Derecho a decidir

Tekst
Sari: A Fondo #30
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Derecho a decidir
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

akal / a fondo

Director de la colección

Pascual Serrano


Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Carmen Domingo, 2020

© del prólogo, Almudena Grandes

© Ediciones Akal, S. A., 2020

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-5001-8

Carmen Domingo

Derecho a decidir

El mercado y el cuerpo de la mujer

Prólogo de Almudena Grandes


Vivimos una época en la que se han diversificado los discursos feministas, en especial aquellos relacionados con un tema que parecía superado ya en el siglo xxi: «El derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro cuerpo». Un derecho que afecta a muchos dilemas: la abolición o regularización de la prostitución; las prohibiciones e imposiciones religiosas; las tiranías estéticas; los intentos de legalizar el alquiler de una mujer para comprarle su hijo tras dar a luz…

Una época en la que las mismas prácticas que antes se defendían, en muchos casos acogiéndose al orden divino, a la biología o a la tradición, hoy se argumentan y amparan en la libre elección, el empoderamiento y la diversidad cultural.

Una época en la que la trampa de apelar a la libertad individual de cada una de nosotras, para justificar y permitir que se abuse de las mujeres, aunque no es algo reciente, se ha ampliado y «ha cargado de legitimidad».

Ya lo decía con claridad Rousseau en el lejano siglo xviii, en El contrato social: la auténtica libertad surge de las condiciones materiales. Quizá la solución pasa por que «nadie sea tan pobre como para querer venderse y nadie sea tan rico como para poder comprar a otros». Sólo así la mujer conseguirá, de verdad, decidir sobre su cuerpo. trabajo duro, áspero, en algunos momentos hasta doloroso, pero precisamente por eso aún más útil. Un libro necesario»

«Un trabajo duro, áspero, en algunos momentos hasta doloroso, pero precisamente por eso aún más útil. Un libro necesario» Almudena Grandes

Carmen Domingo (www.carmendomingo.com / @carmen_domingo) es escritora y colaboradora en distintos medios de comunicación. Se ha especializado en temas de mujer, sobre lo que ha publicado más de veinte títulos. En la actualidad está realizando talleres sobre violencia machista (tanto para adolescentes como para adultos), así como de perspectiva de género en la empresa; además, colabora en distintos medios de comunicación (El Periódico, El País y Cuarto Poder) y realiza talleres de técnicas de escritura.

PRÓLOGO

Un libro necesario

La libertad no puede ser una trampa.

Nunca debería invocarse la libertad de nadie para atraparlo en una situación en la que queda inerme, sin armas para defenderse. Sin embargo, esa es exactamente la técnica que una nueva misoginia, nacida al calor de las doctrinas ultraliberales que campean en la jungla del mercantilismo salvaje, aplica al cuerpo de las mujeres.

El líder fundacional de Ciudadanos, Albert Rivera, lo repitió hasta la saciedad mientras pretendía convertirse en un referente del movimiento LGTB por el procedimiento de patrocinar la regulación de la gestación subrogada. ¿Quién soy yo para decir a las mujeres lo que pueden hacer con su cuerpo?, declaró en enero de 2019, cuando su partido promovió un debate parlamentario sobre este tema. Ciudadanos siempre había votado en contra de todas las proposiciones de ley para regular la eutanasia, pero Rivera nunca se preguntó quién era él para decir a los moribundos lo que podían, o no, hacer con su cuerpo. Su invocación a una presunta libertad plena, sin más reglas que la relación entre la oferta y la demanda que determina los precios de mercado, se restringía a las mujeres. No hay nada más feminista que gestar un hijo para otra mujer, llegó a añadir. Evidentemente, consideró que entonces sí tenía algo que decir, aunque no fuera mujer, ni tuviera la posibilidad de gestar un hijo para otra, ni, mucho menos, fuera feminista.

En el invierno de 2017 yo ya había tenido una bronca con mi mejor amigo de los últimos treinta años. Lo sigue siendo, porque los dos eludimos con el mismo cuidado la posibilidad de volver a discutir. Mi amigo, homosexual, defendía la gestación subrogada con argumentos que me sorprendieron mucho en un primer momento. Defiendes lo mismo que la Conferencia Episcopal, me dijo, y que no veía dónde estaba el mal en que una mujer pobre ganara dinero gestando un hijo para otra. En aquel momento, aunque sus palabras no me movieron ni un milímetro de mis posiciones, me di cuenta de que algo nacía y algo se estaba rompiendo. Una nueva misoginia, expresión purísima del capitalismo neoliberal envuelta en una cuidadosa, sonrosada cáscara progresista, cargaba contra las mujeres mientras afirmaba defender su libertad de acción, actuar por su bien, respetar escrupulosamente su soberanía. Y al alinearse con las doctrinas del ultraliberalismo contemporáneo, reivindicando los deseos como derechos, el movimiento LGTB –más adelante LGTBI, en estos momentos LGTBIQ– estaba rompiendo su tradicional alianza con el mo­vimiento feminista. Más grave resultó lo que estaba pasando dentro del propio movimiento.

Todas las abolicionistas sois unas viejas y eso es lo que pasa aquí, que las viejas defendéis una cosa y las jóvenes defendemos otra… Cuando le contesté a gritos a mi amigo que en los debates sobre la esclavitud que tuvieron lugar en los estados sureños de EEUU, antes de la guerra de Secesión, los esclavistas y los abolicionistas siempre votaban lo mismo, no, frente a los intentos de regulación del mercado de seres humanos, habían pasado ya un par de años desde la primera vez que me llamaron vieja en público. Sucedió en un debate organizado por un grupo de estudiantes de la Universidad Complutense de Madrid. Todas las mujeres que estábamos en la mesa fuimos etiquetadas en un instante mientras el público, las jóvenes, se dividía en dos a propósito de la abolición o la regulación de la prostitución, el debate que amenaza con dividir ahora mismo al propio movimiento feminista. Vieja o no tanto, yo jamás creí que llegaría a vivir lo que está pasando. Nunca se me ocurrió pensar que algún día conocería a mujeres partidarias de legalizar la prostitución –incluso a sabiendas de que la trata de personas, la esclavitud de nuestros días, está indisolublemente ligada a su ejercicio– con el argumento de que todas nosotras tenernos derecho a ser putas, a elegir libremente ese o cualquier otro destino. Como si viviéramos en el País de las Maravillas, una Arcadia feliz, las regulacionistas invocan las experiencias de un puñado de mujeres europeas, blancas, educadas en la escuela pública y que incluso han llegado a ser famosas, como Virginie Despentes, para defender los derechos de las mujeres que optan por vender su cuerpo prostituyéndose y no en la caja de un supermercado. A las otras, la inmensa mayoría de las engañadas, estafadas, explotadas, esclavizadas en los miserables locales que festonean nuestras autopistas, en los polígonos industriales o en plena calle, con sus chulos siempre vigilantes, no parecen tenerlas en cuenta. Y lo peor es que parte de la izquierda, más allá del movimiento LGTBIQ, ha comprado sus argumentos. De la noche a la mañana, me he encontrado con que para mucha gente que ha estado cerca de mí a lo largo de mi vida, no soy ni más ni menos que una puritana.

Por eso, el libro que ha escrito Carmen Domingo me parece importante. He escogido con cuidado ese adjetivo porque no pretendo engañar al lector o la lectora que esté leyendo estas líneas. Le advierto que no tiene entre las manos una lectura agradable. Derecho a decidir se sustenta en un proceso de documentación exhaustivo sobre tres grandes temas que dividen a la sociedad, particularmente a las fuerzas de izquierda, y de forma aún más específica al movimiento feminista, alrededor del cuerpo de las mujeres: la gestación subrogada, la abolición o regulación de la prostitución, y los aspectos relacionados con las maneras de cubrir o exhibir nuestra piel, desde el velo islámico hasta las industrias de la pornografía.

El resultado es un trabajo duro, áspero, en algunos momentos hasta doloroso, pero precisamente por eso aún más útil.

Un libro necesario.

Almudena Grandes

Presentación

Vivimos tiempos en los que se recurre con bastante frecuencia a la expresión «derecho a decidir» como sinónimo de «libertad de elección». ¿Pero de verdad se puede elegir en libertad muchas de las veces que nos dicen que se hace así? ¿Elige gobierno libremente quien vota al cacique porque sabe que sólo si gana le dará trabajo? ¿Elegimos con libertad adónde vamos de vacaciones, en qué mes y en qué medio de transporte? ¿Elegimos el barrio donde vivimos, el modelo de coche que usamos y la ropa que nos ponemos? ¿O depende todo lo anterior de la voluntad de nuestro contratador y de la cuantía de la nómina? Podríamos seguir con más ejemplos y llegaríamos a la mujer y a su cuerpo y su capacidad de decidir en libertad. Y eso es lo que hace Carmen Domingo en este nuevo libro de la colección A Fondo, Derecho a decidir. El mercado y el cuerpo de la mujer. Aquel grito feminista del siglo pasado, «el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo», ha terminado, en manos del mercado, convertido en un bumerán contra las mujeres.

 

La autora repasa tres casos de rabiosa actualidad, o, mejor dicho, rabioso debate, en los que el denominado «derecho a decidir» se encuentra en el centro de las argumentaciones y justificaciones: los vientres de alquiler (que hasta en la denominación es objeto de controversia), la prostitución y la vestimenta femenina.

Las mujeres que aceptan gestar un niño para dárselo a otras familias que no pueden o no quieren sobrellevar un embarazo, ¿lo deciden libremente o lo hacen de forma altruista como afirman sus defensores? ¿Por qué siempre son mujeres pobres las embarazadas «altruistas» que ceden a los bebés y siempre son familias adineradas del primer mundo las destinatarias de ese «altruismo»? ¿Por qué no hay mujeres «altruistas» en el primer mundo, ricas o famosas?

¿Decide libremente la mujer musulmana cubrirse por completo en la playa a 30º mientras que su marido se mete en el agua en bañador? Cuando mi madre, en los años cincuenta, con dieciséis años y viviendo en un pequeño pueblo manchego, se vistió de luto durante dos años tras la muerte de mi abuela, ¿lo decidió libremente? ¿Decide con libertad pasar por el quirófano para aumentarse los pechos una joven de dieciocho años y así parecerse a la modelo de moda? ¿Forma parte del derecho a decidir que las azafatas se expongan con el mínimo de ropa bajo el frío y la lluvia en las competiciones de Fórmula 1 o de tenis para alegrarle la vista a los espectadores?

¿Deciden libremente las mujeres que optan por tener sexo 10 o 20 veces en una noche con borrachos, ancianos y sucios? Si es así, ¿por qué nos indignan esos anuncios de demanda de secretaria de buena presencia a la que se le exige entrar dos veces por semana al despacho del jefe a tener relaciones sexuales? ¿Acaso no es voluntario aceptar una oferta de trabajo? Tanta campaña feminista de Me Too, ¿acaso es que esas actrices, modelos y cantantes no follaban voluntariamente con productores y directores a cambio de un buen papel? ¿O quizá todo eso no es derecho a decidir y sólo lo reivindicamos en el caso de las prostitutas pobres?

Los defensores del comercio de niños o del comercio de sexo apelan a la libertad de comercio, a que las partes, contractualmente, pueden establecer los términos de intercambio que consideren oportuno. Según ellos, no procede intervención externa alguna, y menos por parte del Estado a través de sus leyes. Pero no tienen razón, el mercado también tiene unos límites que nadie discute. Como dice la autora, «ninguno de nosotros puede renunciar a sus derechos fundamentales». «Igual que no podemos vender el voto a cambio de dinero, ni siquiera queriendo. Ni tampoco podemos vender un órgano –una córnea o un riñón...–, aunque nos parezca oportuno porque nos iría bien saldar una deuda», añade. En nuestra legislación comercial existen incluso las que se denominan «cláusulas abusivas», cláusulas que no se permiten en un contrato porque evidencian un abuso de poder de una parte sobre otra. Por ejemplo, pedir una fianza de ocho meses para poder alquilar una vivienda.

Lo que denuncia Carmen Domingo en Derecho a decidir es que parece que, cuando se trata del cuerpo de la mujer, es cuando los límites del mercado dejan de existir y ya todo se puede comprar y vender.

Otro elemento que hace más controvertidos estos temas es la posición ambigua o enfrentada dentro de la izquierda. Algunos sectores no se manifiestan en contra de los vientres de alquiler, y diversos colectivos LGTB se han pronunciado a favor. En el tema de la prostitución existe un virulento debate entre abolicionistas y regulacionistas, todas bajo la bandera del feminismo y la izquierda. Mientras que uno de los manifiestos de la cadena feminista del último 8 de marzo destacaba «la figura desafiante y antipatriarcal que representamos las putas», para otras feministas la prostitución es sencillamente una forma de esclavitud y explotación de las mujeres, poco desafío se vislumbra en vender tu cuerpo. Y sobre asuntos de vestimenta como el hiyab musulmán se simultanean actos de solidaridad en Occidente de mujeres poniéndose el pañuelo con denuncias contra la represión a las mujeres que se lo quitan en países islámicos.

Las posiciones de la derecha también influyen en el debate. Si bien los sectores neoliberales se han posicionado a favor de los vientres de alquiler (ellos lo llaman gestación sub­rogada), la derecha y la ultraderecha católicas están en desacuerdo. En cuanto al hiyab, mientras que una izquierda se opone porque reivindica el laicismo y denuncia imposiciones religiosas, la ultraderecha lo hace por su xenofobia a otras culturas y religiones que no sean la católica.

Pero, de todo ello, lo que más indigna a la autora, y sobre lo que centra su análisis, es que todo esto es presentado y defendido como un derecho de decisión de la mujer. Como si ser puta, ceder tu bebé, taparte el cuerpo en nombre de Dios o destapártelo para conseguir trabajo fuera un acto de empoderamiento, «porque puedo y lo decido libremente».

«Asumir una situación de pobreza asociada al sexo femenino supone, también, asumir una posición social de las mujeres inferior o desigual a la que tienen los hombres. Por eso vivir, y perpetuarnos, en situaciones de escasez y precariedad, nos obliga a tomar decisiones con nuestro cuerpo que poco, o nada, tienen que ver con la libertad de decisión, y mucho, o todo, con la necesidad de subsistencia», nos dice la autora.

Carmen Domingo sabe de lo que habla. Es escritora y colaboradora en distintos medios de comunicación y se ha especializado en temas de mujer, de los que tiene publicados más de 20 títulos, tanto de ensayo como de ficción. En la actualidad realiza talleres sobre violencia machista y de perspectiva de género.

Nuestra autora podría haber afrontado estas temáticas de una forma más abierta, sin definirse tan claramente, sin pronunciarse de forma contundente, pero no lo ha hecho así. Carmen Domingo ha tomado una posición clara y firme, porque ella, a diferencia de muchas gestantes pobres, prostitutas, desempleadas y musulmanas, sí tiene la posibilidad de optar por su derecho a decidir.

Pascual Serrano

INTRODUCCIÓN

¿TENEMOS LAS MUJERES LIBERTAD PARA DECIDIR QUÉ HACER CON NUESTRO CUERPO?

Resulta fundamental comprender que nadie será libre mientras la mitad de nuestras sociedades continúen oprimidas. La llave para la libertad de todo el mundo está en el feminismo.

Mona Eltahawy

En los últimos tiempos ha aumentado de forma significativa la reflexión sobre los problemas que nos atañen a las mujeres, los dilemas que asedian nuestros cuerpos y, como consecuencia, las demandas feministas para tratar de solucionarlos. Debido a ello, en la actualidad, vivimos un nuevo ciclo de movilizaciones y una diversificación de los discursos feministas, en especial de aquellos relacionados con un tema que parecía superado ya en el siglo xxi: «El derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro cuerpo».

Un derecho a decidir –asumida ya la legitimidad del aborto[1]– que atañe a muchos dilemas: la abolición o regularización de la prostitución; la imposición del hiyab en el mundo islámico; las tiranías estéticas o la lucha contra las imposiciones que viven muchas mujeres en Occidente para acceder a realizar trabajos de distinta índole; la ilegalidad, que quieren convertir en legalidad, de alquilar a una mujer con el propósito de dejarla embarazada y acabar comprándole el hijo tras dar a luz… Y todo ello a pesar de, o, para ser más precisa, sin tener en cuenta a las mujeres, su voluntad, olvidando que deberíamos ser las únicas en decidir qué hacemos con nuestro cuerpo.

Temas que ponen el foco en la condición, todavía dependiente y vulnerable, que vivimos las mujeres y señalan nuestros cuerpos como objetos, depósitos del placer y sujetos a la decisión masculina, susceptibles, por lo tanto, de ser comprados, alquilados y vendidos por los hombres. Asuntos acerca de la dignidad y hasta el orgullo de «otros», que, por extraño que parezca, nos dejan a las mujeres, en no pocas ocasiones, escaso margen de maniobra para acordar y decidir qué hacer al respecto, porque siguen siendo los hombres y el mercado los que disponen por nosotras.

Sí, en pleno siglo xxi, a las mujeres todavía están cuestionándonos el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo. Luchas que equivocadamente creíamos ganadas en Occidente después de los ruidosos y reivindicativos años sesenta y setenta del pasado siglo.

No hay duda, hay cosas que cambian y otras que no y, por desgracia, el uso del cuerpo de la mujer en beneficio de otros, que no somos nosotras, sigue siendo una constante que poco ha variado a lo largo del tiempo. Sin embargo, sí que ha habido un cambio, eso es lo sorprendente, y es la forma en que se legitima ese uso: las mismas prácticas que antes se defendían en muchos casos acogiéndose al orden divino, a la biología o a la tradición, hoy se argumentan y defienden apoyándose en la libre elección, el empoderamiento y la diversidad cultural.

El argumento de la libertad retoma el discurso de las feministas de los pasados años sesenta, en los que se enarboló el derecho a decidir como bandera bajo la que luchaban las mujeres. Y no se dan cuenta de que ese mismo discurso, en la actualidad, no sólo no funciona, sino que oculta justo lo contrario, que hemos caído en la trampa del capitalismo, en la cual, por más que insistan en que una puede hacer de todo, es justo donde no podemos hacerlo. Tal vez habría que detenerse a pensar que, precisamente, el capitalismo es el sistema en el que no se tiene posibilidad alguna de elegir en libertad, salvo, claro está, si para llevar a cabo aquello que quieres tienes dinero.

La trampa de apelar a la libertad individual de cada una de nosotras para justificar y permitir que se abuse de las mujeres no es reciente, pero ahora se ha ampliado, como veremos a lo largo del libro, y se «ha cargado de legitimidad». Si pensamos en el terreno de lo laboral, en no pocos trabajos se exige a las mujeres tener determinadas características físicas para el simple deleite sexual del hombre. ¿Necesitamos que las azafatas que entregan los trofeos al final de un certamen tengan unas medidas determinadas? ¿Es preciso que en las ceremonias de entrega de premios las azafatas vayan con poca ropa, maquilladas y estén siempre sonrientes? ¿Tienen que ser guapas y jóvenes siempre las presentadoras de las televisiones privadas? ¿Deben las dependientas de las tiendas de ropa tener unos cánones estéticos concretos? ¿Qué hacer con aquellas mujeres que no cumplen los cánones? ¿Qué pasa cuando las jóvenes dejan de serlo? ¿Encerramos a aquellas mujeres que no tengan las medidas adecuadas en un despacho? ¿Las mandamos a casa? ¿Las apartamos de la vida pública? No faltará quien justifique la voluntad de cada una de las chicas para adecuar su cuerpo de forma voluntaria con objeto de conseguir ese trabajo. Una justificación sustentada en aras de las libertades que, se supone, tenemos todos aquellos que vivimos en Occidente. Argumentos similares escuchamos en defensa de la libertad individual cuando hablan de la prostitución o de los vientres de alquiler. Razonamientos tras los que se asegura que una mujer mayor de edad tiene la libertad de decidir de lo que quiere trabajar, obviando siempre en esa defensa a los millones de mujeres víctimas de trata. También los defensores de la libertad enarbolan esa bandera cuando se habla del uso del hiyab o cualquiera de las prendas utilizadas para cubrir a la mujer en el mundo islámico amparándose en una libertad que –a priori– existe en Europa para ir o no cubierta. En ese caso también se olvidan de aquellas mujeres y niñas obligadas a hacerlo, a cubrirse, tanto en nuestro país como en otros, para no sufrir represión, y en algunos países prisión o muerte, si no obedecen los mandatos dados por unos hombres que se escudan en mandatos divinos[2]. El último de los temas que ha venido a sumarse al falso debate del derecho a decidir en libertad que tenemos las mujeres es, quizá, por ilegal en nuestro país, el menos conocido: ¿Es legítimo que una mujer trabaje como madre de alquiler y venda a su hijo? ¿Podemos comprar cualquier niño? ¿O sólo están en venta los de las mujeres pobres? Si los que las contratan son españoles, ¿debemos darle a ese niño sólo el pasaporte español, negando el derecho del pasaporte que le corresponde por su madre biológica? ¿Debemos ocultarle al recién nacido su legítimo derecho de filiación materna? Controvertido asunto sobre el que no todo el mundo quiere posicionarse de forma pública al respecto. De hecho, legislar acerca de la situación de las madres o vientres de alquiler, o cualquiera de los eufemismos empleados por los defensores de esta práctica –maternidad o gestación subrogada o de sustitución–, a día de hoy suscita más dudas que acuerdos. Sea cual sea la denominación por la que optemos, nos referimos a un acuerdo privado, suscrito entre dos partes, en el que una mujer se compromete a gestar a un bebé con el fin de entregarlo, tras dar a luz, a las personas con las que ha firmado un contrato de compraventa, renunciando así a su filiación a cambio de dinero. Por sorprendente que parezca, los defensores de esta práctica también se escudan en la libertad de decisión de la mujer a… ¿vender a su hijo? Un asunto que, en cuanto se trata, evidencia como pocos por qué muchos políticos huyen del debate. A muchos, sin importarles demasiado la situación en la que se debe encontrar una mujer que llega a ese escenario, el cambio de legislación les seduce, por lo que de beneficio económico puede suponer. Va de la mano de grupos de presión y lobbies que se desenvuelven con soltura y sin complejos en el marco de democracias despolitizadas y preocupadas sólo por los beneficios económicos, y no por las personas, y para quienes las madres se convierten, sin más, en «hornos» en los que cocer un producto por el que han pagado.

 

Como vemos, temas, todos los anteriores, unidos por una constante: la libertad de la mujer para decidir. Para trabajar como azafata como si fuéramos floreros; para trabajar de prostituta porque las mujeres tenemos derecho a ganarnos la vida utilizando nuestro cuerpo como queramos; para velarnos bajo un hiyab, o cualquier otra vestimenta, porque voluntariamente optamos por ocultarnos a la vista de los demás para no provocar; para lucir nuestro cuerpo, o para trabajar como madres de alquiler, porque, al fin y al cabo, podemos comerciar como nos plazca con el fruto de nuestro vientre. En los temas anteriores, los defensores de todos ellos se acogen siempre a un discurso que se sustenta en la libertad de decisión que, aparentemente, disfrutamos las mujeres. Argumentos, entonces, que deben hacernos reflexionar y replantearnos el concepto de libertad que manejamos en el mundo en que vivimos. En un mundo que vive inmerso en pleno capitalismo, un sistema de reparto desigual de la riqueza, donde hay casi 800 millones de personas que pasan hambre –cuyo porcentaje más elevado es, claro está, de mujeres– y la mayoría ni siquiera tiene garantizadas las necesidades básicas –vivienda, alimentación, trabajo…–, parece complicado asegurar la libertad para decidir de la que gozan justo las que menos tienen.

Está claro que muchas más mujeres de las que nos imaginamos viven en un mundo sin los derechos básicos garantizados y abocadas a la desesperación. Eso asegura, y de eso se aprovechan los explotadores, que sus decisiones no se tomen en libertad. La explicación es fácil, no faltarán mujeres dispuestas a sufrir las mayores humillaciones ya no sólo para poder comer, sino también para dar de comer a sus hijos y seres queridos. Para comprenderlo basta con hacerse unas cuantas preguntas: ¿Cuánto tardaríamos cualquiera de nosotras en una situación de pobreza extrema en vender un riñón –habida cuenta de que tenemos dos y podemos vivir con uno prácticamente sin problemas– si nos ofrecen a cambio 5.000 euros? ¿Aceptaríamos adaptar nuestro físico a las demandas de un empresario a cambio de un trabajo? ¿Alguna no se plantearía la posibilidad de trabajar vendiendo su cuerpo si con eso consiguiera el pan que necesitan unos hijos que llevan días sin llevarse nada a la boca? ¿Acaso no cubriríamos nuestro cabello si con ello evitáramos una lapidación, ya fuera física o social? ¿Estaríamos actuando en libertad si tomáramos alguna de las decisiones anteriores?

El cuerpo une a las mujeres, en todo el mundo y de todos los niveles y clases sociales. Parir, menstruar, sufrir acoso, ser víctima de violación, de violencia, de discriminación... puede pasar, y de hecho les pasa, tanto a ricas como a pobres. Sin embargo, la decisión que cada una de esas mujeres ejerce sobre su cuerpo –la capacidad de reacción frente a los conflictos de lucha, frente a las afrentas, y las ayudas a las que puede agarrarse, en definitiva, las decisiones que toma cada una de esas mujeres cuando se encuentra en una de las situaciones anteriores– está muy determinada por el lugar en que han nacido y, sobre todo, por las condiciones sociales y económicas en las que le ha tocado vivir y con las que sobrevive. Parece, visto lo visto, que no debería generar ninguna duda asumir que, cuando no se tienen las necesidades básicas cubiertas, lo que decidimos cualquiera de nosotras para poder conseguirlas no es una reacción fruto de nuestra libertad, sino condicionada, precisamente, porque no la tenemos.

Ya lo decía con claridad Rousseau en el lejano siglo xviii, en El contrato social: la auténtica libertad surge de las condiciones materiales; quizá la solución pasa por que «nadie sea tan pobre como para querer venderse y nadie sea tan rico como para poder comprar a otros», sólo así conseguiremos, de verdad, poder decidir sobre nuestro cuerpo.

[1] Mientras escribo este libro debo matizar. Parecía que el derecho al aborto estaba asumido y legislado en la mayoría de países europeos; sin embargo, empieza a cuestionarse en algunos. En Eslovaquia acaban de pasar a Cortes una de las leyes de aborto más restrictivas de Europa: se podrá obligar a la mujer que quiera abortar a que vea imágenes del feto y a oír su latido («Eslovaquia obligará a las mujeres a ver y escuchar los latidos del feto antes de abortar», El Mundo, 29 de febrero de 2019 [https://www.elmundo.es/internacional/2019/11/29/5de1045ffdddff3c9e8b460c.html]). Y en España, aunque no cambiará la legislación, siguen existiendo grupos de ultraderecha que van en la misma línea: una furgoneta alquilada por Vox esperará en las puertas de algunas clínicas madrileñas donde tienen lugar interrupciones del embarazo para hacerles una ecografía a las mujeres que acudan al centro («Una diputada de Vox en Madrid realiza ecografías a las puertas de una clínica para evitar que las mujeres aborten», Público, 15 de noviembre de 2019 [https://www.publico.es/sociedad/diputada-vox-madrid-realiza-ecografias-puertas-clinica-evitar-mujeres-aborten.html); en Sevilla, Vox ha repartido muñecos con la forma de un feto de 14 semanas en su campaña contra el aborto («Vox reparte muñecos que simulan ser fetos en su campaña contra el aborto», El Heraldo de Aragón, 28 de diciembre de 2019 [https://www.heraldo.es/noticias/nacional/2019-de-diciembre-de-28/vox-reparte-munecos-que-simulan-ser-fetos-en-su-campana-contra-aborto-1350946.html], y en un pueblo de la misma provincia ha organizado una misa por los niños abortados («Vox organiza en un pueblo de Sevilla una misa por los niños abortados en 2019 y las mujeres con pensamiento de abortar», eldiario.es, 26 de diciembre de 2019 [https://www.eldiario.es/andalucia/vox-abortados-pensamiento-municipio-sevilla_1_1173133.html]). O sea, las mujeres que se enfrentan a un proceso extremadamente difícil y doloroso se ven ante algo que, siendo educadas, sólo puede ser definido como extorsión sentimental, emocional y física.