resultaba fácilmente accesible para los estudiantes. Todas estas experiencias me llevaron a sentir un interés cada vez mayor por la filosofía jurídica.
M.A.: ¿Cómo llegaste a ser profesor de Derecho? ¿Y cómo se fue desarrollando tu interés por la filosofía del Derecho?
R.S.: Cuando era profesor ayudante en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oregón (después de un año de ejercicio práctico en Portland), en el otoño de 1960, tenía ya un gran interés por los problemas de filosofía del Derecho. Sin embargo, la Facultad de Derecho de Oregón era una Facultad pequeña y durante muchos años no hubo oportunidad de enseñar filosofía del Derecho. Pero leí bastante sobre el tema y me animó ver que podía publicar sobre ello en revistas de filosofía y de Derecho. Dos de mis primeras publicaciones, ambas breves y modestas, aparecieron en revistas de filosofía: una en Mind sobre lógica jurídica, y otra en The Philosophical Quarterly sobre «ser y deber ser» en la teoría acerca de la naturaleza del Derecho. (¡Gilbert Ryle era entonces el editor de Mind y su carta aceptando mi artículo me llego al corazón!). En 1961 apareció la obra magna de H.L.A. Hart, The Concept of Law, y yo me lancé a ella inmediatamente.
En el otoño de 1962, Hart era profesor visitante en California (en la U.C.L.A.) y aceptó una invitación que le hice para impartir una conferencia en la Universidad de Oregón. (En esa ocasión fue cuando me invitó a pasar un año en Oxford para estudiar con él). En 1962, yo había publicado un breve trabajo en el Journal of Philosophy, sobre el tratamiento que Hart hacía del tema de la justicia en The Concept of Law. En 1963, publiqué un largo ensayo en el Duke Law Journal, sobre The Concept of Law. Fue mi primera publicación importante en filosofía del Derecho y me sentí muy animado por su acogida general y, en particular, por lo que Hart pensaba de ella. Tuve una gran suerte en contar con el consejo, en mis primeros trabajos, de un competente filósofo de la Universidad de Oregón, llamado Frank Ebersole. Realmente, el Departamento de filosofía en aquel tiempo era de gran nivel. Durante un período de años relativamente corto tuvo a miembros tan distinguidos como Arthur Pap, perteneciente anteriormente al Círculo de Viena, Frank Ebersole, John Wisdom, el famoso filósofo de la Universidad de Cambridge, Ruth Anna Mathers (más tarde Ruth Anna Putnam), que pasó luego al Wellesley College, Robert Richman, Virgil Dykstra, Arnulf Zweig y Albury Castell. Muchos de ellos me prestaron un gran apoyo, al igual que un profesor de Derecho con preocupaciones teóricas entonces en la Universidad y que se llamaba Hans A. Linde. En ese período, Gilbert Ryle visitó la Universidad de Oregón para dar una conferencia y estuvo cenando con nosotros (con mi esposa Dorothy y conmigo) ¡Recuerdo todavía los temas de conversación de aquella estimulante cena!
M.A.: ¿Cuál fue el siguiente estadio de tu desarrollo filosófico?
R.S.: Bueno, yo era básicamente un autodidacta en la materia; había asistido únicamente al curso de Fuller que estaba dedicado básicamente a la llamada disputa entre el positivismo y el Derecho natural. Sentía una fuerte necesidad de hacer algún tipo de estudios de postgrado sobre la materia. Con cartas de apoyo de Hart y de Fuller, recibí una modesta beca, con fondos de la Fundación Rockefeller, para estudiar filosofía jurídica con Hart en Oxford, durante un año: 1964-65. El curso fue una verdadera introducción a la obra de Hart y a la filosofía analítica de Oxford. El año fue de lo más excitante en muchos sentidos. ¡Sería posible dedicarle todo lo que queda de esta entrevista sólo a ese año!
M.A.: Bueno, dinos algo acerca de la experiencia de estudiar con Hart
R.S.: Insistía siempre mucho en la importancia de pensar sobre un problema y llegar por uno mismo a la solución. Por supuesto, también quería que sus estudiantes leyeran a fondo sobre el problema. No ahorraba críticas sobre los trabajos y los esquemas que preparaba y le entregaba antes de nuestras reuniones regulares, pero sin embargo nunca dejaba de combinar la crítica con el ánimo que infundía. Su evidente excitación cuando estaba frente a una cuestión interesante le inspiraba a uno. No estaba interesado en tener discípulos. Era además bastante autocrítico. Dado que él y Fuller eran las dos figuras principales en la materia en la segunda mitad del siglo XX en el mundo anglosajón, yo estaba realmente impresionado por el hecho de que Hart fuera realmente tan modesto. Se tomaba también un interés personal en los que estudiaban con él. Conmigo fue realmente amable. Hizo gestiones para que pudiera encontrarme con (y pudiera asistir a seminarios o a clases de) varias figuras de Oxford como Isaiah Berlin, Gilbert Ryle, Freddie Ayer, Peter Strawson, Geoffrey Warnock, Geoffrey Marshall, John Lucas, A.J.P. Kenny y otros. Desde luego, asistí a las propias clases de Hart en ese año, que incluían un curso sobre derechos y deberes en la tradición utilitarista y un curso sobre la teoría de Hans Kelsen. También asistí a su seminario sobre teorías contemporáneas del Derecho y a su seminario conjunto con Rupert Cross y Nigel Walker sobre el elemento mental en el delito. Durante ese año trabé amistad con algunos de los estudiantes graduados de Hart más sobresalientes, como Peter Hacker y Joseph Raz.
M.A.: ¿Hay alguna publicación de ese año que consideres significativa en tu desarrollo teórico?
R.S.: Sí. En ese año, por sugerencia de Hart y de otros, leí muchos de los escritos del profesor John Langshaw Austin y preparé una primera redacción de un artículo sobre la buena fe en Derecho de contratos, sobre el que continué trabajando después de mi vuelta a Estados Unidos. Finalmente se publicó a comienzos de 1968 en la Virginia Law Review. En ese artículo apliqué el análisis de los términos excluyentes (“excluder”) a la buena fe y logré mostrar que esa expresión es usada típicamente por los jueces no como el nombre de un simple estado mental de tipo positivo o cualquier tipo único de estado, sino que más bien es usada típicamente para excluir una heterogénea variedad de formas de mala fe. Usando esa conceptualización, logré mostrar que el common law americano en materia de contratos contenía una gran cantidad de Derecho de amplio alcance sobre la buena fe, algo que nadie había visto anteriormente. De esa manera, pude ver no sin sorpresa que el análisis filosófico es capaz de mostrarnos la manera de ver muchas cosas importantes y correctas que están delante de nuestros ojos, pero de las que antes no nos habíamos dado cuenta. Se podría decir, simplificando las cosas, que la percepción presupone la conceptualización.
¡Desde luego, los filósofos son especialmente buenos en esto último! El artículo demostró que los tribunales ya habían reconocido una obligación general de buena fe, y se convirtió en la base fundamental para la nueva sección 205 de la segunda edición del Restatement americano de contratos, que es uno de los tres nuevos desarrollos importantes en el Derecho americano de contratos entre los dos Restatements (el primero había aparecido en 1932 y el segundo es de 1981). También, como resultado de la recepción del artículo, tuve invitaciones de diversas Facultades de Derecho para dejar la Facultad de Derecho de la Universidad de Oregón, donde había estado durante ocho años. Me establecí de manera permanente en la Facultad de Derecho de Cornell en 1969. Aunque Hart nunca vio el artículo antes de su publicación, recibí una carta suya aprobándolo. Estoy seguro de que nunca hubiera escrito el artículo si no hubiera sido por el año en Oxford estudiando con él. Otro artículo que escribí parcialmente durante el año de Oxford se tituló «Los nuevos juristas analíticos» y apareció en 1966, en el volumen 41 de la New York University Law Review. Este artículo da cuenta entre otras cosas de la conexión entre la filosofía analítica oxoniense y la metodología de la filosofía del Derecho. Durante ese año en Oxford, concebí también la idea de editar lo que llegaron a ser dos colecciones de ensayos escritos fundamentalmente por otros, uno titulado Essays in Legal Philosphy (1968) y otro More Essays in Legal Philosophy (1971). Ambos fueron publicados por Blackwell en Inglaterra y por University of California Press en Estados Unidos. Estos también fueron muy leídos en su tiempo, como el anuncio de algo relativamente nuevo en la filosofía del Derecho, atribuible en amplia medida a desarrollos en la filosofía analítica de Oxford. La primera de estas dos colecciones incluía también una amplia introducción que escribí y que reflejaba la influencia metodológica de esa filosofía.
M.A.: ¿Cómo describirías los siguientes estadios de tu trayectoria intelectual?
R.S.: ¡Nunca dejé de volver a Oxford! Pasé nuevas estancias sabáticas allí en 1974-5, 1981-82, 1988-89 y, desde 1980, la mayor parte de mis veranos los pasé en Oxford. En 1991-92 fui nombrado profesor visitante Arthur L. Goodhart de ciencia jurídica en la Universidad de Cambridge, universidad en la que, desde entonces, he tenido el privilegio de pasar mucho tiempo con colegas que me han estimulado mucho. En todos esos años, visité también regularmente a teóricos del Derecho de Escocia, especialmente a Neil MacCormick y (antes) a Archie Campbell en Edimburgo. Visité también regularmente el continente europeo, donde conocí a un buen número de filósofos del Derecho, especialmente en Austria, Francia, Alemania, Escandinavia, Italia y España. Sentí un interés cada vez mayor por la obra de iusfilósofos europeos contemporáneos, así como por los escritos de autores anteriores como Jhering, Heck, Radbruch y Weber. A partir de 1980 fui invitado con frecuencia a dar conferencias en universidades de habla alemana, y en 1985 fui profesor visitante durante todo un semestre en la Universidad de Viena. Desde la década de los 80, la Universidad de Göttingen se convirtió en mi principal hábitat intelectual en el continente, y he tenido allí magníficos intercambios académicos con figuras tales como Okko Behrends, Ralf Dreier, Robert Alexy y el Franz Wieacker de los últimos tiempos. Creo haber recordado en algún lado que he sido invitado a dar conferencias en unas setenta universidades fuera de
los Estados Unidos, principalmente en Europa. Siempre me ha parecido que eso era estimulante y que ayudaba a mi trabajo. Comenzando en 1983, me convertí en el director del círculo de Bielefeld (el Bielefelder Kreis) y continué con esa función durante quince años. Se trata de un selecto grupo de quince teóricos del Derecho de diversas partes de Europa que se reúne anualmente para trabajar en metodología jurídica comparada. Como consecuencia de esos encuentros, soy el co-autor de dos libros que han tenido muy buena recepción, uno sobre la comparación en la interpretación de las leyes y otro sobre la comparación de los precedentes judiciales. El co- director de esas actividades fue el profesor Neil MacCormick, que hizo contribuciones muy importantes.
M.A.: ¿Qué libros de filosofía del Derecho has escrito en los últimos tiempos?
R.S.: Escribí un libro sobre la teoría del Derecho americana que se publicó en Cornell University Press en 1982. El libro apareció también en alemán y en holandés. Se tituló Instrumentalism and American Legal Theory. En ese libro daba cuenta de, y criticaba, el surgimiento y la recepción de la teoría jurídica en los Estados Unidos desde el final del siglo XIX hasta las décadas centrales del siglo XX. Mostré la fusión de la filosofía pragmatista americana, la Jurisprudencia sociológica y el realismo jurídico, y reconstruí la teoría general resultante en términos de una serie de lo que llamé principios básicos del instrumentalismo pragmático. Entre esos principios están estos: (1) el propósito de la teorización jurídica es hacer el Derecho más útil para la «ingeniería social», (2) el principal objetivo del propio Derecho es el más o menos utilitarista de servir a los «deseos» y a los «intereses» de los ciudadanos, (3) el Derecho es esencialmente una serie de herramientas -instrumentos- a emplear como un tipo de tecnología de acuerdo con los descubrimientos de la ciencia social, (4) los jueces en el sistema jurídico tienen que desempeñar una función destacada en la creación e implementación de políticas a través del Derecho, (5) el criterio esencial para identificar el Derecho válido es predictivo -es decir, el Derecho válido consiste en aquello que puede predecirse que harán los órganos públicos (officials in power), especialmente los jueces-, y (6) la eficacia del Derecho deriva en último término del monopolio que los órganos (officials) del sistema tienen sobre el uso de la coerción, la fuerza y la acción directa del Estado. A esa teoría le puse el nuevo nombre de «instrumentalismo pragmático», en lugar del de «realismo jurídico», y sometí a cada uno de los anteriores principios a un análisis positivo, así como a una amplia evaluación crítica.