Conversaciones con José Vicente Anaya

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Conversaciones con José Vicente Anaya
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Conversaciones con

José Vicente Anaya

Nieto de guerrillero villista, aguerrido poeta


Contenido

¿Quién es José Vicente Anaya?

I. Los orígenes

Villa Coronado, Chihuahua

Abuelo villista

Familia nómada

Lecturas primeras

II. Poéticas de la poesía

Lo poético necesario

Encuentro con la poesía beat

El oficio de poeta

III. El movimiento estudiantil de 1968 y la brigada Marilyn Monroe

Caminos de una generación

México en 1968

El movimiento que comienza

La brigada Marilyn Monroe

Guerrilleros o hippies

Dos de octubre 1968

Después de la matanza de Tlatelolco

Experiencia que nos pervive

IV. Obra poética

Primeros libros: Aludel trizado y Morgue

Música, poesía y Híkuri

Los contextos de Híkuri

Trilogía poética

V. El viaje

Norteño nómada

Fin de ciclo infrarrealista

En la carretera. Reconstruir un mapa viajero

Un viaje interior

En la sierra tarahumara

Viviendo el poema “Híkuri”

En el otro Estados Unidos

El viaje que queda

VI. El ensayo

¿Para qué escribir ensayos?

Pequeña luz en la oscuridad del mundo

El caso Padilla y Octavio Paz

VII. La traducción

Poeta bilingüe

Traducir poetas beats

Antonin Artaud

Asomarse a China y Japón

La traducción “hecha en México”

VIII. Cultura alternativa

Lúdica disidencia de la contracultura

Estela histórica de la contracultura 1960

San Francisco

Momentos de la contracultura

¿Qué pasaba en México?

La contracultura después de 1968

Contracultura y altermundismo / crear mundos posibles

IX. El poeta editor

Editar en México

Aventura de Alforja Revista de Poesía

X. Periodista rockero y la literatura en Chihuahua

El Liverpool de México

Los Rolling en Tijuana

Artículos de rock

Bob Dylan y la protesta social en el rock

El poeta Jim Morrison

¿Escritores de la división del norte o el Grupo Chihuahua o los bárbaros ilustrados?

Selección de poemas de José Vicente Anaya

De Aludel trizado (1974)

De Morgue (1975-1976)

Híkuri (1978, fragmentos)

De Peregrino (2002)

De Paria (1978)

Notas en el camino

De Diótima, diosa viva del amor (2019)

Fotografías

AVISO LEGAL

¿Quién es José Vicente Anaya?

¿Quién era ese poeta que para mayores datos solo sabíamos que era de Villa Coronado, Chihuahua? Ese paisano desconocido cuya poesía leía yo con emoción y disidencia rockera precisamente desde la ciudad de Chihuahua, en la década de 1990. ¿Dónde estaba José Vicente? Los datos contenidos en una antología desde la cual se podían leer algunos de sus poemas eran escasos. ¿Cómo es qué traducía a los poetas Beat? ¿Había estado en el concierto de rock de Avándaro como sugería el título de alguno de sus libros? ¿Andaría de viaje como lo indicaba esa palabra que más aparecía en su poesía? Sin embargo la ausencia física del poeta no hacía más que darle una presencia legendaria. ¿Por qué su poesía, como pocas en México, estaba tan ligada a experiencias trascendentales tan varias como el jazz, el rock y la ceremonia rarámuri del hikurí?

Encuentros con el poeta “Oso-Venado”

Al poco tiempo pude conocer a José Vicente Anaya, de quien sabía estaba de paso en la ciudad dando una lectura, me parece. Su presencia, efectivamente era fuerte, a la vez que cordial y amable. Oso-venado. El acercamiento con él se dio de manera natural y desde el primer momento me di cuenta de que el poeta también era un gran conversador. No fue el único encuentro que tuvimos. Yo también dejaría Chihuahua y volveríamos a reunirnos en otra ciudad, en otro ámbito, años después. Y era ahí, frente a una taza de café, cuando esa conversación electrizante comenzaba y de pronto, después de saludarnos y compartir nuestra cotidianidad, José Vicente contaba cosas sorprendentes, significativas, sobre su vida: en un viaje de regreso de San Francisco a Tijuana, se detiene en Los Ángeles a escuchar a The Doors en el Whisky A Go-Go; participa en el Movimiento estudiantil de 1968 en la UNAM y su brigada se llama Marilyn Monroe; un año después, en California, trabaja en una fábrica donde conoce a tres miembros de los Black Panthers y junto con ellos se lanza a organizar un sindicato; viaja a la Sierra de Chihuahua, donde tiene un encuentro muy especial con una comunidad rarámuri. Todas estas vivencias fundamentales se verán reflejadas de distintas maneras en su poesía, en esa trilogía poética que forman sus libros Hikurí, Peregrino y Paria.

Las conversaciones de José Vicente Anaya

Este libro nace de la amistad y de compartir experiencias con ese poeta visionario que es José Vicente Anaya. Un hombre que concentra en su vida todas las búsquedas y hallazgos de su generación, la de 1968, y que tiene una manera singular de ser poeta en el México contemporáneo.

 

En estas conversaciones, además de encontrarnos con el poeta, hablamos también con el José Vicente editor de la revista Alforja, con el activista político y presencia vital de la contracultura, el periodista rockero, el ensayista, el traductor de la generación beat y el incansable viajero, cuyo caminar empezó en Villa Coronado, Chihuahua.

Daniel Terrones Zapata

Marzo 2019

Daniel Terrones Zapata: nació en la Ciudad de Chihuahua en la década de 1970. Realizó estudios de literatura en la Facultad de Filosofía y letras de la unam. Fue reportero de sucesos culturales en Op. Cit., el periódico de la cdmx especializado en el Mundo Editorial. Al poco tiempo inició sus labores de escritor saltimbanqui y nómada viviendo en diferentes ciudades de México como Tijuana, San Cristóbal de las Casas, Querétaro y Ciudad Juárez, donde ha colaborado en infinidad de proyectos colectivos. Ha publicado la plaqueta de relatos: No es Kuartel editada en el 2010 por Offline Books, la editorial itinerante de Barrio Nómada y Amanece Mañana libro de relatos publicado por La Tinta del Silencio en 2018.

“Mi domicilio exacto son los sueños”

José Vicente Anaya

i. Los orígenes
Villa Coronado, Chihuahua

Daniel Terrones. Quisiera empezar preguntándote por algún recuerdo del lugar donde naciste, Villa Coronado, Chihuahua.

José Vicente Anaya. Salí muy chico de Villa Coronado. Soy el menor de mi familia, el que nació al último. Por cierto mi padre siempre decía que yo era el zocoyote, palabra de origen náhuatl y que se traduce como coyotito. Yo no sé cómo mi padre captó esta palabra. Seguramente por tradición oral. Cómo puede llegar hasta Chihuahua, hasta el extremo norte un vocablo náhuatl. Para mi padre Ignacio Anaya Portillo yo siempre fui el zocoyote. Cuando de niño supe lo que quería decir, me gustó, ya que fue muy agradable que mi padre usara esa manera de llamarme.

Cuando salimos de Villa Coronado yo tendría tres años de edad. Sin embargo, sí tengo recuerdos. Se podría pensar que eso es una exageración, pero en algunos momentos de mi vida he tratado de recordar lo más lejano, como tener visiones de colores en el vientre de mi madre (es decir, antes de nacer), eso que de inmediato se vería como inverosímil, pero creo que los que hemos vivido algo así nos negamos a reconocer la interpretación racional. Yo he tenido la seguridad de haber escuchado sonidos y hasta haber visto imágenes, formas y colores como pinturas abstractas y geométricas. Ahora ya está demostrado que en la edad fetal los bebés lo primero que identifican al nacer es la voz de la madre, y lo mismo se ha identificado en los cachorros de los animales mamíferos. El tiempo nos ha enseñado más cosas. Yo decidí leerle poemas a mi hija cuando se encontraba en el vientre de su mamá, Doris… nos dábamos cuenta de que ponía atención porque la bebé respondía con movimientos, creo que expresando alegría o mostrando que estaba participando en la conversación.

De mis primeros años tengo imágenes de Villa Coronado. En ese momento de mi niñez en mi pueblo todavía se usaban las carretas de caballos. Por cierto, mi padre tenía una fragua, y él se dedicaba hacer las llantas para las carretas que, como se sabe, en los rayos de madera se montaba un anillo circular de acero que se pone al rojo vivo y cuando entra se reduce y estrecha los rayos de la rueda. Ese era uno de los trabajos de mi padre en Villa Coronado. Teníamos una carreta. También una vaca que mi papá ordeñaba todos los días. Un panal en el patio, del cual mi padre sacaba miel periódicamente.

En una ocasión toda la familia hicimos una excursión con la carreta, que mi padre manejaba, hasta la Zona del Silencio. Villa Coronado está muy cercana de ese lugar. Hay ahí una parte abrupta, desértica y de rocas monumentales, a donde la gente de las poblaciones cercanas solía excursionar (todavía hoy es un lugar muy visitado, incluso por personas que llegan de muy lejos, como los que gustan de hacer rapel sobre grandes paredes de rocas). Peñoles se llama ese lugar. Tengo muy claro el recuerdo de toda la familia preparándose, con alegría subiendo a la carreta, yendo hacia ese lugar. Hay una foto donde mi madre me tiene en brazos envuelto en un rebozo, lo cual denota que yo tendría menos de un año, pero es muy vivido el recuerdo del alboroto de mis hermanas y hermano, al alistar la comida que íbamos a comer allá.

Igualmente recuerdo la salida de Villa Coronado, cuando mi padre ya había decidido que nos íbamos a Ciudad Juárez y yo tenía algo menos de tres años.

Me voy a alejar por un momento de mi infancia, y voy a platicar la de mi padre. Mi abuelo paterno, Miguel Anaya, estaba casado, vivía y trabajaba en una mina de Parral, Chihuahua (aunque él era de Villa Coronado). Mi padre y sus hermanas habían nacido en Villa Coronado pero la vida matrimonial de mi abuelo y su trabajo hacían que estuviera en Parral. Cuando mi abuela, María Portillo iba a dar a luz por cuarta ocasión (mi padre, Ignacio, era el primogénito, luego nacieron tres niñas: Consuelo, Urbana y Luz). En el cuarto embarazo de mi abuela, el día del parto ella muere, pero la niña vivió. Mi abuelo quedó viudo con un niño y tres niñas en escalera, con un año de diferencia cada uno. En ese tiempo mi abuelo tenía una hermana en San Diego, California. Estoy hablando del tiempo de la Revolución Mexicana. No sé con exactitud el año, mi padre posiblemente nació en 1920. La hermana del abuelo le escribió diciéndole: “¿Qué haces en ese lugar, viudo y con cuatro hijitos, donde hay guerra, hambre y enfermedades? Salva a tus hijos. Vente a San Diego y mientras tú trabajas yo te cuido a tus niños”. Y esa es la razón por la cual mi padre y sus hermanas crecieron en los Estados Unidos. Dicho sea de paso que mi padre y sus hermanas fueron chicanos. Ha de ser por eso que me opongo a esa opinión racista de Octavio Paz, que escribió en su libro El laberinto de la soledad, donde denigra a los hijos de mexicanos que nacen en los Estados Unidos, dice que son “pochos”, que quiere decir “mochos”, porque no son ni mexicanos ni estadounidenses y no hablan bien el español ni el inglés. Después de mi primera lectura de ese libro de Paz, en 1968, me negué a aceptar su juicio equivocado, falso e ignorante que expresa en su “Laberinto”.

Bueno, esa es parte de la historia por el lado de mi padre. Él vivió allá hasta los veinte años, lo que quiere decir que estudió hasta el nivel de preparatoria. Allá hizo una carrera corta de carpintero. En ese tiempo en los Estados Unidos había ese tipo de enseñanza de tipo técnico, de profesiones pequeñas. De estos carpinteros que son expertos en diferentes maderas, las clasifican, las trabajan y conocen todas sus propiedades porque no es lo mismo trabajar una caoba que un pino y cosas por el estilo. Se les llamaba “carpinteros en ebanistería”.

Para terminar con esta etapa de la vida de mi padre, cuando él tenía 21 años de edad, era propietario de una troca pick up, y un día un amigo se la pidió prestada. Iba a hacer un traslado de muebles. Cuando le regresa la troca, ésta iba con llantas nuevas. Días después llegó la policía a casa reclamando que la troca tenía llantas robadas y que por eso mi padre tiene que ir a la cárcel. Mi padre nunca aceptó que él se robó las llantas, pero tampoco denunció a su amigo. No lo sacaron del argumento de que él no sabía nada de la misteriosa aparición de llantas nuevas en su troca. Esas llantas habían llegado ahí sin que él se diera cuenta. La policial harta y prepotente, como suele ser, le puso como condición que tenía que aceptar que él las había robado y aceptar que iba a ser enjuiciado y condenado a unos años de prisión, si es que quería optar por la nacionalidad estadounidense, y si no aceptaba haber cometido el delito, lo expulsarían del país. Mi padre optó por la segunda opción, cuando platicaba el suceso siempre repetía: “Gringos hijos de la chingada, yo no les debo nada”. Decidió volver a Villa Coronado, su pueblo de nacimiento.

Abuelo villista

JVA. A mi madre, Julia Soledad Leal Bueno, vivió una experiencia semejante a la de mi padre de vivir unos años en los Estados Unidos. Aunque ella llegó adolescente llevada por su hermana mayor, Candelario, quien ya tenía años, casado y con hijos en los Estados Unidos. De ahí se deriva otra historia realmente larga, porque el papá de mi mamá, mi abuelo Jesús Leal, fue guerrillero villista. Hay un corrido que se canta de él. Si ustedes en YouTube buscan el “Corrido de Jesús Leal” lo pueden escuchar, está grabado por más de cinco conjuntos norteños, menos por los Tigres del Norte (risas) porque son muy nuevos. A mi madre le tocan los trastornos de la Revolución Mexicana siendo niña y queda huérfana como a los ocho años de edad, siendo la más chica y con tres sus hermanos (Candelario, Jesús y Juan). A ella le toca ser la zocoyota de la familia. El hermano mayor, Candelario, desde los doce años de edad entró a combatir en la División del Norte, el ejército regular de Pancho Villa. Tal vez con la anuencia de su padre quien ya llevaba una doble vida (normal y clandestina) con su trabajo de caporal en Villa Coronado y su clandestinidad de colaborador en tanto guerrillero para la División del Norte. En su vida regular, mi abuelo trabajaba como caporal que se encargaba del ganado de un hacendado. Como caporal era el jefe de los vaqueros pero clandestinamente también era el jefe de la guerrilla de la que formaban parte él y los vaqueros que simpatizaban con la revolución. Mi madre me platicaba que ella intuía la inclinación de su padre por la revolución y que por eso ella simpatizaba jugando, agitaba una vara y brincando a la vez que gritaba: “¡Yo soy pura maderista, hasta la tierra que piso!”, y de su padre me decía: “Yo no entendía bien por qué mi papá se ausentaba muchos días de la casa pero me ponía muy contenta cuando regresaba”. A veces se ausentaba cuando por su trabajo de caporal llevaban al ganado a las zonas de pastizales para que se alimentaran; pero en otras, entre sus acciones de guerrillas él y sus cómplices mataban una vaca del hacendado y destazada la llevaban alimentar al ejército de Villa o participaban en algún combate (como se supone que sucedió en la única foto que guardo de mi abuelo, donde con sus carrilleras y su fusil hace guardia militar frente a una puerta, que ha de ser el palacio municipal del lugar donde los villistas tuvieron una victoria. Villa combinaba la guerra regular (de un ejército con miles de soldados) con la guerra de guerrillas a partir de grupos pequeños que hacían labor de sabotaje al enemigo.

En una de las ocasiones en que mi abuelo se ausentó de casa muchos días, la abuela entró en trabajo de parto, al final del cual ella falleció junto con su bebé. Cuando el abuelo regresó se encontró con la noticia de la muerte de su esposa y de quien sería su última hija, a partir de entonces, decía mi mamá, que su padre se puso muy triste, casi no comía ni salía de casa… después de un corto tiempo murió. ¿Cuántas veces él se arriesgó de morir en una batalla, en medio de una balacera? Pero su destino fue el de ser un guerrero que no murió en el campo de batalla, sino que murió de amor. Es un caso muy especial, insólito de verdad… Ojala escuchen su corrido porque también cuenta un suceso muy especial, pues narra que se escapa de la persecución de un militar que andaba en su búsqueda, es decir que su final no es el típico de los corridos en que muere el protagonista. Algún día platicaremos más de ese corrido.

Mi madre y su hermano Jesús me contaron que siendo niños vieron a Pancho Villa en Villa Coronado, que llegó con pocos hombres, herido de una pierna (tal vez fue cuando la persecución en que lo buscaba Pershing). Que se sentó en el un lugar del centro del pueblo y durante varias horas todos los habitantes literalmente desfilaron para ir a ver al ya entonces famoso y legendario Pacho Villa, con mucha simpatía. En el caso de lo narrado por mi tío Jesús, él me dijo que un día cuando tendría 12 años, jugando con otro amiguito a que eran cazadores, se alejaron mucho del pueblo y se les hizo noche cuando decidieron regresar. En el camino de regreso los detuvieron dos hombres armado con fusiles y los condujeron a un sitio donde había más hombres armados y uno frente a una hoguera, quien los interrogó. Le preguntó su nombre a mi tío y cuando lo dijo le preguntó “¿Y qué es tuyo Jesús Leal?” Al responder que “mi papá”, aquel hombre lo separó del grupo y le dijo: “Fíjate bien en mí… cuando llegues a Villa Coronado le cuentas a tu padre que me viste, me describes, y le comentas que espero verlo tal día en tal lugar a tal hora…” Concluyó mi tío diciéndose asombrado porque aquel hombre que le dio el recado para su padre sería el mismo que veía herido en Villa Coronado, el mismísimo Pancho Villa. Esta anécdota hace ver el conocimiento personal mutuo que tuvieron Villa y su padre.

 

Como antes ya había dicho, también Candelario, el hermano mayor de mi madre, andaba en el ejército de Villa, y cuando se decretó la paz y el desarme, mi tío decía que al ver que era mentira lo del reparto de tierra para los campesino, él decidió emigrar a los Estados Unidos en busca de trabajo. Contaba con veinte años de edad. Los otros dos hijos de mi abuelo también se decepcionaron, el más chico, Juan, vagó por el sur del país y así desapareció; el otro, Jesús, vagó por los Estados Unidos donde se convirtió en trabajador agrícola. Candelario se estableció en Lamar, Colorado, cuando se casó decidió ir por mi madre a Villa Coronado, ella tenía 16 años, y llevarla a vivir en su casa. Después de algunos años la migra descubre que Julia Soledad no reside “legalmente” y la expulsan del país. Será el destino, pero igual que hizo mi padre, ella decidió volver a su pueblo, Villa Coronado. Esta es la historia de un chicano y una chicana (ellos siempre se consideraron de nacionalidad mexicana) se enamoraron, se casaron y tuvieron cinco hijos (María, Socorro, Miguel, Ramona y Vicente).

Otra vez el destino acomoda las cosas de manera mágica, pues mi padre vivió un episodio semejante, aunque en un contexto histórico muy diferente, al de su papá. En San Diego, California, siguió viviendo su hermana Consuelo quien seguido le escribía cartas sugiriéndole que emigrara a los Estados Unidos con toda la familia. Los argumentos de mi tía eran que de esta manera mi padre les proporcionaría algún día a sus hijos educación, la posibilidad de ir a la universidad, cosas por el estilo que no íbamos a tener en un pueblo pequeño como Villa Coronado. Por fin un día mi padre aceptó la sugerencia de su hermana y salimos de Villa Coronado. Aunque ese viaje se dio por etapas, primero nos establecimos en Ciudad Juárez donde mi papá trabajó de obrero y mi hermana mayor, María, trabajó en la taquilla de un cine. Mi abuelo paterno, Miguel, vivía con nosotros.

Mi madre decía que cuando salimos de Villa Coronado el pueblo tenía como cien habitantes (tal vez no sea exacto, pero sí da cuenta de lo pequeño que era, a pesar de que fue fundado desde el tiempo novohispano). “Todo mundo se conocía entre sí” comentaba mi mamá. He regresado dos veces a Villa Coronado: en el año 2000 fui, acompañado por la gran amiga y poeta de Delicias (ella dice que el gentilicio de la gente que ahí nace es “deliciosa”) María Merced Nájera Migoni; la segunda fue en el año 2015 cuando me hicieron un homenaje como “Hijo Predilecto” de Villa Coronado, organizado por el presidente municipal y como sugerencia del poeta Federico Corral Vallejo, en el contexto del Tercer Encuentro de Escritores Parralenses. Todavía es un pueblo pequeño que se puede atravesar de orilla a orilla en pocos minutos, cruzado por el Río Florido que junto con la presa hacen un oasis de riqueza agrícola en medio del desierto, es hermoso, típico de los antiguos asentamientos del norte, tendrá por lo menos unos 400 años, lo que se muestra por su templo colonial que a su costado incluye una edificación a manera de un convento. Hay ahí una placa que conmemora la estancia del presidente Benito Juárez con su gabinete, cuando tenía que evadir la persecución del invasor ejército de Francia, lo cual quiere decir que durante ese tiempo Villa Coronado fue la capital de México.

Cuando nos preparábamos para salir de Villa Coronado, yo tenía una amiguita pocos años mayor que yo con quien jugaba mucho. La llamaban “La Chitana”. Estoy seguro que estaba enamorado de ella. Tendría unos ocho años. El día que mi padre anuncio que nos íbamos de Villa Coronado yo le dije: “Sí, pero nos llevamos a La Chitana”. Eso da noticia de que realmente la amaba. Mi papá me contesto: “Pero su papá tiene que darle permiso y no creo que acepte que te la lleves”. Después, diariamente le pedía un peso a mi papá. “¿Para qué quieres un peso?” Me preguntó. “Pues para comprar a la Chitana”. Esta es mi despedida de Villa Coronado. Viene otra vez el asunto de una carreta de caballos que nos condujo a toda la familia, con todo y maletas, a la estación de ferrocarril en la ciudad de Jiménez para viajar en tren a la ciudad de Chihuahua primero y luego a Ciudad Juárez. ¿Qué nos llevamos de las pertenencias?, lo que podíamos, obviamente la vaca no, ni el panal de abejas, ni el noble perro que se llamaba Solovino. Tengo los recuerdos infantiles del Río Florido cuando mi madre anunciaba que iba a lavar la ropa, todos nos íbamos con ella, era algo muy hermoso como ir a un día de campo aunque dentro del mismo pueblo. El río estaba rodeado de árboles como álamos, ahí crecían sandías y otras plantas. Mi padre de pronto cortaba una sandía que estaba a punto. El sabor y la frescura de la sandía en un día caluroso es algo que todavía está en mi mente, como una belleza vivida en Villa Coronado.

Pues un día tomamos la carreta y nos fuimos sin La Chitana, lo cual lamentaré siempre. Posiblemente unos meses estuvimos en la ciudad de Chihuahua. Hasta que todo se arregló para irnos a Ciudad Juárez. Lo que a final de cuentas hizo mi familia es lo que los sociólogos llaman una “migración del campo a la ciudad”, es decir un cambio de la vida rural por la citadina. Estas migraciones que han hecho las familias desde siempre producen en ellas un fenómeno de pobreza. ¿A dónde se va vivir esa familia, a dónde llega en la ciudad? Pues a un barrio pobre. El barrio donde vivíamos en Ciudad Juárez era de obreros y futuros emigrantes. Tengo las imágenes de ese barrio con casas de ladrillos sin emplastar. Un suceso que se repitió muchas veces fue el de un tarahumara que se paraba ante la puerta y no decía nada. Cargaba un morral grande. Cuando mi mamá lo veía se afanaba en calentar comida y le preparaba unos tacos que le llevaba al tarahumara. Y como agradecimiento, éste abría su costal que estaba lleno de yerbas curativas, mi madre elegía algunas. Julia Soledad aprendió las propiedades curativas de las yerbas enseñada por su mamá. La primera vez que me llevaron a un consultorio médico tendría unos 13 años de edad, antes, todas las otras enfermedades por las que pasé, mi madre me las curó con yerbas. Incluyendo el sarampión, que por cierto lo padecí al mismo tiempo que mi hermana Ramona. Mi madre nos daba yerbas, tés, brebajes, hacia cremas, pomadas con yerbas, miel y azúcar quemada muchas veces para curar las gripas, la tos, mi madre preparaba menjurjes y medicamentos. Bueno ese es un bonito recuerdo, que además yo le atribuyo que mi madre lo aprendió de su madre, por la tradición, que mi abuela y mi abuelo habían heredado de los aprendizajes de la cultura tarahumara…. Tengo una foto de mi abuelo, que por cierto está con cananas y con su fusil haciendo guardia en una puerta que él está vigilando. Yo deduzco que esa puerta pudo haber sido de algún palacio municipal de una ciudad que tomaron los villistas, y que es el ejemplo de cómo mi abuelo llegó a participar en las batallas generales también. Otras historias al final de cuentas. Tuve la oportunidad de platicar con dos hermanos de mi mamá, Candelario y Jesús, sobre todo con el mayor. Jesús toda la vida fue campesino, ejidatario, en una zona que comparten Chihuahua, Coahuila y Durango que se llama La Laguna. Es una zona que se diferencia de esos estados por su actividad agrícola y ganadera. A mi tío Jesús le tocó vivir una de esas falsedades del gobierno de que se les iban a repartir tierras a los revolucionarios y a sus hijos. Le tocó un ejido de tierra pobre, pero en verdad que se trataba de solo una parcela pequeña. Yo llegué a vivir ahí, en ese lugar de mi tío y su familia. Mi tío se quejaba de que cada año pedía un préstamo al Banco Agrícola, y cada año se echaba a perder la cosecha y aumentaba la deuda con el banco, eran trampas del gobierno para que a final de cuentas no prosperaran los ejidatarios. Los ejidatarios nunca prosperaron, el sistema ejidatario complicaba el contrato, la tierra no era propiedad del campesino sino del gobierno, había un documento en que el estado les prestaba la tierra. En el caso de mi tío, él tenía en préstamo una parcela, ahí en La Laguna. Cuando llegué a vivir unos días en la casa-jacal de mi tío me di cuenta que además era una zona paupérrima, mucho muy pobre. Tenía un hijo de mí misma edad que era con el que más me llevaba, mis otros primos eran mayores, estaban casados. Fue en ese momento en que tuve la oportunidad de que mi tío Jesús me contara historias de cuando eran niños él y mi mamá.