Loe raamatut: «Jenisjoplin»

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«Jenisjoplin abarca una historia social, o, mejor dicho, muchas historias sociales, y una dramática historia personal. (…) nos encontramos con un personaje creíble, el de Nagore Vargas, fuerte y frágil al mismo tiempo, que nos mostrará cómo ve ella el mundo. A pesar de todos los temas que aborda, Jenisjoplin, al fin y al cabo, es una canción de amor a la vida; una canción con mucho rock&roll». —Txani Rodríguez, Pompas de papel, EITB

«Una cualidad de la novela es la precisión del lenguaje, la vitalidad del habla de los interlocutores y de los modos de expresión de los protagonistas. Alberdi utiliza un lenguaje vivo, un lenguaje que los nuevos lectores “necesitan”». —Mikel Asurmendi, Argia

«El personaje de Nagore Vargas, su complejidad y evolución, es uno de los ingredientes más potentes de la novela, que se clava en el ánimo de quien la lee y abre el camino a profundas reflexiones en múltiples direcciones». —Ibon Egaña, Deia

«Por un lado, habla del conflicto (o conflictos) vasco. Realiza una radiografía de una época mirando al cambio de siglo. Por otro lado, habla de la identidad vasca, trata de dibujar el sujeto político actual a través de sus personajes, hechos y reflexiones. “En nombre de la clase, la patria y el sexo cada cual catalizaba su rabia contra el de al lado. Todo lo que me excitaba a mí”, dice Nagore». —Amaia Álvarez Uria, Argia

«Mientras se nos cuenta la trayectoria del personaje, en esta novela también se nos muestra la crónica de lo ocurrido en Euskal Herria en estos últimos años, con Nagore Vargas como testigo de todos estos hechos». —Javier Rojo, El Diario Vasco

Uxue Alberdi Estibaritz (Elgoibar, 1984). Escritora y bertsolari. Es autora de dos libros de relatos Aulki bat elurretan, Elkar, 2007; Euli-giro, Susa, 2013; dos novelas Aulki-jokoa, Elkar, 2009; Jenisjoplin, Susa, 2017 (Premio 111 Akademia); un ensayo Kontrako eztarritik, Lisipe-Susa, 2019 (Premio Euskadi); y una crónica literaria Dendaostekoak, Susa, 2020. También ha publicado varios títulos en literatura infantil, los álbumes Poza y Besarkada (Premio Euskadi 2016), entre otros.


Fotografía: X.E.A.

Jenisjoplin

Uxue Alberdi Estibaritz

Traducción de Irati Majuelo Itoiz


Autora Uxue Alberdi Estibaritz

Traducción Irati Majuelo Itoiz

Corrección Miguel Alpuente Civera y Beatriz Morales Bastos

Diseño de colección Rosa Llop

Imagen de cubierta Daiana Ruiz

Producción del ePub Bookwire

Edición consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

Primera edición en español:

noviembre de 2020, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-63-9

Esta obra está sujeta a la licencia Creative Commons CC Reconocimiento-NoComercial-SinObra-Derivada 4.0 Internacional CC BY-NC-ND 4.0. Los textos, edición, traducciones e imágenes pertenecen a sus autoras/es.

Edición original en euskera: Jenisjoplin de Uxue Alberdi, Susa, 2017

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

1

Era un lunes por la mañana y nos dirigíamos en coche a Artxanda. Transcurrían los últimos días del verano de 2010.

—Igual que el alcalde Azkuna, ¡a ver cómo está Bilbo sin nosotros!

El humor era la vía de escape para la inquietud de Irantzu. Las dos chicas detrás, delante los chicos: Karra de chófer y Luka a su lado. Parecíamos cuatro jóvenes con intención de dar una vuelta por el monte; el olor a la tortilla de patatas que había preparado Luka acentuaba esa sensación.

—A una no la pueden detener con el tupper de tortilla entre las piernas, es antiestético. —Irantzu llevaba el paquete entre las botas.

—Intentad meter tupperware y detención en la misma frase. ¡A que no podéis! ¿Le has puesto cebolla?

—Un poco.

—Entonces estamos a salvo.

Karra aprovechó para subir el volumen de la música.

—«¡No pasarán! Los venceremos, amor, ¡no pasarán!» —seguimos todos a coro el canto de Carlos Mejía Godoy—: «Aunque no estemos juntos, te lo juro: ¡no pasarán!».

Era la sintonía del programa de Luka, que aquel día nos evocaba resonancias más profundas que de costumbre. Llegamos cantando a Artxanda. Allí estábamos, los compañeros de la radio Libre, mientras el sol le calentaba los tobillos a la ciudad. El temblor de la hoja en septiembre es también un modo de espera.

Habíamos hablado de todo lo que había que hablar. Cuando me llevaran presa, Karra retomaría la responsabilidad de mi programa y la dirección de la radio, y la sustituta de Irantzu estaba dispuesta a dirigir la tertulia política. Acordamos en asamblea no escondernos y seguir haciendo nuestro trabajo periodístico.

Luka quizás tendría suerte, podía no estar fichado. Llevaba alrededor de cinco meses con nosotros, tratando información sobre el conflicto vasco en la televisión que habíamos puesto en marcha en la red. Era un híbrido tímido y políglota al que llamábamos el Transatlántico. Sin rumbo en la ciudad, lo acogí en mi casa, a cambio de que colaborara en la radio. Le ofrecí el sofá cama de la sala de estar, porque yo ocupaba el cuarto de invitados desde que mi madre se metió en el mío «por una temporada», para recuperarse de su última relación frustrada.

En muy poco tiempo, pasamos de ser un medio de comunicación minoritario y marginal que a nadie le importaba a ser «la radio de Segi*» para los periódicos españoles y, en una sola zancada, un medio que colaboraba estrechamente con ETA. Se nos multiplicaron los oyentes y los adversarios. Un columnista sin demasiado carisma nos acusó de enaltecer el terrorismo. En las últimas semanas nos acechaban con descaro, Irantzu y yo soportábamos seguimientos de policías de paisano. Luces y sombras en la noche.

—He comprado el billete de autobús para mañana —dijo Luka.

Visitaría a un primo en Madrid y volvería a La Habana, donde lo esperaban su madre y su novia.

—¡A no ser que te lleven los txakurras* por la cara! —Karra le dio una palmada en el muslo.

Pusimos las cervezas y la tortilla de patatas sobre una mesa para domingueros.

Miré a mis compañeros. La cercanía de la detención los hacía más bellos a mis ojos, aunque hacía ya tiempo que me lo parecían.

Karra e Irantzu habían sido mis amantes, él de modo esporádico durante largos años y ella durante una etapa corta pero intensa; y estaba convencida de que eso nos daba una especie de parentesco. No esperaba hijos a cambio de sexo, buscaba hermanos y hermanas, tantos como fuera posible. Para mí, el sexo era una especie de pacto para que siguiéramos cuidándonos más allá de la cama. Entendía que, en las noches de seducción compartidas con exclusividad, construíamos puentes a partir de mí hasta cada uno de los amantes y viceversa, puentes que nadie además de nosotros podía transitar: el de La Salve, el de la Merced, el de la Ribera. Puentes cómplices. Puentes siempre emparejados. Nuestra redacción era de naturaleza bastante endogámica.

—Por tu culpa, claro está —afirmaba Karra.

Él era el hermano mayor, el primer liberado de la radio, el más veterano de todos, el que había dejado de lado los trabajos asalariados desde que el año anterior fuera padre. En el estudio aparecía solo de vez en cuando. Lo conocía desde que me mudé a Bilbo.

Luka, cámara fotográfica en mano, se alejó hacia el mirador. Pronto esa foto sería un recuerdo lejano en alguna habitación sofocante de La Habana.

Irantzu y Karra empezaron a correr; parecían perros nerviosos a los que se les acaba de abrir la puerta del coche, desbocados en todas direcciones y sin lógica alguna. Me lie un cigarro mientras los observaba. Vi a Irantzu de pie sobre los hombros de Karra, intentando encaramarse a un viejo roble; agarrada a una rama con las dos manos, consiguió subirse solo con la fuerza de los brazos. Karra abrazó la cintura del roble, dio un pequeño salto y fijó las plantas de los pies a ambos lados del tronco, cerca del suelo; luego, con un rápido movimiento, abrazó el árbol desde más arriba, dio otro salto y, con piernas de rana, le ganó veinte centímetros más al suelo.

—¡Arrivederci! —nos gritó Irantzu desde las ramas—. ¡Nos quedamos a vivir aquí arriba!

Como si fuera una réplica de la realidad, Karra cayó a la hierba de golpe.

—¿Estás tranquila? —me preguntó.

—Mucho más que vosotros, so monos —bromeé.

—No van a ser detenciones violentas, Nagore.

—¿Acaso existen de algún otro tipo?

No había ni una sola razón objetiva para mantener la calma; un porcentaje muy elevado de los detenidos denunciaban torturas en los últimos tiempos. En la propia radio recopilamos testimonios estremecedores de boca de jóvenes destrozados. Palizas. Violaciones. Vejaciones. Asombrosamente, yo no tenía miedo. Me sentía segura entre mis compañeros y creía, de manera tan irracional como la niña que va de la mano de su padre, que nada malo podría sucederme mientras estuviera con ellos.

Irantzu abrió la botella de vino y partió la tortilla.

—Come —me ordenó—, ¡que vas a desaparecer!

Había pasado mes y medio con fiebre y casi sin tragar bocado por culpa de una infección en el esófago que los médicos no habían podido diagnosticar durante largo tiempo. Si ya estaba delgada de antes, tras la enfermedad en mis pantalones había espacio para dos como yo. Para cuando empecé a recuperarme, comenzar a trabajar en la perfumería y encadenar turnos de noche en las txosnas* de Aste Nagusia no me había ayudado a acumular mucha chicha en la cintura, y probablemente tampoco lo habían hecho las filtraciones ni la alargada sombra de la redada.

—Que vengan hoy mismo —dije del todo convencida—. A ver si pasamos este trámite y volvemos a la normalidad.

Le di una calada al cigarro. Tras un silencio se pusieron los tres a reír.

Luka propuso sacar la foto de grupo en el mirador, con el trípode. El sol iluminaba las partículas de polvo, que bailaban al viento. Me transportaban a la infancia, cuando intentaba atrapar aquellos destellos en la calle desolada junto a la vía del tren y se me escapaban en cuanto yo cerraba la mano.

Cuando llegué a la perfumería encontré a mi madre empaquetando las antiarrugas. Parecía una tabernera que acabara de empezar a vender cosméticos. Tras el mostrador, se movía con reflejos de camarera: demasiado rápida, demasiado brusca, sin sofisticación. Ponía la música demasiado alta. En ese paulatino desvestir, bajo la camarera disfrazada de esteticista, habitaba una torpe campesina llena de complejos en su último intento de disimular el olor a estiércol.

—Las vamos a devolver.

Las ventas no eran del todo malas, pero no nos alcanzaba para pagar las deudas. No levantábamos cabeza, yo lo achacaba a la negatividad de mi madre, pero no le decía nada. Estaba acostumbrada a vivir con la soga al cuello: éramos el tipo de gente con el bolsillo medio lleno y la cuenta corriente vacía, programada para pasar el día derrochando y el año resollando; gente desastre, gente de fiar.

La despaché a descansar. A las cinco, había de venir una clienta a hacerse el tratamiento exfoliante y mi intención era cerrar la tienda a las siete. Ama* encendió el cigarro antes de abrir la puerta.

—Han llamado del hospital —me dijo mientras con la mano empujaba el humo hacia la calle—. Que pases a las once para hacerte las pruebas.

—¿Mañana?

—¿Te viene mal?

Me venía genial, tanto como a Luka su viaje a Madrid.

La mujer del tratamiento facial tenía una cara porosa. Era nueva. La hice tumbar en la camilla y preparé la mascarilla de barro verde, aloe vera y aceite de argán. «¿El tiempo?», le envié un mensaje a Karra, dejando secar el barro en la cara de piel de naranja de aquella mujer. «Mar en calma».

Tras veinte minutos, le retiré la mascarilla y le vendí dos botes de crema antiarrugas de los que mi madre había preparado para devolver al proveedor.

Me llegó un mensaje de un teléfono desconocido: «Txakurrak».

—Convendría hacerte otra sesión más la semana que viene —le dije—. Después podrás seguir en casa.

Apunté la cita. Cuanto más llenas estuvieran las páginas de la agenda durante los próximos días, más improbables parecerían las detenciones. En el caso de que me llevaran, sería mejor mantener a mi madre ocupada hasta que yo volviera. La llamé por teléfono para insinuarle que aquella noche durmiese fuera de casa.

—Tengo planes, ama.

No me apetecía que mi madre estuviera en casa cuando la policía echara la puerta abajo.

—Voy a colgar, tengo gente.

Ya eran las siete y media cuando cerré la tienda. Quise dejar la contabilidad actualizada, por si acaso. Compraría algo para cenar y subiría a casa.

El supermercado estaba hasta arriba de clientes de último momento. Cogí huevos, jamón, pan, dos botellas de vino y, tras dudar por el precio, un queso de Irati. Mientras hacía cola para pasar por caja, me pareció que al otro lado de las puertas automáticas de la tienda había alguien vigilándome. Avisté a dos hombres que me observaban. Dejé el carro y les devolví la mirada. «¿Qué?», les pregunté con un solo gesto, alzando la cabeza y las cejas. Para cuando pagué la compra y salí a la calle, habían desaparecido. El juego, por lo tanto, había empezado. Me encontraba a unos escasos doscientos metros cuesta arriba de casa, pero tuve que dejar la bolsa de la compra en el suelo tres veces. Aún no me había recuperado del todo, enseguida me venía la flojera. Fue en una de esas veces en que paré a descansar cuando lo vi al otro lado de la calle: un armario de metro noventa, joven, un secreta, apoyado en un portal. Hizo amago de ofrecerme ayuda para llevar la compra. Ardí en cólera al pensar que había advertido mi momento de debilidad. Agarré el asa, me levanté y me paré enfrente, consciente de que la bolsa de los recados añadía a la escena una domesticidad ridícula. Lo miré fijamente. No mudó el gesto ni lo más mínimo. Sostuve con calma aquella soberbia mirada de desprecio y me fui.

Encontré a Luka de pie en el pasillo.

—Los tenemos encima.

—Lo sé.

Me siguió hasta la cocina. Descorché la botella de vino y lo serví en dos copas. Le pedí que me ayudara a cortar el queso, acerqué la copa para brindar:

—Haremos un trato.

—Dime.

—Apagaremos los teléfonos y vaciaremos estas dos botellas con tranquilidad.

—Con una será suficiente, guarda la otra para alguna ocasión especial.

Saqué el tabaco. Le pregunté por su novia cubana.

—Se llama Lilian. Lili.

—Pronto estarás en La Habana.

—Echaré de menos nuestras noches de series.

En los cuatro meses que llevaba en casa, nos habíamos tragado Mad Men, Breaking Bad y Carnivale una detrás de otra. Al anochecer, nos distraíamos juntos en el sofá, ya que aun siendo socialista nos había contagiado fácilmente su filia por las series yanquis a mi madre y a mí. A partir de entonces tendría que resignarse a la telenovela cubana.

—Acostumbrado a este jaleo, te vas a desesperar con el ritmo cubano.

—No creas, soy un tío bastante calmado.

Llenamos las copas de nuevo.

—Y tú, ¿qué tal con Igor?

Tuve que golpearme el pecho para ayudar a pasar el trozo de pan que se me había quedado trabado.

—¿Con Igor?

Era un colaborador que vivía en Donostia, un analista político que, por lo visto, me atraía de manera más evidente de la que yo creía.

—Una pena: es monógamo convencido —sorbí el vino—… por ahora.

Era cuestión de tiempo, pero ya se me estaba haciendo largo. Llevábamos semanas acordando reuniones absurdas en bares de Bilbo o Donostia con la excusa de decidir el tema y el hilo político de las próximas colaboraciones. Como el emparejado era él, yo asumía que le tocaba dar el primer paso, aunque lo de esperar no se me daba demasiado bien. Si no resolvía pronto la tensión sexual y demás guerras, perdía la dignidad poco a poco. Era más hábil sobreviviendo en el campo de batalla y aceptando cualquier daño colateral del fuego que gestionando la incertidumbre de la tregua. Igor, sin embargo, llevaba la dilación con estoicidad.

—La espera es un arte —Luka alzó la copa—, otro tipo de placer.

—Que pase lo que tenga que pasar; pero que pase ya —le dije, dejando en duda si hablaba sobre la detención o sobre el encuentro con Igor.

Ambas cosas me causaban una sensación parecida. A principios de verano, tras la comida con los colaboradores en Zarautz, después de que todos se marcharan a casa, acabamos bañándonos en el mar de noche y medio desnudos. Sin toalla, nos tumbamos a secarnos en la cálida arena. No llegamos a tocarnos, no hablamos. Contuvimos el deseo que palpitaba en los labios y las yemas de los dedos, nos miramos durante dos horas, fumamos cigarros, probando hasta dónde podía tensarse aquella cuerda.

Hice café tras la cena; estábamos medio aturdidos con el vino.

—Tengo que ducharme —le dije a Luka.

Me lavé el pelo y me vestí con ropa de calle. Pasé un buen rato eligiendo el atuendo. Ya era medianoche. Vi a Luka tumbándose en el sofá cama, en vaqueros y con un jersey de deporte. Le temblaban las rodillas.

—¿Quieres dormir conmigo?

Le tomé la mano y lo llevé a la cama de mi madre. Dejamos los zapatos preparados junto a la puerta. No era nada cómodo acostarse con ropa de calle, el roce de las sábanas contra los vaqueros era desagradable, pero nos tumbamos y tiramos de la colcha. Me dio la mano.

—No pasará nada.

Se lo decía a sí mismo. Lo abracé y le acaricié la espalda por encima del jersey. El miedo en los hombres me resultaba excitante.

Nos desvestimos despacio y acabamos desnudos bajo las sábanas, con los pantalones y las camisetas, los calcetines y las bragas escogidos para el momento del arresto desparramados por el suelo. No sé en qué momento nos venció el sueño, pero cuando nos despertamos ya era de día.

Lo despabilé.

—¡No han venido!

Tenía ganas de rendir cuentas con alguien. Nos habían tomado el pelo. Recuperé mis ropas del suelo y me vestí deprisa. Luka me siguió a medio vestir.

—¿Hago café?

No le contesté, un montón de mensajes estaban entrando a mi teléfono.

—Se han llevado a Karra.

Abrí la ventana, ni rastro de los txakurras debajo de casa. La operación había sido cuatro horas antes, mientras Luka y yo dormíamos enmarañados.

La calle latía con su pulso habitual. Una señora entró al portal de enfrente con el periódico y la barra de pan bajo el brazo.

Era una mañana absurda, como el día posterior a una muerte o a un enamoramiento. Una tan conmovida y el universo tan ordinario, impasible al temblor, en absoluta discordancia con la realidad propia, colisionando torpemente, como si un hecho quisiera negar el otro.

—Los hemos tenido cerca —dijo Luka.

Éramos libres y la rabia me tensaba los músculos. Me había preparado para ser detenida, para medirme cara a cara con ellos. El bajón de la adrenalina desperdiciada era un insulto. Me sentí dueña de un privilegio que no me correspondía de ninguna manera. Volvía, otra vez, el lastre de la impunidad que me perseguía desde la infancia: mientras castigaban injustamente a mi gente, yo tenía que gestionar mi privilegio como mejor pudiera.

«¿Vamos a mirar ropa?», le escribí a Irantzu.

Nos encontramos a las diez en la puerta del Zara. Le di un beso, entramos. Nos paramos frente a unas camisas floridas.

—Solo se han llevado a Karra —sostuvo una percha en el aire—; ha sido una detención sin incidentes.

—¿La radio?

—La han registrado. Está patas arriba.

Pasamos a la sección de chaquetas.

—¿Has estado allá?

—He hablado con los vecinos.

—¿Y los ordenadores?

—Confiscados.

—¿Todos?

—Creo que sí.

Les echamos un vistazo a los zapatos.

—Tendremos que dar una rueda de prensa —le dije.

—¿Te encargas tú del texto?

—Bien.

Eran las diez y media.

—Me tengo que ir —le dije.

—¿A dónde?

—Al médico.

Irantzu tomó las escaleras mecánicas. Yo pasé por el detector de alarmas sin llamar la atención, el agente de seguridad no se molestó en mirarme. Subí al hospital con el sentimiento de culpa de poder coger un autobús, en deuda con Osakidetza por haberme ofrecido un trámite de repuesto para sortear la mañana. No sabía con exactitud qué tipo de pruebas iban a hacerme, tampoco me importaba, me bastaba con que me sirvieran de distracción durante unas pocas horas. Tenía la sensación de que, con un poco de pausa, los hechos se ordenarían por sí solos. En aquel momento no me preocupaba mi salud, tenía problemas mayores.

Recibí un mensaje de Luka: «De camino a Madrid». Me lo imaginé con la ropa que le había quitado la víspera. «En el médico, de mañaneo».

El autobús era un carraspeo, estornudo y cansancio colectivo. La multitud desprendía olor a sudor. Me sentía aparte de ellos, joven, limpia, sana.

Vislumbraba el cercano agosto como algo remoto. Habían sido veinte días febriles que recordaba como un solo y largo día. Me quedé con mi madre en la ciudad de los que no tienen vacaciones. También ella convalecía tras romperse la clavícula en una caída tonta. Aquello era un querer y no poder cuidarnos.

El mal cuerpo y el dolor de garganta del principio se fueron convirtiendo en una fiebre con delirios, y cuando empecé a quejarme de dolor en los pulmones ama decidió llevarme al ambulatorio. A mí me faltaban fuerzas para negarme. Ella sin permiso de conducir, yo sin poder levantarme de la cama, al final tuvo que llamar a una ambulancia. «¿A quién tenemos que atender?», preguntó el enfermero mientras mi madre, de mala manera, me ayudaba con una sola mano a ponerme la ropa por encima del pijama.

Hicimos tres viajes al ambulatorio y, tras algunas pruebas, nos mandaron a casa las tres veces, la tullida madre y la desfallecida hija, la extraña pareja. Tuvo que aparecer mi padre —tarde pero deprisa— y llevarme a Cruces para que, tras amenazar a un médico y sin coger cita previa, este, en nombre de la paz, me hiciera abrir la boca de una vez y dijera que tenía cándidas. En quince días, los hongos se habían expandido desde la garganta hasta el esófago: era la infección la que me producía aquello que yo creía un dolor de pulmones. Querían hacerme más pruebas para comprobar cómo me había surgido una infección de tal calibre.

El autobús se estaba llenando de gente.

Teníamos que preparar la rueda de prensa para denunciar la detención y el cierre provisional de Libre. Escribiría un primer borrador del texto al salir de la consulta.

Presenté el papel médico en el mostrador de la entrada y me enviaron a la unidad de enfermedades infecciosas. Una enfermera me explicó que tenía que sacarme sangre.

—¿Te mareas?

—Solo en el coche.

—Tienes buenas venas. Ven a por los resultados dentro de dos horas.

Al salir del hospital, intenté encontrar un bar sin olor a enfermo. Localicé uno de estilo irlandés allí cerca. Estaba acostumbrada a componer textos, las palabras me brotaban casi sin esfuerzo, más desde las manos que desde la cabeza, automáticamente. Encendí un cigarro. Los restos del sol de verano me calentaron la espalda por encima de la chupa de cuero, una sensación de bienestar que se expandía se apoderó de mí; la impresión de tener el viento a favor. Respiré hondo queriendo ahuyentar el remordimiento que me producía aquel momento de placer. Había terminado la espera del inminente arresto, se acabó aquella angustia encubierta; por lo que parecía, pronto soltarían a Karra: no tenían nada en su contra. Dos o tres días y todo habría pasado. «Estoy con la hoja de reclamación», le mandé a Irantzu.

Un chico que venía calle abajo me sonrió tímidamente, al parecer, cautivado por la imagen de la chica que escribe en su cuaderno. Un romántico, pensé, y le devolví la sonrisa. Estaba contenta. Al fin y al cabo, era el martes por la mañana posterior a una noche de sexo.

Me acerqué al hospital a la hora acordada. No había nadie más en la sala de espera. Un hombre barbudo que al parecer era el médico me indicó con un gesto que entrara. Empezó a rebuscar entre los papeles dándome la espalda. Puso los resultados de las analíticas sobre la mesa.

—Nagore Vargas.

—Sí.

—¿Edad?

—Veintiocho.

Me miró como si estuviera buscando algo en mí.

—¿Qué?

—Has dado positivo.

Me quedé a la espera.

—¿No te han explicado nada?

No sabía de qué me estaba hablando.

—Te hemos hecho la prueba del VIH.

—¿Qué?

—Te hemos hecho la prueba del VIH y has dado positivo.

—Me estás vacilando.

—Nunca bromeo con estos temas.

Es la última frase que recuerdo de manera ordenada. En vez de deshacerme, me ocurrió lo contrario, me concentré, me recogí en un punto concreto de mí misma y una especie de transformación se apoderó de mi entendimiento: comencé a registrar todos los detalles con sumo cuidado. Su barba había comenzado a blanquear a los lados, en la parte de la mandíbula, y entre los pelos negros y blancos se le intercalaban algunos rojizos. Llevaba unas pequeñas gafas doradas sobre su arqueada nariz. Tenía ojos de ciervo, cejas de gaviota. Arrugas todavía discretas en el borde de los ojos. Bajo la barbilla, una papada en disonancia con la cara alargada. La respiración levantaba levemente su bata almidonada. Estaba delante de un médico, no de un juez. Reconocí el olor de su colonia: Bleu, Chanel.

—Hoy en día… las cosas han cambiado mucho; no te preocupes, estarás bien.

Perdí la concentración. Perdí la cara y el olor del médico. Los colores y las formas que me rodeaban ya no formaban una realidad. Sida, escuché. Mi tía. Adiós, lucerito mío. Paredes empapeladas, una sucesión de flores ocres, el sintasol. Olor a sopa. Amama* Rosa. La lluvia de la infancia rompiéndose sobre el asfalto. El río amplio, espeso, sucio. El tren de cercanías. Aita*. Ama. Ángel. Los colores y las líneas formaron de nuevo la cara del médico.

—¿Pero soy seropositiva o tengo sida?

—Has venido enferma.

—Yo estoy bien.

—Tienes sida. La infección de cándidas fue consecuencia de eso.

Había dibujos de niños enganchados en la pared.

—¡No puede ser!

Esperó a que me tranquilizara un poco. Me hundí en la silla.

—No te vas a morir.

—Todos morimos.

—Hemos conseguido que se convierta en una enfermedad crónica. Eso sí: con todas las complicaciones que acarrea una enfermedad crónica de transmisión sexual. Os cuesta encajar que sois contagiosos.

Recogí el bolso y me levanté para irme.

—Permíteme un consejo: llévalo con discreción.

Me tendió la mano.

—Vuelve mañana a las once. Te haré otras pruebas.

Mi tía Karmen Vargas murió de sida en mayo de 1987. Tenía veinte años. Siete años antes, una mañana de 1980, Rosa Moreno, mi amama, encontró una jeringa en el paragüero. Estaba haciendo limpieza cuando vio aquel objeto entre las varillas del paraguas a cuadros. Lo tomó entre las manos y lo miró, sin poder entender cómo había llegado una jeringa al paragüero. La dejó encima de la mesa de la cocina, al lado del frutero, hasta que mi padre, Rafa Vargas, llegó del trabajo. Fue la primera vez que escuchó de boca de su hijo aquella palabra: heroína.

Karmen había empezado a pincharse detrás de la portería rojiblanca, en el campo de fútbol de cemento de la escuela, en un recreo tonto, cuando la amama todavía le cosía muñecas de trapo, con once años.

La niña que jugaba a las muñecas pasó a comunicarse a gritos y portazos. Les hablaba a sus padres como si tuviera la rabia, la amama temía que algún día le fuera a morder.

Aitita* y amama no sospechaban lo que se les venía encima. No tenían ni idea de qué eran los yonquis. Cuando mi padre le explicó la función de la jeringa, amama se sulfuró: «Ya voy yo a traerla por buen camino». Pero para su ignorante pesar, Karmen, con el hombro apoyado en el hombro de algún amigo, tumbada en algún callejón, viajaba a través de mundos perdidos.

En el año 1980 Karmen llevaba dos años enganchada a la droga. Fue mi padre quien presagió los primeros malos augurios: veía a su hermana por la calle con chavales mayores con los que no tenía casi nada en común, excepto el ansia por el próximo chute. Sin embargo, decidió ocultárselo a sus padres. El caballo todavía cabalgaba sin toque derrotista, antes de correr por las venas de los perdedores, los marginados, los que iban a morir. Por aquel entonces, se le llamaba la dama blanca y tenía voz de Lou Reed, Janis Joplin y Jimmy Hendrix, evocaba nuevas formas de quererse y relacionarse sexualmente, aires de paz, reivindicaciones contra el sistema y la burguesía. Parques de los Estados Unidos de América, largas cabelleras, flores, música; el movimiento contracultural de Londres.

La amama tuvo la inquietante sensación de haberse olvidado durante una temporada de mirar a Karmen y de encontrársela, al observarla de nuevo, convertida en otra, en una fiera imposible de amansar. La mirada de su pequeña se oscureció y se alejó de todo lo perceptible.

Robó primero en casa: un reloj, unos pendientes, una jarra… No poseían muchas cosas de valor, les faltaba más que les sobraba. Karmen los vendía para comprar caballo. Engañaba fácilmente a su madre, le juraba que no lo volvería a hacer, se ponía de rodillas. Se disculpaba hasta la próxima vez. Con el paso del tiempo, dejó de mentir y pasó a hacer crudas confesiones. La amama hubiese preferido las mentiras.

Despertarse dentro del mundo de la heroína fue un duro golpe para ella. Su hija le decía que necesitaba la droga de la misma manera que una máquina necesita combustible para funcionar. Que no podía levantarse de la cama a no ser por el chute. Acabó desayunando, comiendo, cenando y acostándose con la jeringa.

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