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Almoneda

Aparcó el coche frente a la tienda de antigüedades. Mientras cruzaba de acera, los intermitentes parpadearon con el subsiguiente bloqueo automático de la cerradura. Empujó la puerta de acceso y se adentró en una estancia penumbrosa, atestada de muebles y objetos de todas las épocas, formas y tamaños. En la atmósfera dominaba un intenso aroma a madera noble y a betún de Judea. Bajo un aparente desorden se adivinaba la intención de colocar cada cosa en el sitio asignado, obedeciendo a razones que probablemente solo comprendiera su dueño.

–Buenas tardes… de nuevo –escuchó primero la voz del anticuario, para seguidamente verle aparecer entre las sombras de su pequeño despacho ubicado al fondo del local. Era un hombre alto, ligeramente encorvado, de mirada limpia y gesto amable.

–Buenas tardes, don Desiderio, ¿cómo está?

–Estamos, que no es poca cosa. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

–La tengo en el coche.

–No ha debido precipitarse. En ningún momento usted y yo dimos el acuerdo por concluido…

–Lo sé.

–…y permítame que le diga que no me parece correcta su forma de proceder. Estamos tratando con un material especialmente sensible.

–Tiene usted toda la razón. No era mi intención incomodarlo. La cuestión es que salgo de viaje mañana a primera hora y estaré fuera de la ciudad durante semanas, tal vez meses. Hemos conversado largamente del plan, le he hablado de usted y no ha dudado en aceptar la propuesta. Ese es el motivo por el que la he traído esta tarde.

–Le reitero lo que le comenté en nuestro último encuentro; no sé si podré hacerme cargo. Las antigüedades son mi pasión, es cierto, pero nunca he tenido ninguna tan especial como esta. No será fácil prestarle la atención y darle los cuidados que precisa.

–Por eso no se preocupe; a pesar de los años se conserva muy bien y es muy colaboradora.

–No sé, no sé, comprenda mis dudas…

–Está esperando en el coche; ella está muy ilusionada, pero es a usted a quien le corresponde decidir en última instancia.

–Bueno, confiemos en el destino; la verdad es que he de decir que cuando la conocí me ganó su dulzura.

–Qué me va usted a decir que yo no sepa.

Abandonaron la tienda y atravesaron la calzada hasta llegar al automóvil. Los intermitentes volvieron a parpadear, en esta ocasión emitiendo una especie de ladrido electrónico en inmediata obediencia a la pulsación del mando a distancia.

–Mamá. Traemos buenas noticias. Don Desiderio está de acuerdo.

La ayudaron a salir del vehículo asiéndola cada uno de un brazo para después llevarla con cuidado hasta la entrada de la tienda.

–Bueno, aquí se la dejo.

–Conmigo va a estar usted muy bien –dijo cariñosamente don Desiderio–. En este lugar todo guarda su propia historia. Estoy deseando que me cuente usted la suya.

–Me llamo María Luisa, pero me gusta que me llamen Luisa –dijo la anciana.

–No se preocupe por nada, Luisa, yo la cuidaré.

Feliz año nuevo

Nunca he creído en las casualidades.

No fue un hecho fortuito encontrarnos el día de fin de año en aquel local de jazz con aroma a vainilla: fue el destino. Tras mirarnos, nos presentamos y, en un alarde de grandiosidad, decidimos despedir juntos el año, a pesar de que era este quien nos abandonaba a nosotros para siempre. Apuramos nuestras copas y decidimos marchamos de allí, escapar del alboroto de la fiesta en busca de la ansiada intimidad. El frío nos sorprendió al salir a la calle.

El firmamento era negro.

Caminamos abrazados para mantener el equilibrio dejando las marcas de nuestras pisadas sobre la nieve, que caía incesante y espesa dominando el paisaje con su sigilosa omnipresencia. Llegamos a mi casa. Tras cruzar la verja, atravesamos el jardín por el camino empedrado que guiaba hacia la entrada. Abrí la puerta y ambos contemplamos la estancia en silencio, tomada por el resplandor aloque de las farolas que iluminaban la calzada. De camino al dormitorio, nos desnudamos con la torpeza propia del deseo apretando nuestros cuerpos entre besos y caricias.

Nos amamos.

Ella permaneció tumbada a mi lado hasta que comprobó la hora en el reloj que desgranaba su tic tac encima de la mesilla de noche. Desenlazó con brusquedad su mano de la mía y abandonó la cama de un salto. Cogió su ropa desperdigada por el suelo y se dirigió apresuradamente hacia el cuarto de baño. Entonces juré a gritos que nunca nos separaríamos y proclamé nuestra unión eterna. Fue en aquel momento cuando otra mujer, desde sus entrañas, soltó una carcajada malévola y estridente que me hizo estremecer.

Acudí en su ayuda.

La agarré del pelo y golpeé su cabeza contra el lavabo una y otra vez hasta que acabé con el monstruo que habitaba en su interior y que no paraba de chillar a través de su boca.

La salvé.

Desde entonces, todos los días de año nuevo, de madrugada, bajo al jardín y escarbo en el hielo hasta encontrarla. Nos miramos hasta que el reflejo de la luz del amanecer en la nieve hace que comiencen a llorarme los ojos.

Culpable

Casi un centenar de paisanos, entre hombres, mujeres y niños, vinieron a buscarlo a los cerros provistos de palos y azadones. Avanzaban lenta y aparentemente en silencio, dada la distancia. Aguzó la vista y junto a las siluetas de la multitud pudo distinguir algunas guadañas y una horca de heno.

Saturnino, pastor desde los seis años, permaneció sentado en el tocón que franqueaba la puerta de su cabaña. Las gotitas de agua que coronaban las briznas de hierba hacían resplandecer los prados en contraste con la lóbrega procesión de perfiles filiformes cada vez más próxima. Los recibió cabizbajo, resignado. No pidió clemencia ni apeló a la misericordia, sabedor de que en estos casos la aplicación de la ley del lugar era implacable. No ofreció resistencia, consciente de que su castigo era lo único que podía esperar por haber cometido un acto tan vil y monstruoso. Nada más llegar, sin mediar palabra, lo golpearon hasta dejarle inconsciente y, cuando despertó, fue sajado en vida para verle morir desangrado sin prestarle auxilio alguno. Luego cumplieron con el ritual de desfilar ante su cuerpo, desde el más joven hasta el más viejo, y escupir sobre lo que quedaba de él.

Varios días después, al pasar por la plaza del ayuntamiento, el olor a carne quemada permanecía en la atmósfera. Cumpliendo con la tradición, el cadáver de Saturnino había sido ahorcado e incinerado en una pira a los ojos del pueblo. Todavía podía leerse, escrito en la piedra con su propia sangre, un breve pero contundente epitafio: «Justicia».

Saturnino y Eloísa se enamoraron nada más verse. Una mañana fresca de verano, cuando ella descendía con paso alegre por la ladera del monte mientras él caminaba hacia el risco, se toparon en un recodo del camino. Tras el sobresalto inicial propio de un encuentro inesperado, sintieron una intensa atracción recíproca. Eloísa era muy joven. De cuerpo menudo y complexión robusta, tenía el pelo corto y rojizo. A Saturnino le sedujo su mirada, perdida y anhelante, conjugada con un halo de rebeldía que lo cautivó por completo. A Eloísa, a pesar de la notable diferencia de edad, la madurez serena de Saturnino, labrada a lo largo de los años vividos en compañía del cielo y las montañas, le transmitió la paz y el sosiego que solamente su voz y su presencia podían proporcionarle. La naturaleza no tardó en imponer su férrea voluntad y ambos se amaron con una pasión animal. En un mundo apartado del mundo compartieron albas y ocasos, sueños y despertares, hasta que los rumores se propagaron entre la gente del pueblo con la misma rapidez con la que las llamas se extienden por los zarzales.

Instantes antes de ser ejecutado, a la mente de Saturnino acudió el recuerdo de aquella tarde en la que se bañaron desnudos en la poza del río para después secar sus cuerpos bajo el sol, tras lo cual él la perfumó frotando su espalda con tomillo y flores de lavanda. Pero había llegado su hora: Saturnino había mantenido relaciones con una cabra menor de edad.

Diagnóstico final

Lucía ojeó sin interés una revista de decoración y la volvió a dejar en la mesita baja de la sala de espera, en perfecta simetría con las demás, asegurándose de no descolocar el montoncito que formaban. De nuevo observó la pintura abstracta que se expresaba desde la pared de enfrente y una vez más trató, no ya de entenderla, sino de averiguar qué era aquello que debería de comprender. La silueta del doctor San Pietro se perfiló tras el cristal biselado de la puerta antes de que él la abriera y le invitara a acompañarlo a su despacho.

–Buenas tardes. ¿Qué tal se encuentra hoy?

–Bien –contestó ella, poniéndose de pie con una rapidez innecesaria. Mientras atravesaban el distribuidor del piso que hacía las veces de consulta, el doctor San Pietro carraspeó como si de un ensayo de sonido previo al comienzo de la terapia se tratara.

–Siéntese, por favor. ¿Un vaso de agua?

–No, muchas gracias –contestó Lucía, sin poder evitar fijarse de nuevo en aquellas manos con la manicura impecable.

–Bien, como usted ya sabe, la semana que viene completaremos dos años de tratamiento y creo que, tal y como le he ido anunciando, debemos comenzar a pensar en ir disminuyendo de forma gradual las sesiones, en espaciar su periodicidad… –dijo el doctor con la corrección y la prudencia que le caracterizaban.

–Pero sigo sin encontrarme bien del todo, bueno, salvo cuando estoy aquí, con usted…

–No entienda mi sugerencia como una ruptura; no lo es.

–Discúlpeme, pero es, cuanto menos, el aviso de una futura ruptura...

 

–En absoluto; usted no abandonaría su tratamiento, no se trata de eso.

–¿Entonces que es lo que sugiere? Porque no lo entiendo. Le ruego que me diga las cosas claras, es lo único que pido. Gracias a usted he aprendido a identificar aquellas situaciones que me perjudican, a pensar antes de actuar y a intentar no controlarlo todo.

–No olvide que es usted quien ha desarrollado esas habilidades…

–Es cierto, aunque sin su ayuda nunca lo hubiera logrado. Incluso he conseguido más o menos manejar los estados de incertidumbre emocional, pero con este tema no me veo capaz.

–Verá. Simplemente considero que resultaría contrario al código deontológico y a mi ética personal continuar con el proceso terapéutico cuando, si bien su personalidad presenta rasgos obsesivoides, después de todo este tiempo no podría diagnosticarle ninguna psicopatología o trastorno mental a partir del cual seguir trabajando en su caso.

–No es lo mismo no tener un diagnóstico claro que no tener problemas. Mi malestar cotidiano es un claro síntoma de que algo me pasa… Fuera de esta habitación me encuentro mal, doctor.

–Seré sincero con usted. Sé lo que le ocurre; la cuestión es que mi… dictamen, por llamarlo de alguna manera, no se ajusta a ninguno de los tipos que figuran ni en el DSM ni en el CIE.

–Disculpe mi ignorancia, pero en estos momentos no sé de qué me está hablando.

–Discúlpeme usted a mí. Trataré de explicarme con mayor claridad. A día de hoy no sabría emitir una opinión que encajara, aunque fuera lejanamente, en ninguna de las psicopatologías que aparecen en los sistemas clasificatorios que empleamos comúnmente en psiquiatría.

–Perdón, pero sigo sin entenderle.

–Lucía –era la primera vez que el doctor pronunciaba su nombre desde que lo verbalizara el primer día que acudió a la consulta, cuando rellenó su ficha. Como entonces, sonó bonito en su voz y ella no pudo evitar sonrojarse al escucharlo, concentrando la mirada en el portaplumas dorado que había sobre la mesa del escritorio–, en usted observo una sintomatología, un malestar cotidiano evidente, como ha expresado hace un momento, pero no puedo afirmar la existencia de un trastorno de ansiedad, ni de control de los impulsos, ni del comportamiento y de las emociones, que haya comenzado de forma habitual en la infancia o en la adolescencia. Tampoco detecto ni siquiera un estado depresivo latente, por leve que sea, y menos aún trastornos de la personalidad especialmente relevantes.

–Entonces, ¿qué es lo que me ocurre?

–Tengo una teoría; bueno, es más bien un sentir al respecto, porque me temo que excede del ámbito estrictamente profesional.

–Por favor, compártalo conmigo, me ayudaría muchísimo.

–Bien, creo que ha llegado el momento de profundizar en nuestra relación.

–¿Qué quiere que hagamos?

–Revisando las notas obtenidas de todas las sesiones celebradas hasta la fecha, he llegado a una conclusión: lo que creo que le ocurre es que, en sus diferentes ámbitos relacionales, el familiar, el laboral, el social… está rodeada de estúpidos… A mí también me pasa. A ninguno de los dos nos gusta estar con gente. Yo también me siento así, salvo…

–¿Salvo cuándo?

–Salvo cuando estoy a su lado.

–A mí me pasa exactamente lo mismo… –contestó Lucía, volviendo a refugiar su rubor en el portaplumas, en esta ocasión concretamente en su base de metacrilato–. Y en estos casos, ¿qué es lo que debe hacerse?

–Nunca me había ocurrido esto antes; también es algo nuevo para mí, por lo que comenzaré por invitarla a cenar esta misma noche. ¿Le gusta la comida hindú?

–No lo sé, nunca la he probado.

–Pues hoy es el día indicado para hacer algo distinto. ¿Ha oído alguna vez hablar de transferencias y contratransferencias entre paciente y terapeuta?

–¿No me irá a cobrar por ir a cenar juntos? Además, usted siempre me pide que pague en efectivo...

–No mujer, claro que no; esta noche todo corre por mi cuenta y, por favor, tuteémonos.

La habitación de Narciso

Cuando nació era un bebé de una hermosura extraordinaria, distinto de los demás. No lucía el típico color amoratado causado por el esfuerzo de atravesar el canal del parto, ni estaba cubierto de esa sustancia grasienta y blanquecina con la que la naturaleza protege a los nasciturus mientras permanecen en el claustro materno. Ni siquiera estaba manchado de sangre, ni llevaba adheridos restos placentarios, como ocurre normalmente. Su piel estaba limpia, tersa y de un rosado resplandeciente. También la boca, la nariz, las orejas, eran de unas proporciones perfectas, al igual que unos impresionantes ojos almendrados de una tonalidad azul verdosa difícil de definir. A esto hay que añadir lo ordenado de sus cabellos, con una perfecta raya a un lado y un impecable peinado pompadour, impropio de un recién nacido. Tanto la matrona como el ginecólogo, así como el resto del equipo médico, quedaron prendados de él nada más verlo. Su primer llanto no se produjo tras la nalgada de rigor, sino cuando una de las enfermeras lo cogió en brazos y lo aproximó a su boca estirando los labios para besarlo en la frente, gesto de bienvenida que fue truncado por un violento manotazo en el ojo de la sanitaria, seguido de una explosión de ira, sucesión de reacciones que la llevó a depositarlo sin dilación sobre el pecho de la madre con el fin de tranquilizarlo. Dada su extraordinaria belleza, así como el hecho de haber nacido un veintinueve de octubre, día de san Narciso, decidieron ponerle el nombre del santoral.

En la cuna mostraba una obsesiva curiosidad por el descubrimiento de sus extremidades, hasta el punto de no responder a la llamada de sonajeros, peluches y una amplia colección de artefactos saturados de luces multicolores que emitían todo tipo de sonidos y estridencias sin captar ni un ápice de su atención. La visita al pediatra no se hizo esperar. Se descartó la existencia de anomalías de carácter auditivo y, después de la pertinente evaluación psicológica perinatal, de cualquier trastorno del espectro autista.

De niño, su interés escapaba de juguetes, cómics y dibujos animados, acaparado por la observación y la palpación del cuerpo, labor en la que empleaba todo el tiempo que no permanecía durmiendo abrazado a un retrato suyo. En el colegio pasaba los recreos ausente de todo y de todos, mientras contemplaba su reflejo en el cristal de la ventana del aula. A su vez mostraba un rechazo frontal a cualquier actividad que se desarrollara en equipo; en definitiva, a cualquier acción que trascendiera el ámbito estrictamente individual. Los compañeros de clase decoraban sus carpetas con imágenes de ídolos deportivos o musicales. Todos menos él, que forró la suya con una fotografía ampliada de su rostro, junto a la cual había dibujado un corazón coloreado de rojo brillante, atravesado por una flecha bajo el que figuraba escrita en grandes letras: I LOVE YO.

Sus padres no se relacionaban con él más allá del indispensable contacto derivado del desempeño del rol de meros proveedores de alimentos, ropa y utensilios de papelería e higiene personal, ya que no toleraba ningún tipo de acercamiento y, menos aún, cualquier manifestación de cariño, ni físico ni verbal. Quedaban solamente un par de días para su cumpleaños y le preguntaron por el regalo que le gustaría recibir por su décimo aniversario, a lo que Narciso respondió que deseaba una grabadora reproductora con auriculares. Y ese fue el presente que recibió durante una celebración en la que, solo en su habitación, sopló las velas y cantó para sí el cumpleaños feliz, introduciendo una pequeña modificación en la letra; el típico «...te deseeeeamos tooodos», fue sustituido por un «...me deseeeeo yooo sooolo...», mientras procedía a la apertura del paquete con ansioso entusiasmo. Pues bien, desde esa misma noche, instantes antes de caer dormido presionaba el botón de Rec para volver a pulsarlo de nuevo nada más despertarse una vez finalizada la grabación. A continuación, se colocaba los cascos y procedía a escuchar con absoluta concentración el sonido de su respiración y los ruidos emitidos por su cuerpo, así como los derivados del roce de este contra las sábanas a lo largo de la madrugada. La misma operación se repetía cuando echaba la siesta o si percibía que iba a dar una cabezada, por corta que fuera. No hacerlo supondría perderse gran parte de su vida y no estaba dispuesto a que la satisfacción de la necesidad del descanso conllevara el no disfrute de prácticamente un tercio de su existencia. En una de sus escuchas matinales, Narciso detectó el sonido de una ventosidad que se le había escapado mientras dormía. Rebobinó y la volvió a oír en innumerables ocasiones, al parecerle el sonido más hermoso y melódico que jamás había percibido.

Una mañana, Narciso despertó recordando haber tenido un sueño maravilloso. Iba caminando por la ciudad. Buscaba una tienda de telefonía que se encontraba en la calle Narciso número uno. Tras leer su nombre en la correspondiente placa, empujaba la puerta del establecimiento y al otro lado del mostrador le atendía él mismo vestido de dependiente. Su otro ego le entregaba un teléfono y le susurraba un código secreto que coincidía con su fecha de nacimiento. Conectaba el terminal, lo introducía y se llamaba a sí mismo por teléfono. Para su sorpresa, la señal no daba comunicando, sino que, tras un par de tonos de espera, al otro lado de la línea se contestaba él mismo, con quien podría hablar largo y tendido gracias a una tarifa gratuita cuyo nombre comercial era FM-FM (From Me For Myself). La experiencia resultaba sublime, ya que ambos «yoes» no paraban de halagarse recíprocamente sin límite de tiempo.

En una ocasión, sus padres se acercaron –no demasiado– a él y le dijeron: «Te queremos, hijo», a lo que les respondió: «Solo me amo yo, y ahora, alejaos; deseo estar conmigo». Pero antes de que cerraran la puerta de su cuarto, les reclamó con un sonoro chistido y mantuvieron la siguiente conversación.

–Por cierto, ¿a dónde vais tan elegantes?

–Vamos a misa, hijo, como todos los domingos.

–¿Cómo?, ¿a misa?, ¿para adorar a Dios?

–Claro, hijo. ¿A quién si no?

–¡Al único, escuchadme, al único al que debéis reverenciar e idolatrar es a mí! ¡Yo soy lo primero y lo último! ¡No quiero ver ni un crucifijo, ni una imagen religiosa en esta casa! ¿Lo habéis entendido? ¡Que no me entere de que ni una sola oración va dirigida a otro que no sea yo!

Como último intento, decidieron comprarle un animal de compañía. Habían visto en un documental de la televisión que se usaban perros con fines terapéuticos para ayudar a personas con dificultades de expresión emocional y de comunicación con su entorno. Incluso en las cárceles, los presos más violentos y asociales consentían en compartir su espacio con ellos, llegando a entablar una relación cargada de afecto recíproco. Pero cuando Chispita –así le llamaron– se aproximó jadeante y moviendo la cola de alegría a olisquear a Narciso, este le propinó tal patada que le hizo volar por los aires aullando de dolor, sin que nunca más se atreviera a salir de debajo de la mesa del comedor.

Ya en la pubertad, despertó a la sexualidad masturbándose de manera compulsiva mientras imaginaba su cuerpo en sugerentes poses, y agredió a la única chica que intentó flirtear con él al grito de «¡¡¡Yo soy solo mío!!!», presa de un ataque de celos.

Desde hace unos días, Narciso se encuentra postrado en la cama de su habitación, cuyas paredes y techo han sido revestidas, a petición suya, de espejos de aumento. Los médicos le han diagnosticado un largo periodo de convalecencia debido a una grave lesión de columna vertebral: intentó hacerse el amor.

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