LAS AVENTURAS DE MARÍA Y RODRIGO: LA CONJURA CONTRA LA REINA

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LAS AVENTURAS DE MARÍA Y RODRIGO: LA CONJURA CONTRA LA REINA
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Las aventuras

de María y Rodrigo

La conjura contra la reina

Rosario Lara Vega

José Ramón Rico


© Rosario Lara Vega, José Ramón Rico

© Las aventuras de María y Rodrigo. La conjura contra la Reina

Abril de 2021

ISBN papel: 978-84-685-5745-8

ISBN ePub: 978-84-685-5746-5

Editado por Bubok Publishing S.L.

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Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

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Índice

El alumbramiento, 31 de enero de 1547

El inicio de una amistad, 10 de agosto de 1557

La conjura, 21 de febrero de 1565

El magnicidio, 28 de febrero de 1565

La celda, 1 de marzo de 1565

La paliza, 1 de marzo de 1565

El amor, 2 de marzo de 1565

El paseo, 9 de marzo de 1565

El miedo, 9 de marzo de 1565

El regreso, 10 de marzo de 1565

La huida, 10 de marzo de 1565

El reencuentro, noche del 10 de marzo de 1565

La traición, noche del 10 de marzo de 1565

La vigilancia, 11 de marzo de 1565

La sorpresa, noche del 11 marzo de 1565

El secuestro, amanecer del 13 de marzo de 1565

La confesión, tarde del 13 de marzo de 1565

La emboscada, amanecer del 14 de marzo de 1565

La búsqueda, 14 de marzo de 1565

La prueba, 16 de marzo de 1565

El enlace, 31 de marzo de 1565

El alumbramiento,

31 de enero de 1547

La llegada del alba sumió a Gonzalo en una extraña inquietud. Los gritos de su esposa, Jimena, habían invadido cada rincón de la casa. Aturdido y nervioso, recorría de un lado a otro la habitación en penumbra.

Era una vivienda pequeña construida con pizarra, sólida y bien situada, próxima al castillo de su señor, el Duque de Alba.

De pronto, un último grito desgarrador fue seguido por un coro de sollozos. Gonzalo sonrió y permaneció expectante tras la cortina que daba acceso al dormitorio. Apenas había transcurrido un año desde su boda y ya era padre.

Las primeras luces del amanecer, rosadas, suplantaron la pálida luz de las velas que iluminaban la estancia. Poco a poco, el sol fue despuntando en el horizonte.

Se oyó entonces un agitado ir y venir desde dentro del dormitorio. El capitán de arcabuceros aguardó tras la cortina sin apenas pestañear. Comprendió que algo marchaba mal. Se mordió el labio inferior con fuerza, como si quisiera evitar que las lágrimas afloraran sobre sus ojos. Aquel incesante rumor impedía oír lo que decían.

De repente, la cortina se descorrió. La partera, una mujer nervuda con el cabello teñido de blanco, se acercó hasta el capitán y le dijo:

—¡Enhorabuena! Ha tenido dos hermosos niños.

A Gonzalo le dio un vuelco el corazón.

—¿Dos niños? —preguntó sorprendido.

—Niño y niña.

Gonzalo respiró emocionado.

—¿Cómo se encuentra mi esposa? —preguntó ligeramente turbado.

Ella bajó la cabeza y dejó escapar un elocuente suspiro. Antes de que la mujer respondiera, el capitán adivinó el triste desenlace.

—No ha logrado soportar el parto. Lo siento.

Gonzalo miró a su alrededor abatido. Hubiera deseado morir en aquel mismo instante, mientras recordaba que las heridas sufridas durante las batallas de los tercios españoles en Flandes no resultaban tan dolorosas como aquella pérdida. Con el corazón encogido, notó una sensación de desamparo y una lágrima acabó perdiéndose entre sus mejillas.

La partera ya había regresado al dormitorio. Sobrecogido, con los ojos acuosos, permaneció unos instantes mirando hacia dentro desde el umbral. Después penetró en el lecho.

Jimena había sido una mujer hermosa, de tez blanquecina y cara redonda. Su rostro, inerte, aparecía ahora pálido y desfigurado por una mueca, en tanto que sus ojos abiertos de par en par mostraban un azul vidrioso. El resto del cuerpo, envuelto en unas sábanas, aparecía ensangrentado.

Gonzalo permaneció de pie y callado. Bajó la mirada hacia el suelo, procurando ocultar su rostro. El capitán pensó salir corriendo de la habitación y, por un instante, tuvo la sensación de lograrlo.

Incapaz, comprobó que dos pequeñas criaturas se revolvían en una cuna. Bajo la atenta mirada de los presentes, Gonzalo se acercó hasta ellas y las tomó entre sus brazos, buscando consuelo. Por un momento olvidó lo que había ocurrido.

Afuera, el frío seco e intenso de la meseta castellana se instaló en la pequeña localidad salmantina de Alba de Tormes. Todo comenzó a estar iluminado y brillante. Dentro, un enjambre de mujeres inició una lúgubre letanía en latín.

El inicio de una amistad,

10 de agosto de 1557

La ciudad sitiada, una pequeña localidad, se llamaba San Quintín y se encontraba situada a orillas del río Somme. Se trataba de una ofensiva de carácter estratégico y la guarnición apenas la conformaba unos centenares de soldados.

Gonzalo permaneció en vela hasta bien entrada la noche, recostado junto a su arma y contemplando un hermoso cielo estrellado. Sus pensamientos se encontraban ahora lejos del campo de batalla. El capitán de arcabuceros suspiró. Su patria pequeña, Alba de Tormes, y sus dos hijos, María y Rodrigo, concentraban toda su atención.

En mitad de la noche los sentimientos sosegados con el ardor de la batalla, cobraban mayor fuerza. La orden era esperar y reponer fuerzas para la ofensiva final. Sólo el estallido lejano de algunos disparos rompía el silencio sepulcral de la noche. Hacía calor y el olor a sudor y sangre seca minaban la dignidad de la tropa.

Aquella postura resultaba algo incómoda: era como si le doliesen todos los huesos. Estiró una pierna y chocó contra los pies de otro soldado. Intentó incorporarse un poco ayudándose del mocho de su arcabuz; tenía la extraña sensación de no tener las extremidades inferiores.

Era el octavo día de asedio. Nada parecía poner fin a aquel infierno. Gonzalo esbozó una cálida sonrisa y con el recuerdo de sus pequeños mellizos cerró los ojos. Poco después era vencido por el sueño.

Cuando despertó, comenzaba a clarear; el sol aún estaba bajo. Tenía la boca seca y los labios agrietados. Un débil murmullo recorría las filas; había llegado la hora de la verdad.

Desde la trinchera echó un vistazo. El tercio aparecía escuadronado. Al frente de las tropas, Manuel Filiberto, duque de Saboya, montaba un magnífico alazán. Se mantenía erguido dentro de su coraza con escarcelas, mientras daba las últimas órdenes. Apodado “Cabeza de Hierro”, rondaba los treinta años. Era un hombre de complexión débil, tez rosada y labios abultados. La montura se alzó sobre sus patas traseras, confiriendo un aspecto soberbio al jinete.

Instantes después el redoble ronco y profundo de un tambor rasgaba el silencio de la explanada.

Los sitiadores adoptaron la formación de combate. El ala derecha, formada por españoles y alemanes, estaba al mando de Alonso de Cáceres; el centro con españoles, borgoñones e ingleses, a las órdenes de Julián Romero; el ala izquierda la constituía el tercio de Alonso de Navarrete, apodado “El Dentudo”. Cerrando la formación, el conde Egmont lideraba la caballería.

El ejército francés había llegado a San Quintín, dispuesto a liberarlo del sitio español en un abrir y cerrar de ojos. Agazapado en el bosque al principio, había abandonado su protección en ese momento e intentaba acercarse a la ciudad mientras su vanguardia cruzaba el río en barca.

 

Un grito atronador sorprendió a la avanzadilla francesa.

—¡Fuego!

Al momento una espesa nube de humo grisáceo ascendió a lo largo de la orilla. Los arcabuceros españoles, que junto a los piqueros y los mosqueteros formaban el cuerpo de élite, habían pillado desprevenido al enemigo.

—¡Preparaos, cargad de nuevo! —repitió el sargento con autoridad.

La segunda descarga sembró de muerte la margen izquierda del Somme. El intenso olor a pólvora quemada disimulaba el hedor de los cuerpos mutilados. Un amasijo de carnes y huesos carbonizados quedaba oculto bajo una densa humareda.

—¡España y Santiago!

De nuevo una rociada de pólvora y balas descargaba sobre las ya maltrechas huestes francesas. Los lamentos de los heridos y los gritos de los moribundos ahogaban el ensordecedor silbido de las balas. Apenas un reducido grupo de trescientos hombres logró alcanzar la ciudad.

La escuadra de Gonzalo, que se encontraba en la retaguardia con el objeto de evitar cualquier contraataque que pudiera venir de los sitiados, observaba en silencio el desarrollo de la contienda.

El estío se había dejado caer y un sol de justicia flagelaba los rostros de los soldados al tiempo que hacía relucir sus picas, yelmos y corazas.

Las tropas del monarca francés, Enrique II de Valois, asistieron con espanto a la cruenta escabechina de sus compatriotas. Instantes después, aprovechando la confusión creada entre los valones, el conde Egmont dirigió su caballería contra las filas francesas haciéndolas retroceder hasta el bosque. Un ejército de lanzas que superaban los cuatro metros de longitud con la cruz de san Andrés al frente, enseña de los tercios españoles, cubrió el campo de batalla.

—¡Santiago y España!

Una vez más aquel grito anunciaba una nueva arremetida de los españoles. La infantería de Felipe II comenzó el despliegue.

Los gritos de capitanes y sargentos recorrieron las compañías organizando la estrategia de combate. El batir de tambores junto al relincho de los caballos se hizo estremecedor.

Los franceses intentaron el contraataque. La embestida de su caballería fue rechazada por una descarga de arcabuceros españoles. Con la sangre fría y pese al elevado número de bajas, los valones recompusieron sus filas y volvieron a la carga. Con el rostro crispado, los hombres buscaban la muerte entre el frío acero toledano y el humo de la pólvora. Los caballos caían, destripados unos desjarretados otros, a pleno sol. Entretanto, la infantería española avanzaba en todo el frente. El propio duque de Saboya mandaba el centro. Los franceses comenzaron a retroceder y, a medida que fue aumentando la presión de la infantería, se batieron en retirada. Los sitiados observaron estremecidos cómo sus esperanzas de rescate se desvanecían como la brisa fresca del amanecer diluida por el abrasador sol de agosto.

—¡Mirad! Intentan una nueva embestida —se escuchó desde las murallas.

Un grupo de jinetes, empecinados, se caló las picas y avanzó hacia el frente, con los ojos inyectados en sangre, preparados para entablar combate cuerpo a cuerpo. Las dos alas del tercio español cayeron con violencia sobre ellos y las cargas de los arcabuceros no se dejaron esperar. Pese a los esfuerzos de los oficiales el miedo contagió a los franceses, que salieron precipitadamente de detrás del bosque.

Gonzalo permanecía en silencio con la vista concentrada en el enemigo. Tenía las piernas abiertas, descansando sobre sus rodillas medio dobladas y descargando toda su furia a través del cañón de su arcabuz. El humo de la pólvora le había irritado los ojos hasta hacerle llorar. Entonces creyó que las lágrimas le engañaban. Se frotó el ojo derecho y volvió a mirar. Ahora no tenía duda alguna. Allí estaba. Un arcabucero francés apuntaba al conde Egmont. Estaba lejos, pero dentro de su distancia de tiro, o al menos así lo creía. No lo pensó dos veces. Con el ojo recién limpio de pólvora apuntó en una fracción de segundo y apretó el gatillo. Cuando la nube de pólvora se desvaneció vio como el conde le dirigía una amplia sonrisa de gratitud. Él le correspondió con una leve inclinación de cabeza. Aquel incidente sería el inicio de una cordial amistad, pero no podía sospechar, ni siquiera imaginar, cómo le iba a afectar en años posteriores.

Había atardecido y la desolación había invadido los alrededores de San Quintín: los cadáveres y las extremidades de los caballos se amontonaban sobre la explanada; más de seis mil soldados franceses habían perecido y dos mil eran hechos prisioneros.

En el cielo, dos enormes columnas de humo ocultaban el sol.

La conjura,

21 de febrero de 1565

El carruaje enfiló lentamente el inicio de la calle. Las losas irregulares que conformaban el piso de la calzada hacían saltar, con gran estrépito, las ruedas contra el suelo. María se aferró a su asiento a medida que las sacudidas provocadas por los baches la zarandeaban de un lado a otro en el interior del vehículo.

El palacio presentaba elegante factura: era un edificio renacentista, de finales del siglo quince, construido con pequeños sillares de piedra. Dos torres cuadradas situadas en los extremos y rematadas con una rica crestería flanqueaban la fachada principal.

María miró a través de la ventanilla del carruaje. Situado en una plazoleta, el solemne edificio presidía la explanada. No lejos de allí, apenas unas calles más abajo, se podía escuchar el tañido de las campanas llamando a la oración. Durante un instante pensó que la búsqueda de su padre por fin tendría un final feliz. Se sintió relajada, como cuando se sentaba frente a su clavicordio. Entonces una extraña sensación se apoderó de ella: era como si volviera a ser la niña que recibía las lecciones de música de su padre. En su memoria se reprodujeron los momentos en que tocaban y reían juntos mientras poco a poco el sol se ocultaba en la lejanía. Todo parecía ahora muy lejano en el tiempo.

El desvelado interés de su padre por cultivar su talento le había llevado a estudiar con el maestro Francisco Salinas en Salamanca, recibiendo de él clases magistrales de teclado. Aquel magisterio, junto a la protección de su padrino, el Duque de Alba, le permitió cuatro años atrás la oportunidad de desempeñar un trabajo en la corte.

Sumida en sus pensamientos, llegó frente al palacio. Cuando el carruaje se detuvo, abrió la portezuela y bajó cautelosamente.

Sonrió. Notó como un nudo se formaba en su garganta mientras descendía del coche. Elevó la vista y reparó, durante un instante, en el escudo de armas que presidía la fachada. La linajuda familia Mendoza había unido sus apellidos a los del príncipe de Éboli, hombre de confianza de su majestad Felipe II.

Penetró en el edificio y accedió a un patio interior con dos galerías de columnas bajo arcos rebajados. María cruzó el patio y se dirigió a una de las estancias situada en la galería inferior. Se detuvo en la entrada, mientras un criado la anunciaba.

Tenía dieciocho años. Sus llamativos ojos azules, brillantes, como si un mar en calma los hubiera inundado, aparecían bajo unas cejas rubias delicadamente perfiladas.

—¿Se puede? —preguntó el fámulo asomándose a la habitación—. La dama que esperabais acaba de llegar.

—Hacedle pasar —respondió el noble.

El conde Egmont se levantó nada más entrar la joven y avanzó a su encuentro; era un hombre maduro, de aspecto cálido. Había llegado a Madrid el día anterior para tratar asuntos sobre los Países Bajos con su majestad Felipe II y se había alojado en la residencia de su amigo, el príncipe de Éboli.

El sol, anaranjado y radiante, bañaba la habitación. La estancia era amplia y confortable, decorada con mobiliario italiano. Las paredes aparecían cubiertas por numerosas pinturas, la mayoría rostros congelados de personajes anónimos. Al fondo, un gran ventanal daba a la plazoleta.

El conde extendió las manos en un gesto de bienvenida y la observó con alegría.

—Me alegra volver a verte —saludó cortésmente—. Eres toda una mujercita —afirmó admirado.

María se sonrojó. Tenía la piel blanca. El cabello, al igual que las cejas, era rubio y lo llevaba recogido en un moño cubierto por un birrete.

—¿Te apetece tomar algo? —preguntó el conde.

—Agua, por favor.

El conde se dirigió hacia una mesa ocupada con varios frascos de bebidas. Asió uno de ellos y vertió el líquido en el interior del vaso que posteriormente dio a su invitada.

María respiró hondo y bebió un sorbo. No quiso darle vueltas al asunto; había acudido a aquella cita por requerimiento del conde. Recordaba lo amable que había sido el noble con ellos tras el encarcelamiento de su padre. El desasosiego volvió a inundarla, pues ya habían transcurrido cinco años desde que cayera preso en manos de los turcos.

—Me han dicho que su excelencia tiene noticias de mi padre, ¿es así? —le interrogó la joven enmarcando una dulce sonrisa en su rostro.

El caballero miró fijamente a su interlocutora y le sonrió amistosamente.

—Me conforta decirte que tengo buenas noticias. Según mis informadores, tu padre será liberado pronto.

La joven pareció feliz con aquella declaración.

—¿Estáis seguro?

—Sí. Junto con otros cinco mil soldados de los que fueron hechos prisioneros en la isla de Djerba.

Aquella campaña fue una de las grandes derrotas militares sufridas por Felipe II. En su afán por liberar el norte de África de la piratería turca había planeado un ataque contundente. Sin embargo fueron los otomanos quienes sorprendieron a la flota española en la isla de Djerba, apresando a diez mil hombres y hundiendo todas las naves, siendo los presos, posteriormente, llevados a Estambul.

—Agradezco su interés por este asunto, señor conde.

—No podía hacer menos —respondió el noble—. Tu padre me libró de una muerte segura en San Quintín.

El conde era un hombre alto, de facciones marcadas, y mirada enigmática. Iba vestido a la moda de la época: jubón con mangas acuchilladas, calzas cortas adornadas con oro y unos zapatos de terciopelo acabados en punta cuadrada.

—Tengo entendido que eres dama de la reina —continuó el conde—. Y al parecer eres una virtuosa del teclado.

María agradeció el cumplido.

—He tenido buenos profesores —afirmó orgullosa.

—¿Te agrada la permanencia en la corte? —interrogó el noble con tacto—.

—Sí, estoy muy contenta y muy orgullosa —contestó la muchacha, feliz.

—Pues tienes que saber que… la reina se encuentra en grave peligro —le dijo el noble acercándose a María, con un halo de misterio.

Isabel de Valois, hija del monarca francés Enrique II, llevaba pocos años casada con Felipe II. Su matrimonio se había concertado como parte del acuerdo de paz firmado tras la batalla de San Quintín, por lo que se la conocía popularmente como Isabel de la Paz. Tras celebrarse la boda por poderes en la catedral de Notre Dame, siendo el novio representado por el Duque de Alba, la princesa francesa, que contaba con tan solo trece años de edad, viajó a la corte española incluyendo en su ajuar algunas de sus muñecas preferidas. No obstante el matrimonio no se consumaría hasta dos años después, momento en que la reina se transformó de niña a mujer.

—No os comprendo —respondió María dando un respingo— ¿A dónde queréis llegar?

Durante un instante la joven sospechó que la audiencia había sido una mera excusa para sonsacarle información sobre la vida privada de su señora. En otras circunstancias, aquella entrevista habría finalizado, pero teniendo presente la ayuda que estaba recibiendo de su interlocutor, no parecía lo adecuado. Se trataba de un buen amigo de su padre, no había pues motivos para recelar del conde.

—No sé si debería de contarlo —pensó el conde voz alta.

Por un instante, el caballero permaneció en silencio. La joven dama no pudo evitar cierta desazón ante la extraña situación.

—Mi querida María —dijo el caballero con cierto aire confidencial—: tengo noticias de una conspiración en el seno de la corte. He de hablar urgentemente con su majestad sin despertar sospechas algunas.

El conde Egmont habló con evidente elocuencia, serena y pausadamente, marcando la pronunciación de cada palabra con un tono ceremonioso. La gravedad de sus acusaciones provocó cierto desconcierto en la joven dama que palideció. Apenas podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Estaba confusa. No sabía qué pensar sobre aquel extraño asunto.

 
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