Retratos de resiliencia

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Retratos de resiliencia
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RETRATOS DE RESILIENCIA

Relatos sobre la emoción y el cambio en psicoterapia

VALENTÍN ESCUDERO


Retratos de resiliencia

Relatos sobre la emoción y el cambio en psicoterapia

© 2020 Valentín Escudero

Ilustraciones de interior: Sara Escudero Rubio

Corrección: Mónica Muñoz

Diseño de la cubierta: ENEDENÚ DISEÑO GRÁFICO

Dirección de producción: M.ª Rosa Castillo

Maquetación: David Márquez

© 2020 Editorial Sentir es un sello editorial de Marcombo, S.L.

Avenida Juan XXIII, n.º 15-B

28224 Pozuelo de Alarcón. Madrid

www.editorialsentir.com

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».

ISBN: 978-84-267-2984-2

Producción del ebook: booqlab.com

A Saúl y su slackline, por enseñarme

a sobrevivir en la cuerda floja.

NOTA ACLARATORIA DEL AUTOR

Todos los relatos de este libro están inspirados en historias y situaciones de mi experiencia en psicoterapia, como terapeuta o supervisor de jóvenes terapeutas. Pero esas vivencias están radicalmente modificadas en los relatos por razones obvias de confidencialidad, y también porque no pretendo contar algo «real» sino «verdadero»; solamente quiero reflejar y compartir emociones sobre el cambio y la relación terapéutica. No hay, por tanto, una pretensión de reflejar con veracidad hechos o conductas particulares, sino todo lo contrario: relatar la experiencia subjetiva con total libertad literaria.

Algunos de los relatos incluidos en esta compilación fueron publicados en 2015, en un libro —titulado Amenazan con quererme— que nunca se reeditó, debido al cierre de la editorial. Se publican ahora, editados, junto con otros tantos relatos inéditos. El confinamiento obligatorio acontecido en nuestro país en 2020 por la pandemia de la COVID-19 es el escenario de algunos de los relatos de este libro.

ÍNDICE

NOTA ACLARATORIADEL AUTOR

EN SESIÓN

Buzón

Nubes

Resfriados

Jednostka

Verdades

Enredo

Amnesia

MENSAJES Y CARTAS

¡Último obstáculo!

Curación (cuento de Navidad)

Castigo

Apego

Mensaje

Arturo

Clara

Dormir

HISTORIAS DE VIDA

Coronavidas

Jenifer

Nelson

Sounya y Yanely

Ángela

Paula, la psicóloga

Amenazan con quererme

No eras tú

Psicongrejo

Madre (y su novio)

Carlos (a secas)

Huir (hacia ti)

Ella (la chica)

Carta

Sí, era yo

Desapegos

Autobús, ida

Laurie Crane

Autobús, vuelta

Aclaración final

La vida es bella

EN SESIÓN

Momentos mágicos que ocurren inadvertidamente en una sesión de terapia.

Suelen ser una mezcla compleja e innominada de emociones: risa triste, esperanza dolorosa, caos liberador, rabia curativa, dolor sano, confusión tranquilizadora…

Y, muchas veces, esos momentos no se revelan en palabras: son gestos, lágrimas, sueños, lapsus, miradas, respiraciones… Están en nuestro cuerpo, por dentro y por fuera, pero también nos sorprenden en cualquier espacio u objeto de la sala de terapia.

No siempre son razonables ni racionales ni reales…, pero sabemos que son emociones verdaderas y curativas. En mi opinión, son la esencia de la psicoterapia; representan el conocimiento terapéutico más directo y personal: el que está en los ojos, en las manos, en una lágrima, en las risas… Suelen ser, si se sabe aprovechar bien, la puerta de entrada al cambio, el permiso para sentir con libertad.

BUZÓN


Nunca sé cómo comenzar con ella. Siempre espera que yo diga algo y, en cuanto comienzo, pone esa cara.

—¿Qué? —suelo preguntarle.

—¡Ah, nada…! Que luego tengo que contarte algo, un sueño —me dice, con ese precioso acento que yo nunca hubiese sido capaz de identificar. «Soy bereber», me dijo orgullosa en nuestra primera sesión cuando le pregunté por su acento.

Sueños. No puedo planificar otra cosa en las sesiones, porque llevamos unas semanas con sus sueños, los que le ocurren por la noche durmiendo y bloquean esos otros sueños de gloria adolescente que debería tener a sus catorce años. Me va a contar su sueño y yo debo hacer mi trabajo, pero me cuesta interpretar; me resulta difícil, porque me duele. Esto demostraría que no soy un buen terapeuta, o que debería ponerlo en la puerta, como esos terribles anuncios de las cajetillas de tabaco: «Tus sueños pueden doler. No garantizo que no me afecte». Así que suelo demorar un poco ese trabajo.

—¿Quieres que comentemos ahora tu sueño o comenzamos por hablar de cómo te ha ido la semana? —pregunto. Nunca contesta directamente a la pregunta, pero me cuenta en detalle cómo le ha ido la semana. Siempre hay avances: en el instituto, en su nueva familia, con su amiga… Pero nada cambia; ese dolor está ahí. No lo hacemos explícito; ella lo negaría, y yo no sé cómo lo sé, así que solemos perder un poco de tiempo y después vamos al sueño.

Hoy ha sido diferente. Hoy no estaba su madre en el sueño. Era un buzón.

—Mi sueño era sobre un buzón —me dice sonriendo. Parece divertida. Esto me hace temer lo peor y ya me empieza a doler.

—¿Qué tipo de buzón? —le pregunto disimulando mi inquietud.

—Un buzón de esos amarillos de correos, o sea, un buzón ¡de echar las cartas!

—Vale, un buzón de esos de correos que están plantados en el suelo como una seta gigante y son de color amarillo.

—Una seta sin sombrero.

—Vale.

—¿…?

 

—¿No me cuentas más? —le pregunto al ver que se ha quedado mirándome como si me fuera a hacer una foto.

—Claro…, ¿estás listo?

—¡Claro! —le contesto, exagerando un gesto de impaciencia. Me encantan estos momentos en los que toma la iniciativa de forma tan resuelta

—Perdona, pero es que tienes una cara como de no imaginar el buzón.

—Es que estoy pensando… que hace mucho que no veo un buzón.

—Vale, pues voy al sueño.

—Gracias.

—El buzón estaba en un barrio muy alejado, solitario, aunque no me daba miedo caminar por allí; tenía algo familiar, pero abandonado.

—¿Reconocías algo? ¿Era aquí, en España, o en tu tierra? —le pregunto, dándome cuenta enseguida de que me he precipitado.

—No lo sé, pero no recuerdo nada conocido en el sueño: nada, ni una casa ni una persona…, pero era una sensación familiar, ¿sabes?

—¿Era agradable el lugar?

—No, no. Era de abandono, era triste, era sucio.

—¿Y el buzón?

—Pues eso es lo importante. Veo el buzón y me siento genial, porque llevo mucho tiempo esperando al buzón para echar la carta.

—¿Tienes una carta?

—Sí. En el sueño veo todo lo que pone en la carta, pero no sé cuándo ni cómo la he escrito.

—Pero ¿sabes que es tu carta, escrita por ti?

—Sí, sí, es mi letra, creo… El caso es que sé que es mi carta, seguro.

—¿Qué dice la carta? —le pregunto con un tono liviano y noto, inmediatamente, que no le gusta.

—¿Sería raro que viese una carta en un sueño? — Efectivamente, su cara indica que mi pregunta no tenía el envoltorio adecuado.

—No. Y, si fuese raro, sería todavía más valioso —afirmo, intentando reparar su confianza.

—«He aceptado el dinero. Aceptaré el bebé. Tengo ya el billete para volver contigo. Te quiero, te quiero; mil veces te quiero. Solo espero tu respuesta. Respóndeme rápido». Eso decía la carta. —Y se queda mirándome con sus ojos negros en forma de dos grandes interrogantes que se acercan a mí como dos osos hambrientos.

—¿A ti el contenido de la carta, esas palabras, te dice algo? —le pregunto, calmando de momento esos dos osos.

—Nada.

—Perdona —me aventuro sin mucha convicción, pero con gran curiosidad— que te pregunte algo que ya me has dicho, pero… ¿era tu letra o la letra de tu madre?

—Mi madre nunca ha escrito en español; en realidad, no creo que sepa escribir.

—Los sueños, a veces, ponen nuestra letra en las palabras de otras personas; a veces, ponen incluso una cara diferente a alguien que nos habla en el sueño…

—¿Puedo ir a lo más importante del sueño? —me interrumpe sin acritud.

—Claro.

—El buzón estaba viejo, despintado y atascado.

—¿Atascado?

—Sí, estaba corrido y atascado en su boca, donde se meten las cartas.

—Corroído —le corrijo

—Eso, correido…, co reído… ¿De reír? —me pregunta con una risa contenida en su boca.

—No, no: corroído, de roer, roído…, creo —le contesto, y ya la risa se expande entre nosotros y no sé qué parte es suya y qué parte es mía.

Hay un momento en el que estamos un poco perdidos y la risa nos rescata; suele ocurrir casi siempre en las sesiones con ella. La carta me parece una llamada, una oferta de amar y ser amada. Hay un bebé en la carta y nunca hemos hablado de un bebé, excepto cuando me contó lo que le ocurrió a su madre cuando «ella» era un bebé. Pero no veo el momento de orientar la conversación del sueño hacia eso; no tengo una idea clara. Espero un poco a que ella dé un paso más.

—El caso es que echo la carta en el buzón —me dice con tono trascendente y entiendo que aquí llega lo realmente importante.

—¿Echas la carta en el buzón? —le pregunto, intentando (estúpidamente) mantener un tono neutro en mi pregunta.

—Sí, fíjate si soy gilipollas. Veo el buzón atascado y corrorrido y meto como puedo la carta, y se ve que no cae dentro del buzón, que se queda atragantada en la garganta del buzón.

—¿Y cómo te sentiste en el sueño?

—Pues horrible, porque era echar la carta para nada y había hecho un gran esfuerzo por encontrar el puto, perdón, el puñetero buzón. Y, además, estaba tan viejo y abandonado que seguro que nadie iba a recoger una maldita carta de esa mierda de buzón, así que nadie iba a contestar.

El dolor ya está aquí, con un tono de rabia y decepción en sus ojos, en sus manos, en su respiración. Se frota los brazos; sabe que yo sé lo que esconden las mangas de la camisa. Los ojos vuelven a interrogarme en silencio, a pedirme otra pregunta, para tener alguna posibilidad de continuar sin que el dolor nos hiera.

—¿Cómo te sientes ahora? Me refiero a ahora mismo, ahora que me has contado el sueño —pregunto poniendo una dosis extra de esperanza en la palabra «ahora».

—Pues pienso en el buzón, como si lo viera aquí mismo ahora.

—Yo también estoy viendo aquí mismo el puto buzón; aquí, delante de nosotros.

—¡¿Has dicho el «puto» buzón?!

—¿Lo he dicho? No creo.

—¡Nooo! ¡Qué va! —exclama, y su risa vuelve a inundar toda la sala y vuelve a rescatarnos de ese (puto) dolor que todavía no sabemos cómo afrontar.

NUBES


«Mis nubes». Esas dos palabras. Y esta mínima frase en el vértice de sus labios: «Son nuestras nubes; tus nubes, mamá». Una emoción incontenible abraza todo su cuerpo; unas lágrimas invisibles endulzan su lengua como dos gotas de cielo. Alika mira por la ventanilla del avión —su compañero de asiento, que va junto a la ventanilla, está concentrado y murmurando, quizá rezando— y ve las nubes como una inmensa alfombra, maravillosa y acogedora. Cierra los ojos y aparece ella saludando, sentada sobre esa superficie mullida y placentera. Ella, su madre, está ahí sentada, mirándola y moldeando un pedacito de nube.

Alika no quiere abrir los ojos; quiere guardar con todo detalle en su memoria esa sonrisa de su madre. Tiene diecinueve años y está iniciando la que cree será su gran aventura vital, su gran decisión. Acaba de despegar el vuelo transatlántico que la lleva hacia una de las mejores universidades del mundo. Todavía le cuesta creer que lo ha conseguido. Casi todos sus amigos la veían como una soñadora. Nadie negaba su talento, pero sonreían ante sus planes y su incansable indagación en Internet para conseguir la beca. «Alika, tus versos no los entienden los blancos», le decía Bosede, su mejor amiga. Incluso ella misma pensó que todo era un juego mientras lo intentaba. Pero la realidad es que ya está volando. Y era un día gris y nublado al despegar que ahora, mágicamente, es claro y soleado por encima de las nubes.

Alika perdió a su madre cuando tenía once años por un cáncer que llegó a casa en Navidad, camuflado entre cajas llenas de regalos y cacahuetes nigerianos. Su madre sintió fuertes dolores en la cena de Nochebuena y el día de Carnaval ya estaba vaciando sus últimas dosis de vida en el hospital. Su padre y su hermano mayor fueron los testigos del combate final librado por las células de su madre en ese privado e íntimo campo de batalla que estaba dentro del abdomen. Pero Alika no pudo ni siquiera despedirse en el hospital, porque era demasiado pequeña. Eso escuchó decir: «Es muy pequeña para entenderlo». Ahora sigue siendo pequeña para todos: para su padre y su hermano, para sus tíos y primos, para los chicos que más le gustan, incluso para su mejor amiga. Ella teme que, quizá, nunca deje de ser pequeña para todos ellos. Por eso, se alegra mucho de su perplejidad; todos ellos se han quedado atónitos ante su valentía, su decisión, su coraje. «Y quizá —piensa Alika— por primera vez han entendido que mi talento es, para mí, una obligación, un mandato de la naturaleza». Para ella, su talento para unir palabras e inventar historias es la misión prioritaria en su vida. Por eso ganó, con diecisiete años, un concurso internacional de relatos y vuela hoy hacia ese destino incierto. También por eso tiembla cada mañana, desde que le concedieron la beca para una prestigiosa universidad canadiense, porque nadie puede saber si realmente conseguirá lo que anhela.

«Son nuestras nubes, mamá», repite en silencio mientras sigue imaginando a su madre sin abrir los ojos. Alika es fuerte gracias a las nubes. Las nubes la salvaron de una insufrible melancolía cuando murió su madre. Ahora, en el avión, surfeando por encima de ellas, puede rememorar el momento tan decisivo en que se atrevió a contar su secreto en la consulta de aquella psicóloga. Todavía le gusta pensar que la psicóloga no era humana, sino un ángel, pero nunca se lo dijo a ella, por si le parecía mal. Un año después de la muerte de su madre, su padre decidió que no estaba bien y que necesitaba una psicoterapia. Escuchó cómo su padre explicaba a la psicóloga que Alika lloraba con frecuencia en soledad y que también —esto parecía ser lo más raro— se quedaba horas tumbada en la playa o en un parque mirando las nubes. «Se abriga bien y busca un sitio para mirar el cielo», decía su padre con una mezcla de dolor e incredulidad. La fantasía de Alika y su afición a leer relatos africanos e inventar palabras inexistentes fueron el remate final de aquella angustiada queja que su padre descargó sobre la psicóloga como quien se deshace de un pesado saco de patatas.

Alika puede ahora recordar que la terapia comenzó de una forma vergonzante y triste para ella, pero la magia surgió en un momento inesperado, y no fue en la primera entrevista, sino después de varias sesiones. Ahora que se encuentra volando realmente por encima de las nubes, recuerda con total realismo aquella sencilla pregunta que la psicóloga le hizo con toda naturalidad, y sin perder su habitual amable curiosidad: —¿Por qué te gusta mirar el cielo? ¿Es para hablar con tu madre, para pensar en ella?

Alika estaba muy acostumbrada a negarlo y a dar todo tipo de explicaciones falsas pero verosímiles. Sin embargo, en aquella ocasión, dijo la verdad, sin más, y fue fácil:

—Son juguetes que crea mi madre para mí, y juego con ellos.

—¿Juguetes? —preguntó sorprendida la psicóloga, pero sin perder su aura de ángel.

—Gatos, peluches, dragones, muñecas…, muchas cosas.

—No sé si te he entendido. ¿Los hace tu madre? ¿Esos juguetes?

—Sí, con las nubes.

La psicóloga estaba sorprendida, pero parecía ilusionada.

—Y yo veo cómo los hace y, en ese momento, es lo mejor que puede pasarme en este mundo —añadió Alika.

—¿Quieres decir que ves cómo tu madre hace esas formas con las nubes? —Sí.

—[Silencio].

—Es muy raro, ¿verdad? No lo sabe nadie.

—Es maravilloso. Es precioso —respondió la psicóloga con un brillo de emoción en los ojos.

—¿Lo dices de verdad? Yo, desde la primera vez, he tenido miedo a que sea algo loco —dijo Alika, sin poder disimular su propia emoción ante la respuesta de la psicóloga.

—No, no es loco. ¡Me parece una forma preciosa de conectar con tu madre!

—La primera vez… fue… ¿Quieres que te cuente?

—¡Claro!

—Estaba en la playa con mi padre. Era un día lleno de nubes y no había casi nadie en la playa. Yo he nacido aquí, pero mi padre es nigeriano y vivió de niño en una playa. Vivían de la pesca, así que él es un fanático de ir a la playa. Y yo creo que allí es donde realmente piensa en mi madre, porque a ella le gustaba mucho pasear por la playa en invierno, incluso con un paraguas en los días de lluvia. Decía que ver el mar en invierno le hacía sentirse segura por estar en tierra firme.

—Lo entiendo. A mí también me gustaría poder dar esos paseos en invierno, pero vivo lejos de una playa.

—Nosotros vivimos muy cerca. Es como si fuera nuestra playa particular aunque, en verano, nos invaden los turistas. Aquel día no había casi nadie y mi padre se había sentado en las escaleras de madera que bajan a la playa, y se puso a leer un libro. O igual hacía como que leía un libro y estaba pensando en ella, vete a saber. Yo me tumbé en la arena. Todavía la ausencia de mi madre hacía que todo el aire fuese más…, como algo más complicado de respirar; no sé si me entiendes esto.

—Sí, creo que te entiendo, Alika: una sensación de falta de aire.

—Sí. Yo me tumbé sobre la arena sin quitarme el jersey. No era, para nada, un día de playa. Y no pensaba en nada. Mi mente a veces se queda así. Y vi cómo una nube iba tomando la forma de un gatito precioso. Y me empecé a emocionar, porque me pareció que había algo mágico en ver cómo se creaba esa forma. Y, sin más, me di cuenta de que era mi madre. ¡Ella estaba haciendo esa forma! Ella estaba haciendo ese gatito con las nubes para que yo jugara. ¡Me dio tanta felicidad y tanta fuerza esta idea! Pero no se lo dije a nadie.

 

—Entiendo. No tienes que preocuparte por eso. Yo te agradezco mucho que compartas ese secreto conmigo. Es un honor.

—Entonces, ¿no estoy loca?

—No, nada de eso. Después de esa primera vez, ¿has visto más veces esas nubes moldeadas por tu madre?

—Sí, de vez en cuando. Pero no vayas a pensar que no sé qué no es real. Lo sé, pero también hay algo real y maravilloso. Pienso que mi madre lo hace para que yo juegue y para que esté bien.

Alika siente un suave pinchazo en el hombro y abre los ojos. Su compañero de asiento en el avión, un hombre de unos cincuenta años, con barba blanca y ojos de niño, está mirándola como si fuera un enigma.

—¿Estás bien? Llevas un buen rato con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados. ¿Estás mareada?

—No, no. Estoy muy bien.

—Perdón, siento haberte despertado. Es que no sabía…

—No se preocupe. Bueno, gracias por preocuparse…, quiero decir. Pero estoy bien.

—Me alegro. Nos quedan unas nueve horas de vuelo —dice el hombre, volviendo a acomodarse relajado en su asiento.

—Es que estaba reviviendo una conversación que tuve con una psicóloga cuando era pequeña, cuando tenía doce años —explica Alika sin ninguna vergüenza.

—¿Fue positiva? Quiero decir: ¿te pareció una buena psicóloga? ¿Te ayudó?

—¡Era un ángel!

—¡Qué alivio! Es que yo soy psicólogo. Me alegro de que sea un buen recuerdo; no siempre lo conseguimos.