La Traición Del Carbono

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
La Traición Del Carbono
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

¿Se puede traicionar cuando se ama de verdad?

LA TRAICIÓN DEL CARBONO

UNA NOVELA

DE PALABRAS Y QUIMICA


La historia contada en este libro es fruto sólo de la fantasía e imaginación del autor.

Cada referencia o analogía a hechos, personajes o lugares que hayan existido, es puramente casual.

Traducción de Georgina Jimenez Zehnder

- Tektime -

Copyright @ 2021 – Dionigi Cristian Lentini

A todos aquellos

que creen firmemente

que quien ama

no traiciona

y que quien traiciona

no ha amado jamás.

A un hombre maravilloso

que no he conocido jamás.

A un padre que ha dejado prematuramente

a su esposa y cinco jóvenes vidas

para salvar heroicamente a otras cuatro.

A un policía

que ha honrado su uniforme,

escudo ensangrentado, hasta el sacrificio extremo

entre las bombas y los horrores de la guerra.

A mi bisabuelo,

Pasquale Sacco.


Dicen que el AMOR es incompatible con la TRAICIÓN.

Dicen que la TRAICIÓN mata sólo a los amores que ya están muertos.

Dicen que cuando se está enamorado, ENAMORADO de verdad, cuando lo que sientes es un sentimiento puro, absoluto, consciente, incondicional, cuando él o ella es la primera persona en la que piensas cuando te despiertas y la última cuando te vas a dormir, la única que te hace sentir verdaderamente tú mismo/a, que por ti, en palabras de Battiato, desafiaría “las corrientes gravitacionales, el espacio y la luz para no dejar que envejezcas”, que te da estabilidad, seguridad, respeto, sin pedir nada a cambio, aquel o aquella que hace que te sientas una mejor persona, que te hace sentir que el resto no importa porque lo que importa de verdad, ese a quien necesitas de verdad, ya lo tienes a tu lado… bien, dicen que, cuando todo eso sucede, es IMPOSIBLE que algo pueda rayar esa mónada tetragonal bendecida por el Cielo, que alguien más pueda socavar ese equilibrio imperturbable, comprometer la felicidad o profanar la sacralidad de esa relación consolidada en el tiempo... es imposible ser atraído, distraído o tentado por otra cosa… es imposible (en una palabra) TRAICIONAR.

Dicen que quien ha amado de verdad, no ha traicionado jamás y que, quien ha traicionado no ha amado nunca.

TONTERÍAS.


“Oh, buenas noches, Ingeniero. El correo ya se lo he dado a la señora.”

“Gracias, Felipe. Buenas noches.”

Él era Felipe, el encargado. Yo, por el contrario, me llamo Alejandro, 50 años (espero no llevarlos tan mal), un diploma en ingeniería informática, un trabajo que me agrada, un apartamento casi en el centro… y una familia maravillosa que, apenas este endemoniado ascensor decida funcionar, les presentaré…

Aquí estamos, llegamos.

“Hola amor, estoy aquí.”

“Holaaaaa…. ¿Qué es eso? ¿Has vuelto a estudiar?”

“Mmmmm…. Ven aquí, ese perfume de risotto con hongos me ha dado muchas ganas… muchas ganas… de besarte.”

“…Ook…”

“Mmmm… Buenísimo! De tus labios, además es todavía mejor.”

“Qué es?” (Mirando nuevamente el libro que Alejandro tenía en sus manos.”

“¡¿Ah, esto?! Nada, es para Vale, me había pedido que se lo trajera.... a propósito, ¿volvió de la clase?”

“Sí, está en su habitación y creo que, a pesar de mi delicioso risotto, no tiene ganas de cenar.”

“¿Y por qué? ¿Qué tiene? ¿No se siente bien?”

“Ehhh…. Está como una que recién descubrió que aquel, que hasta ayer creía que era el hombre de su vida, en realidad, no es más que uno de muchos tontos que coleccionan corazones rotos… parece que la ha traicionado miserablemente con una compañera de facultad.”

“Noooo… ¿cómo se llamaba el último?... ¿Marco?”

“(asintiendo) Recién llamé a Federica, ya que conmigo no quiere hablar...”

“Mmmm… ok, lo intento yo.”

Ah, discúlpame, pero me parece que hoy no es el mejor día para presentarles a mis dos mujeres como habría querido…. Tendremos que posponerlo.

Y si… ¿la ven? (golpeando la puerta entreabierta). Esa niña que ahora es una mujer con los zapatos sobre la cama, con la mirada perdida, es Valentina… Y es bellísima incluso con lágrimas de maquillaje que le caen sobre el rostro.

“(golpeando la puerta) Vale… ¿Puedo?”

“NO!”

“(abriendo la puerta) Te traje esto (mostrándole el libro). Tenías razón, lo habías olvidado en la oficina… te lo dejo aquí. ¿Cuándo tienes el examen de química?”

(Valentina no responde)

“Eh... ¿qué sucede?”

(Valentina no responde)

“Ya entendí. No quieres hablar...”

“Déjenme sola por favor. ¡Vete!”

“Al menos toma esto… (Dándole un pañuelo)”

“Dije VETE! (tomando el pañuelo)”

“Fea cosa, ¿eh?”

“Te lo ruego…”

“No, Vale, soy yo quien te ruega que me escuches. No sólo me odiarás porque no me iré de esta habitación, pero te aseguro que me creerás loco, desconsiderado, quizás un idiota… cuando te cuente lo que estoy por decirte.

Siempre hemos tenido una relación abierta, directa y sincera… y quiero que siga siéndolo.

¿Te acuerdas la noche que fui corriendo a buscarte a la discoteca? Sostenías el cabello de Erika mientras vomitaba hasta dejar el páncreas en la acera… después se desmayó y llegó la ambulancia. El médico, mientras la revisaba, te pidió que llenaras un formulario. Donde decía “causa del malestar”, no indicaste “drogas” ni “alcohol”, sino que recorriste toda la lista hasta el final, allí donde estaba la casilla “otro”, y al lado escribiste: “ese bastardo que la traicionó.”

Te aferraste a mi Montgomery beige mientras la ambulancia se alejaba con tu amiga. Te dije: “Quédate tranquila, se recompondrá. Son cosas que pasan”. Alzaste la cabeza de mi pecho y, levantándolo lentamente, respondiste: “No dejaré que un bastardo me haga daño…”

“Sí, lo sé. Soy una estúpida, una pobre ilusa idiota.”

“No, Vale, no eres una idiota. No has estudiado la Química lo suficiente. Es por eso que te traje este libro.”

“Escucha, por favor, te lo puedes llevar. No me importan los exámenes, la Química, tus… déjame en paz…”

“Recuerdas en el coche, mientras volvíamos a casa, ¿qué te prometí?”

“Sí, lo recuerdo.”

“Te dije: “Un día te contaré una historia”. Bien, ese día ha llegado.

Pero te ruego, no me interrumpas, no digas nada hasta el final, porque de lo contrario no creo que pueda continuar. Yo QUIERO contarte todo, sin filtros, sin secretos, como hemos hecho siempre.”

“Está bien, te escucho. Pero luego te vas.”

“Prometido. Muévete, vamos. Hazme lugar. Quiero mostrarte primero una cosa (sentándose en la cama)”

“(sacando del portafolio una foto vieja) ¿Ves esta cara abofeteada? Es Ricardo... nos la tomó un tipo el día de su cumpleaños número treinta.”

(Golpeando repetidamente la foto sobre una rodilla)

“En esa época estaba en Estados Unidos, en Cambridge (Boston), era un profesor exitoso del MIT, apuesto y desenfrenado; ¡pero no era uno de esos “cerebros en fuga” ... ¡quizás más un “corazón en fuga”!

Dos años antes había dejado Italia, Roma, la familia, los amigos, después de haber descubierto algunas fotos que, sin siquiera apretar un botón, habían parado de repente la película de mi vida: la chica que amaba con locura me había traicionado.

Fueron días terribles. Era mi primer amor verdadero. El mundo se me cayó a pedazos, me encerré en mí, no existían más parientes, amigos, colegas, intereses, día, noche... estaba encerrado en mi habitación, mi ordenador y yo.

Seguía destruyéndome por dentro... volví a escribir, llenando miles de páginas insomnes con tinta ensangrentada... quizás esa era mi forma de encontrar masoquistamente la confirmación de que sólo yendo hasta el fondo, al caos más absoluto, sólo allí se puede encontrar esa tenue luz que da sentido a la vida, que hace que levantemos nuevamente los ojos al cielo... un cielo, avaro de estrellas, pero el mismo cielo bajo el cual Nietzsche hubiera dicho: “Necesitas caos en tu alma para dar vida a una estrella danzante”.

Fue entonces cuando, en la oscuridad más oscura, recibí una inesperada noticia en el ordenador: era un email, uno de esos que creía que no llegaban nunca, venía del dominio mit.edu. ¡Me habían asumido!

Entonces decidí aferrarme a esas pocas líneas de byte, como un náufrago haría con un tronco en medio del océano: así tomé de inmediato un aéreo hacia Nueva York.

En ese momento no pensé en otra cosa, excepto en escapar. Escapar, escapar y nada más. Mientras lo hacía dejé el teléfono y el reloj en el portaobjetos del detector de metales del aeropuerto. Pero después de una milésima de segundo de duda humana, no me importó más nada. Seguí escapando, decidido como nunca antes, a no volver a mirar hacia atrás.

Subí a bordo de ese Boeing 777 del que casi habían quitado la escalera y los pasajeros ya estaban casi todos con los cinturones de seguridad puestos. Me puse el mío, mientras miraba fuera de la ventanilla un Airbus que hacía la carga del combustible... lo miré fijo, como si allí dentro estuviera mi vida entera, millones de hidrocarburos, memorias para quemar y expulsar a 10.000 metros sobre el nivel del mar, en una larga estela de claroscuro.

 

Me establecí en Boston, me aboqué al trabajo y al gimnasio. Me agotaba a propósito hasta altas horas de la noche, de manera de evitar que, una vez en la cama, los recuerdos golpearan la puerta de los pensamientos. Caía en un sueño perturbado pero analgésico y el día después, comenzaba de nuevo a correr.

Había entablado amistad con un amable señor en sus setenta años. Lo había conocido por casualidad en el aeropuerto. Espontáneamente me había dado una gran mano para encontrar casa. Se llamaba Alex. Y era muy simpático. Conocía algunas palabras en italiano… en el ’44 había luchado en Cassino contra los nazis.

Cada tanto venía a visitarme y me contaba alguna historia o anécdota de ese período, con el aura y el encanto indiscutible de quien ha tenido una gran vida.

Luego, un día, desapareció. No lo volví a ver. Intenté buscarlo en los parajes, pero nadie me supo decir nada de él.

Un tiempo después, ordenando algunas cosas, encontré una extraña nota que habían dejado bajo la puerta de ingreso. Por instinto, pensé de inmediato en Alex… pero, abriendo esa hoja un poco amarillenta, encontré sólo tres palabras, totalmente carentes de significado para mí: “Bishops and Knights” (Obispos y Caballeros).

No conocía a ningún obispo de ninguna religión y los únicos caballeros que había visto en toda mi vida habían sido los de la Mesa Redonda de los libros de Chrétien de Troyes.

- ¡Qué extraño! - pensé- Alguien se habrá equivocado…- incapaz de darle a ese mensaje alguna explicación razonable.

Un viernes 17 (que para los americanos no es un día afortunado), un compañero me invitó a encontrarme con él en una muestra filantrópica de una joven pintora, Kate McPhill, adorada segunda hija del magnate neoyorkino John McPhill, presidente de la conocida McPill Pharmaceuticals.

Quizás nunca la volví a ver más hermosa como esa noche. Tenía un vestido oscuro que parecía haber sido hecho para ella, el cabello recogido que le permitía resaltar con distinción, una elegancia espontánea, dos pendientes sensuales de Tiffany, pero lo que la hacía irresistible, era esa luz en sus ojos que se encendía de repente cada vez que describía sus obras a expertos y periodistas.

Nunca entendí demasiado sobre Arte Moderno… mucho menos de pintura surrealista. Para mí el reloj en las artes figurativas se había detenido en Caravaggio, Rubens, Velázquez, quizás con Rembrandt. Los Dalí, Magritte, Picasso, Kahlo, etc., eran como esos enanos que intentaban subir por la espalda de los gigantes de algún libro de Tolkien. Y, por más que en el pasado se hubieran esforzado, incluso algún experto, en hacerme apreciar su importancia, para mí eran y siguen siendo enanos en la infinita Tierra Media. Pero soy consciente: siempre fue mí, probablemente injustificado, ¡prejuicio! Claramente un límite, un enorme límite… y, como todos los límites, me fascinaba.

Entonces, intenté acercarme a las obras de esa galería con un cierto trabajo crítico, intentado darles a esas obras una interpretación que me pudiera dar algún elemento peculiar sobre la personalidad de la autora.

En particular, me atrajo un cuadro de caballos que, por algunos versos, recordaban a los de Espartaco Lombardo, de quien mi padre era un admirador: los animales dejados con rienda suelta, incluso con la orgullosa consciencia de pertenecer a una raza noble, emanaban en su dinamismo escénico, un sentido de profunda soledad, un sentimiento, sólo aparente, de libertad. Las riendas, estaban sueltas, pero estaban. Alguien, en algún momento, habría podido retomarlas firmemente en su mano, reconfigurando esas suaves curvas en un recinto dorado pero cuadrado. Más que libres, veía a esos caballos en la codiciada búsqueda de su propio camino, de la verdadera y auténtica libertad. Más que una exaltación del libre arbitrio veía sobre todo un deseo no escrito, un sentido típico de muchos hijos que sufren la presencia demasiado invasiva de algunos padres.

- ¿Y entonces? ¿Qué te parece? - me preguntó, acercándose, mi gentil amigo.

Girándome hacia él, volví a ver en el fondo a McPhill, como para encontrar en ese extraordinario brillo de sus ojos, la confirmación de mi análisis interpretativo improvisado.

-Pero, mira…- respondí- no estoy seguro Victorio Sgarbi, pero este mix entre arte y mujeres es muy, muy interesante. -

-Jajajajajajajaja, ¡tienes razón! - rio mi colega, girándose él también en dirección a la dueña de casa.

Así, aprovechando un momento en el que no había tanta gente, llegó nuestro turno: me presentaron a Kate, mientras describía un paisaje pantanoso infinito, confundiendo el suyo con los colores matizados de las cañas al viento y los arbustos que emergen de las marismas.

Esas pinceladas verticales sobre lienzo fueron para mí una lluvia catártica: de repente me sentí vivo, lleno de energía de nuevo, ... Esa sonrisa me había reabierto instantáneamente un ojo de buey al mundo.

Claro que no me enamoré de la belleza indiscutible de su rostro, pero sí de sus expresiones. No de las curvas de su cuerpo, sino del modo aristocrático pero natural en el que las movía. No de las palabras pulidas, sino del tono con las que las pronunciaba… de todos los misterios, seguramente la atracción es el menos explorado.

Obviamente Kate tenía una larguísima fila de pretendientes... pero pronto descubrí que, por alguna extraña razón del destino, su tío era el profesor McPhill, mi estimado colega y jefe, precisamente aquel que había firmado ese email que algunos meses atrás había cambiado mi vida. Gracias a su ayuda y a la de Tom Alley, desde ese momento no me detuve más, hasta que Kate no cedió ante mi cortejo incesante y loco.

La noche en que decidimos ponernos en pareja fue verdaderamente mágica. Todavía la recuerdo… la invité a bailar sin música mientras un láser proyectaba sobre el East River una de las frases más hermosas de Nietzsche: “Aquellos que bailaban eran vistos como locos por aquellos que no escuchaban la música.”

El Brooklyn Bridge Park estaba encantado, los rascacielos del Financial District estaban más emocionados que nosotros y, a lo lejos, la Estatua de la Libertad tomaba la forma de la diosa de la victoria, la mía.

Nueva York estaba bellísima… y, durante toda la noche, Roma se volvió sólo una ciudad de cuatro letras en mi pasaporte.

Las cosas iban bien, muy bien. A pesar de que procedíamos de dos mundos distintos, Kate y yo nos entendíamos perfectamente.

Me presentó a sus padres. Su madre era italiana, originaria de Perugia. Su padre mi pidió que me mudara a la “gran manzana” y, a pesar de que no tenía ganas de dejar el campus, intentó convencerme a toda costa que considerara ingresar en la empresa, a “mirar el futuro”, decía.

Luego de un año ya se hablaba de matrimonio, de niños…

Alquilamos juntos un apartamento en Boston, pero no dejé el MIT, aunque sabía bien que, después del matrimonio, ¡“el viejo” habría vuelto a la carga con la caballería y la artillería pesada!

Estábamos terminando de almorzar, era el cumpleaños de la hermana de Kate, cuando mientras jugaba con su sobrinito, vi en el ingreso a un hombre entregar a la camarera mucha correspondencia.

-Y esta, es para Alejandro Carboni- escuché.

-Wendy, ¿es para mí? - pregunté, acercándome.

-Sí, ingeniero. Hay un sobre para usted también. - me respondió después de algunos segundos la doméstica, cerrando la puerta.

Wendy me alcanzó esa carta. Vi de inmediato la estampilla italiana... vino a entregármela de inmediato, llamando la atención de toda la familia, sobre todo la de Kate y su padre. Miré rápidamente el remitente: era Ricardo, mi amigo Ricardo, mi mejor amigo, con el que había crecido, con quien había compartido todo aquello que se puede compartir, pero también aquel al que no había siquiera dicho que habría dejado para siempre Italia y que, desde ese momento, quizás por vergüenza, no había tenido el coraje de buscar.

Dudé un instante, luego la abrí rápidamente, como cuando se abre un deseado, pero a su vez inesperado regalo navideño.

Esa pocas, pero sinceras palabras fraternales me llevaron pindáricamente de un cumpleaños a otro.

Ricardo para su cumpleaños número treinta, había organizado una reunión y, a pesar de todo, percibía por esa hoja que no había podido borrarme completamente de su vida (como, por el contrario, quizás yo si había hecho…). Hubiera querido que yo también estuviera presente.

Sabía que su carta era mucho más que sincera… pero no podía asistir. Habría arriesgado volver a abrir una vorágine, un cráter que no habría podido desactivar una segunda vez.

Pero Kate insistió muchísimo e hizo de todo para convencerme de que volviera a Roma: mis dudas chocaban con su entusiasmo incontenible de visitar Italia, de conocer a los amigos de la vida que había archivado, de descubrir una parte del pasado del cual, era tan esquivo y reacio a hablar. Así, una bella mañana, se presentó en el aula mientras daba clase y, apenas la alcancé entre los bancos, sonriéndome, me entregó los boletos aéreos que había comprado, a mis espaldas, algunas horas antes.

Así, finalmente, partimos.

Esas seis horas de vuelo fueron una inmersión en el pasado, del que volví a la superficie sólo cuando la voz del piloto anunció el descenso en Fiumicino.

En los días que siguieron, llevé a Kate de paseo por Roma, por sus plazas, sus iglesias, sus museos, por sus lugares más hermosos, sus vistas panorámicas, sus atardeceres. Y mientras ella se enamoraba inevitablemente de la ciudad más hermosa del mundo, yo me enamoraba aún más de ella.

Entonces, llegó la noche del 7 de junio de 1998. Un taxi nos llevó a la villa de los padres de Ricardo, sobre la Salaria.

En la escalera estaba el cumpleañero, tan hermoso como el sol, bromeando como de costumbre, con un par de invitados. En cuanto nos vio salir del coche, dejó a todos sin siquiera disculparse y, visiblemente emocionado, vino a nuestro encuentro.

Me abrazó en un abrazo de esos que no olvidas, que llevas encima, que valen más que mil palabras.

Lo felicité por su cumpleaños y obviamente le presenté a mi novia. Kate le dio el regalo y, como buena experta en Diseño de Jardines, lo felicitó por cómo estaba cuidado el parque.

- ¡Todo gracias a Alejandro! - exclamó Ric- Fue él quien me inculcó, con mucho trabajo, ¡algo de buen gusto! Así como, para agradecerle, ¡hice yo con él en materia de bellas mujeres! -

-Jajajajaja… claro que no es verdad. No creas ninguna, y digo ninguna, de las palabras que saldrán de esa boca esta noche- respondí, dirigiéndome a Kate- Sobre todo las que hablen de mí, ¡eh! -

Esa risa sana, de repente borró cualquier posible duda sobre cualquier fricción o malentendido. Pero, después de todo, no podía ser de otra manera: Ric era la persona en el mundo que mejor me conocía después de mis padres; era muy inteligente, puro, jamás rencoroso. Nunca hubo necesidad de aclaraciones: ya me había perdonado... o tal vez nunca me había juzgado, sólo había entendido y respetado mi decisión hacía dos años.

-Pero ¿qué sucedió? - seguí bromeando- ¿Has ido a Lurdes últimamente? No te he visto tan elegante ni siquiera el día de tu graduación o del matrimonio de Gabriela (su hermana) … oye, oye, oye, ¿quieres decir que aquí… hay detrás una mujer? ¿Una desconocida criatura femenina que finalmente te ha hecho sentar cabeza…? ¡Vamos, di la verdad! -

-Quizás… simplemente desenterré la ropa de la comunión para dejar contenta a mi madre. De lo contrario, ¡¿quién la hubiera escuchado?!- respondió Ricardo.

- Santa mujer, la señora Herminia… a propósito, ¿cómo está?

-Bien, gracias. Creo que la verás. Y en relación a la hipotética “criatura” que habría tenido que hacerme sentar cabeza, si tuviera una, ahora que vi a tu Kate, me avergonzaría de presentártela…-

-Aquí está... ¡el payaso de siempre disfrazado de persona semi seria! ¡Ahora sí que te reconozco! Kate, ¡¿qué te dije?! ¡Es un fanfarrón! ¡Cero! No creas nada. En la escuela estaba lleno de muchachitas que giraban a su alrededor. Su deporte preferido era el de robarme las mías sólo por el gusto de verme enojado. Al día siguiente las descartaba. Un perfecto bastardo con aires de buen muchacho, en pocas palabras. ¡La peor especie! -

-Pero vamos, Ale, seguramente estás exagerando, como siempre- respondió Kate- Ricardo ya me resulta simpático. Creo que nos llevaremos bien.

 

-Ah, ¿sí? Bien, si tú estás contenta…

-Yo también lo creo así- respondió Ricardo, sacándome la lengua y, besándole la mano a Kate- Por favor, acomódense, termino y los alcanzo enseguida.

En la sala saludé a algunas personas que no había visto en siglos, alardeando de toda la belleza de Kate cuando entramos. Teníamos la mirada de todos en nosotros, pero los dos, aunque en contextos diferentes, ya estábamos bastante acostumbrados a tales situaciones: la envidia se deslizaba como jabón sobre la piel húmeda y luego estallaba como burbujas en contacto con el aire de nuestros suspiros.

No me molestaba: sabía que esa pasarela iba a durar sólo algunas horas y luego hubiéramos vuelto a nuestra vida neoyorkina. Es más, más pasaba el tiempo, más seguro me sentía… me sentía un verdadero dios.

Sin embargo, como se sabe, incluso en el Olimpo existen las jerarquías… y me di cuenta de que era una divinidad menor cuando, delante a esa mirada, toda mi bravuconería adquirió instantáneamente la consistencia de un pudín bávaro mortal. Mi sonrisa impresa y sólida se adelgazó como una molécula de helio cerca del cero absoluto, petrificada como Atlas frente a la Gorgona Medusa.

Sabía que podía suceder, es más… quizás sabía que no habría podido no ocurrir. Pero es como si hubiera querido darme el enésimo desafío, someterme a la prueba extrema de fuego que habría marcado y archivado definitivamente el pasado, permitiéndome finalmente pasar la página.

Angélica estaba allí. Después de todo, no podía no estar…

Nos miró con el rabillo del ojo. Luego volvió a hablar con Claudia que estaba frente a ella.

Ella, se detuvo un momento y, antes de que nadie pudiera ofrecer otro fragmento verbal de sentido completo, me abrazó, como lo hizo cuando éramos niños, como lo hizo cuando, en agosto regresó con sus padres.

Después de unos segundos, me alivió de la vergüenza general y se presentó a Kate en un "inglés capitolino" quebrado.

-Mira que no hay necesidad- le dije- Conoce muy bien el italiano. Su madre es de Umbría

- ¡Ah, claro! Entonces discúlpame. - exclamó Claudia, invitándonos, con un gesto, a acercarnos a las otras dos.

Así nos encontramos, de nuevo… ella y yo, nuevamente uno delante al otro… y en medio, la distancia de los silencios de eso dos años.

-Hola Angélica, bienvenida- le dije.

-Hola Alejandro. - respondió, bajando y desviando la mirada sobre mi acompañante, casi queriendo anticiparse a mi presentación- Mucho gusto, soy Angélica. Felicitaciones, estás esplendida…-

-Gracias Angélica. Mucho gusto de conocerte. Yo soy Kate. -

-Les presento al novio de Angélica- Intervino Claudia, evitando que otras bromas patéticas y empalagosas pudieran expandir aún más la escena ganadora del Oscar. - él es…-

- Federico Martini- me permití anticiparla. – Ya nos conocemos. - agregué, extendiéndole la mano a ese inútil petimetre. - Hola Federico. No sabía que estaban juntos…-

- Hola Alejandro. Sí, en realidad nos casamos en septiembre. Y… de todas formas me ha atrapado. Si en los próximos meses no me escapo con otra, más bella y rica obviamente, me parece que tendré que ponerme el anillo en el dedo… Pobre de mí. - Martini comenzó con una de sus actuaciones más “agradables” que mis oídos han tenido el disgusto de escuchar - Hola Kate. Mucho gusto. ¡Por fin una americana que sabe vestirse! -

-El gusto es mío, Federico. Bien, si quisiera ceder a tu provocación, ¡podría también responderte con uno de los tantos clichés sobre los muchachos italianos… pero Ale me ha enseñado que por suerte no son todos iguales! -

Esa risa de grupo, aunque si bien no era completamente despreocupada y sincera, tuvo un doble efecto de aclarar a todos que Kate no sólo era hermosa, sino que también era capaz de superar cualquier impasse. Junto con la llegada del cumpleañero a la sala, este fue recibido con estruendosos aplausos por parte de todos los invitados.

La noche siguió agradablemente, entre tartas, discursos googleados por parte de oradores improvisados y flautas de excelente Armand de Brignac.

También Kate se sintió a gusto, tanto que me permitió dejarla sola con las primas de Ricardo, que estudiaban Bellas Artes en Florencia.

Aprovechando ese momento de pax augustea, fui hasta el buffet, acercándome a Claudia.

-Es así, tu amiga se casa. - le dije en voz baja, mientras me servía en el plato una generosa cucharada de arroz Venus.

Ella dio una mirada veloz a nuestro alrededor y luego, me ordenó: - Ven, sígueme. -

Fuimos a una habitación adyacente. Cerró la puerta para evitar que los curiosos de la sala nos siguieran.

-Ale, a mí puedes decírmelo: ¿por qué? -

- ¿Por qué, qué cosa? ¿Qué debería decirte? -

-Está bien, hablo yo. Pero te ruego, no me interrumpas. - continuó Claudia con los ojos brillosos- Entiendo cómo te has sentido, entiendo que estuviste muy mal, entiendo que decidiste abandonar a todos y partir para siempre, entiendo todo… pero un maldito mensaje, una carta, un email, una paloma mensajera… en todos estos meses, has tenido tiempo de mandarlo, ¡demonios! No sabíamos dónde estabas, cómo estabas, qué hacías... Ric ha incluso hurgado en el correo de tus padres para descubrir la dirección a la que enviarte la invitación…

- ¿Pero, por qué? ¿Ella lo hizo? Antes de tomar ese avión, esperé durante días su llamada, un gesto, un simple “disculpa” … y, como un maldito, ¡la hubiera perdonado! ¡Hubiera aceptado ser un cornudo, de todas formas, la amaba! Pero evidentemente la realidad era otra Claudia: tu amiga, por el contrario, JAMÁS me amó.

-Alejandro, ¡¿qué demonios estás diciendo?! Mira que Angélica me hizo leer el mensaje que ese lunes te había enviado: “No te vayas, te lo ruego. Te necesito”. Y tú, con tu orgullo de mierda de siempre, te ha importado un carajo… o quizás ni siquiera lo has leído. Ni siquiera te dignaste a responderle. No lo sé... hubiera incluso bastado: “No me rompas las pelotas. ¡V-E-T-E-A-C-A-G-A-R!”. Lo que quisieras, no lo sé… pero el silencio ensordecedor… no, no es propio de ti. ¿Recuerdas cuando de niños nos contábamos nuestros secretos más insignificantes bajo nuestro gran árbol? Me prometiste: “Nosotros nos diremos siempre todo. Siempre”. ¿Qué demonios ha sucedido contigo, Ale? Si tu madre no me lo hubiera jurado tantas veces, yo estaba convencida que te había ocurrido algo irreparable… ¿Qué se yo…? Que, en un momento de tristeza, hubieras podido…

-¿Pero qué dices? Qué estás…-

-Estoy diciendo que te has comportado como una mierda, Ale. Estoy diciendo eso, mira- gritó más fuerte Claudia, empujándome sobre un montón de fotocopias de cartas sostenidas por una banda elástica- Te ha escrito una cada mes, durante un año. Sobre ese idiota de Federico, que está allí pavoneándose como un macaco en celo, no le importa nada, NUNCA le importó NADA. Si se está casando con él, es sólo porque ya no cree en el amor, para castigarse, porque se siente culpable de haberte dejado ir. –

Esas cartas que me había arrojado a la cara eran de verdad. La letra era la de Angélica, así como era correcta la dirección a la que habían sido enviadas… pero también era verdad que, en todos esos meses, yo no había recibido absolutamente nada. Incluso los mensajes y las llamadas en su celular eran probablemente reales, pero de todas formas, tenía una explicación más sencilla, ya que había perdido mi penúltimo celular en el aeropuerto. Obviamente, nadie excepto mi madre, podía saberlo. Y a ella sólo le había dado el número de la oficina, haciéndole prometer solemnemente no darlo a nadie.

-Claudia, escucha: Angélica me traicionó. Y eso es un hecho. Es EL hecho. El resto, lo ignoro completamente. No sé nada. -

-Pero ¿cómo que no sabes nada? -

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?