Científico y creyente

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editorialedicionesuc@uc.cl

www.ediciones.uc.cl

Científico y creyente

Dominique Lambert y Valérie Paul-Boncour

© Inscripción Nº 268.995

Derechos reservados

Agosto 2016

ISBN Edición Impresa: 978-956-14-1957-5

ISBN Edición Digital: 978-956-14-2567-5

Diseño: Francisca Galilea

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Lambert, Dominique, 1960-.

Científico y creyente / Dominique Lambert y Valérie Paul-Boncour; prólogo de Card. Gianfranco Ravasi; traducción de Melchor Sánchez de Toca.

1. Religión y ciencia.

I. t.

II. Paul-Boncour, Valérie.

2016 215 + DDC23 RCAA2


Prefacio

«El científico no es el hombre que proporciona las verdaderas respuestas; es, en cambio, el que plantea las verdaderas preguntas». Podríamos hacer nuestro este axioma citado a menudo, que Claude Lévi-Strauss había engastado en su célebre ensayo de 1964 Lo crudo y lo cocido, proyectándolo en una dirección diferente. Las preguntas, en efecto, no solo son las que se hallan en la raíz del progreso de la ciencia («el punto interrogativo es sin duda la clave de todas las ciencias», escribía ya en 1831 Honoré de Balzac en su novela La piel de zapa); las más lacerantes y radicales pertenecen al ámbito de la existencia y de la espiritualidad. Y el científico, antes que estudioso, es persona, es hombre o mujer, que se enamora proyecta, espera, crea y cree. Sí, el científico puede ser un creyente, y su fe lo acompaña cuando fija su mirada en el microscopio o la concentra en el telescopio, o cuando evalúa los resultados de un experimento.

Naturalmente, el protocolo de la investigación científica es diferente respecto al de la teología y responde a preguntas diferentes. La distinción de los dos niveles, a partir del famoso Rocks of Ages (1999) de Stephen J. Gould, que reconocía la existencia de «magisterios no superponibles» (el conocido acrónimo noma, Non Overlapping Magisteria), está hoy lo suficientemente afirmada como para que fundamentalistas de signo opuesto, siempre al acecho, puedan ponerla en duda o en crisis. Y es que la distinción rigurosa de perspectivas no excluye el diálogo ni la interacción en algunas encrucijadas, como ha demostrado por su parte la reconstrucción histórica de Ian Barbour en su Religion in an Age of Science (1990). Pero hay algo preliminar e insustituible. El científico y la persona coexisten en la unicidad de la conciencia y de la experiencia: el mismo estudioso que trabaja en su laboratorio puede ser, al mismo tiempo, uno que cree.

Es aquí donde se inserta el texto que ahora tenemos entre las manos. El desafío que propone no es declinar una vez más el paradigma de las relaciones epistemológicas entre ciencia y fe, ámbito ya suficientemente recorrido, y aun manido, como decíamos antes. Es, en cambio, diseñar una especie de gramática de la espiritualidad del científico creyente (y por ciencia aquí se remite en particular a las ciencias naturales). En cierto sentido es lo que Jean Guitton ya había esbozado a nivel general en su breve pero sugerente libro Trabajo intelectual (1951). Y siglos antes Tomás de Aquino había dedicado uno de sus opúsculos precisamente a un discípulo, fray Juan, «para adquirir el tesoro de la ciencia».

Es interesante hojear aquellas páginas antiguas para descubrir cómo se entrelazan el rigor de la investigación científica con la ascesis personal del alma: «No te lances de pronto al mar, sino que acércate por los riachuelos, porque a lo difícil se ha de llegar por lo fácil…. guarda en la memoria todo lo bueno que oigas, sin reparar en quién lo dijo; trata de entender cuanto leas y oigas; cuando tengas alguna duda, aclárala; acumula cuantos conocimientos puedas en el arca de tu mente,… no busques lo que sea superior a tus fuerzas…», y así sucesivamente. Pero sobre todo ello se cierne el Espíritu de Dios, que es también «Espíritu de sabiduría y de inteligencia». Sobre este surco trazado, aunque dirigido a un público más limitado, se han encaminado los dos autores del volumen que presentamos ahora, un verdadero vademécum o breviario, construido, como sugiere ya el título, como una cartografía de «pistas de reflexión para los cristianos que trabajan en el ámbito científico».

El primero de ellos es el profesor Dominique Lambert, dotado de una doble ciudadanía cultural —posee un doctorado en física y en filosofía—, profesor en la Facultad de Notre-Dame de la Paix de Namur, consultor del Consejo Pontificio de la Cultura y miembro del Comité Científico de la Fundación STOQ. Con él ha trabajado otra estudiosa, también con doble preparación, doctora en física e investigadora del Instituto de Química y Materiales de la Universidad de París-Este, y laica consagrada de la Comunidad del Emmanuel. A su experiencia han encomendado —con el impulso y el apoyo del dicasterio vaticano de la cultura— la tarea de delinear algunas orientaciones para vivir una auténtica experiencia de búsqueda religiosa por parte de quienes participan en una experiencia, igualmente auténtica, de investigación científica.

Como trasfondo se halla el diálogo, necesario y complejo, entre la ciencia y la fe, que ha implicado a menudo al mismo Magisterio Pontificio (baste citar como ejemplo la carta dirigida por Juan Pablo II el 2 de junio de 1988 al director del Observatorio Vaticano con motivo del iii Centenario de la publicación de los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Newton). Pero el horizonte de estas páginas va más allá de esta región primaria, a menudo accidentada (pensemos en las cuestiones de bioética). Ellas se preguntan y responden sobre el tema de la existencia «de un modo específico de vivir y de mantener una intensa vida de fe en los laboratorios científicos, en los centros de investigación públicos o privados, o en la enseñanza universitaria». Según nuestros autores, cuatro son los puntos cardinales ideales que guían al científico creyente.

Ante todo, está la referencia, subrayada en el texto de Tomás de Aquino antes mencionado, al estudio austero, severo, escrupuloso: en una palabra, al esfuerzo intelectual coherente en la búsqueda de la verdad. Es natural que este eje presuponga, por una parte, un compromiso consciente de inteligibilidad de la fe, así como conocer y practicar un estatuto epistemológico riguroso; pero, por otra, implica también la adopción de las conquistas de la ciencia para completar la formación humana y cultural. Un segundo punto cardinal es el de la vida en la comunidad científica que tiene su identidad específica, con base en reglas y valores compartidos y elaborados en el análisis de la realidad. En ella, el cristiano entra con su identidad específica y con su bagaje personal de cualidades, de concepciones de visiones e interpretaciones del «fundamento» del ser y del existir.

El tercer punto de referencia es, obviamente, la espiritualidad orante, que hay que cultivar e integrar como una filigrana que sostiene la sucesión de los días y las obras, el trabajo en el laboratorio o en la cátedra, la vida personal, familiar y social. La oración, la reflexión, la contemplación son como manantiales que fecundan el terreno de la experiencia global de la persona que es creyente y científico a la vez. El último pilar es el testimonio de vida en la verdad y en la caridad. Este último reviste, al final, una particular luminosidad, porque puede transformarse en un signo para los colegas que no practican una religión, pero que buscan el significado radical y supremo de la vida y del mundo.

El libro, despojado de toda retórica espiritualista, ajeno a polémicas o exaltaciones apologéticas, escrito en un lenguaje simple y sobrio, en cierto sentido impregnado del que se usa en la comunidad científica, sin énfasis pero cálido en su tonalidad, se transforma en un retrato del científico creyente. Es una guía puesta en manos de quienes trabajan con pasión en el mundo fascinante de la investigación científica y son, al mismo tiempo, conscientes de estar inmersos en una transcendencia luminosa e implicados en un diálogo ulterior con lo divino. Es, así, sugestivo concluir con las palabras de las memorias de uno de los padres de la ciencia moderna, Isaac Newton, gran científico y creyente convencido: «no sé qué imagen tenga el mundo de mí mismo. Yo me veo como un niño que juega a la orilla del mar y que de tanto en tanto se divierte descubriendo una piedra más lisa o una caracola más linda de lo normal, mientras se extiende ante mí, inexplorado, el inmenso océano de la vida».

Cardenal Gianfranco Ravasi

Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura

Índice

Introducción

1. Estudiar

La búsqueda de la verdad en la humildad

¿Cómo situar adecuadamente la ciencia en relación con la fe?

 

La necesidad de una formación teológica sólida a la altura de las competencias científicas

La ética de la ciencia: la contribución del científico católico

Un precioso testimonio de la Iglesia: la Academia Pontificia de las Ciencias

2. Vivir juntos

La comunidad científica y el servicio al hombre

La ciencia como punto de partida de un diálogo que supera todas las barreras y como factor de unidad entre los hombres

¿Cómo situarse ante las críticas y la oposición a la fe y a la Iglesia?

La posición del Magisterio de la Iglesia frente a la investigación científica y la responsabilidad específica del investigador católico

Guardar la esperanza en el sufrimiento y el fracaso

3. Orar

La adoración en el corazón de las ciencias

La investigación científica como fuente de maravilla que lleva a la alabanza

La ofrenda del trabajo científico en la Eucaristía

La intercesión del profesor por sus estudiantes, del investigador por sus colegas

La oración: del oratorio al laboratorio

Oración, estupor, esperanza: el ejemplo de algunos científicos de nuestro tiempo

4. Dar testimonio

La evangelización de la cultura

El modo del testimonio del profesor o investigador cristiano

Un ejemplo de testimonio: Mons. Georges Lemaître, amigo de Einstein, padre del Big Bang

El testimonio de la vida

El testimonio de la palabra a tiempo y a destiempo

El testimonio de la humanización de las relaciones y del compromiso ético

Conclusión

Introducción

Las líneas que siguen se dirigen específicamente a aquellos católicos que, más o menos directamente, se ocupan de ciencias experimentales, formales (lógica, matemática, informática…) o aplicadas (ingeniería, ciencias biomédicas…). Existen ya numerosas publicaciones que tratan acerca de los problemas de las relaciones entre la ciencia y la fe, destinados al gran público o a los teólogos. Sin embargo, hay muchos menos escritos que se dirijan directamente a los católicos que trabajan en laboratorios científicos o que enseñan ciencias en las universidades, en las grandes escuelas o en la enseñanza secundaria. Este público se enfrenta a problemas peculiares, importantes, que es necesario traer a la luz y para los cuales es necesario pergeñar al menos un esbozo de solución. Hay, naturalmente, problemas comunes a toda vida activa: por ejemplo, cómo mantener una vida de oración en medio del vértigo de la actividad profesional desbordante y en un mundo que no tiene relación con la Iglesia o con una fe religiosa. Pero hay también problemas más específicos ligados a la manera de gestionar orientaciones de investigación que sean compatibles con la enseñanza moral de la Iglesia, o con el modo de testimoniar y de ser coherentes con la propia fe en ambientes que relegan a la esfera puramente privada toda cuestión religiosa. Y están también todas las dificultades intelectuales que pueden surgir cuando se trata de establecer la articulación entre la visión teológica acerca del hombre o la naturaleza y la que nos proporcionan los científicos, algunas veces sutilmente mezclada con presupuestos filosóficos que se revelan incompatibles con una teología de la creación o con una antropología cristiana.

Las páginas que siguen se dirigen a un público que toma las ciencias naturales en serio. No se trata aquí de hacer la menor concesión a posiciones que pretenden deformar o aprovechar las ciencias por razones religiosas. Una verdad científica, adquirida honesta y seriamente, no puede sino ser aceptada humildemente. Nos ubicamos, pues, en una oposición neta a cualquier veleidad de tipo «creacionista» o «neoconcordista». Pero nuestra intención es, además, tener totalmente en cuenta la enseñanza de la Iglesia y el contenido de la fe católica. Y es precisamente a quienes se esfuerzan por tomar en serio la ciencia y la fe católica a quienes se dirige este libro, basándose con optimismo en el principio según el cual no puede haber verdadera disensión entre la fe y la razón. No se hallará pues, en estas páginas, un regreso a una «ciencia católica» (que ni existe ni puede existir), ni la voluntad de transformar la ciencia en una espiritualidad, ni tampoco un intento de mostrar que la ciencia de hoy está más cerca de lo espiritual que la de ayer (pues no lo está). La ciencia es la que es, tanto para un católico como para un no católico. Sin embargo, en cuanto a las preguntas acerca del sentido y de los valores que plantean las actividades y los contenidos científicos (y que las ciencias, en cuanto tales, no pueden resolver), el católico no podrá evitar hacer intervenir las luces de la revelación y las enseñanzas del Magisterio sobre la creación y sobre el hombre que busca la pertinencia universal de tales cuestiones y las pone de manifiesto. Si bien es cierto que no hay una biología católica, pongamos por caso, no es menos cierto que el católico no podrá permanecer indiferente, en nombre de la antropología cristiana, a la cuestión de la manipulación de embriones humanos que tuviera lugar en su laboratorio. Si bien es claro que no hay una neurofisiología cristiana, no se sigue de ahí que el católico no pueda contestar la pertinencia de una filosofía que buscaría reducir totalmente la conciencia moral a simples cuestiones de neuronas y de química… Este libro desearía ayudar a los católicos que, respetando los diferentes niveles de discurso y de actividades, desean respetar también plenamente su vida espiritual y el contenido de su fe en el contexto de sus investigaciones o de sus enseñanzas científicas1.

Pero, ¿se puede ser científico y creyente, ejercer las ciencias y creer, como creyente? La historia pasada y reciente ofrece numerosos ejemplos que nos permiten responder afirmativamente. Baste pensar en Copérnico, Gregor Mendel, Pierre Teilhard de Chardin, el Abate Breuil o Georges Lemaître o, más cercanos a nosotros todavía, Jérôme Lejeune, Enrico Medi o Xavier Le Pichon y podremos darnos cuenta de que, en efecto, la ciencia, lejos de ser un obstáculo para una vida de fe profunda, puede revelarse como un estímulo poderoso. Sin embargo, estos ejemplos vivientes muestran que el lazo entre la ciencia y la fe no siempre es fácil de mantener y de vivir en la vida cotidiana.

La cuestión que nos va a ocupar a lo largo de estas páginas es saber cómo vivir concretamente y cómo practicar efectivamente la ciencia siendo creyentes. Para ser más directos, el problema que desearíamos plantear es saber si existe una manera específica de vivir y de mantener de manera precisa una vida de fe intensa en los laboratorios, en los centros de investigación públicos o privados, o en la enseñanza superior, universitaria o no. Al mismo tiempo, nos gustaría abordar las dificultades particulares que pueden surgir en esos ambientes por el hecho mismo de un compromiso vivo y profundo de fe.

Elaboraremos nuestra reflexión siguiendo cuatro ejes principales. En primer lugar, afrontaremos el tema del estudio. Practicar concretamente las ciencias significa entrar en una perspectiva de estudio. Pero el creyente que trata de decir y decirse su fe de una manera inteligible, tiene que afrontar una profundización, un estudio de la Palabra de Dios y de la doctrina. Cuando el creyente quiere pensar realmente un diálogo entre los estudios científicos y los que tratan de dar razón de la fe surgen ciertas dificultades. Tendremos que abordar aquí una de las facetas del célebre problema de las relaciones entre las ciencias y la teología, proponiendo un acercamiento a ellas que quiere ser respetuoso tanto con los contenidos científicos como con los de la doctrina católica. En efecto, veremos que el tipo de relación «ciencia-fe» depende estrechamente del contenido de la teología de la creación. A partir de ahí, es importante ser prudente, pues elegir un modelo específico de relación entre ciencias y fe puede revelarse completamente incoherente con las exigencias de tal teología. Esperamos poder mostrar, por ejemplo, por qué los tipos de relación «ciencia-fe» llamados «concordismo» o «discordismo» no son satisfactorios desde el punto de vista de una teología católica de la creación. Vivir la ciencia como creyente es, por tanto, integrar progresivamente un tipo de relación «ciencia-fe» determinada. Esto explica por qué nos dedicaremos a este tipo de problema en las páginas que siguen.

El segundo eje de reflexión que nos guiará es el de la vida en la comunidad científica. La ciencia es también, de forma concreta, una cuestión de relaciones entre personas y un fenómeno social. Al crear comunidades, la ciencia es un factor real de unidad entre los hombres que no deja de interpelar al creyente. Creando un lenguaje y unas estructuras que permiten el acercamiento, por encima de las divisiones, de personas de todas las lenguas, religiones y nacionalidades, la ciencia edifica un mundo que posee un profundo valor teológico. Por su parte, la fe del científico puede ser un factor real de humanización y de constante atención al respeto por lo humano en su ambiente. Naturalmente, nos las tendremos que ver con la dificultad, señalada con frecuencia, de que una fe particular podría ser un factor de división o de diferencia entre los hombres. Diremos por qué no es así y cómo una fe profundamente vivida puede ser el fermento de una unidad sólida entre las personas y en particular entre quienes practican la ciencia.

El tercer eje que sirve de orientación a nuestra reflexión es el de la vida de oración. Trataremos de mostrar que, para el creyente, la ciencia puede convertirse progresivamente en un lugar de auténtica alabanza, de asombro y de acción de gracias. Al contrario, lejos de ser un obstáculo para la fe y gracias a las maravillas que descubre la ciencia, puede convertirse en un trampolín espiritual. La fe y la vida de oración pueden contribuir, por su parte, a sostener el esfuerzo y el entusiasmo necesario en toda investigación, con un sano optimismo nacido de la confianza en la inteligibilidad profunda de un mundo empapado del Logos divino. La fe es también el lugar de la ofrenda por la que el mundo construido y descubierto por los científicos regresa al Creador, como en una «Misa en el Mundo». En este contexto, no podremos olvidar las dificultades que el científico, como todo creyente, halla en una vida activa, en la que la atención concentrada en lo inmanente puede hacer olvidar pronto la trascendencia. ¿Cómo conservar una atmósfera de oración y la atención a Dios en la vida de investigador o de profesor? ¿Cómo rezar cuando se pasa más tiempo en el laboratorio que en el oratorio? Estas cuestiones no son simples, pero son cruciales en la vida de los creyentes implicados en actividades científicas.

Terminaremos siguiendo el eje del testimonio. El punto central aquí será afrontar la manera en que un científico puede, en su medio de trabajo, dar testimonio de su fe y dar razón de ella cuando se le pregunte. La cuestión es espinosa, pues, por definición, el ambiente científico se coloca a priori y metodológicamente fuera de toda alusión a cualquier proclamación de fe. Pero esta no pasa necesariamente por la mediación de una palabra o de una argumentación. Puede realizarse a través de una simple presencia, de una simple actitud de apertura o de atención al otro en sus gozos y en sus tristezas. No evitaremos tampoco las dificultades que pueden encontrarse los científicos creyentes cuando se ven ante las críticas de sus colegas o estudiantes acerca de la Iglesia y su doctrina. Esta situación se vuelve particularmente dolorosa en ciertos ambientes médicos, por ejemplo, donde las prácticas y las discusiones rechazan explícitamente las enseñanzas del Magisterio, con las mejores intenciones del mundo.

 

El creyente tiene que dar razón de su fe, de su pertenencia a la Iglesia y a sus enseñanzas, sin entrar en polémicas estériles y sin utilizar pseudoargumentos inevitablemente defectuosos, que lo desacreditarían. ¿Pero es esto pensable, realizable? Es lo que tendremos que analizar a continuación.

Este pequeño libro se debe a la experiencia sobre el terreno de sus autores, investigadores y profesores en instituciones científicas. Al seleccionar algunas dificultades con las que ellos mismos se han ido encontrando y proponer, modestamente, algunas soluciones, no pretenden sino ayudar a aquellos creyentes que se hallan inmersos en la investigación o la docencia de las ciencias, con el mayor respeto hacia quienes no comparten con ellos el gozo de creer.