Yo y el otro en busca del nosotros

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YO Y MIS PADRES

Una relación fundante

Nuestra primera relación con “otro” es la que mantuvimos con nuestros padres; primera desde el punto de vista cronológico, genético y psíquico. De ellos recibimos nuestra vida y por eso se trata de una relación fundante. Como nuestros primeros “otros”, ellos han influido en nuestra experiencia básica de la alteridad. Esta experiencia de la que hemos venido hablando nos devela la existencia del otro ante nosotros y entonces de nosotros ante él. El primer descubrimiento de la alteridad es a la vez el inicio de la configuración de nuestra identidad, de “quienes” somos cada uno de nosotros. En el plano psicológico, la alteridad y la identidad, como percepción del otro y de uno mismo, son dos experiencias que están íntimamente unidas, una potencia a la otra. Es otro anterior a nosotros el que está llamado a potenciar nuestro ser propio.

Siempre me ha gratificado ver a padres que favorecen que sus hijos exploren y cultiven sus cualidades más personales. Se comportan así como guías en el descubrimiento de lo propio de cada chico y en su desarrollo. No proyectan sobre los hijos necesidades personales originadas en carencias no asumidas. No se enamoran de hijos ideales, forzados a ser lo que no son pero que sus padres quieren que sean, porque así los necesitan. La paternidad requiere una actitud contemplativa para descubrir al propio hijo a medida que éste se manifiesta e intervenir en su crianza alentando su desarrollo o destrabando las posibles dificultades.

Como vemos, en los albores del sentimiento sobre nosotros mismos, sobre nuestra identidad como condición única y personal, el vínculo con nuestros padres ha sido decisivo. No es que ellos nos dieron en un sentido último nuestro ser “yo”, nuestro “quién” somos, pero sí nos han comunicado la existencia, nos han criado y educado. Somos sus hijos y, a la vez, somos más que esto, somos nosotros. Lo más íntimo de nuestra condición personal escapa a su acción de gestar y criar. En realidad ellos gestan y educan a alguien que recibieron y algún día despedirán. Precisamente porque lo recibieron es que lo despedirán. Les pertenecemos como personas, es decir, trascendiendo toda posesión.

La condición de persona/hijo representa como vivencia primordial un delicado equilibrio de pertenencia y libertad. Sin un vínculo de pertenencia filial nos sentiríamos abandonados, solos y en riesgo. Nuestra identidad se convertiría en un interrogante. ¿Quién soy, si no soy de nadie? Al revés, en una relación posesiva y sofocante con nuestros padres, nuestra originalidad personal se vería ahogada, sentiríamos la falta de autonomía y el temor de ser nosotros mismos. Así también nuestra subjetividad sería una duda. ¿Quién soy, si nunca me dejaron ser yo?

Tiempo atrás estuve dedicado por años a la formación de los futuros sacerdotes en el seminario diocesano. El desafío más importante que teníamos era ayudar a que cada joven discerniera y confirmara la vocación que había sentido. Sabemos que el sacerdocio no es un llamado a cumplir un “rol”, sino a “ser uno mismo” entregándose totalmente a Dios y a los hombres. Ser uno mismo es el propósito de la vida de toda persona, también de un sacerdote. El discernimiento y la formación en el seminario estaban al servicio de este propósito. Pero ¿cómo sentir que Dios me llama para Él (antes que para un servicio) si no me he sentido amado y llamado a la vida, si no experimenté nunca la alegría y la gratitud por ser yo mismo?

Sin un suficiente registro del propio sí mismo es difícil poder escuchar de verdad que uno mismo es llamado por Dios. Recuerdo que algunos muchachos deseaban entrar al seminario con la inconsciente intención de ser alguien en la vida porque en el fondo no se sentían nadie. La crianza familiar o bien los había abandonado dejándolos sin un vínculo significativo con su padres y provocando un pobre sentimiento de su sí mismo o, al revés, los había sofocado con expectativas volcadas sobre ellos que los presionaban generando un inconsciente escape hacia una opción diferente. Pero el sacerdocio no es una “prótesis” que suple la carencia de un sí mismo suficientemente firme. Cuando las personas se aferran a un “rol” (aunque sea un rol sagrado), como lo hace un inválido a sus muletas, la perseverancia vocacional está en riesgo. Lo mismo ocurre con la vocación al matrimonio. Más de una vez me entrevisté con parejas donde alguno de los dos me decía: “sin él no soy nadie” o “ella es una parte de mí como si fuera mi brazo”. También esas personas vivían la relación para suplir su déficit de identidad personal.

La experiencia de pertenencia y libertad en la crianza familiar va formando el sentimiento del propio sí mismo que no se extinguirá con la salida de la casa paterna, sino que se irá transformando. Será siempre una experiencia necesaria. Habrá otros vínculos de libre pertenencia que nos harán sentir nosotros mismos. A esos vínculos los llamamos amor: de esposos, de hermanos, de amigos, etc. Vivir en un sentido personal, siendo nosotros mismos en nuestra irrepetible originalidad, es posible gracias al amor experimentado. La persona sólo está viva cuando es amada y ama, esa es la experiencia fundante y confirmatoria de nuestra alteridad.

Como vemos, tratándose de la primera pertenencia amorosa, nuestra condición filial es tan fecunda como conflictiva. Tiene poder para enriquecernos y también traumarnos: somos beneficiarios, y a veces, víctimas de las relaciones vividas en casa.

Potencialidades y fragilidades de nuestro vínculo filial

Ser persona significa en primer lugar ser alguien recibido y que se va recibiendo. Como dijimos, una persona es siempre un don que proviene de otro, experiencia que se prolonga a lo largo de toda la vida. Antes de desplegar nuestro protagonismo libre y creativo, tenemos que recibir lo que somos y así aprender a descubrir y acoger quiénes somos. Nuestra relación con nosotros mismos refleja de alguna manera el modo como fuimos mirados, atendidos y aceptados en nuestra infancia. Al vínculo con nuestros padres se unirán y seguirán los de nuestros abuelos, familiares y maestros. Y a lo largo de toda la vida nuestra personalidad se verá afectada por cada nueva relación, pudiendo evolucionar en un sentido positivo o conflictivo. Cada persona que nos reconoce o nos desvaloriza, que nos apoya o nos ignora, reafirma o niega algún aspecto de eso que sentimos respecto de nosotros mismos (Zanotti de Savanti, 2005).

El origen de nuestra identidad personal nos muestra que ella se configura de modo relacional, que somos en algún sentido el fruto de esa primera relación con nuestros padres. Una dinámica de presencias y ausencias, empatía e incomprensión, estímulos e indiferencias fueron acompañando nuestra infancia, es decir, el surgimiento de nuestra condición personal. De este modo, nuestros primeros años de existencia, que es existencia filial, dejarán en nosotros la experiencia de la confianza o la desconfianza, de la autonomía o la vergüenza, de la iniciativa o la culpabilidad (Erickson, 2000). Sobre esta base, nuestra personalidad seguirá configurándose relacionalmente a lo largo de toda la vida.

En los primeros meses de vida, la relación con una madre empática logra que el niño comience a salir espontáneamente de sí mismo hacia ella en actos de confianza y entrega (Kohut, 1996). Se despliega naturalmente la vida hacia el otro. La psicología del self (sí mismo) afirma que antes de la adquisición del lenguaje se juega el futuro de cada ser humano, la posibilidad de descubrir activamente al otro o, si se fracasa, tener una existencia signada por la reacción al medio, edificada para sobrevivir, no para vivir, y sin la posibilidad de descubrir al otro. La falla materna no confrontó al hijo con “el otro” semejante pero radicalmente diferente, sino con “lo otro” impersonal. Cuando el niño no puede en su despliegue descubrir la alteridad y luego se topa con otro, con lo que se confronta es con “lo otro” porque se le impone desde fuera, con una otredad objetiva, pero no con alguien reconocido como otro, es decir, como persona. La capacidad relacional no se habrá desplegado espontáneamente, sino como reacción al exterior, de modo defensivo y adaptativo a las expectativas del medio y con una sumisión automática a estas (Painceira Plot, 2007).

Sin llegar a la percepción del otro como un semejante pero diferente, la persona no podrá sentir empatía, su actitud ante el otro será instrumental: éste quedará reducido a un medio para satisfacer las propias necesidades o intereses. Es probable que una persona así contraiga matrimonio con alguien que sea más su padre o madre que su pareja. Para una mujer infantil siempre habrá un marido paternal y para un hombre inmaduro siempre habrá una esposa madraza y protectora. El “esposo paternal”, que no sabe vivir una relación de pareja en razón de sus actitudes sobreprotectoras, siempre encontrará a una “mujer niña” a quien tratar como hija. Lo mismo ocurre con las mujeres posesivas y dominantes que buscarán a un hombre frágil a quienes dirigir y controlar. Son perfiles psicológicos que se complementan pero desde la carencia: uno no sabe ser autónomo y el otro no sabe depender. Casi podríamos decir que se utilizan uno a otro ya que necesitan hacerlo por sus deficiencias personales.

La subjetividad de la persona requiere en los primeros contactos vinculares un otro empático para ir desplegándose 51 con forma propia. Un yo cohesionado y sereno con aptitud para relacionarse se va formando en el bebé mediante la relación con una madre “suficientemente buena” (Winnicott, 2002). La capacidad de la madre para establecer un vínculo de empatía con su pequeño hijo, de ser una con él, lo ayudará a que más adelante se abra de modo espontáneo al otro. Los primeros gestos de cuidado, estima y amor ayudan al niño a depender y vincularse con confianza. Allí está el comienzo de una saludable aptitud relacional, la capacidad para entablar en la vida adulta vínculos de intimidad, pertenencia e interdependencia.

 

El déficit de cuidados paternos adecuados en las etapas tempranas de la vida marca a la persona con una herida narcisista que lo devuelve incesantemente a sí mismo. Este egocentrismo, la duda acerca del propio valor y la desconfianza en uno mismo surgieron en la infancia cuando el niño siente que nadie estuvo disponible para brindarle lo que necesitaba. Entonces la persona aprende a sobrevivir, intentando arreglárselas sola, con actitudes desconfiadas, temerosas y celosas. Más adelante asumirá conductas victimizadas, insatisfechas, de reclamo constante, como si los demás fueran sus deudores permanentes. Andará por la vida con la actitud de “qué tienen los demás para darme”, en vez de “qué tengo yo para ofrecer”. Nuestras rabias y reclamos desmedidos en la adultez hablan del niño insatisfecho que subyace en lo profundo de nosotros. Es la angustia de sentir la vida más como una amenaza que como una invitación. Quizás no fuimos adecuadamente acompañados para aprender a tolerar las primeras frustraciones que la vida en crecimiento nos propuso. El habernos sentido indefensos como niños nos dejó el resabio de una actitud defensiva en nuestras relaciones adultas. Las demás personas, las situaciones y los acontecimientos serán potencialmente riesgosos, y ante ellos deberemos protegernos y defendernos. Frente a los desafíos que nos plantee la vida adulta podremos sentir una intensa angustia y tenderemos a ser hostiles y agresivos. La agresividad de los adultos encubre una viva sensación de debilidad que se intenta compensar con actitudes omnipotentes, agrandadas y mentirosas, porque creemos que si somos fuertes nadie podrá dañarnos.

La ausencia de un vínculo de apego seguro en la infancia también lleva a las personas a asumir actitudes dependientes, infantiles y pasivas (Bowlby, 1998). Cuando un adulto reclama sin cesar atención a los demás, o se queja constantemente porque las cosas no son como deberían ser, o no se anima a emprender nada sin la aprobación ajena, es probable que sea el niño que no pudo crecer quien esté actuando dentro de esa persona. En cambio, el chico que pudo depender de sus padres podrá convertirse en el adulto que acepta la realidad, es autónomo y se hace responsable de su vida.

Recuerdo muy bien un domingo que se celebraba el

“día del niño”. Al final de la misa invité a todos los chicos

a subir y ubicarse alrededor del altar para bendecirlos y

les pregunté qué era lo más lindo de ser niño. Uno de

ellos me respondió con una gran sonrisa: “… Que no

tengo que preocuparme por nada porque mis papás se

ocupan de todo”. Fue una respuesta saludable. Cuando

pudimos depender como niños, recibimos la seguridad

necesaria para llegar a ser personas adultas en quienes otros se puedan apoyar; capaces de depender adultamente de otros y confiables para que ellos dependan libremente de nosotros.

Otro rasgo presente en quienes sintieron indefensión en su infancia es preferir someterse a los demás, ser sumisos, adaptarse a las expectativas de los otros. Son personas que no saben plantear lo que desean, expresar lo que les disgusta, poner límites y decir “no”. Se protegen de la inseguridad complaciendo a todos y evitando las críticas o los conflictos. Se sienten a salvo cuando ceden en favor de los demás. Sumisos a ellos, se sienten seguros. He conocido muchos matrimonios donde, por años, uno de los dos se sobreadaptó a su pareja para no defraudarla y sentirse seguro de la relación. Esta dinámica enferma dura hasta que esa persona logra madurar y decide ser ella misma aunque tenga que contradecir al otro. Entonces surgen serios conflictos en el matrimonio: la parte dominante no deja que la sumisa se independice tan fácilmente. Así como un dictador autoritario hace planteos paranoicos a su pueblo diciéndole que son “golpistas” con sus protestas, un cónyuge dominante acusará de desamor al otro, antes dócil y ahora insurrecto. Será un último intento de someterlo por la culpa.

Quizás le ofrezca demagógicamente cariño o dinero a condición de que siga viviendo como hasta entonces. A veces un cierto estilo de vida eclesial puede favorecer la sumisión y no la autonomía personal de los cristianos adultos. Sabemos que la Iglesia es madre, aunque su autoridad sea ejercida por hombres, y en ella suele haber laicos, consagrados y sacerdotes que han sido formados para una obediencia filial que no es una verdadera docilidad creyente, sino sumisión infantil.

En general, no son pocos los cristianos a quienes les conviene que les digan lo que tienen que pensar, decidir y hacer porque no se animan a asumir el riesgo de la libertad, es decir, la responsabilidad de sus vidas. Pertenencia y libertad son dos polos que se tensionan mutuamente y provocan conflictos en la vida de la gente y también en la convivencia de la familia eclesial.

La adolescencia es una etapa particularmente sensible en la vida de los hijos que crecen. En ese momento transicional, el sí mismo se enfrenta a la aventura de definirse y afirmarse ante los otros. A los jóvenes les encanta socializar y vincularse porque sienten que de esa manera pueden descubrir sus cualidades y afianzar su propia identidad. Cuando un muchacho llega a esa fase vital sin un sí mismo suficientemente firme, puede intentar aplacar la ansiedad que experimenta recurriendo al alcohol y las drogas por la desinhibición que provocan, al exhibicionismo en las redes sociales, a conductas sexuales desenfrenadas, a la violencia incluso delictiva, en todos los casos para validarse a sí mismo ante los demás a quienes en el fondo, teme. Por eso es tan lindo ver a quienes atraviesan ese puente hacia la adultez actuar con dudas y temores pero sostenidos por el cariño de sus padres y esclarecidos por sus consejos. De ese modo, los jóvenes van consolidando su personalidad y convirtiéndose en personas cada vez más firmes en sus valores y convicciones.

La aceptación agradecida de sí mismo

Nuestra existencia es una existencia recibida y nuestra personalidad se fue formando en la interacción con los primeros vínculos. Antes de nuestro protagonismo, ha sido el de los demás el que nos fue configurando. No somos en primer lugar quienes queremos ser, sino lo que podemos ser a partir de lo que hicieron con nosotros. El más imprescindible acto de nuestra libertad adulta es la aceptación de nosotros mismos, lo cual supone la reconciliación con nuestros padres. Sólo con esta aceptación filial podremos estar en paz con la realidad, la propia y la de los demás. Será una paz activa, no una resignación impotente y resentida. Una paz desde la cual podremos trabajar para enriquecer nuestra personalidad, reconociendo que “lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros” (Sartre, 2003). La auténtica libertad siempre partirá de la aceptación de la realidad.

La aceptación de sí mismo es el gesto humilde, propio de quien no se dio a sí mismo la existencia, sino que la recibió. Nuestra condición humana nos invita a un constante ejercicio de reconciliación con las limitaciones de la vida y las vicisitudes de nuestra historia. Al echar una mirada sobre nosotros, tendremos que asumir ser quienes somos, que nuestros padres son quienes pudieron ser y que actuaron como supieron hacerlo. Aceptar el propio ser como recibido implica entonces la aceptación del modo como fue recibido; no porque estemos plenamente conformes con todo lo vivido, sino porque reconocemos que es más valioso haber venido a este mundo que no haberlo hecho, y por eso aceptamos el camino recorrido que nos trajo hasta acá.

Al ser fundante, el vínculo con nuestros padres simboliza nuestra relación con la vida, que es vida recibida. Por tanto, conviene que ese vínculo con ellos sea en primer lugar de gratitud, ya que así podremos percibir nuestra existencia como un don, sentirla como pura gracia. Se nos revelará el valor de nuestra existencia y surgirá el deseo de cuidarla y enriquecerla. Apreciando el hecho de ser quienes somos, estaremos en condiciones de abrazar nuestras miserias, reconocer que hay cosas que sanar, limitaciones con las que tendremos que amigarnos, perdones que necesitaremos dar, todo como expresión de haber reconocido la riqueza y asumido la pobreza de nuestra condición humana.

El reconocimiento y la aceptación de los primeros “otros” de nuestra vida, que son nuestros padres es clave para vincularnos saludablemente con nosotros mismos y con los demás. Reconocer con gratitud esta primera experiencia de alteridad será un acto de amor que nos abrirá generosa y libremente a los demás. El precepto bíblico de honrar al padre y a la madre (Ex 20,12) no es fácil de cumplir cuando nuestro vínculo con ellos ha sido o es conflictivo. He acompañado a muchas personas dolidas por la mala relación con padres difíciles. No creo que Dios nos pida cumplir un deber que doblegue nuestra sensibilidad y voluntad. Pienso más bien que Él nos invita a celebrar agradecidos el origen de nuestra vida y a sanar esa relación fundante cuando está herida. Nos guste o no, provenimos de nuestro padres. Honrar al padre y la madre es posible dentro de uno mismo. De este modo, si estamos en paz con ellos, podremos estar en paz con nosotros mismos.

Quienes creemos en Jesús, el Hijo de Dios, somos invitados a ingresar en un vínculo filial con el Padre del cielo cuyo amor es capaz de redimirnos de tantos posibles desamores. La misma experiencia que hizo Jesús expresada en “el Padre me ama” (Jn 10,17) es la que Él pide a Dios y nos ofrece vivir a nosotros: “Para que el amor con que tú me amaste esté en ellos” (17,16). El amor paternal de Dios por cada uno de nosotros es la fuente última de la sanación de nuestras aflicciones filiales. Jesús nos lo ofrece para que vivamos una alegría nueva y profunda. Dice el Señor: “Para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto” (17,13). Más adelante tendremos la oportunidad de profundizar en esta redentora relación con Dios.

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