Corazón: Diario de un niño

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Corazón: Diario de un niño
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Corazón: Diario de un niño


Corazón: Diario de un niño (1886) Edmondo de Amicis

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traductor: Andrea Neruda

Edición: Enero 2021

Imagen de portada: Unsplash by Jean Soumet-Dutertre

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Octubre

2  Noviembre

3  Diciembre

4  Enero

5  Febrero

6  Marzo

7  Abril

8  Mayo

9  Junio

10  Julio

Octubre

El primer día de clase

Lunes 17.

Hoy, primer día de clase. ¡Como un sueño pasaron los tres meses de vacaciones en el campo! Mi madre me llevó esta mañana a la escuela Baretti para inscribirme en tercero elemental. Iba de mala gana porque aún recordaba el campo. Toda la calle hormigueaba de muchachos. Las dos librerías cercanas estaban llenas de padres y madres que compraban bolsones, libros y cuadernos. Delante de la escuela se agrupaba tanta gente que el portero, auxiliado por guardias municipales, tuvo la necesidad de poner orden. Próximo a la puerta, me tocaron el hombro. Era mi profesor de segundo año, siempre alegre, con su crespo cabello rubio. Me dijo:

—¿Con que, Enrique, nos separamos para siempre?

Yo lo sabía bien, pero me dieron pena esas palabras. Entramos a empujones. Señoras, señores, mujeres del pueblo, obreros, oficiales, abuelos, empleadas, todos con niños en una mano y con certificados de notas en la otra, llenaban el vestíbulo y las escaleras, produciendo un rumor que parecía la entrada de un teatro. Volví a ver con alegría aquel gran patio, con las puertas de las siete salas, por donde pasé durante tres años casi todos los días. Entre el gentío, los profesores iban y venían. Mi maestra de primero me saludó desde la puerta de su clase diciendo:

—¡Enrique, tú vas este año al piso superior. Ni siquiera te veré pasar! —y me miró con tristeza.

El director estaba rodeado por un grupo de madres molesta porque sus hijos no tenían vacantes. Me pareció que tenía la barba un poco más blanca que el año pasado.

Encontré algunos muchachos más altos, más gordos. Abajo, donde cada uno ocupaba su lugar, vi a los más pequeños, que no querían entrar en la sala, defenderse como potrillos encabritados, pero a la fuerza les obligaban a entrar a la clase, y aun así, algunos se escapaban después de estar sentados en los bancos. Otros, al ver que sus padres se alejaban, rompían a llorar, y era preciso que ellos volvieran a consolarlos, en medio de la desesperación de la profesora. Mi hermanito quedó en el curso de la maestra Delcati; yo, en el del profesor Perboni, en el segundo piso.

A las diez estábamos todos en clase. Cincuenta y cuatro en la mía y sólo quince o dieciséis eran antiguos compañeros de segundo, entre ellos Derossi, el que siempre obtenía el primer premio. ¡Qué pequeña y triste me pareció la escuela al recordar los bosques y las montañas donde pasé el verano! Hasta pensaba en mi maestro de segundo, tan bueno, tan risueño con nosotros que casi parecía un compañero más. Sentía no verlo allí, con su cabeza rubia enmarañada.

Nuestro profesor de ahora es alto, sin barba, con el cabello cano, y tiene una arruga recta sobre la frente; su voz es ronca y nos mira fijo, uno después de otro, como si leyera dentro de nosotros. Nunca ríe. Yo decía para mí: “Este es el primer día. Nueve meses por delante. ¡Cuántos trabajos, cuántas pruebas semanales, cuánta fatiga!”

Sentí la necesidad imperiosa de encontrar a mi madre a la salida, y corrí a besarle la mano. Ella me dijo:

—¡Animo, Enrique, estudiaremos juntos!

Y volví a casa contento. Pero no tengo el mismo maestro, con su bondad y su sonrisa alegre, y no me ha gustado este curso como el anterior.

Nuestro maestro

Martes 18.

Me gusta mi nuevo maestro desde esta mañana. Durante la entrada, mientras el se colocaba en su sitio, se iban asomando a la puerta de la clase, de cuando en cuando, varios de sus discípulos del año anterior para saludarle:

—Buenos días, señor; buenos días, señor Perboni. Algunos entraban, le daban la mano y salían.

Se veía que lo querían mucho y que habrían deseado seguir con él. El les respondía:

—Buenos días —y les apretaba la mano, pero no miraba a ninguno; a cada saludo permanecía serio, con su arruga en la frente, vuelto hacia la ventana, miraba el tejado de la casa vecina, y en lugar de alegrarse de aquellos saludos, parecía que le apenaban. Luego nos miraba uno después de otro, fijamente.

Empezó a dictar, paseando entre los bancos, y al ver a un chico que tenía la cara muy encarnada y con unos granitos, dejó de dictar, le tomó la mejilla y le preguntó qué tenía: le tocó la frente para ver si sentía calor. Mientras tanto, un chico se paró en el banco y empezó a hacer tonterías a su espalda. Se volvió de pronto, como si lo hubiera adivinado; el muchacho se sentó y esperó el castigo con la cabeza baja. El maestro fue hacia él, le colocó una mano sobre la cabeza y le dijo:

—No lo vuelva a hacer.

Ni una palabra más. Se dirigió a la mesa, y acabó de dictar. Cuando concluyó nos miró un instante en silencio; con voz lenta y, aunque ronca, agradable, empezó a decir:

—Escuchen: hemos de pasar juntos un año. Procuraremos pasarlo lo mejor posible. Estudien y sean buenos. Yo no tengo familia. Ustedes son mi familia. El año pasado todavía tenía a mi madre: ahora ha muerto. Me he quedado solo. No tengo en el mundo más que ustedes; no tengo otro afecto ni otro pensamiento. Deben ser mis hijos. Les quiero bien, y necesito que me quieran de igual modo. Deseo no castigar a ninguno. Demuestren que tienen corazón; nuestra escuela constituirá una familia, y ustedes serán mi consuelo y mi orgullo. No les pido promesas de palabra, porque estoy seguro que en el fondo de sus almas ya lo han prometido, y se los agradezco.

En aquel momento apareció el portero a dar la hora. Todos abandonamos los bancos, despacio y silenciosos. El muchacho que se había levantado de pie en el banco, se acercó al maestro y le dijo con voz trémula:

—¡Perdóneme usted! El maestro lo besó en la frente, y le contestó: —Está bien, anda hijo mío.

Una desgracia

Viernes 21.

Ha empezado el año con una desgracia. Al ir esta mañana a la escuela, vimos, de pronto, la calle llena de gente que se apiñaba delante del colegio. Mi padre dijo al punto:

—Una desgracia. Mal empieza el año.

Entramos con gran trabajo. El conserje estaba rodeado de padres y de muchachos, que los maestros no conseguían hacer entrar en las clases, y todos se encaminaban hacia el cuarto del director, oyéndose decir: “¡Pobre muchacho! ¡Pobre Roberto!”. Por encima de las cabezas en el fondo de la habitación llena de gente, se veían los quepis de los guardias municipales y la gran calva del señor director; después entró un caballero con sombrero de copa, y todos dijeron:

—Es el médico.

Mi padre preguntó al profesor: —¿Qué ha sucedido? —Le ha pasado la rueda por el pie —respondió. —Se ha roto el pie —dijo otro. Era un muchacho de segundo que, yendo a la escuela por la calle de Dora Grosa, vio a un niño de primero, escapado de la mano de su madre caer en medio de la acera a pocos pasos de un carro que se le echaba encima; acudió valientemente en su auxilio, lo asió y lo puso a salvo; pero no habiendo podido retirar el pie, la rueda del carro le había pasado por encima. Es hijo de un capitán de artillería.

Mientras nos contaba esto, entró, como loca, una señora en la habitación, abriéndose paso; era la madre de Roberto, a la cual habían llamado. Otra señora salió a su encuentro, y sollozando, le echó los brazos al cuello; era la madre del otro niño, del salvado. Ambas entraron en el cuarto, y se oyó un desesperado grito:

—¡Oh, Roberto mío, hijo mío!

En aquel momento se detuvo un carruaje delante de la puerta, y poco después apareció el director con el muchacho en brazos, que apoyaba la cabeza sobre el hombro de aquél, pálido y cerrados los ojos. Todos permanecieron callados; se oían los sollozos de las madres. El director se detuvo un momento, levantó más al niño para que lo viera la gente, y entonces, maestros, maestras, padres y muchachos exclamaron todos a un tiempo:

—¡Bravo, Roberto! ¡Bravo, pobre niño!

Y le enviaban saludos los maestros, y los niños que estaban allí cerca le besaban las manos y brazos. El abrió los ojos y murmuró:

—¡Mi bolsón! La madre del chiquillo salvado se lo enseñó llorando, y le dijo: —¡Te lo llevo yo, hermoso, te lo llevo yo! —y al decirlo sostenía a la madre del herido, que se cubría la cara con las manos. Salieron, acomodaron al muchacho en el carruaje, y el coche partió. Entonces, entramos silenciosos en la escuela.

 

El niño calabrés

Sábado 22.

Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Roberto, que deberá andar con muletas, entró el director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes con las cejas espesas y juntas. Toda su ropa era de color oscuro y llevaba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El director, después de haber hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba espantado. Entonces el maestro lo tomó de la mano, y dijo a la clase:

—Alégrense. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en Calabria, a muchos kilómetros de aquí. Quieran a este compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa que dio a Italia hombres ilustres, y hoy le da honrados trabajadores y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo, lleno de ingenio y de coraje; háganle ver que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie.

Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Derossi, que es el que saca siempre el primer premio. Se levantó.

—Ven aquí —añadió el maestro. Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa, enfrente del calabrés. —Como el primero de la escuela —dijo el profesor—, da el abrazo de bienvenida, en nombre de toda la clase, al nuevo compañero; el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria.

Derossi murmuró con voz conmovida: “¡Bienvenido!”, y abrazó al calabrés, éste le besó en las mejillas con fuerza. Todos aplaudieron.

—¡Silencio!... —gritó el maestro—. En la escuela no se aplaude.

Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía hallarse contento. El maestro le designó sitio y le acompañó hasta su banco. Después, repuso.

—Recuerden bien lo que les digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por eso lidió nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Se deben respetar y querer todos mutuamente cualquiera de ustedes que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente en alta la bandera tricolor.

Apenas el calabrés se sentó en su sitio los más próximos le regalaron lápices y estampas, y otro chico, desde el último banco, le mandó una estampilla de Suecia.

Mis compañeros

Martes 25.

El muchacho que envió la estampilla al calabrés es el que me gusta más de todos. Se llama Garrón, y es el mayor de la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y los hombros anchos; es bueno, se le conoce hasta cuando sonríe, y parece que piensa siempre como un hombre. Ya conozco a muchos de mis compañeros. Otro que me gusta también, se apellida Coreta, y usa un chaleco de punto de color chocolate y gorra de piel. Siempre está alegre. Es hijo de un vendedor de leña que fue soldado en la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto y que dicen, tiene tres medallas. El pequeño Nelle es un pobre jorobadito, gracioso, de rostro descolorido. Hay uno muy bien vestido, Votino, que se está siempre quitando las motas de la ropa. En el banco delante del mío hay otro muchacho al que llaman “el Albañilito”, porque su padre es albañil; de cara redonda como una manzana y de nariz roma. Tiene particular habilidad para poner el hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerillo viejo que se lo encasqueta como un pañuelo. Al lado del albañilito está Garofi, un tipo alto y delgado, con la nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que anda siempre vendiendo plumas, estampas y cajas de fósforos, y se escribe la lección en las uñas para leerla a hurtadillas. Hay después un señorito, Carlos Nobis, que parece algo orgulloso y se halla entre dos muchachos que me son simpáticos; el hijo de un forjador de hierro, metido en su chaqueta que le llega hasta las rodillas, pálido, que parece siempre asustado y que no se ríe nunca; y otro con los cabellos rojos que tiene un brazo inmóvil; su padre está en América y su madre vende hortalizas. Un tipo curioso es mi vecino de la izquierda: Estardo; pequeño y tosco, sin cuello, gruñón; no habla con nadie, y creo que entiende poco, pero no le quita el ojo al maestro, sin mover los párpados, con la frente arrugada y apretados los dientes, y si le preguntan cuando el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde, y la tercera pega un puntapié. Tiene a su lado a uno de fisonomía oscura y sucia, que se llama Franti, y que fue expulsado ya de otra escuela. Hay también dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y que llevan sombreros calabreses con plumas de faisán. Pero el mejor de todos, el que tiene más ingenio, el que también será este año el primero, con seguridad, es Derossi, y el maestro, que ya lo ha comprendido así, le pregunta siempre.

Yo quiero más a Precusa, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga, el que parece enfermo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido, cada vez que pregunta o toca a alguien, dice: “Perdón”, y mira constantemente con ojos tristes y bondadosos. Garrón, sin embargo, es el mayor y el mejor de todos.

Un rasgo generoso

Miércoles 26.

Precisamente esta mañana se ha dado a conocer Garrón. Cuando entré a la escuela —un poco tarde, porque me había detenido la maestra de primero para preguntarme a qué hora podía ir a casa y encontrarnos— el maestro no estaba allí todavía, y tres o cuatro muchachos atormentaban al pobre Crosi, el colorín del brazo malo, cuya madre es verdulera. Le pegaban con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas y le ponían motes y remedaban, imitándolo con su brazo pegado al cuerpo. El pobre estaba solo en la punta del banco, asustado, y daba compasión verlo, mirando a uno, y a otro, con ojos suplicantes para que lo dejaran en paz, pero los otros le vejaban más, y entonces él empezó a temblar y a ponerse encarnado de rabia. De pronto Franti, el de la cara sucia, saltó sobre un banco y haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos, remedó a la madre de Crosi, cuando venía a esperarlo a la puerta. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces Crosi perdió la paciencia, y tomando un tintero se lo tiró a la cabeza con toda su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar en el pecho del maestro, que entraba precisamente. Todos se fueron a su lugar y callaron atemorizados. El maestro, pálido, subió a la mesa y con voz alterada preguntó:

—¿Quién fue? Ninguno respondió. El maestro gritó otra vez, alzando aún más la voz: —¿Quién? Entonces Garrón, dándole lástima el pobre Crosi, se levantó de pronto y dijo resueltamente: —Yo he sido.

El maestro lo miró; miró a los alumnos, que estaban atónitos, y luego repuso con voz tranquila:

—No has sido tú —y después de un momento añadió—. El culpable no será castigado. ¡Que se levante!

Crosi se levantó y comenzó a llorar: —Me pegaban, me insultaban, y yo perdí la cabeza. Yo tiré... —Siéntate —interrumpió el maestro—. ¡Que se levanten los que le han provocado! Cuatro se levantaron, con la cabeza baja. —Ustedes —dijo el maestro— han insultado a un compañero que no los provoca, se han reído de un desgraciado y han golpeado a un débil que no se podía defender. Han cometido una de las acciones más vergonzosas con que se puede manchar la criatura humana... ¡Cobardes!

Dicho esto, salió por entre los bancos, tomó la cara de Garrón, que estaba con la vista en el suelo, y alzándole la cabeza y mirándole fijamente, le dijo:

—¡Tienes un alma noble!

Garrón, aprovechando la ocasión, murmuró no sé qué palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro culpables, dijo bruscamente:

—Les perdono.

Mi maestra de primero superior

Jueves 27.

Mi maestra ha cumplido su promesa: ha venido hoy a casa en el momento en que iba a salir con mi madre para llevar ropa a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído anunciada en los periódicos. Hacía ya un año que no venía a casa, así es que tuvimos todos gran alegría. Es siempre la misma, pequeña, con su velo verde en el sombrero, vestida a la buena de Dios y mal peinada, pues nunca tiene tiempo de arreglarse; pero un poco más descolorida que el año último, con algunas canas y tosiendo mucho. Mi madre le preguntó:

—¿Cómo va esa salud, querida profesora? Usted no se cuida bastante. —¡Ah! No importa —respondió con una sonrisa, alegre y melancólica a la vez. —Usted habla demasiado alto —añadió mi madre— y trabaja demasiado con los pequeños. Es verdad, siempre se está escuchando su voz. Lo recuerdo de cuando yo iba a la escuela; habla mucho para que los niños no se distraigan, y no está un momento sentada. Estaba bien seguro de que vendría, porque no se olvida jamás de sus discípulos; recuerda sus nombres por años. Los días de los exámenes mensuales corre a preguntar al director qué notas han sacado; los espera a la salida y pide que le enseñen sus composiciones para ver los progresos que han hecho. Así es que van a buscarla al colegio muchos que usan ya pantalón largo y reloj. Hoy volvía muy agitada del museo donde había llevado a sus alumnos, como todos los años, pues dedica siempre los jueves a estas excursiones, explicándoles todo. ¡Pobre maestra, qué delgada está! Pero se reanima en cuanto habla de su escuela. Ha querido que le enseñemos la cama donde me vio muy mal hace dos años, y que ahora es de mi hermano; la ha mirado un buen rato y no podía hablar de emoción.

Se ha ido pronto para visitar a un niño de su clase, hijo de un sillero, enfermo con sarampión; tenía después que corregir varias pruebas, y debía aún dar en la noche una lección particular de aritmética a cierta chica del comercio.

—Y bien, Enrique —me dijo al irse—, ¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves ya problemas difíciles y haces composiciones largas?

Me ha besado y me ha dicho desde el final de la escalera: —No me olvides, Enrique. ¡Oh, mi buena maestra, no me olvidaré de ti! Aun cuando sea mayor, siempre

te recordaré e iré a buscarte entre tus chicuelos; y cada vez que pase por la puerta de una escuela y sienta la voz de una maestra, me parecerá escuchar su voz y pensaré en los dos años que pasé en su clase, donde tantas cosas aprendí, donde tantas veces te vi enferma y cansada, pero siempre animosa, indulgente, temblorosa cuando los inspectores nos preguntaban, feliz cuando salíamos airosos, y constantemente buena y cariñosa como una madre... ¡Nunca, nunca la olvidaré, maestra querida!

En una buhardilla

Viernes 28.

Ayer tarde fui con mi madre y con mi hermana Silvia a llevar ropa a la pobre mujer recomendada por los periódicos; yo llevé el paquete y Silvia el diario, con el nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta y llegamos a un corredor largo, donde había muchas puertas. Mi madre llamó a la última; nos abrió una mujer, joven aún, rubia y macilenta, que de inmediato me pareció haberla visto ya en otra parte con el mismo pañuelo azul en la cabeza.

—¿Es usted la del periódico? —preguntó mi madre. —Sí, señora; soy yo. —Pues bien, aquí le traemos esta poca ropa blanca. La pobre mujer no acababa de darnos las gracias ni de bendecirnos. Yo mientras tanto, vi en un ángulo de la oscura y desnuda habitación, a un muchacho arrodillado delante de una silla, con la espalda vuelta hacia nosotros y que parecía estar escribiendo, y escribía efectivamente, teniendo el papel en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las componía para escribir casi a oscuras? Mientras decía esto para mis adentros, reconocí los cabellos coloridos y la chaqueta de pastor de Crosi, el hijo de la verdulera, el del brazo inválido. Se lo dije muy bajo a mi madre mientras la mujer recogía la ropa.

—¡Silencio! —replicó mi madre—. Puede ser que se avergüence al verte dar una limosna a su madre; no le llames.

Pero en aquel momento Crosi se volvió; yo no sabía qué hacer, y entonces mi madre me dio un empujón para que corriese a abrazarlo. Le abracé, y él se levantó y me tomó la mano.

 

—Aquí estamos —decía entretanto su madre a la mía—; mi marido está en América desde hace seis años, y yo, por añadidura, enferma y sin poder ir a la plaza con verdura para ganarme algunos pesos. No me ha quedado ni tan sólo la mesa para que mi pobre Luis pueda estudiar. Cuando tenía abajo el mostrador en el portal, al menos podía escribir sobre él, pero ahora me lo han quitado. Ni siquiera algo de luz para estudiar y que no pierda la vista; y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el Ayuntamiento le da libros y cuadernos. ¡Pobre Luis, que tiene tanta voluntad de estudiar!

Mi madre le dio cuanto llevaba en el bolsillo, besó al muchacho y casi lloraba cuando salimos, y tenía mucha razón para decirme:

—Mira ese chico: ¡cuántas estrecheces para trabajar, y tú que tienes tantas comodidades todavía te parece duro el estudio! ¡Oh, Enrique mío, tiene más mérito su trabajo de un día que todos tus estudios de un año! ¿A cuál de los dos le deberían dar los primeros premios?

La escuela

Viernes 28.

“Sí, querido Enrique; el estudio es duro para ti, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera. Tú eres algo terco; oye, piensa un poco y considera ¡qué despreciables y estériles serían tus días si no fueses a la escuela! Juntas las manos, de rodillas, pedirías al cabo de una semana volver a ella, consumido por el hastío y la vergüenza, cansado de tu existencia y de tus juegos. Todos, todos estudian ahora, Enrique mío. Piensa en los obreros que van a la escuela por la noche, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que van a la escuela los domingos, después de haber trabajado toda la semana; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando vienen rendidos de sus ejercicios; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en los presos, que también aprenden a leer y escribir. Pero, ¿qué más? Piensa en los innumerables niños que se puede decir que a toda horas van a la escuela en todos los países; mírales con la imaginación cómo van por las callejuelas solitarias de la aldea, por las calles de la ciudad, por las orillas de los mares y de los lagos, ya bajo un sol ardiente, ya entre las nieblas, embarcados en los países cortados por canales, a caballo por las grandes llanuras, en zuecos sobre la nieve, por valles y colinas atravesando bosques y torrentes; por los senderos solitarios de las montañas, solos, por pareja, en grupos, en largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil modos, hablando miles de lenguas; desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdida entre los hielos, hasta las últimas escuela de Arabia, a la sombra de las palmeras; millones y millones de seres que van a aprender, en mil formas diversas, las mismas cosas; imagina este vastísimo hormiguero de niños de mil pueblos, este inmenso movimiento, del cual formas parte, y piensa si este movimiento cesase, la humanidad caería en la barbarie; este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civilización humana. ¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!”

Tu padre.

El pequeño patriota paduano (cuento mensual)

Sábado 29.

No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos narrara todos los días un cuento como el de esta mañana. Todos los meses, dice, nos contará uno, nos lo dará escrito y será siempre el relato de una acción buena y verdadera, llevada a cabo por un niño. El pequeño patriota paduano se llama el de hoy. Este es:

Un navío francés partió de Barcelona, ciudad de España, para Génova, llevando a bordo franceses, italianos, españoles y suizos. Había, entre otros, un chico de once años, solo, mal vestido, que permanecía siempre aislado como un animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y tenía razón para mirar así. Hacía dos años que su padre y su madre, labradores de los alrededores de Padua, le habían vendido al jefe de cierta compañía de titiriteros, el cual, después de haberle enseñado a hacer varios juegos, a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, le había llevado a través de Francia y España, pegándole siempre y dejándolo con hambre. Llegado a Barcelona y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un estado que inspiraba lástima, se escapó de su carcelero y corrió a pedir protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, le había embarcado en aquel bajel, dándole una carta para el alcalde de Génova, que debía enviarlo a sus padres, a los padres que lo habían vendido como vil bestia. El pobre muchacho estaba lacerado y enfermo. Le habían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban, le preguntaban, pero él no respondía y parecía que odiaba a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las privaciones y los golpes! Al fin, tres viajeros, a fuerza de insistencia, consiguieron hacerlo hablar, y en pocas palabras, toscamente dichas, mezcla de español, de francés y de italiano, les contó su historia. No eran italianos aquellos tres viajeros; pero le comprendieron y parte por compasión, parte por excitación del vino, le dieron algunos pesos, instándole para que contase más. Habiendo entrado en la cámara en aquel momento algunas señoras, las tres, por darse tono, le dieron aún más dinero, gritando “Toma, toma más”. Y hacían sonar las monedas sobre la mesa. El muchacho las tomó todas dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez en su vida sonriente y cariñosa. Después se fue sobre cubierta y permaneció allí, solo, pensando en las vicisitudes de su vida. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, después de dos años en que sólo se alimentaba de pan; podría comprarse una chaqueta apenas desembarcara en Génova, después de dos años que iba vestido de andrajos, y también, llevando algo a su casa podría tener mejor acogida del padre y de la madre. Aquel dinero era para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose, asomado a la claraboya, mientras los tres viajeros conversaban sentados a la mesa en medio de la cámara de segunda clase. Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían visto, y de conversación en conversación comenzaron a hablar de Italia. Empezó uno a quejarse de sus fondas, otro de sus ferrocarriles, y después, todas juntos, animándose, hablaron mal de todo. Uno hubiera preferido viajar por la Laponia, otro decía que no había encontrado en Italia más que estafadores y bandidos; el tercero, que los empleados italianos no sabían leer. “Un pueblo ignorante”, decía el primero. “Sucio”, añadió el segundo. “La...”, exclamo el tercero y quiso decir ladrón, pero no pudo acabar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre sus cabezas y sobre el suelo con infernal ruido. Los tres se levantaron furiosos mirando hacia arriba, y aún recibieron un puñado de monedas en la cara. “Tomen su dinero”, dijo con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya: “yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria”.