Mal tiempo

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MAL TIEMPO


MAL TIEMPO

Antonio Malpica

Ilustraciones de Santiago Solís Montes de Oca






Universidad Nacional Autónoma de México

México 2020

Contenido

Santiago Vergara

Por fuerza, una cesantía

La hora en los ojos de los gatos

Cierta aptitud incomprensible

“Ephemeroptera”

Taquiones y otras vainas

De película

Los Hijos de Saturno

La vida, exactamente la misma

Después de Adán

Augusta cronología

La barrera

Aviso legal


A mis amigos geeks (que son casi todos)

A. M.

La física ha dejado de constituir un devenir

en el espacio de tres dimensiones, para convertirse

en un ser en el universo de cuatro dimensiones.

ALBERT EINSTEIN

Über die spezielle und die allgemeine Relativitätstheorie

—¡Ah! Ahora me lo explico —exclamó el Sombrerero—.

Al Tiempo no le gusta que lo golpeen. Pero, si estuvieses en buenas relaciones con él, haría casi cualquier cosa que quisieses con el Reloj.

LEWIS CARROLL

Alice in Wonderland

Están presente y pasado presentes tal vez en

el futuro, y el futuro en el pasado contenido.

Si está eternamente presente el tiempo

todo, todo el tiempo es irredimible.

T. S. ELIOT

Burnt Norton (Four Quartets)


Santiago Vergara

In memoriam, j.l.b.

No había vuelto a aquel pequeño café de la colonia Roma en por lo menos diecisiete años: el humor debe tener algo de predisposición meditada para obligarnos a hacer cosas como esa. Carlos Orrantia entraba por la puerta y en sus ojos adiviné un presagio; casi lamento haberlo reconocido y más el haberlo llamado a mi mesa. Tardamos en abandonar el cómodo terreno de la plática trivial más tiempo del que para mi gusto era necesario, pero el momento tenía cualidades de lugar común (café expreso, brisa suave, otoño) y descuidamos —probablemente a propósito— aquella antigua costumbre que teníamos de discutir las malévolas intenciones de algún filósofo de la época. Por fin, después de superar este inefable y excesivamente trabajado protocolo, me atreví a preguntar por Santiago. Alguna satisfacción pareció nacer en su rostro. “Murió algo así como dos años después de que te fuiste”. Un especial regocijo me invadió a mí también.

A los dos días regresé a Salamanca, a mi plaza de maestro, a mi Quevedo y a mi Fray Luis de León, a mi poesía inédita y mi melodrama existencial. Y no hubiese pensado más en la fatalidad de aquellas tardes de hacía dos décadas si no hubiese recibido, tan imprevisible como inoportuno, el paquete amarillo con remitente de Orrantia. La única nota decía:

PROBABLEMENTE A TI TE INTERESE MÁS ESTO QUE A MÍ. SON LOS ÚNICOS ESCRITOS DE MI TÍO SANTIAGO QUE SE SALVARON DE LAS LLAMAS.

Miré y sopesé el paquete con angustiosa calma. En ese complejo atado de papeles se encontraba un fortuito compendio de la obra de Santiago Vergara.

Descompuse el paquete y miré superficialmente la meticulosa grafía del sabio. Sentí que pisaba tierra santa; como Moisés frente a la zarza luminosa. El alivio fue casi tan inmediato como el terror que lo precedía: los apuntes estaban compuestos por signos incomprensibles, aquellos signos mágicos de los que seguramente estaban plagados los sueños de Santiago. El silencio se tornó espeso y, ante la posibilidad de una insufrible y tormentosa reflexión vespertina, dispuse el fuego en la chimenea.

Corría el año del setenta y siete, setenta y ocho tal vez. Las visitas a la casa de Orrantia habían sido motivadas, primero, por las caderas de su hermana Lourdes y, después (una vez que Lourdes se embarazó de un taxista), por el juego de dominó, el exquisito aroma de repostería que inundaba su casa y los dejos de trascendencia que embadurnaban nuestra plática de coca cola fría. Cuántas veces fingimos comprender la poesía de Villaurrutia, los pasajes entonces audaces de la música de la trova cubana; cuántas veces equivocamos citas, fechas y nombres de referencia. Cuántas veces nos enamoramos y decepcionamos ante las negras espaldas de las fichas girando sobre la mesa. Yo todavía estudiaba letras en la UNAM; él, soñaba con un Nobel de física y el posgrado en Alemania.

Algo en Santiago me consternó desde aquella primera vez que entramos al cuarto donde se alojaba; Carlos había olvidado ahí unos libros de Kurt Vonnegut y entramos intempestivamente. Mientras él se deshacía en elogios hacia el escritor —su último gran hallazgo: ya había devorado Desayuno de campeones y Matadero cinco— yo no podía retirar la mirada de aquel hombre en silla de ruedas con la respiración y el sueño apacibles de un santo. Orrantia reparó en mi turbación y explicó: “Es mi tío Santiago, el paralítico del que te platiqué”. La cosa no dio para más y no volví a tener contacto con Santiago Vergara hasta la tarde, pocas semanas después, en que Carlos me citó en su casa y llegué antes que él; la madre de Carlos charló conmigo hasta que dieron las cinco y tuvo que marcharse a su clase de inglés. La creciente incomodidad que acompaña al extraño que, abandonado en casa ajena, se ve obligado a estudiar el tapiz de los muebles, la disposición de las persianas y la ilegible firma en cada cuadro de la estancia, fue la que me motivó a entrar al cuarto del tío Santiago y atisbar.

Sus ojos estaban enormemente abiertos y fijos en el punto exacto en que yo aparecí. La falta de previsión ante tal suceso me hizo brincar, asustado. El miedo, no la educación, hizo que me disculpara y traté de desaparecer de espaldas. Su voz, hermética, nasal, me llamó con cortesía. “Acércate”, dijo, como si agregar más hubiese sido innecesario. Sus ojos eran de un azul profundo y brillante; todo en él estaba quieto, excepto la boca —que, apretada, aventuraba regulares movimientos circulares— y los ojos, que apartó de mí inmediatamente, cerrándolos con exagerada delicadeza. Me senté frente a él y traté de distender la calma con lo más evidente: “Qué tal, me llamo…”

Cuando apareció Carlos en la puerta, se dio entre nosotros un intercambio mudo de miradas; en mi cara no había interrogante alguna y seguramente pensó que estaba yo a salvo. Me condujo al comedor y reiniciamos nuestra falaz rutina intelectualoide de todos los días. En mi memoria puedo revisar lo siguiente respecto a esa primera entrevista con Santiago: que sólo me sorprendió su impecable elocuencia. Cualquiera hubiese dicho que leía mientras hablaba. Se lo hice notar a Carlos pero él no quiso agregar nada. La voz de Pablo Milanés agotó la tarde y yo no me volví a acordar del paralítico.

Fue al día siguiente, cuando fui a saludar a Santiago, antes de que Carlos, Felipe y yo nos entregáramos a la sesión de café, dominó y Kierkegaard, en que se me reveló la tragedia del minusválido. Felipe Covarrubias había llevado un libro de Emerson, y Orrantia tenía intenciones de aplastarlo con su más pesado Schopenhauer, así que no me importó perder unos minutos con Santiago. Si hubiese sabido lo espantosamente relativos que serían esos “minutos”, probablemente jamás habría osado siquiera saludar a Santiago. Una suerte de trance extático se dibujaba en sus ojos y temí interrumpir alguna cavilación importante, por lo que no entré del todo al cuarto. Giró la cabeza y me invitó a entrar, al igual que el día anterior. Me llamó “Arturo” y lo corregí; él culpó a su mala memoria y no creí que tuviera mayor importancia, hasta que casi de inmediato me volvió a llamar Arturo y pensé que podría estarse burlando. “Estoy maldito”, fue lo que dijo, poco después, sin emoción alguna en las palabras.

Santiago Vergara cargaba con el anatema de la desmedida apreciación del paso del tiempo. Con una pausa en la voz que cada vez me parecía menos producto del histrionismo que del esfuerzo desmesurado, me contó que aproximadamente cuando tenía diecinueve años (mi edad, pensé) se dio cuenta de que tenía una noción muy peculiar del paso del tiempo; no de un modo regular, como la mayoría de las personas, sino minuciosa, detallada. Pudo darse cuenta de que percibía el movimiento y los cambios a un grado microscópico si esforzaba su concentración para ello. Así, comenzó a ejercitar su mente para detectar cambios mínimos en las alteraciones del mundo. Podía observar cada aletear de un colibrí, el momento exacto en que un proyectil destruyera una superficie o el abrir y cerrar de un obturador cinematográfico con la misma facilidad con que antes admiraba un paisaje. Esta cualidad, que podía parecer más bien óptica o auditiva (podía “alargar” la nota de una frecuencia altísima a su composición más grave, podía “pasearse entre las longitudes de onda”, según sus propias palabras) era, en realidad, de naturaleza lúdica. Cuando se dio cuenta de que podía incrustar sus pensamientos entre cada minucia de tiempo fue cuando comenzó su infierno. Pudo percatarse de que su mente, sus ideas, su capacidad de reflexión, se mantenían intactas mientras escudriñaba al máximo cada ciclo.

 

“Todos pueden entender que el tiempo es divisible. Todos pueden percibir el paso de una hora, de un minuto y hasta, ¿por qué no?, de un segundo”, me dijo con el ánimo de un asceta. “Aun en el más perfecto encierro, aun en la más terrible oscuridad o el más inquietante silencio, la gente puede adivinar el paso del tiempo sólo por el ritmo de su respiración, los latidos del corazón o la práctica de algún movimiento; esto puede ser válido aun si sólo se tiene de referencia el imperceptible murmullo de las ideas al arrastrarse por la trama del pensamiento”. Reparé en sus parpadeos mecánicos, de artefacto medieval. “Excepto yo”, añadió abrumado por su aparente contradicción. “Mi mesura es por completo subjetiva”.

Cuando regresé con Orrantia y Covarrubias, ya habían dejado por la paz la confianza en sí mismo de Emerson y, con algunos cigarrillos sin filtro, disfrutaban de los discos de Sidney Bechet que Covarrubias había aportado a la velada. Orrantia me estudió y declaró perdida la batalla. “¿Impresionante?”, dijo detrás de las elipses góticas del humo de su cigarro. “No me lo trago”, fue lo que atiné a decir. “Ya sabía. Yo tampoco”. Covarrubias no entendía pero no se esforzó por entender. “Mi tío, que está chiflado”, fue lo que agregó Carlos, y me extendió el Matadero cinco.

“Utilicemos como ejemplo los vehículos de Zenón. Si la tortuga avanza diez metros en diez segundos, avanzará un metro por segundo. Del mismo modo, para recorrer un centímetro utilizaría una centésima de segundo. Podríamos internarnos más y más en esta reflexión hasta que el desplazamiento de la tortuga sea nulo; en ese preciso momento en que el tiempo se vuelve indivisible y el mundo se torna intransmutable, es en donde se originan mis tribulaciones”.

No tuve que meditar mucho mi decisión: lo que le ocurría a Santiago Vergara no tenía nada que ver con Billy Pilgrim, aunque la teoría de Vonnegut resultara interesante. Aún así, comprendí que el tormento de Santiago no escapaba de la linealidad del tiempo —para trasponerse a varias dimensiones, como ocurría con Pilgrim—, sino que estribaba precisamente en ella. Una rara sensación de incomodidad me delató en la siguiente sesión de dominó y Orrantia me permitió conversar con Santiago las veces que quise a partir de ese día.

Vergara había nacido en Puebla. Un accidente en la escuela secundaria le paralizó de la cintura para abajo. Además de estos dos sucesos ninguna otra cosa era memorable en la vida de Santiago; si acaso, que su hermana le dio asilo cuando murieron los abuelos de Carlos.

Del mismo modo que un perro puede distinguir un aroma entre mil —cosa que para nosotros los humanos es, no sólo imposible, sino incomprensible— Santiago podía distinguir un microsegundo entre un millón. Cuando descubrió su singular virtud, la extensa trama del tiempo se le mostró como un gran lienzo, digno del más perfecto análisis, así que comenzó a detener su atención en la filigrana de que estaba compuesto cada segundo, cada minuto. El recurso fue gozoso, hasta que perdió el control. “Basta con desear no pensar en algo para estar pensándolo todo el día”, dijo, citando fatalmente a algún ominoso filósofo. Y así fue como comenzó a perderse en la trampa tendida por ese maravilloso laberinto unicelular. El horror se acendró cuando su atención —su propio y monstruoso gólem— le exigió más y más sin que él se lo propusiera. El primer día de su pesadilla perdió tres años en cavilaciones cuando, según sus cálculos, solamente habían transcurrido siete horas y media. “Lloré in vitro cada hora de cada día de ese tiempo de artificio”, dijo sin azoro.

A fuerza de un constante y agotador esfuerzo consiguió —después de un sinfín de lamentables y, ¿por qué no decirlo?, inagotables caídas— distraer su mente con la emulación de ciclos más acordes con el tiempo de los mortales. Golpeaba su mano con periodicidad sobre sus rodillas, rechinaba sus dientes o ladeaba continuamente la cabeza. Así, en un lapso que él supuso de veinte días —dieciocho meses, según su propia cronología— aprendió a escapar de su laberinto. “Sin embargo, el sueño y otras divagaciones me recluyen nuevamente de vez en vez. Es una acrobacia difícil de mantener.”

Pocas en realidad fueron las tardes que invertí en su charla, a veces genial, a veces difícil, siempre inquietante. En ocasiones creí comprender su desdicha más que él mismo, pues en todo momento su ánimo me pareció inmutable. La primera vez que de un segundo a otro me pidió que le recordara el tema de nuestra plática una congoja infinita me invadió. “Estuve perdido”, dijo a guisa de disculpa. La sola idea de que hubiese estado fuera un mes, un año o una década en ese interludio que para mí había sido instantáneo me parecía insoportable. Recuerdo que después de cada visita me prometía a mí mismo no volver a casa de Orrantia.

Me confió alguna vez su inquietud por comenzar a escribir. Quería llevar una bitácora para afianzar su memoria pero nunca se decidió. En sus múltiples y terriblemente azarosas caídas en el hoyo del tiempo había logrado varias proezas, que mencionaba con imperceptible gusto. Había detectado un error en las teorías de M. Guyau, por ejemplo (yo pensé que alguien que vivía en las entrañas del monstruo tenía por fuerza que conocer su misterio); había inventado una lengua basada en el italiano pero con sólo dos vocales y quince consonantes. También había escrito —imaginado— un ciento de novelas, cuentos y obras dramáticas. “Cuando en el lugar a donde uno va no hay libros, hay que inventarse los propios”, afirmaba. No obstante, la totalidad de estas obras se perdió, pues sólo veía su literatura como el pasatiempo necesario —cruel ironía— mientras lograba escapar del encierro. “Ojalá tuviera la memoria de Milton”, se quejó alguna vez.

Cuando mi familia decidió mudarse a Guanajuato, no quise despedirme de él por temor a que me llamara “Arturo” o algo aún menos aproximado. La última vez que charlamos le pregunté qué hay en ese punto en que el tiempo y el grado cero Kelvin conviven. “Cuando se descomponen las frecuencias a su mínima expresión —sin importar la naturaleza de cada onda— la luz y el sonido se detienen. Creo que si pudiéramos hablar de un absoluto, éste sería. Dios, mañosamente, aprovecha este espacio para trabajar”, me contestó con algo que tomé por una sonrisa.

A los dos años de haberme marchado de la colonia Roma, según datos proporcionados por el mismo Orrantia, Santiago murió por vez definitiva a sus veinticinco años, consumido por un oportuno incendio.


Por fuerza, una cesantía

No era fácil admitirlo. Toda la mañana estuvo dándole vueltas en la cabeza hasta que se mareó tanto que decidió salir a agotar sus cavilaciones con un refresco y tres tacos de canasta. Era una tontería, si se le veía con cierta distancia y aún más frialdad, pero con todo y todo, estaba seguro de que algo extraño había ocurrido y por más que se sintiera tentado a restarle importancia, discernía la obligación —¿moral?, ¿científica?— de intentar buscarle una explicación.

Se lo contó a Lupita y ella, mientras se acomodaba el brasier y escupía el humo del cigarrillo, sólo dijo, con ese aire de malicia que le salía tan bien: “Vámonos, que a mí nada más me dan una hora de comida. Ya lo sabes”.

Sin embargo, en la tarde, ya con tres cervezas en la digestión y muy pocos clientes a quienes hacer llamadas, se sintió más dueño de sí y sus pensamientos, por lo que aniquiló sus reflexiones con un largo suspiro y una vuelta concupiscentemente satisfactoria al parque. Ni siquiera se sentó a fumar o comer gomitas —presa de un estereotipo que a veces le quedaba, a veces no— pues algo le decía que debía aprovechar de algún modo esa media hora que había “ganado” como por arte de magia.

Y no fue sino hasta el otro día, que se bajó nuevamente del vagón, cuando el corazón se le volcó en señales de su propio nerviosismo. Recuperó el aire y el ritmo hasta que observó el reloj del andén: eran las 8 con 55, tal cual debían de ser. Un dejo de decepción se dibujó en los extremos de su boca. Lo del día anterior debía haber sido producto de su imaginación. Pensó en la frase “producto de mi imaginación” y se acomodó, mientras caminaba hacia la oficina, en los rellanos de un conformismo mal ajustado.

Se lo volvió a contar a Lupita, pero esta vez con más anticipación. Es decir, cuando el brasier estaba de ida y no de vuelta.

—Segurito que te hiciste bolas. El reloj del metro estaba retrasado. Punto.

—Fue lo que yo también creí al principio. Pero sí llegué al trabajo como media hora antes.

Las medias de Lupita se posaron suavemente en la esquina del buró, como cintas de teletipo.

—Bueno, entonces tu reloj estaba adelantado.

—No es posible, lo chequé con el radio y el teléfono, precisamente porque he llegado tarde tantas veces este mes, que ya tengo miedo de llegar un día y encontrar otro cabrón en mi lugar.

—Entonces no tengo ni puta idea.

Y si no hubiese sido porque las amplias caderas de la abnegada secretaria no habían perdido el sortilegio de la novedad, probablemente habrían desperdiciado la hora de comida discutiendo los caprichos de dos relojes completamente asíncronos.

No fue sino hasta el tercer día que recordó con exactitud —más por descuido que por empeño— que sí existía una peculiaridad en los sucesos de aquel lunes de sus tormentos: al bajar del vagón se había tropezado, golpeando con un hombro la pared del andén. Aunque era algo que parecía deleznable, su mente no lo soltó en todo el viaje que hizo desde su casa, en el Rosario, hasta su oficina, en Río San Joaquín.

Al apearse, el reloj aún parecía verosímil, pues indicaba las 8 con 53. “Tengo siete minutos para salir de dudas”, pensó y, procurando no parecer demasiado chiflado, estudió la pared con detenimiento. No fue difícil encontrar el sitio exacto, pues coincidía con el filo de un anuncio comercial. Y aunque su reflejo en el plástico del anuncio le hacía más evidente su mínima cordura, no separó sus manos de la lisa superficie de la pared. Una obsesión de tres días se había adueñado de su voluntad.

Presionó, primero con suavidad, después con firmeza, el área donde estaba seguro de que había golpeado con el hombro. Y miraba el reloj, que avanzaba inexorablemente. “¿Qué demonios estoy haciendo?” se dijo como una letanía, sólo para cambiar a otra cavilación menos parecida: “A menos que haya sido el golpe…” Así que comenzó a golpear sutilmente con el hombro la sección de pared que más le parecía conveniente.

—¿Se puede saber qué está haciendo?

Mientras atravesaba la calle no dejó de maldecir su suerte pues, no sólo había perdido quince minutos (seis o siete en su análisis de paredes y ocho o nueve quitándose de encima al policía) sino que de veras le preocupaba estarse volviendo esquizofrénico. Así que se decidió a fumar —después de siete meses de no hacerlo— por si las dudas.

Una mañana verdaderamente atareada le devolvió la paz mental y comprendió que una estúpida media hora no valía tanto trabajo y preocupación. Las cervezas de la tarde

y los senos de Lupita le hicieron recordar quién era y cuál era el verdadero significado de su existencia, así que no se arredró más y sepultó el asunto de una vez por todas. O por lo menos, hasta el siguiente mes. Pues teniendo ya siete reportes de impuntualidad, el octavo hubiese significado, por fuerza, una cesantía. Y considerando que no le convenía jugar más con su suerte —su compadre de recursos humanos le había aceptado una carta de pasante como título profesional, su jefe había hecho la vista gorda con un par de errores garrafales en reportes mal entregados a la dirección y otros etcéteras— pensó seriamente en la posibilidad de tomar un taxi y no el metro para no tentar al destino.

 

El tráfico lo decidió todo. No obstante, ya arriba del convoy no dejó de acariciar la idea y por momentos se sentía desnudo ante sus chifladuras; creía que se le notaban en la cara y los otros pasajeros reían interiormente ante tales desatinos. “Pero no pierdo nada con probar”, fue lo último que se dijo.

Así, ante el andén vacío (esperó a que se marcharan el tren y los apresurados burócratas que se habían bajado), decidió jugarse el todo por el todo. Un golpe certero en el sitio que un mes antes había estudiado y el milagroso rebote. El reloj, efectivamente, marcaba las 8 con 34 minutos.

El asombro se transformó en un júbilo infantil. Salió a la calle casi corriendo abrumado por su travesura y no detuvo su correr en tres cuadras por lo menos. Tenía la peculiar sensación de haber deshecho algo, de haberle roto una pata a alguna incomprensible estructura. Se sentó en la banca de una parada de autobús, para aprovechar que el techo de ésta lo cubriera de la mirada de Dios. El sudor le manchaba el cuello de la camisa. Y el reloj marcaba las 8 con 40.

Desde luego que el suceso era demasiado aun para él que no tenía más ambiciones en la vida que una promoción a subgerente. Lo primero en que reparó fue que el fenómeno no significaba regresar media hora en el tiempo (como creyó al principio), sino volver a las 8 con 34. Es decir que, según le indicaban sus pensamientos, no importaba el instante en que se produjera el fenómeno, éste siempre retornaría a las 8 con 34. Lo malo fue que, al entrar a la oficina, pudo darse cuenta de una particularidad bastante difícil de menospreciar: el calendario marcaba lunes, en vez de viernes.

Sintió náuseas y entró al baño a lavarse la cara. Ahí se derrumbó su aplomo. Al secar su rostro frente al espejo, recordó un detalle: él estaba seguro de haberse puesto el traje gris en la mañana, y ahora llevaba puesto el azul. Un escalofrío le nació en la espalda y se le depositó como un sabor amargo en la base de la lengua. Algo se había roto, sin lugar a dudas.

Cuando se sentó en su escritorio comprendió perfectamente lo que estaba pasando: en efecto, era lunes. Lunes 17 de abril. Era el mismo lunes en el cual le había ocurrido el fenómeno por primera vez. Gerardo llevaba la misma camisa a cuadros, Rosita el mismo vestido… todo parecía coincidir (y se despreció a sí mismo por mostrar, de pronto, tales cualidades de memoria privilegiada). Ahí estaban, sobre su escritorio, las notas pendientes de la cuenta de Seromex; ahí, los memos del crédito con Bancomer; allá, el calendario de abril, burlón y exánime, como un payaso muerto.

De inmediato sus ideas corrieron a los lugares más disparatados. Pensó en las ventajas del evento. Pensó en la posibilidad del conocimiento exacto del futuro —un futuro falaz, debía admitir, un futuro ya vivido—. Se imaginó a sí mismo con una fortuna desmedida, cayendo nuevamente en un estereotipo demasiado fácil, en el de los ferraris y las rubias, los castillos y los yates. También pensó (y esto sí lo hizo estremecer un poco) en la terrible abertura hacia la inmortalidad que vislumbraba; podría dejarse envejecer hasta los ochenta años y siempre tendría posibilidad de retornar a ese feliz 17 de abril de 1995. La idea del hueco en la continuidad del tiempo era algo que verdaderamente lo superaba, pero trató de no amilanarse.

Por otro lado (y ésta fue la peor revelación, según pensó después), había que admitir que la media hora que pensó ganar en un principio, en realidad se había transformado en una pérdida de un mes —días más, días menos—. Los pendientes de Seromex que ya había trabajado, se habían extraviado en ese pozo tan fascinante como incomprensible. Y el solo hecho de pensar que tenía que “repetirlos” le conminó a despreciar la eternidad ganada. Decidió que el precio era demasiado alto.

Cuando dieron las tres de la tarde y tocó a la puerta de Lupita, “recordó” (qué poca validez tenían ciertas palabras en el nuevo contexto) la reacción de ella al mencionarle el incidente y optó mejor por callarlo. Al abrir la puerta, vislumbró levemente otra singularidad del nuevo terreno temporal que estaba pisando. Un aroma extraño inundaba el ambiente; un aroma dulzón, como de mole poblano.

—¿Qué estás cocinando? —le preguntó casi con distracción.

—Mole. ¿No vas a querer, o qué?

Fue hasta que abandonaron la almohada, que aquello que no le permitió desempeñarse tan bien en el sexo como hubiese querido, le brincó a la mente.

—Picadillo.

—¿Cómo dices?

Estaba seguro de que en aquel lejano 17 de abril de su atribulada memoria habían comido picadillo. Esa insignificancia le ensombreció la mirada.

—¿Qué te pasa, eh?

—Nada. No es nada.

Antes de las ocho de la noche ya había logrado dilucidar todo el panorama, y no le era tan gratificante. Cuando en un principio creía que él era el único que podía trastornar el paso de los eventos, ahora se daba cuenta de que no era así. Para la tarde, las cosas ya habían seguido un curso ligeramente distinto al que él —fatalmente— recordaba. A las cinco recibió una llamada de su madre que no ocupaba sitio alguno en sus recuerdos; a las siete y cuarto, un ejecutivo resbaló por las escaleras y se luxó un tobillo. Sucesos, ambos, lo suficientemente notables como para que los hubiese dejado caer en el olvido si en realidad hubiesen ocurrido.

Cuando se disponía a regresar a su casa, en vez de utilizar el transporte a Chapultepec, como siempre hacía, cambió su curso y se dirigió al metro. El corazón se le depositó en las sienes nuevamente.

El sitio, tan inofensivo a la vista, resultaba aterrador para su espíritu. Aterrador y atractivo. “Como todos los vehículos del Diablo”, dijo en un susurro. Se acercó, y ya frente a él, pensó en la posibilidad de volver sobre sus pasos en ese ciclo infinito de diecisietes de abril: “Mejor ahora, que no estoy tan lejos del principio y no después que tenga una vida hecha”.

Un instante después y las 8 con 34 delineaban una sonrisa mefistofélica en el reloj del andén. Los pendientes de Seromex le clavaron los colmillos en la vesícula.

En esta ocasión no corrió. Caminó al puesto de jugos y pidió una polla tres coronas con toda la tranquilidad del mundo. Mientras pagaba, una certeza le erosionó el alma. Comprendió que ese mismo individuo al que ahora le extendía un billete podría ser asesinado por sus propias manos y, no obstante, ser reanimado mediante un golpe de hombro en un lugar específico de la estación del metro San Joaquín. Todo le pareció entonces tan fútil, tan carente de significado, que le volvió la náusea del “día anterior”. Le resultaba increíble reflexionar sobre el hecho de que no estaba cansado en lo absoluto, si había abandonado la otra estadía a las ocho de la noche. “Todo se restablece en el mismo punto. Todo”. Miró sus ojos en una jarra de vidrio con fresas. “O casi todo”, corrigió.

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