Loe raamatut: «El secreto del bosque de los sueños», lehekülg 3

Font:

Capítulo 03
LA MISIÓN DEL CABALLERO

Habían pasado cinco días desde que se separaron del grupo de caravanas. Junto con los comerciantes, dejaron atrás las cordilleras de la Rohana, y solo las del Cacio les seguían acompañando. A medida que avanzaban el paisaje se fue volviendo más verde y el clima más húmedo, hasta que llegó un momento en el que el segundo sistema montañoso ya no fue visible debido a los árboles que se encontraban por su camino.

Manyou seguía inquieta por los sucesos recientemente acontecidos, aunque estos hubiesen ocurrido cinco días atrás. Era imposible que una persona sin don alguno para la magia hubiese desaparecido sin dejar rastro, y menos que hubiese dejado de existir en el recuerdo de las gentes con las que había convivido. ¿Pero por qué ella sí que la recordaba? El uso de algún tipo de droga era la única explicación que se le ocurría, y aun así dudaba de que ningún brebaje pudiese hacer olvidar a una persona sola. Normalmente se olvidaban días enteros o acontecimientos concretos, no únicamente lo relacionado con un individuo. ¿Y si no era una droga, entonces qué? Manyou sabía de buena tinta que ni la muchacha poseía el don, ni había nadie cerca que lo tuviera. ¿Acaso existía algún modo de hacer magia sin poseer el don?

El estúpido de su caballo tropezó y ella casi se come el suelo a causa de ello. Jorad se acercó, seguramente preocupado, sin embargo no llegó a decir o hacer nada. ¿Por qué tenía la gente tanto miedo a la magia? Para Manyou era una extensión más de sí misma y usarla casi tan sencillo como respirar. Más peligrosa podía ser la bestia que montaba ella misma.

Entre los árboles de la lejanía empezó a distinguirse uno claramente singular. Era inmenso, con unas dimensiones descomunales, más ancho que alto, y cuanto más se acercaban a él más grande parecía ser. Pero no era un árbol, no uno solo al menos. Pues cuando ya estuvieron a un día de distancia del mismo el tronco ya no lucía marrón sino gris y la copa no era de un único color, sino de muchos.

—Bienvenida a Eren Joo.

El tronco no era tal, sino una inmensa muralla y lo que parecía la copa no era una sino muchas, pues la ciudad estaba construida sobre un bosque.

—Gracias —respondió, no muy segura de si eran las palabras adecuadas.

—Te recuerdo que no está permitida la entrada a los magos, así que debes prometerme que no usarás la magia dentro de esos muros ni revelarás tu… «profesión» a menos que yo te lo diga.

No estaba bien vista la magia ni permitida la entrada a los magos y sin embargo una buena parte de la élite militar de Eren Joo lo era. ¡Cuánta hipocresía!

—¿Qué pasaría si me descubriesen? —preguntó con curiosidad.

—Te colgarían de la rama más alta de la ciudad, y a mí contigo por haberte traído —admitió.

Dejó escapar un suspiro ante tanta exageración.

—Te prometo, Jorad, que no emplearé magia alguna ni revelaré mi posición dentro de la orden de magia, a menos que tú me lo pidas o que mi vida dependa de ello —prometió, no muy dispuesta a dejarse colgar, pues aunque no acababa de creer en las palabras de su compañero, tampoco estaba dispuesta a comprobar en primera persona su veracidad.

El guerrero meditó aquellas palabras un rato antes de asentir.

—Es razonable —dijo cuando ya estaban al pie de la muralla.

—¿Cómo entraremos? No veo puertas ni ningún modo de acceso.

Como respuesta, Jorad se introdujo los dedos índice y pulgar de la mano derecha en la boca y silbó. Un método sencillo y primitivo que no tardó en recibir respuesta: otro silbido, pero procedente de lo alto de la muralla.

—Desmonta, ya no vamos a necesitar los caballos.

Le hizo caso, aunque algo confusa por el modo en que él dejaba libre con tanta facilidad a un animal tan caro como su corcel.

—¿Los dejamos sin más? —preguntó al ver que era lo que él estaba haciendo.

—Ahora vendrá alguien a por ellos —contestó su compañero.

Se acercó al muro justo detrás del guerrero y, para su sorpresa, de las alturas cayó una escalera de cuerda por la que descendió un muchacho de cabello castaño y ojos verdes, exactamente iguales a los de Jorad. El joven saltó cuando ya estaba a unos pasos del suelo y fue hasta donde los animales, ignorando por completo a los dos recién llegados.

—Debes de estar bromeando —comentó cuando vio que su compañero empezaba a ascender por aquella peligrosa escalera.

—Cuanto antes empieces a subir, antes llegaremos —respondió él sin volver la vista atrás.

Trepó el primer peldaño y lo bajó de un salto al notar cómo un escalofrío le recorría la espalda. Se sentía observada, pero no por el muchacho que había bajado antes, pues ya no estaba por los alrededores, sino por alguien desde las alturas. Jorad seguía subiendo y ella no tuvo más remedio que maldecir en silencio su promesa mientras comenzaba de nuevo su ascenso. De poder usar magia sabría ya quién los estaba espiando, donde estaba esa persona e incluso subiría la condenada escalera de cuerda sin peligro. Pero no, había prometido no usar la magia.

Suspiró, y comenzó a trepar de nuevo.

Ya estando cerca de la meta alguien le tendió una mano para ayudarla, y creyendo que se trataba del guerrero ni se lo pensó antes de aceptarla.

—Gracias —dijo pues, incluso cuando no se trataba de Jorad, aquel hombre había sido el único en ayudarla a subir esa tortura de escalera.

Ciertamente el misterioso personaje era idéntico a Jorad. Mismo tono de piel, de cabello, incluso el verde de los ojos y el peinado parecían ser los mismos. Y no solo él, todos los que allí estaban eran iguales a su compañero, a excepción de la armadura claro.

—Siempre es un placer ayudar a los viajeros —Se mostró caballeroso el desconocido—, y más tratándose de la prima del Capitán Jorad. —Le sonrió.

¿Prima? ¿De quién, de Jorad?

Mientras pensaba en qué decir a continuación empezó a sacudirse la falda y a buscar con la mirada la distintiva armadura plateada de su fugitivo compañero. La del desconocido era de un color casi pardo y no había ningún símbolo en su hombro. Y en cuanto a su voz y modales, nada tenían que ver con los del guerrero.

—¿Sabe dónde se encuentra mi querido primo? —Hacía tiempo que no utilizaba un lenguaje formal y se sentía torpe.

—Tal vez podría decirme su nombre —pidió el desconocido.

Se sintió rara cuando se encontró con la mirada de aquel hombre. ¿Por qué la miraba así? ¿Es que no había suficientes mujeres en Eren Joo? En fin, decir su verdadero nombre, el que usaba ahora, no sería prudente pues podría revelar que sabía usar magia.

—Imi Co.

Ese fue su primer nombre, el que le pusieron sus padres al nacer.

—¿Se alojará con su primo, señorita? —preguntó otra de las copias de Jorad, que se había acercado a ver lo que se cocía allí.

Debían de estar muy desesperados. Ni siquiera en la academia de magia, donde escaseaban las mujeres, la habían tratado así. ¿Dónde estaba su compañero cuando se le necesitaba? Si iba a hacerla pasar por pariente suyo, al menos debería protegerla de ese tipo de escenas.

—Eso solo si logro encontrarle. —Hizo acopio de su mejor sonrisa—. Por cierto, ¿dónde está?

Las miradas de sorpresa no faltaron.

—¿Es su primera vez en Eren Joo, señorita Ymico?

No era Ymico, sino Imi Co.

Hubo más de una oferta para enseñarle la ciudad una vez se hubiera alojado, cada una más galante que la anterior. ¡Menuda gente!

—Me temo que ya se lo he prometido a… mi primo. Tal vez en la próxima ocasión.

Debía ser cierto que Jorad pertenecía a la élite militar, porque solo con nombrarlo el resto se pusieron firmes. Pero aun así, nadie parecía querer decirle dónde estaba su primito.

Empezó a darle vueltas a todo lo que había visto y oído desde que subió la escalera de cuerda. Antes, cuando preguntó por el paradero de su supuesto primo, su coro de aduladores se había sorprendido y en seguida se habían percatado de que era su primera vez en aquella ciudad. Así que debía haber algún tipo de ritual o costumbre que aquellas gentes cumplían a raja tabla al llegar a Eren Joo.

—Señorita Imiko —¿Es que era tan difícil pronunciar bien su nombre?—, ¿no pasará a asearse?

¿Lavarse? ¿Podía ser que se tratara de eso?

—Eh, sí, por supuesto. ¿Dónde…?

Le indicaron donde estaban los aseos, porque como ella había deducido había una costumbre en aquel pueblo que era bañarse nada más llegar para quitarse el polvo del camino, pero por más que lo intentaba no conseguía encontrar la supuesta entrada a esos baños. Caminó siguiendo las instrucciones, aun cuando allí ella solo viese árboles. Tal vez fue por ello que cayó sin remedio al pisar donde no debía.

La caída no fue para nada dura. Había prometido no ejercer su don a no ser que Jorad se lo pidiese o su vida corriese peligro, y puesto que era el caso no dudó en protegerse con un inocente hechizo. Todo su cuerpo quedó recubierto por una fina capa de magia que la protegió de todos los golpes y arañazos, y al final fue como estar dentro de una burbuja. En situaciones normales, simplemente se habría transportado de nuevo a lo alto de la muralla o habría hecho que su compañero se apareciera delante de ella para cantarle las cuarenta, pero por desgracia había hecho aquella maldita promesa.

Suspiró al darse cuenta de que tendría que encontrar el modo de regresar a las copas de los árboles sin emplear magia.

La muralla debía de medir un mínimo de cincuenta metros de altura, y su grosor era de al menos tres. Era pura piedra, así que subirlo sin ayuda estaba más que descartado. Aquella muralla se subía pero no se bajaba, pues una serie de puentes y construcciones perfectamente confundidas con el entorno formaban el pueblo de Eren Joo. Construcciones que estaba viendo ahora que había tocado el suelo.

Una ciudad en los árboles, familias cercanas al cielo, con un mundo entero bajo sus pies. ¡Increíble! Aquella era una tierra pantanosa y no solo era difícil caminar sobre ella sino que además se hundía si no lo hacía. Pero lo más sorprendente de todo fue descubrir que había casas allí abajo, cerca de los troncos.

Vistas de cerca, aquellas viviendas parecían chabolas, y Manyou supuso que aquel debía ser el barrio bajo de Eren Joo. Literalmente hablando.

Le agradó descubrir que la gente de allí abajo no eran copias idénticas a Jorad. Ciertamente había algún que otro parecido, como siempre sucede entre la gente de un mismo pueblo, sin embargo había personas altas y bajas, pelirrojos, rubios y morenos y hasta le pareció ver a alguien de ojos negros. Arriba en las copas de los árboles todo el mundo le había parecido igual, allí abajo no. Era como si la gente de Eren Joo hubiesen decidido una norma de belleza y todo aquel que no la cumpliera hubiese sido expulsado de la civilización.

—Muchacha, ¿te has perdido?

Se giró bruscamente para descubrir a la propietaria de aquella inquietante voz. La escena parecía sacada de una escena de esos libros de terror que solía leer durante los veranos en Taj Mahal, y es que aquella bajita anciana de pronunciadas arrugas lucía como las brujas descritas en esos cuentos.

—Podría decirse que sí, señora. —Por alguna razón la mirada de aquella mujer le era vagamente familiar, algo imposible dado que nunca había estado allí—. Tal vez usted pueda indicarme cómo subir. —Sonrió al tiempo que señalaba las copas de los gigantescos árboles sobre sus cabezas.

La anciana sonrió a su vez y arqueó una ceja.

—¿Acaso no sabes cómo? —Comenzó a caminar.

Comprendiendo que aquello era una señal para que la siguiera, Manyou se remangó el vestido y trató de seguir el ritmo de la experimentada señora. No tardaron en llegar a la puerta de una de las chabolas que antes había visto y cuyo interior, pues entró después de que su guía lo hiciera, no se diferenciaba demasiado de su aspecto exterior. Sin embargo, una vez dentro no le cupo ninguna duda de que aquel era el hogar de un mago, o maga en ese caso.

—Creía que los magos tenían prohibida la entrada a este país —comentó, tratando así de que la mujer le contara su historia y por qué había terminado en los suburbios de Eren Joo.

Tomó asiento en una rústica silla de madera y esperó a que su anfitriona hablase.

—Nunca estudié magia —dijo la anciana mientras calentaba el contenido de un viejo caldero—, así que no puedo ser maga.

Tal vez, pero Manyou podía sentir el flujo constante de magia recorrer el interior de aquella mujer y de su hogar. Puede que no hubiese recibido estudios en ese arte, pero sabía emplearlo.

—¿Entonces qué es usted?

Aceptó la taza que la mujer le ofreció con el brebaje que había estado calentando en el viejo caldero.

—Una simple lectora de manos, hija. Leo el sino de las personas escrito en sus manos al nacer y moldeado a lo largo de sus días por sus elecciones, nada más.

A Manyou todo aquello le pareció de lo más interesante.

—¿Fue así como supo que yo llegaría?

Si su encuentro no había sido puro azar, entonces debía haber algún motivo por el que la maga había acabado cayendo a ese lugar.

—Sí, aunque no como crees, pues no puedo leer mi propia mano. —Le mostró ambas palmas—. ¿Te gustaría que te leyera tu sino, hija?

Tenía curiosidad, así que consintió.

—Por supuesto.

—Dame tu mano izquierda. —Manyou así lo hizo y observó con interés cómo la mujer recorría una a una todas las líneas de su palma—. Te espera una larga vida llena de emociones. Veo que tendrás una gran fortuna pero que el dinero siempre parecerá faltarte —hizo una pausa y luego la miró con tristeza—. Van a traicionarte, alguien en quien quieres confiar te defraudará. —Y su visión no mejoró a medida que avanzaba—. Veo que te enamorarás, aunque no será correspondido… Mi podre niña, vas a tener que elegir entre tu felicidad o ser fiel a ti misma…

—¡Vaya!

Siempre había creído que el arte de la adivinatoria, como lo llamaban algunos, era ridículo. Pero presenciar aquella lectura de mano fue una experiencia aparte. Nada de lo que decía la mujer tenía sentido.

—Veo en tu futuro a un príncipe sin sangre noble; ambos sois rescatados de una prisión bajo el agua. Barrotes mentales mantienen presa la mente del muchacho mientras su mentor aguarda la muerte de este. Debes acompañar al chico allá donde los dos zafiros puedan custodiarlo, o el mundo se habrá acabado. ¡Qué no se haga con la llave! ¡No dejes que se haga con la llave!

Escuchó a la anciana hasta el final con respeto y silencio, daba igual que pensara que sus palabras eran ridículas, porque lo que quería descifrar era el modo en que aquella mujer empleaba su don sin que este acabara por volverla loca. Algo que solía pasar cuando no se estudiaba magia y, como consecuencia, no se controlaba bien el don.

—¿Por qué viven ustedes aquí abajo, señora?

Era evidente que aquel «pueblo» era el suburbio de Eren Joo, y sus habitantes unos repudiados. Pero si su propio país no cuidaba de ellos, ¿por qué no irse a otro lugar?

—Porque aquí abajo no hay puntos. Todos somos iguales.

No tenía la menor idea de lo que eran esos «puntos». Claro que hasta que conoció a Jorad tampoco había sabido de la ciudad de Eren Joo, y menos que esta estaba sobre los árboles.

—¿Se refiere al sistema económico? —Era lo único que se ocurría que pudiese tener algo de sentido.

La anciana se sirvió otra taza de aquel líquido viscoso y por educación, la maga vació un poco el contenido de la suya dando un pequeño sorbo. Por desgracia estaba tan asqueroso como parecía.

—No sé qué es un «sistema económico». Desde siempre en esta ciudad le han asignado puntos a cada familia, siendo los más cuantiosos los del rey, y luego los nobles.

Aquellos puntos debían ser la moneda de Eren Joo, tal y como la maga había supuesto.

—Entonces viven aquí abajo porque no tienen suficientes puntos para comprar una casa allí arriba, ¿no es así?

La anciana la miró extrañada.

—¿«Comprar»? He oído hablar de eso. Es cuando se intercambian metales por bienes creo. —Ahora era Manyou la q ue la miraba extrañada y confundida—. Te aseguro, hija, que aquí no tenemos esas cosas. Por supuesto que tenemos metales, pero no los usamos para eso.

La maga tomó otro sorbo de la bebida de forma inconsciente, y para su sorpresa en aquella ocasión no le pareció tan asquerosa.

—Imagino que adquirirán sus hogares y posesiones de alguna forma.

La anfitriona negó con la cabeza.

—Los bienes son otorgados y repartidos en base al número de puntos de cada familia. Por eso nosotros vivimos aquí abajo —explicó.

Era una sociedad extraña e hipócrita la de Eren Joo.

—¿Y si…? Pongamos un ejemplo —empezó de nuevo—: un herrero hace una espada. ¿Gana puntos por ella?

—Eso no tiene sentido, hija. Si ese hombre es herero es porque no tiene puntos suficientes para hacer otro trabajo, ¿por qué habría de ganar puntos por ello? Si todos obtuviésemos puntos por hacer lo que debemos, ¿qué sentido tendría el sistema? Si el herrero ganase puntos por cada espada que fabrica terminaría siendo rey sin nadie que hiciese las espadas de su ejército.

La maga seguía sin comprenderlo.

—Alguno de ustedes podría convertirse en el siguiente herrero.

—Nosotros no tenemos puntos.

La anciana hablaba como si el sistema que trataba de describir fuese el más lógico y natural del mundo, pues para ella debía de ser así, pero Manyou era incapaz de comprenderlo.

—¿Y por qué arriba son todos tan… —iba a decir iguales pero en el último momento cambió sus palabras— de características físicas tan parecidas? —Para ella todos se veían iguales.

—Nadie en su sano juicio se casaría con alguien que tuviese menos puntos que su familia. —Luego los puntos sí que eran algún tipo de sistema económico—. Así que lo normal es que todos aquellos con un número parecido de puntos estén más o menos emparentados.

Aquellas palabras implicaban mucho más de lo que parecía; entre otras cosas enfermedades por el parentesco, pero eso era algo que la maga nunca diría en voz alta. Como que la gente de Eren Joo vivían encima de los verdaderos habitantes de la ciudad: aquel suburbio y sus caras eran la realidad de aquel pueblo.

—Debes salir ya —dijo la anciana de pronto—. Han venido a buscarte.

Por un momento la voz de la mujer cambió tanto que Manyou se preguntó si de verdad aquel sonido había salido de sus labios. Dejó la taza, aún con contenido, sobre una mesita cercana y salió sin decir nada más. No creía que sus caminos fueran a volver a cruzarse, pues de la misma forma que vio el don en ella, también pudo ver que el uso de la magia sin conocimiento la había consumido hasta el punto de no poder vivir sin estar siendo poseída por sus poderes. Seguramente no le leyó la mano por simpatía, sino por necesidad.

En la lejanía distinguió la figura de Jorad con su armadura plateada y no se lo pensó dos veces antes de acercarse a él. A decir verdad casi se alegró de que hubiese ido hasta allí para buscarla. Sin embargo, y aunque la armadura era casi idéntica a la de su compañero, cuando estuvo a unos pocos pasos del hombre descubrió que no se trataba de su conocido, sino de uno de sus muchos iguales.

—Usted debe de ser la señorita Imico. —Se inclinó levemente—. Bueno, debo confesar que Jorad me dijo que se llamaba Manyou aunque cuando investigué su desaparición en la muralla me dijeron ese otro nombre. Dígame, ¿cómo debo llamarla?

No pudo evitar ponerse en guardia ante el desconocido, que había pronunciado su nombre casi bien.

—¿Quién es usted?

—Le ruego que me perdone, no pretendía ser grosero. Es solo que no estoy acostumbrado a tratar con damas. —Sonrió con timidez—. Permítame empezar de nuevo. Mi nombre es Nere, décimo Capitán de las Hojas Doradas —lo dijo con no disimulado orgullo—, aunque no creo que haya oído hablar de nosotros. —Se puso nervioso y empezó a hablar rápido—. Debemos ponernos en marcha ya, o Jorad me matará —dijo.

No estaba segura de que pudiese confiar en él pero aun así lo siguió. En el peor de los casos podría aturdirle o incluso sonsacarle el modo de salir de allí por medio de la magia.

—¿Sabes a qué me dedico, Nere? —Era necesario dejar las cosas claras, por si debía enfrentarse a aquel hombre.

Él la miró un poco sorprendido.

—Bueno, la verdad es que me sorprendí cuando Jorad me dijo que era usted una señorita. —Si era eso lo que le había sorprendido, entonces debía saber que era maga—. No estoy acostumbrado a trabajar con damas, así que si he hecho algo que haya podido ofenderla le ruego que me perdone.

—No has hecho nada para ofenderme, Nere —respondió ella, sin poder evitar una sonrisa.

—¿Se molestaría si volviera a preguntarle su nombre?

Lejos de molestarse, la mujer se sentía casi halagada por el trato tan gentil que estaba recibiendo.

—Es Manyou.

—Significa magia, ¿verdad? Entiendo por qué dio usted el otro nombre en la muralla, pero en mi opinión le sienta mucho mejor el que acaba de decirme.

¡Menudo era! Si la maga no tenía cuidado, aquel hombre acabaría sacándole los colores.

—Dime, Nere —decidió cambiar de tema—, ¿sabes para qué me ha contratado nuestro amigo en común? —No necesitó acelerar el paso para ponerse a su altura, pues era él el que se adaptaba al ritmo de ella.

—¿No se lo ha dicho? —Parecía realmente sorprendido—. Quisiera decir que es un comportamiento impropio de él pero… ¿Ha oído hablar del honor de caballero, señorita…? —dudó sobre cómo debía llamarla.

—Llámame Imi, y no, no sé lo que es.

Él le preguntó por qué Imi y no Imico, a lo que ella le respondió dos cosas: la primera que el nombre correcto era Imi Co, y la segunda que «Co» era el nombre propio de su familia, lo que en otras culturas llamaban apellido.

—Nosotros, los Hojas Doradas, nos regimos por un código de comportamiento, llamado honor de caballero, según el cual juramos lealtad a un rey y solo uno —enfatizó—. El problema es que hace diez años nuestro monarca fue asesinado y sustituido mientras cumplíamos una misión en el extranjero, pero ahora algunos de nosotros creemos poder reinstaurar la antigua y original monarquía, y así enmendar el error que cometimos diez años atrás.

Manyou quedó perpleja. La habían contratado para dar un golpe de estado.