Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 910

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—Olvídate de Mons y Leuze y de las calzadas flamencas; donde fueres, haz lo que vieres. En cuanto a la falda corta y el cubrecorsé, tampoco las tengo todas conmigo. Jamás he visto a una señora inglesa vestida con tales prendas. Pregúntaselo a Caroline Helstone.

—¡Caroline! ¿Preguntarle yo a Caroline? ¿Pedirle yo consejo sobre mi atuendo? Es ella la que debería pedirme consejo en todos los aspectos; no es más que una niña.

—Tiene dieciocho años, o diecisiete cuando menos; es lo bastante mayor para saber de vestidos, enaguas y zapatos.

—No mimes a Caroline, te lo ruego, hermano; no hagas que se sienta más importante de lo que debe ser. Ahora es modesta y sin pretensiones; hagamos que siga igual.

—Con todo mi corazón. ¿Va a venir esta mañana?

—Vendrá a las diez, como de costumbre, para su clase de francés.

—No creerás que ella se burla de ti, ¿verdad?

—No, no lo hace, me aprecia más que cualquier otra persona de aquí; claro que ella tiene más oportunidades de conocerme íntimamente: puede ver que tengo educación, inteligencia, modales, principios; todo lo que, en resumen, corresponde a una persona educada y de buena cuna.

—¿Le tienes tú algún cariño?

—De cariño no puedo hablar; no soy persona dada a grandes afectos y, en consecuencia, se puede contar más bien con mi amistad. Le tengo cierto aprecio como pariente; su posición me inspira también interés y su conducta como pupila mía hasta el momento ha servido para acrecentar más que disminuir el aprecio que nace de otras causas.

—¿Se comporta correctamente durante las clases?

—Conmigo se comporta muy bien, pero tú ya sabes, hermano, que mis modales están pensados para rechazar una familiaridad excesiva, para granjearme estima e inspirar respeto. Sin embargo, dotada como estoy de perspicacia, percibo claramente que Caroline no es perfecta, que deja mucho que desear.

—Dame una última taza de café y mientras me la bebo, diviérteme con la enumeración de sus defectos.

—Querido hermano, me alegra ver que te tomas el desayuno con gusto, después de la noche tan fatigosa que has pasado. Caroline, pues, tiene defectos, pero, con ayuda de mi mano reformadora y de mis esfuerzos casi maternales, puede que mejore. Hay ocasiones en las que tiene un cierto aire… circunspecto, creo, que no me gusta nada, porque no es suficientemente sumiso ni propio de una muchacha, y en su carácter da muestras de cierto atolondramiento inquieto que me incomoda. Sin embargo, suele ser de lo más tranquila; de hecho, a veces incluso es demasiado apática y reflexiva. No dudo de que con el tiempo haré de ella una joven uniformemente sosegada y decorosa, que no se muestre pensativa de manera injustificada. Siempre he desaprobado lo que no es inteligible.

—No comprendo nada de lo que dices; ¿qué significa eso de «atolondramiento inquieto», por ejemplo?

—Tal vez un ejemplo sea la mejor explicación. Ya sabes que a veces le hago leer poesía francesa para que practique su pronunciación. En el transcurso de las clases, ha leído mucho a Corneille y Racine con un espíritu firme y sobrio, tal como me parece conveniente. En realidad, en ocasiones ha mostrado cierta languidez en la lectura de esos estimados autores que tiene más de apatía que de sobriedad, y la apatía es algo que no puedo tolerar en quienes reciben el beneficio de mi instrucción; además, no se debe ser apático en el estudio de las obras clásicas. El otro día le puse en las manos un volumen de breves poemas sueltos. Le indiqué que se sentara junto a la ventana y aprendiera uno de memoria, y, cuando alcé la vista, vi que volvía las hojas con impaciencia, frunciendo los labios en una mueca de desprecio, mientras hojeaba los pequeños poemas superficialmente. La reprendí. «Ma cousine —me dijo—, tout cela m’ennuie à la mort». Yo le dije que su lenguaje era impropio. «Dieu! —exclamó—. Il n’y a donc pas deux lignes de poësie dans toute la littérature française?». Le pregunté qué quería decir. Me pidió perdón con la debida docilidad. Pronto guardó silencio; la vi sonreír para sí mientras miraba el libro; empezó a estudiar con diligencia. Al cabo de media hora se acercó a mí, me devolvió el volumen, cruzó las manos, como siempre le pido que haga, y me repitió ese poema corto de Chénier, «La joven cautiva». Si hubieras oído la forma en que lo declamó y cómo expresó unos cuantos comentarios incoherentes al terminar, habrías comprendido lo que quería decir con «atolondramiento inquieto». Cualquiera habría dicho que Chénier resultaba más conmovedor que todo Racine y Corneille juntos. Tú, hermano, que eres tan sagaz, percibirás que esa desproporcionada preferencia es muestra de un pensamiento mal regulado. Pero tiene la suerte de tenerme a mí como preceptora. Yo le daré un sistema, un método de pensamiento, un conjunto de opiniones; le enseñaré a dominar y guiar sus sentimientos a la perfección.

—Hazlo, Hortense. Ahí viene. Creo que esa sombra que acaba de pasar por la ventana era ella.

—¡Ah!, cierto. Llega demasiado pronto, media hora antes de tiempo. ¿Qué te trae por aquí antes de que haya desayunado, niña?

Esta pregunta se dirigía a la persona que entraba en la habitación, una joven envuelta en una capa de invierno, cuyos pliegues arropaban con cierto garbo una figura claramente esbelta.

—He venido a toda prisa para ver cómo estabas, Hortense, y también Robert. Estaba segura de que los dos estaríais afligidos por lo que sucedió anoche. Yo no me he enterado hasta esta mañana; mi tío me lo ha contado durante el desayuno.

—¡Ah!, es indescriptible. ¿Lo lamentas por nosotros? ¿Lo lamenta tu tío por nosotros?

—Mi tío está muy enfadado, pero con Robert, creo, ¿no es así? ¿No fue contigo al páramo de Stilbro?

—Sí, emprendimos la marcha con un estilo muy marcial, Caroline, pero los prisioneros a los que íbamos a rescatar acudieron a nuestro encuentro a medio camino.

—Por supuesto, no hubo ningún herido, ¿no?

—Pues no; sólo unas rozaduras de Joe Scott en las muñecas por haberlas tenido atadas con fuerza a la espalda.

—¿Tú no estabas allí? ¿No ibas en los carros que fueron atacados?

—No, uno no suele tener la suerte de hallarse presente en sucesos a los que desearía asistir especialmente.

—¿Adónde vas esta mañana? He visto a Murgatroyd ensillando tu caballo en el patio.

—A Whinbury: hoy es día de mercado.

—El señor Yorke también va; me he cruzado con su calesa. Vuelve a casa con él.

—¿Por qué?

—Dos son mejor que uno y a nadie le disgusta el señor Yorke; al menos entre los pobres.

—Por lo tanto, sería una protección para mí, al que odian, ¿no es eso?

—Al que no entienden; eso, seguramente, lo describe mejor. ¿Volverás tarde? ¿Volverá tarde, prima Hortense?

—Es muy probable; a menudo tiene muchos asuntos que despachar en Whinbury. ¿Has traído tu libro de ejercicios, niña?

—Sí. ¿A qué hora regresarás, Robert?

—Suelo regresar a las siete. ¿Quieres que vuelva más temprano a casa?

—Procura volver más bien antes de la seis. En esta época todavía es de día a las seis, pero a las siete ya ha anochecido completamente.

—¿Y qué peligros debo temer, Caroline, cuando haya anochecido? En mi caso, ¿qué peligro crees que acompaña a la oscuridad?

—No estoy segura de poder definir mis miedos, pero todos sentimos ahora cierta ansiedad por nuestros amigos. Mi tío dice que corren tiempos peligrosos. También dice que los propietarios de las fábricas son impopulares.

—¿Y que yo soy uno de los más impopulares? ¿No es un hecho? Eres reacia a decirlo con claridad, pero en el fondo crees que estoy expuesto a sufrir el mismo destino que Pearson, al que dispararon, por cierto, no desde detrás de un seto, sino en su propia casa a través de la ventana de la escalera, cuando subía a acostarse.

—Anne Pearson me enseñó la bala en la puerta de la habitación —comentó Caroline con seriedad, doblando su capa y dejándola sobre una mesita junto con su manguito—. ¿Sabes? —continuó—, hay un seto a lo largo de toda la carretera desde aquí hasta Whinbury, y hay que pasar por las plantaciones de Fieldhead, pero a las seis ya habrás vuelto… ¿o antes?

—Desde luego que sí —afirmó Hortense—. Y ahora, niña, prepara las lecciones para decírmelas luego, mientras yo pongo en remojo los guisantes para el puré de la comida.

Tras esta indicación, Hortense abandonó la estancia.

—¿Sospechas, entonces, que tengo enemigos, Caroline? —preguntó el señor Moore—, y sin duda sabes que carezco de amigos.

—No careces de ellos, Robert. Tienes a tu hermana, a tu hermano Louis, al que jamás he visto, al señor Yorke, y a mi tío; además, claro está, de otros muchos.

—Te verías en un aprieto para nombrar a esos «otros muchos» —dijo Robert con una sonrisa—. Pero muéstrame tu libro de ejercicios. ¡Qué arduos esfuerzos dedicas a la escritura! Supongo que mi hermana exige todo ese esmero: quiere formarte en todo siguiendo el modelo de una colegiala flamenca. ¿Qué vida estás destinada a llevar, Caroline? ¿Qué harás con tu francés, tu dibujo y demás aptitudes cuando las hayas adquirido?

—Dices bien, cuando las haya adquirido, pues, como sabes, hasta que Hortense empezó a enseñarme, sabía bien poco. En cuanto a la vida para la que estoy destinada, no sabría decírtelo. Supongo que llevaré la casa de mi tío hasta… —vaciló.

—¿Hasta qué? ¿Hasta que se muera?

—No. ¡Qué duro has sido diciendo eso! Yo jamás pienso en su muerte; sólo tiene cincuenta y cinco años. Hasta que… en definitiva, hasta que los acontecimientos me ofrezcan otras ocupaciones.

—¡Una perspectiva extraordinariamente vaga! ¿Te contentas con eso?

—Antes sí. Los niños, ¿sabes?, no reflexionan demasiado, o más bien dedican sus reflexiones a asuntos ideales. Ahora hay momentos en los que no me siento del todo satisfecha.

—¿Por qué?

—No gano dinero… no gano nada.

—Veo que vas al grano, Lina. Así pues, ¿también tú quieres ganar dinero?

—Sí, me gustaría tener una ocupación; si fuera chico, no me costaría encontrar una. Veo un modo muy fácil y agradable de aprender un negocio y abrirme camino en la vida con él.

—Sigue, oigamos cuál es ese modo.

—Podría aprender tu negocio, el negocio textil. Podría aprenderlo de ti, dado que somos parientes lejanos. Yo trabajaría en la oficina de contabilidad, llevaría los libros y redactaría las cartas mientras tú te ocupas del mercado. Sé que tu gran deseo es ser rico para poder pagar las deudas de tu padre; quizá yo podría ayudarte a conseguirlo.

—¿Ayudarme? Deberías pensar en ti misma.

—Ya lo hago, pero ¿acaso ha de pensar uno siempre únicamente en sí mismo?

—¿En quién más pienso yo? ¿En quién más me atrevo a pensar? Los pobres no deben tener demasiadas simpatías; su cerrazón es obligada.

—No, Robert…

—Sí, Caroline. La pobreza es necesariamente egoísta, constreñida, servil, llena de desasosiegos. De vez en cuando, el corazón de un pobre hombre, visitado por el sol y el rocío, puede crecer como la vegetación incipiente que ve en ese jardín en este día primaveral, puede sentirse preparado para desarrollar su follaje, quizá incluso para florecer, pero no debe alentar ese placentero impulso; debe invocar a la prudencia para dominarlo con ese gélido aliento suyo que es tan cortante como un viento del norte.

—Ninguna casa sería feliz entonces.

—Cuando hablo de pobreza, no me refiero tanto a la pobreza natural y habitual de la clase trabajadora, como a la embarazosa penuria del hombre endeudado; el esclavo del trabajo al que me refiero es un comerciante debatiéndose siempre entre estrecheces, agobiado por las preocupaciones.

—Alimenta la esperanza, no la ansiedad. Estás obsesionado con ciertas ideas. Quizá sea presuntuoso por mi parte decir esto, pero tengo la impresión de que andas errado en tus ideas sobre los medios de obtener la felicidad, igual que en… —Segunda vacilación.

—Soy todo oídos, Caroline.

—En… —«¡valor!, ayúdame a decir la verdad»— en tu forma de tratar, cuidado, he dicho sólo tu forma, a los trabajadores de Yorkshire.

—Has querido decirme esto a menudo, ¿no es cierto?

—Sí, a menudo, muy a menudo.

—Creo que los defectos de mi comportamiento son sólo negativos. No soy orgulloso: ¿de qué puede sentirse orgulloso un hombre en mi posición? Sólo soy taciturno, flemático y triste.

—Como si tus aprestadores fueran máquinas, igual que tus telares y tus tundidoras; en tu propia casa pareces diferente.

—Para los de mi propia casa no soy un extraño, como lo soy para esos payasos ingleses. Puedo hacerme el benevolente con ellos, pero fingir no es mi forte. Me parecen irracionales y perversos; obstaculizan mi camino cuando deseo ir hacia adelante. Tratándolos con justicia cumplo sobradamente mi deber para con ellos.

—No esperarás que te quieran, por supuesto.

—Ni lo deseo.

—¡Ah! —dijo la joven amonestadora, meneando la cabeza y exhalando un hondo suspiro. Con esa exclamación que indicaba que percibía un tornillo suelto en alguna parte, pero no estaba en su mano apretarlo, se inclinó sobre sus ejercicios de gramática y buscó la regla y el ejercicio del día.

—Supongo que no soy un hombre cariñoso, Caroline; el afecto de unos pocos me basta.

—Por favor, Robert, ¿querrías arreglarme un par de plumas antes de marcharte?

—Primero déjame que te haga una pauta en el libro, porque siempre te las apañas para hacer las líneas torcidas… Ahí está… Y ahora las plumas; te gustan muy finas, ¿no?

—Como las sueles arreglar para Hortense y para mí, no con esas puntas tan gruesas que haces para ti.

—Si tuviera la profesión de Louis, podría quedarme en casa y dedicarte la mañana a ti y a tus estudios; en cambio, he de pasarla en el almacén de lana de Sykes.

—Estarás ganando dinero.

—Más bien perdiéndolo.

Cuando terminaba de arreglar las plumas, le llevaron un caballo ensillado y con las bridas puestas hasta la verja del jardín.

—Ahí está Fred, listo para mí; debo irme. Primero echaré también un vistazo para ver qué ha hecho la primavera en el límite sur.

Salió de la habitación y salió al jardín que había detrás de la fábrica. Una encantadora franja de hierba joven y capullos en flor —de campanillas de invierno, flores del azafrán, e incluso prímulas— se abría al sol bajo la ardiente pared del edificio. Moore recogió flores y hojas de aquí y de allá hasta formar un pequeño ramo; regresó al gabinete, hurtó un hilo de seda del costurero de su hermana, ató las flores y las depositó sobre el escritorio de Caroline.

—Ahora, buenos días.

—Gracias, Robert; es muy bonito; colocado ahí, parecen chispas de sol y cielo azul. Buenos días.

Moore se encaminó hacia la puerta, se detuvo, abrió la boca como si fuera a hablar, no dijo nada y siguió adelante. Atravesó el portillo y montó su caballo; segundos después había saltado al suelo otra vez, pasándole las riendas a Murgatroyd, y volvía a entrar en la casa.

—He olvidado los guantes —dijo, aparentando coger algo de la mesita; luego, como si fuera una idea improvisada, señaló—: ¿Tienes algún compromiso que te obligue a volver a casa, Caroline?

—No tengo nunca ninguno; sólo tengo que tejer unos calcetines para niños que la señora Ramsden ha pedido para la cesta del judío, pero eso puede esperar.

—Que la cesta del judío… ¡se venda! No hay utensilio con un nombre más adecuado. No se concibe nada más judío, por su contenido y su precio. Pero veo algo, una levísima mueca de desprecio en las comisuras de tus labios, que me dice que conoces los méritos de la cesta tan bien como yo. Olvídala, pues, y pasa el día aquí para variar. A tu tío no le partirá el alma tu ausencia, ¿no?

—No. —Sonreía.

—¡El viejo cosaco! Eso me parecía —musitó Moore—. Entonces quédate y come con Hortense, se alegrará de tu compañía. Yo regresaré a su debido tiempo. Tendremos una pequeña velada de lectura. La luna sale a las ocho y media y te acompañaré andando hasta la rectoría a las nueve. ¿Estás de acuerdo?

Ella asintió y sus ojos se iluminaron.

Moore se demoró aún un par de minutos más: se inclinó sobre el escritorio de Caroline y echó una ojeada a su gramática, toqueteó su pluma, alzó el ramo y jugueteó con él. Su caballo piafaba, impacientado; Fred Murgatroyd carraspeó y tosió junto a la verja, como si se preguntara qué podía estar haciendo su amo.

—Buenos días —repitió Moore, y desapareció al fin.

Al entrar Hortense diez minutos después, descubrió, sorprendida, que Caroline aún no había comenzado su ejercicio.

CAPÍTULO VI

CORIOLANO

La pupila de mademoiselle Moore se mostró aquella mañana algo distraída. Caroline olvidaba una y otra vez las explicaciones que recibía; sin embargo, aguantó las reprimendas por su falta de atención sin perder el buen humor. Sentada al sol, cerca de la ventana, parecía recibir con su calor una influencia benéfica que la hacía sentirse feliz y buena a la vez. Así dispuesta, ofrecía su mejor aspecto, y era ésta una visión placentera.

No le había sido negado el don de la belleza; no era absolutamente necesario conocerla para que a uno le gustara; era lo bastante hermosa para agradar, incluso a primera vista. Tenía una figura acorde con su edad: juvenil, ágil y ligera; todas sus curvas eran finas y todos sus miembros proporcionados; su rostro era expresivo y afable; tenía unos bellos ojos, dotados en ocasiones de una atractiva mirada que llegaba directa al corazón, con un lenguaje que apelaba tiernamente a los afectos. Su boca era encantadora; tenía la piel delicada y una hermosa mata de cabellos castaños que sabía peinar con gusto; los rizos la favorecían y disponía de ellos en pintoresca abundancia. Su manera de vestir proclamaba su buen gusto: estilo discreto, con telas que estaban lejos de ser costosas, pero adecuadas por su color al cutis blanco con el que contrastaban y, por la hechura, a la esbelta figura que envolvían. Su atuendo invernal en aquel momento era de lana merina, del mismo suave tono marrón que sus cabellos; el pequeño cuello se cerraba en torno a su garganta con un lazo rosa sobre una cinta del mismo color; no llevaba ningún otro adorno.

Tal era el aspecto de Caroline Helstone. En cuanto a su carácter o intelecto, si es que los tenía, habrán de hablar por sí mismos a su debido tiempo.

Sus relaciones familiares son fáciles de explicar. Era hija de un matrimonio mal avenido que se había separado poco después de su nacimiento. Su madre era hermanastra del padre del señor Moore; así pues —aunque no existía un vínculo de sangre—, en cierto grado distante, era prima de Robert, Louis y Hortense. Su padre era hermano del señor Helstone, un hombre de esos que los amigos no desean recordar cuando la muerte da por zanjadas todas las cuentas terrenales pendientes. Había hecho infeliz a su mujer: las historias que de él se sabían con certeza habían dado un aire de probabilidad a las que circulaban falsamente sobre su hermano, que era hombre de principios. Caroline no había conocido a su madre, dado que la habían separado de ella en su infancia y no había vuelto a verla; su padre había muerto a una edad relativamente temprana y hacía varios años que su tío era su único tutor. Ni la naturaleza ni los hábitos del señor Helstone, como sabemos, lo calificaban para ocuparse de una jovencita: no se había molestado demasiado en educarla; seguramente no se habría molestado en absoluto de no haber sido porque, viéndose descuidada, Caroline se había preocupado por sí misma y había pedido de vez en cuando un poco de atención y los medios para adquirir los conocimientos más indispensables. Aun así, seguía teniendo la deprimente sensación de que era inferior, de que sus conocimientos eran menores de los que solían tener las chicas de su misma edad y condición, y con gran alegría había aprovechado la amable oferta de su prima Hortense, poco después de la llegada de ésta a la fábrica de Hollow, de enseñarle francés y costura. Por su parte, mademoiselle Moore realizaba esta tarea encantada, porque le daba tono; le gustaba tiranizar un poco a una pupila dócil, pero de mente despierta. Tomó a Caroline exactamente por lo que ella misma se consideraba: una chica de educación imperfecta, ignorante incluso, y, cuando descubrió que hacía rápidos y ávidos progresos, no atribuyó esa mejoría al talento ni a la aplicación de la alumna, sino enteramente a su propio método de enseñanza superior. Cuando descubrió que Caroline, que carecía de una disciplina rutinaria, tenía ciertos conocimientos, inconexos pero variados, ese descubrimiento no le causó sorpresa, pues imaginó que la chica había cosechado aquellos tesoros inadvertidamente en el curso de sus conversaciones; lo pensó incluso cuando se vio obligada a admitir que su pupila sabía mucho sobre temas de los que ella sabía poco: la idea no era lógica, pero Hortense la creía a pies juntillas.

Mademoiselle, que se enorgullecía de poseer un esprit positif y de albergar una decidida predilección por los estudios más áridos, intentó inculcar lo mismo a su joven prima en la medida de lo posible. Le hacía trabajar implacablemente la gramática de la lengua francesa, imponiéndole interminables analyses logiques como el mejor ejercicio que podía idear. Aquellos «análisis» no eran en absoluto una fuente de placer para Caroline; creía que podría haber aprendido francés igualmente sin ellos y lamentaba de veras el tiempo perdido en reflexionar sobre propositions, principales et incidents, en decidir el incidente determinative y el incidente applicative, en examinar si la proposición era pleine, elliptique o implicite. Algunas veces se perdía en aquel laberinto y entonces, de vez en cuando (mientras Hortense estaba arriba revolviendo sus cajones, ocupación inexplicable a la que dedicaba una buena parte cada día, arreglándolos, desarreglándolos y volviendo a arreglarlos una y otra vez), se iba con el libro a la oficina de contabilidad y allanaba las dificultades con ayuda de Robert. El señor Moore tenía un cerebro despejado y tranquilo; casi en el momento mismo en que sus ojos se posaban sobre los pequeños quebraderos de cabeza de Caroline, éstos parecían disolverse bajo su mirada: en dos minutos lo explicaba todo; en dos palabras daba con la clave del rompecabezas. Caroline pensaba que aprendería mucho más deprisa ¡sólo con que Hortense le enseñara igual que él! Recompensándole con una sonrisa admirativa y agradecida, más bien dirigida a sus pies que a su rostro, Caroline abandonaba entonces de mala gana la fábrica para volver a la casa, y luego, mientras terminaba el ejercicio o resolvía la suma (pues mademoiselle Moore también le enseñaba aritmética), deseaba que la naturaleza la hubiera hecho hombre en lugar de mujer, deseaba poder pedirle a Robert que le dejara ser su escribiente y sentarse con él en la oficina de contabilidad, en lugar de estar con Hortense en el gabinete.

En alguna que otra ocasión —pero esto ocurría muy raras veces—, pasaba la velada en la casa de Hollow. A veces, durante estas visitas, Moore se hallaba lejos, en algún mercado; algunas veces había ido a casa del señor Yorke; a menudo se hallaba ocupado con algún visitante masculino en otra habitación; pero también había veces en que estaba en casa, desocupado y libre para hablar con Caroline. Cuando éste era el caso, las horas pasaban volando antes de ser contadas. No había estancia en Inglaterra más agradable que aquel gabinete cuando lo ocupaban los tres primos. Cuando no enseñaba, reprendía o cocinaba, Hortense estaba muy lejos de ser una mujer malhumorada; tenía por costumbre relajarse hacia la noche y mostrarse amable con su joven pariente inglesa. Existía, además, un modo de volverla encantadora: convencerla para que cogiera su guitarra, cantara y tocara; se mostraba entonces realmente afable y, dado que tocaba con destreza y tenía una voz bien templada, no era desagradable escucharla: habría sido realmente agradable de no haber sido porque su carácter formal y vanidoso modulaba su tono, igual que se manifestaba en sus modales y moldeaba su semblante.

Liberado del yugo del trabajo, el señor Moore, si bien no era una persona vivaz, resultaba un complaciente espectador de la vivacidad de Caroline y un oyente bien dispuesto de su charla, presto a responder a sus preguntas. Era agradable sentarse a su lado, revolotear a su alrededor, dirigirse a él y mirarlo. Algunas veces era aún mejor, animado casi, amable y amistoso.

El inconveniente estaba en que a la mañana siguiente, indefectiblemente, volvía a mostrarse frío, y por mucho que pareciera disfrutar, a su modo tranquilo, con aquellas veladas, raras veces procuraba repetirlas. Esta circunstancia desconcertaba a su inexperta prima. «Si yo tuviera a mi disposición un medio de obtener la felicidad —pensaba—, emplearía ese medio a menudo; lo tendría lustroso por el uso y no lo arrinconaría durante semanas hasta que se oxidara».

Sin embargo, ponía gran cuidado en no llevar a la práctica su propia teoría. Por mucho que le gustara pasar la velada en casa de sus primos, jamás lo hacía sin ser invitada. En realidad, declinaba a menudo cuando Hortense insistía en que fuera, porque Robert no la secundaba o porque sólo lo hacía superficialmente. Aquella mañana era la primera vez en que él la invitaba por voluntad propia y de forma espontánea, y además, se había expresado con tanta amabilidad que, al oírle, la felicidad de Caroline había bastado para tenerla alegre el resto del día.

La mañana transcurrió como de costumbre. Mademoiselle, siempre muy ajetreada, la pasó en idas y venidas apresuradas entre la cocina y el gabinete, ora riñendo a Sarah, ora repasando el ejercicio de Caroline o escuchando cómo repetía la lección. Aunque estas tareas se realizaran sin fallo alguno, ella jamás las alababa: tenía como máxima que los elogios se contradecían con la dignidad de un maestro y que la censura, en mayor o menor medida, le era indispensable. Creía que las incesantes reprimendas, leves o severas, eran totalmente necesarias para conservar su autoridad; y si no era posible hallar error alguno en las lecciones, era la conducta, o el porte, o el vestido, o la actitud, lo que merecían su corrección.

Durante la comida se produjo la habitual refriega; cuando Sarah entró por fin con ella en la habitación, prácticamente la arrojó sobre la mesa con una expresión que denotaba bien a las claras: «Jamás había servido una cosa así en toda mi vida; no es bueno ni para los perros». Pese al desprecio de Sarah, la comida era sabrosa. La sopa era una especie de puré de guisantes secos, que mademoiselle había preparado entre amargas quejas contra aquel desolado país que era Inglaterra, donde no podían encontrarse judías verdes. Luego había un plato de carne —de naturaleza desconocida, pero supuestamente variada— cortada de forma singular y horneada en un molde con pedazos de pan sazonados de un modo único, pero no repulsivo; era un plato raro, pero no desagradaba al paladar en absoluto. Unas verduras extrañamente machacadas lo acompañaban como guarnición. La comida se completaba con un pastel de fruta conservada según una receta ideada por la grand-mère de madame Gérard Moore; por el gusto que tenía, parecía probable que la mélasse hubiera sido sustituida por azúcar.

Caroline no tenía objeciones a la cocina belga; en realidad, disfrutaba con el cambio, y afortunadamente así era, pues, de haber expresado repugnancia hacia ese tipo de cocina, tal manifestación le habría hecho perder el favor de mademoiselle para siempre; un crimen se le habría perdonado más fácilmente que un síntoma de aversión a los comestibles foráneos.

Poco después de la comida, Caroline engatusó a su prima institutriz para que subiera a vestirse: esta maniobra requería destreza.

Insinuar que la falda corta, el cubrecorsé y los papeles de rizar eran objetos detestables o, en realidad, cualquier cosa menos puntos meritorios, habría sido una felonía. Cualquier intento prematuro por acelerar su desaparición era, por tanto, poco sensato, y probablemente daría como resultado que mademoiselle perseverara en llevarlos todo el día. Sin embargo, esquivando rocas y arenas movedizas con cuidado, la pupila consiguió llevar arriba a la maestra con el pretexto de que necesitaba cambiar de ambiente y, una vez en el dormitorio, la convenció de que no valía la pena volver luego y que podía aprovechar ya para asearse. Mientras mademoiselle pronunciaba una solemne homilía sobre el mérito incomparable de desdeñar las frivolidades de la moda, Caroline la despojó del cubrecorsé, le puso un vestido decente, le arregló el cuello, los cabellos, etcétera, y la dejó totalmente presentable. Mas Hortense quiso darse los últimos toques y éstos consistieron en un grueso pañuelo atado alrededor del cuello y un gran delantal negro como de criada, que lo estropeaba todo. Por nada del mundo quería aparecer mademoiselle en su propia casa sin el grueso pañuelo y el voluminoso delantal; el primero era una evidente cuestión de moralidad: era totalmente indecoroso no llevar pañuelo; el segundo era el distintivo de una buena ama de casa: al parecer creía que por medio del delantal de algún modo hacía grandes economías con la renta de su hermano. Con sus propias manos había confeccionado y ofrecido a Caroline un equipo similar, y la única disputa grave que habían tenido y que había dejado un poso de resentimiento en el alma de la prima mayor tenía su origen en la negativa de la más joven a aceptar aquellos elegantes regalos.

—Llevo un vestido cerrado y con cuello —dijo Caroline—. Tendría la sensación de que me ahogo si además llevara un pañuelo, y mis delantales cortos sirven igual que ese tan largo; prefiero no cambiar.

Sin embargo, a fuerza de perseverancia, seguramente Hortense la habría obligado a hacer el cambio, de no haber sido porque el señor Moore oyó casualmente una discusión al respecto y decidió que el pequeño delantal de Caroline era suficiente y que, en su opinión, dado que todavía no era más que una niña, podía prescindir del pañuelo por el momento, sobre todo porque sus rizos eran largos y casi le tocaban los hombros.