Temblor

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TEMBLOR
Allie Reynolds
Traducción de Claudia Casanova para Principal Noir


Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos
Temblor

V.1: febrero de 2021

Título original: Shiver

© Allie Reynolds, 2021

© de la traducción, Claudia Casanova, 2021

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021

Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Tal Goretsky

Imagen de cubierta: CasarsaGuru | iStock - Tatjana Kabanova | Shutterstock

Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17333-82-9

THEMA: FHX

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

TEMBLOR
Nadie sabe lo que hice. Y voy a asegurarme de que siga así.

Cuando Milla recibe una invitación para reunirse con sus antiguos compañeros de snowboard en un resort de los Alpes, no lo duda ni un momento. Hace diez años que no los ve y, aunque aquel último invierno acabó de forma trágica, con la desaparición de la bella y enigmática Saskia y el accidente que dejó postrada a Odette, Milla está deseando reencontrarse con sus compañeros, especialmente con Curtis.

Pero cuando los amigos llegan a las instalaciones, nada es como habían imaginado. Están solos en el resort, alguien les quita los teléfonos móviles, les corta la luz y los vigila en un juego macabro que pondrá en peligro sus vidas. ¿Quién los ha invitado? ¿En quién pueden confiar? ¿Qué pasó realmente aquel invierno? Los secretos del pasado están a punto de salir a la luz.

«En lo más profundo de los Alpes, la venganza —y quizá hasta un asesinato— se ha puesto en marcha. Este debut espectacular contiene estilo y sustancia.»

Kirkus Reviews

«La escritura de Reynolds es tan evocadora que notaba la nieve en los ojos y el viento en la cara. Un thriller escalofriante.»

Stephanie Wrobel

Imagina a Agatha Christie con una novela ambientada en los Alpes. El resultado es Temblor, un extraordinario y siniestro thriller psicológico

Para mi madre y mi padre,

gente de las montañas

 

Prólogo

Es de nuevo esa época del año, cuando el glaciar devuelve los cuerpos.

La inmensa masa de hielo de allí arriba es un río helado que fluye tan lentamente que el ojo humano apenas percibe el movimiento. Las víctimas recientes rozan a las antiguas en sus profundidades cristalinas. Algunos emergen en la cima, otros en la morrena, y no hay forma de saber quién será el siguiente.

Pueden pasar años antes de que reaparezcan, incluso décadas. En un glaciar de la vecina Italia encontraron hace poco los cuerpos momificados de soldados de la Primera Guerra Mundial, con sus cascos y rifles.

Aun así, todo lo que entra tiene que salir, por lo que cada mañana compruebo las noticias de la zona.

Estoy esperando a que aparezca un cuerpo en concreto.

1

—¿Hola?

Mi voz resuena en la caverna de cemento.

El familiar teleférico de color rojo y blanco espera en la plataforma, pero no hay nadie en la cabina del operario. El sol ha desaparecido detrás de los Alpes y el cielo se ha teñido de rosa, pero no hay ni una sola luz en todo el edificio. ¿Dónde está todo el mundo?

Un viento helado me golpea las mejillas. Me hundo todavía más en la mullida chaqueta. Es temporada baja y aún falta un mes para que la estación abra, por lo que no esperaba que los teleféricos estuvieran en funcionamiento, pero creía que este sí estaría en marcha. De lo contrario, ¿cómo se supone que vamos a subir hasta el glaciar? ¿Me he equivocado de día?

Dejo mi bolsa de snowboard en la plataforma y saco el móvil para comprobar de nuevo el correo. «Sé que ha pasado mucho tiempo, pero ¿te apetece venir a una reunión de fin de semana? En el edificio Panorama, en el glaciar del Diablo, Le Rocher. Nos vemos en el teleférico a las cinco de la tarde del viernes 7 de noviembre. Besos, C».

La C es de Curtis. Si cualquier otro me hubiera invitado, habría borrado el mensaje sin contestar.

—¡Eh, Milla!

Y ahí está Brent, que se acerca subiendo los peldaños. Es dos años más joven que yo, debe de tener treinta y uno, y todavía conserva su encanto juvenil, con el pelo moreno y largo y los hoyuelos, aunque parece exhausto.

Me levanta del suelo con un abrazo de oso y yo también lo abrazo con fuerza. Todas aquellas noches frías que pasé en su cama. Me siento mal por no haberme puesto en contacto con él, pero después de lo que sucedió… Y, de todas formas, él tampoco me llamó.

Por encima de su hombro, las sombras de los afilados picos se recortan contra el cielo, que oscurece, y parecen vigilarnos. ¿De verdad quiero estar aquí? No es demasiado tarde. Podría poner cualquier excusa, volver al coche y conducir de vuelta a Sheffield.

Alguien se aclara la garganta detrás de nosotros. Nos apartamos y vemos la figura alta y rubia de Curtis.

No sé por qué, pero esperaba que tuviera el mismo aspecto que la última vez que lo vi: atravesado por el dolor, un hombre roto. Pero, por supuesto, no es así. Ha tenido diez años para superarlo. O para enterrarlo todo dentro.

El abrazo de Curtis es breve.

—Me alegro de verte, Milla.

—Yo también.

Siempre me costó mirarlo a los ojos por lo guapo que era, y lo sigue siendo, pero ahora me resulta todavía más difícil.

Curtis y Brent se dan la mano; la piel pálida de Curtis destaca sobre la de Brent. Ellos también han traído sus tablas de snowboard, lo que no es ninguna sorpresa. Sería difícil que subiéramos a una montaña sin ellas. También llevan tejanos, pero me divierte ver que debajo de los anoraks asoman cuellos de camisa.

—Espero que no hubiera que arreglarse para la ocasión —comento.

Curtis me mira de arriba abajo.

—No te preocupes.

Trago saliva. Sus ojos son tan azules como siempre, pero me recuerdan a alguien en quien no quiero pensar. Tampoco transmiten ni un ápice de la calidez que solía sentir en su mirada. Me he arrastrado hasta el lugar al que había jurado que no volvería jamás, y lo he hecho por él. Ya me arrepiento.

—¿Quién más viene? —pregunta Brent.

¿Por qué me mira a mí?

—Ni idea —respondo.

Curtis se ríe.

—¿No lo sabes?

Pasos. Ya llega Heather. ¿Y quién más? ¿Dale? No es posible. ¿Siguen juntos?

La melena salvaje de Dale ahora es más corta y estilosa. Ya no tiene piercings. Ni siquiera parece que haya estrenado las botas de nieve de marca que lleva. Supongo que Heather lo ha transformado. Al menos le ha dejado traer la tabla.

Heather lleva un vestido, negro y brillante, con medias y botas hasta la rodilla. Se estará helando viva, aunque se haya puesto una chaqueta carísima encima. Cuando me abraza, noto el aroma de laca de pelo en sus largos mechones oscuros.

—Me alegro mucho de verte, Milla. —Habrá tomado más de una copa antes de llegar porque casi suena sincera. Sus botas tienen un tacón de ocho centímetros, lo que la hacen un poco más alta que yo. Seguro que se las ha puesto por eso.

Me enseña un anillo.

—¿Os habéis casado? —exclamo—. ¡Felicidades!

—Hace tres años. —Su acento del noreste de Inglaterra es más marcado que nunca.

Brent y Curtis dan palmadas a Dale en la espalda.

—Tardaste lo tuyo en proponérselo, ¿eh, amigo? —bromea Brent. Su acento de Londres también parece más marcado.

—En realidad, fui yo quien se lo propuso —replica Heather.

La puerta del teleférico se abre con un chirrido. El operario se desliza por detrás, lleva la gorra negra de la estación de esquí. Comprueba nuestros nombres en una lista y nos hace un gesto para que nos acerquemos.

Los demás pasan dentro.

—¿Está todo el mundo? —pregunto para ganar tiempo.

El tipo cree que sí. Me resulta familiar.

Todos han subido a la cabina y me uno a ellos, reticente.

—¿Quién más faltaría? —replica Curtis.

—Cierto —reconozco. Antes había algunos más, gente que iba y venía, pero del grupito original solo quedamos nosotros cinco.

O mejor dicho, somos los únicos que quedamos en pie.

Una oleada de culpabilidad me invade. «Jamás volverá a caminar».

El operario cierra la puerta. Me esfuerzo por echarle un vistazo, pero antes de que pueda observarlo mejor, se dirige al otro extremo de la plataforma y se encierra en la cabina de mandos.

El teleférico se pone en marcha. Igual que yo, los demás miran a través del plexiglás fascinados mientras pasamos sobre las copas de los abetos, en pos de la luz mortecina en lo alto de la montaña. Resulta extraño divisar la tierra y la hierba más abajo; siempre estaba nevado. Intento ver a las marmotas, pero probablemente estén hibernando. Pasamos por encima de un peñasco y el diminuto pueblo de Le Rocher desaparece de nuestra vista.

Un sentimiento extraño se apodera de mí ahora que estamos suspendidos en el aire y el paisaje se desliza al otro lado de la ventana. En lugar de subir a la montaña, parece que viajemos hacia atrás en el tiempo. Y no sé si estoy lista para enfrentarme al pasado.

Es demasiado tarde. El teleférico ya se aproxima a la estación intermedia. Salimos arrastrando las bolsas. Aquí hace más frío, y será todavía peor en nuestro destino. Una bandera francesa ondea en la brisa helada. El altiplano está desierto. A medio camino, el verde y el marrón se han trocado en blanco: es la línea de nieve.

—Pensaba que la nieve ya habría llegado al valle a estas alturas.

Curtis asiente.

—Cosas del cambio climático.

En invierno, este es el corazón del área de esquí, con telesillas y remolques que se mueven en todas direcciones, pero el único ascensor que funciona hoy es la burbuja, que está cubierta.

Antes, el medio tubo se encontraba aquí, justo al lado del pequeño cobertizo. Ahora, el largo canal en forma de U es una zanja embarrada, pero en mi mente aún veo sus paredes blancas y prístinas. Fue el mejor medio tubo de Europa en su época, y también fue lo que nos reunió a todos aquel invierno.

Dios mío, los recuerdos. Tengo la piel de gallina. Nos veo de jóvenes, compitiendo y riéndonos. Los cinco.

Y las dos que faltan.

Un remolino helado me alborota el pelo. Me subo la cremallera del anorak hasta la barbilla y me apresuro a seguir a los demás.

El ascensor burbuja nos llevará hasta casi 3500 metros de altura. El glaciar del Diablo es una de las zonas aptas para el esquí más elevadas de Francia. Las brillantes cabinas naranjas cuelgan del cable como adornos navideños. Curtis entra en la que está más cerca.

Heather tira de la mano de Dale.

—Vamos a buscar una para nosotros dos.

—No, venga —insiste Dale—. Cabemos todos en esta.

Curtis hace un gesto para animarlos.

—Hay sitio de sobra.

Heather parece dudar, y la entiendo. Estas pequeñas cabinas, en teoría, pueden transportar hasta seis personas, pero todos llevamos bolsas y estaremos apretados. Tampoco ayuda el hecho de que se haya traído una maldita maleta.

Brent se agacha para entrar debido a su altura.

—Puedes sentarte en mi rodilla, Mills. Dame tu bolsa de snowboard.

—Dale puede quedarse con tus rodillas —replico—. Yo me sentaré ahí.

Heather se sienta en el regazo de Dale, al lado de Curtis, mientras que Brent y yo nos sentamos enfrente con las bolsas en el medio y a nuestro alrededor. Se me hace raro ver a Dale sin sus rastas. Junto con su tez nórdica, me recordaba a un vikingo. Ahora parece un presentador de concursos.

Ascendemos por el altiplano. Hay un inmenso vacío a nuestros pies. Me olvidaba de lo enorme que es esta zona. Los senderistas suben hasta aquí en verano, y las pistas zigzaguean por la montaña. Debe de ser precioso, con un conjunto de flores alpinas, pero ahora solo se ven retazos de hierba marrón y sedimentos rocosos. No hay señales de vida, ni siquiera un pájaro. La tierra parece yerma.

Muerta.

No. Está dormida, a la espera.

Como algo más ahí arriba. Trago saliva y me obligo a no pensar en eso.

La rodilla de Curtis choca contra la mía cuando dejamos atrás una torre eléctrica. Parece más callado que de costumbre, pero lo entiendo. Si esto es duro para mí, debe de ser cien veces peor para él.

La invitación no lo mencionaba, pero es obvio por qué estamos aquí. Lo anunciaron en las noticias el día antes de que llegara el correo: «Tras una batalla legal, diez años después se declara la muerte in absentia de una esquiadora de snowbard británica».

Seguro que a los demás les apetecía tan poco como a mí subir hasta aquí, pero ¿cómo podíamos negarnos? Es normal que quiera celebrar el aniversario.

Hay nieve a nuestros pies y brilla con un resplandor lila en el crepúsculo. Muy por encima se encuentran los inmensos acantilados que dan el nombre a Le Rocher. El edificio Panorama cuelga en lo más alto, una forma oscura y chata acuclillada contra los elementos.

—¿Cómo lo has conseguido, Mills? —pregunta Brent.

—¿El qué?

—El acceso VIP al glaciar. El transporte privado en teleférico y todo eso. Es bastante impresionante.

Lo miro sin comprender nada.

—¿Qué quieres decir?

—Que estamos fuera de temporada. No puede ser barato.

—¿Por qué crees que lo he organizado yo? Fue Curtis.

Curtis me mira extrañado.

—¿Cómo?

¿A qué juegan? Todos sacamos el móvil. La última vez que subí aquí con uno, rompí la pantalla en el primer salto y me salió un moratón con forma de teléfono en la cadera. Después de eso, ya no volví a subir con el móvil.

Les muestro el correo que recibí y Brent me enseña el suyo. Su invitación dice lo mismo que la mía, excepto que la firma es de M. y hay una posdata: «He perdido el móvil. Mándame un correo».

—Mira. —Curtis me muestra el mensaje que ha recibido él. Es idéntico al de Brent.

Nunca entendí del todo a Curtis. ¿Acaso considera que esto es una broma?

La cabina se balancea cuando dejamos atrás otra torre eléctrica y se me destapan los oídos. En este punto la subida se torna más empinada. Hemos empezado el largo, larguísimo, ascenso hasta el glaciar.

Me giro hacia Dale y Heather.

—¿Qué decía vuestra invitación?

 

Dale vacila.

—Lo mismo que la tuya —responde Heather.

—¿De M o de C? —pregunta Brent.

—Eh, M —aclara Heather, que me mira.

¿Por qué tengo la sensación de que miente?

—¿Puedo verla?

—Lo siento —confiesa Heather—. La borré. Pero era igual que la de ellos.

2

No sé qué esperaba encontrar en la cumbre. ¿Música? ¿Velas? ¿Camareros con bandejas y copas de champán?

No hay nada de eso. La plataforma apenas está iluminada y no hay nadie ni aquí ni en la cabina del operario. Sacamos nuestras bolsas. Suena una alarma y el ascensor burbuja se detiene. Deben de estar maniobrándolo desde abajo, para ahorrarse los costes del personal, y habrán vigilado la subida mediante la cámara de seguridad que supervisa el circuito. Pero después de la confusión sobre quién mandó la invitación, todo esto es un poco inquietante y, a juzgar por el ceño fruncido de Heather, ella piensa lo mismo.

Brent me mira.

—¿Dejamos las cosas aquí por ahora?

—No me lo preguntes a mí —respondo.

Las pone en el suelo. Dudo y, finalmente, yo también las dejo. No es que nadie vaya a robarlas.

Los peldaños son rejas de metal para que se puedan subir cuando uno lleva botas cubiertas de nieve. Al fin llegamos a la cima y estoy jadeando. Aquí el oxígeno escasea. Empujo las puertas dobles que dan acceso al edificio Panorama. Respiro el aire acre de madera quemada y, por un momento, tengo que cerrar los ojos. Porque eso, más que nada, era el aroma de mis inviernos.

Curtis pulsa un interruptor y el pasillo forrado de madera se ilumina. Normalmente, una procesión de esquiadores desfila por aquí, pasa las taquillas de equipamiento y llega hasta la entrada principal del glaciar, pero esta noche el silencio es espeluznante.

Curtis se pone las manos alrededor de la boca y grita:

—¿Hay alguien ahí?

Brent me mira, y Dale también. Pienso de nuevo en las invitaciones. ¿Es posible que uno de ellos haya organizado esto? No parece probable. Como dijo Brent, estamos fuera de temporada. Un fin de semana aquí debe de costar miles de dólares a estas alturas del año. Gracias a mi investigación previa, porque he buscado sus perfiles en internet, sé que a Curtis le va bien, así que debe de haber sido él. Pero ¿a qué viene tanto misterio? ¿Y los demás están en el ajo o les ha hecho creer que soy yo quien ha organizado la reunión?

—Tiene que haber alguien más aquí —dice Curtis—. Echemos un vistazo.

Todos salimos en direcciones distintas, como críos sueltos en un parque temático. Este lugar es un laberinto. El único edificio en kilómetros a la redonda es un complejo de casas y múltiples recintos que acoge a la unidad de rescate de montaña, la sala de control y todo lo que necesiten tanto el personal como los visitantes aquí arriba. Yo solo conozco el restaurante y los baños, pero nada más. Ah, sí, y una vez pasé una noche en uno de los diminutos dormitorios comunitarios. Es el albergue juvenil situado a mayor altitud de Francia.

Corro por los pasillos y enciendo los interruptores a medida que avanzo. Hay un montón de puertas cerradas. Algunas se abren y otras no. Esta sí. Dios mío, podría ser el lugar exacto donde dormí. El olor a humedad y moho despierta un recuerdo. Brent debajo de mí en la cama, con sus grandes manos agarrando mis caderas. Contemplo la estrecha cama de la litera. Luego salgo y cierro la puerta con firmeza tras de mí.

La siguiente puerta es un armario de ropa limpia con toallas blancas y ásperas y sábanas gastadas apiladas en estanterías de pino que apestan a detergente barato. Más allá huelo a comida y, en efecto, es la cocina. Hay dos sartenes encima de unos fogones inmensos. Levanto las tapas. En una hay un guiso con carne y en la otra, puré de patatas. Aún están calientes. Podría ser nuestra cena, pero ¿dónde está el personal de la cocina?

Veo un lavabo y empujo la puerta con cautela, pero está vacío y oscuro. Más allá se encuentra el restaurante, también a oscuras, donde el olor a madera quemada es lo bastante fuerte como para hacerme toser, aunque el fuego no esté encendido. Aquí pasé horas tratando de calentarme los dedos con tazas de café o esperando a que amainaran las tormentas de nieve, pero ahora las mesas están vacías, así que sigo caminando por otro pasillo. Los demás deben de estar en el piso de arriba porque ya no los oigo.

Hay más estancias y almacenes, y más puertas cerradas. Los interruptores tienen temporizadores, por lo que ocasionalmente se apagan antes de que haya encendido el siguiente y me quedo en la más absoluta oscuridad. Avanzo a tientas, siguiendo la pared. El silencio es aterrador. Si alguien apareciera tras una de estas puertas, me daría un ataque al corazón.

Por fin veo algo que me resulta familiar: la entrada principal al glaciar. Me apresuro hacia allí. Nadie estará fuera a esta hora de la noche, y es probable que la puerta esté cerrada con llave, pero si no lo está, quiero degustar el aire con sabor a hielo. Ha pasado demasiado tiempo.

La puerta se abre. El viento se cuela por el hueco con un grito agudo e implacable. El sonido es extrañamente humano. Cierro la puerta de golpe, me quedo quieta y respiro con fuerza. Sabía que volver sería un problema. Demasiadas puertas que no debería abrir.

«Cálmate, Milla».

Vale. Puedo hacerlo. En cuanto me tome un par de copas, estaré bien.

Arriba hay un gran salón, donde se suelen celebrar bodas y otros eventos. Es una fuente de ingresos práctica para estaciones de esquí modestas como esta, en especial durante la temporada baja. Solo lo he visto en fotografías, pero será donde han ido los demás, porque he comprobado todos los rincones de esta planta.

Aquí están las escaleras. En lo alto hay una pesada puerta ignífuga y el aire al otro lado parece todavía más frío. Llega un olor tenue, conocido. ¿Qué es? Quizá el perfume de Heather.

Oigo voces al otro lado de la puerta que hay a la derecha.

«¡Alto!», reza un cartel. «Empieza el juego. Hay que dejar los teléfonos en la cesta».

Exhalo. Un juego. Una especie de concurso, quizá, algo acerca del esquí y del snowboard o de lo que recordamos los unos de los otros. Algo que dé pie a hablar de los viejos tiempos. Típico de Curtis, decir qué debemos hacer, sin nada que nos distraiga de sus planes. Voy a dejar el móvil en la cesta. A menos que…

Me fijo otra vez en el cartel. «Empieza el juego». Una vez le dije eso mismo a… No. Es una frase de lo más normal. No significa nada. Dejo el móvil encima de los otros cuatro y entro en la sala.

El salón se proyecta sobre la montaña. La alfombra es espesa y mullida, blanca para imitar la nieve del exterior, y los muebles blancos y plateados son, sin duda, ridículamente caros. Hay sillones forrados de satén y mesas de vidrio y metal. La opulencia contrasta con el mobiliario rústico y modesto del piso de abajo. Incluso el olor es distinto. Ya no huele a madera quemada, sino a pintura fresca.

La pared del fondo está cubierta por ventanales y cortinas de terciopelo blanco atadas con una cuerda. La vista debe de ser espectacular durante el día, pero ahora solo se ve una total oscuridad. No hay luz. En nuestra situación resulta inquietante, pero, por lo demás, es un espacio precioso para una boda.

Si es que uno es capaz de olvidar las vidas que este glaciar se ha cobrado.

Y los cuerpos que todavía encierra.

«No pienses en eso».

Aquí hace tanto frío que veo mi aliento. También hay humedad. Es probable que no hayan utilizado esta sala durante meses. Todos los demás se han servido una copa. Hay una cerveza solitaria en una bandeja cercana, una Kronenbourg 1664. El cristal está frío al contacto con mi palma. Antes me encantaban los botellines de cerveza francesa, dulce y espumosa. No he bebido ninguna desde la última vez que estuve aquí.

De nuevo nos encontramos los cinco. El personal estará por los pasillos. Curtis mira hacia la puerta. ¿Qué planea?

Las uñas primorosamente pintadas de Heather se curvan sobre mi brazo.

—¿Has visto el juego?

—¿Qué juego?

Tira de mí y cruzamos la alfombra hasta una mesita sobre la que descansa una caja alta de madera. Al lado hay bolígrafos, sobres y tarjetas de papel de buena calidad. Y una hoja impresa con la frase: «Para romper el hielo». La caligrafía es elegante, como la que suele usarse en los servicios de los funerales.

Y en las bodas, me recuerdo enseguida.

«Escribe un secreto, algo sobre ti que ninguno de los demás sepa. Mételo en la caja, dentro de un sobre. Después, sacad los sobres de uno en uno y tratad de adivinar quién lo ha escrito».

Miro a Curtis otra vez. Me divierte que se haya esforzado tanto, cuando nos habríamos conformado con tomar algo y emborracharnos juntos. Pasa a mi lado en dirección a la ventana. Frota el vidrio para limpiar la condensación y mira hacia fuera. La fluidez de sus movimientos siempre me recordó a los de un gimnasta, y eso no ha cambiado; todavía posee la misma gracia poderosa y felina.

Necesito tomar más alcohol antes de acercarme a él, así que me dirijo hacia Brent. Me sorprende ver una cerveza en su mano. No solía beber.

—¿Has practicado snowboard últimamente? —pregunto.

—Una vez al año —responde—. Es lo único que puedo permitirme. Pero sí que voy mucho en monopatín.

—Se nota, por cómo tienes las zapatillas.

La puntera de sus DC está tan gastada que veo el calcetín. La marca había sido su patrocinador, pero supongo que habrá tenido que comprar este par. Me conmueve que se haya mantenido leal a la marca, pero así es Brent.

Solo tenía veintiún años aquel invierno, con la energía y la larguirucha figura de un adolescente. Ahora está un poco más fornido. Es difícil de asegurar por la ropa ancha que viste, pero parece que aún está en forma. Y todavía lleva los tejanos colgando sobre el trasero.

Sus facciones oscuras y elegantes, cortesía de su padre indio, le brindaron una breve trayectoria de éxito como modelo antes de que su carrera en el snowboard despegara. De vez en cuando, compruebo por internet cómo le va, pero su Instagram no revela demasiado. Me gustaría preguntarle si sale con alguien, o incluso si tiene hijos, pero no quiero que me malinterprete. Necesito saber que es feliz.

—¿De verdad no me invitaste tú? —pregunta Brent.

—No, ya te lo he dicho.

Curtis me mira desde el otro lado del salón, con aspecto… ¿preocupado? Probablemente se preguntará dónde está el personal.

—¿Aún practicas snowboard? —inquiere Brent, que se esfuerza por llevar la conversación a un territorio seguro.

—No desde que me fui de aquí —respondo.

—¿De verdad? ¿Ni una sola vez?

—Estoy demasiado ocupada. —Percibo su sorpresa. En aquella época, yo solo pensaba en el snowboard e imaginaba que seguiría practicándolo hasta que la edad no me lo permitiera.

Lo cierto es que ahora me aterroriza. Me aterroriza en quién me convierte y las vidas que podría destruir. En cuanto me ato las botas, no me importa nada más.

Brent no sabe lo que hice, al menos no del todo. Ninguno de ellos lo sabe.

Y mi intención es que siga siendo así.