Elogio del demonio

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Elogio del demonio
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Elogio del demonio


Elogio del demonio (2021) Eusebio Ruvalcaba

D.R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. (2013)

D.R. © Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Cõeditor digital

Edición: Enero 2021

D. R. © Portada e interiores: Daniel Moreno Imágenes de portada e interiores: Shutterstock.com

D.R. © Diseño de Portada: Ana Gabriela León

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  .

2  Un regalo para Joachin

3  Elogio del demonio

4  70 florines

5  La Pietà

6  Oídos

7  En los aposentos reales

8  Berlioz

9  Un cuarteto sin nombre

10  Trágica dulzura

11  En las estepas Canadienses

12  Bajo el mando de la nieve nórdica

13  Temperamento

14  La partitura sagrada

15  Más allá de la música

16  El Apolo Húngaro

17  Padre e hijo

18  Dante Michelangelo Benvenuto Ferruccio Busoni

19  La plegaria

20  La mosca

21  La pasión de un violinista

22  Episodio en la vida de una cortesana

23  Gottfried Bach

24  En el negocio del señor Dvořák

25  La música

26  Un niño en Notre-Dame

27  Historia de una noche

28  Tenso como la cuerda de un violín

29  Ujier a la puerta

30  María Schumann

31  Stalin

32  Urdimbre musical

33  Aritmo de blues

34  El Estorbante

35  Zum Roten Igel

36  .

37  Smilovits

38  Un lector equis

39  Tuve el impulso de arrodillarme

.

Ayúdame por medio de la literatura Schubert

Para mi hija Érika Coral, con quien comparto el amor

por la música y el asombro por la palabra escrita.

Para mi hijo León Ricardo, violinista.

Para mi hijo Alonso, escritor.

El autor agradece el apoyo

del Sistema Nacional de Creadores del Conaculta

Un regalo para Joachin

Por enésima vez, Johannes Brahms arrojó al cesto de la basura la partitura de su concierto para violín y orquesta.

Que no quedara satisfecho no era lo más grave.

Desde que concibió el bosquejo original, lo primero que había hecho fue enviárselo a su amigo Joseph Joachim. Confiaba ciegamente en la opinión del esclarecido violinista. Más que en la de cualquier otro músico —incluida Klara Schumann, a quien también solía consultar—, sin importar de quién se trataba. Y no era para menos. Joseph Joachim era uno de los violinistas favoritos de público y crítica. Más o menos de la misma edad que él mismo, lo admiraba hasta la devoción. En muchos sentidos eran afines. Reservados y discretos, enemigos de la vulgaridad en cualquiera de sus manifestaciones, solteros empedernidos —aunque a la postre Joachim contraería matrimonio con una soprano ilustre—, propensos a la lectura de poesía y en general a las bellas artes, los dos eran bien parecidos y admirados por las mujeres. Pero ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer —“libre pero solitario”, se hacía llamar Joachim; “libre pero alegre”, le gustaba a Brahms que le dijesen.

Era el primer concierto para violín que surgiera de la pluma de Brahms. Le preocupaba enormemente, lo mismo porque estaría dedicado a su amigo, que porque aún pesaba en su corazón el fracaso que había sido el estreno de su primer concierto para piano, veinte años antes, en 1859 —justo el año que Joachim fundara su cuarteto de cuerdas y que bautizaría como Cuarteto Joachim. El público lo había silbado y arrojado cojines al escenario. Lo habían insultado en la prensa, y él había logrado mantenerse impertérrito. Y contra lo que sus allegados temían —que se sumiera en la depresión más profunda, o de plano en la amargura devastadora—, no aconteció. Al día siguiente estaba como cualquier cosa. Había aprendido la lección: hacer su mejor esfuerzo y no esperar nada de nadie. No en balde le había escrito a su admirada Klara Schumann, siempre en el tono socarrón que lo caracterizaba: “Mi concierto fue muy bien. Tuve dos ensayos. Habrán llegado por ahí rumores de que fue un fracaso total: hubo el más absoluto silencio en los ensayos, y en la audición (donde sólo tres personas aplaudieron) fue incluso silbado. Disfruté bastante de la música restante y no pensé demasiado en mi concierto, pues nada de aquello me impresionó”. Otra faceta de la personalidad brahmsiana veía la luz. Esta vez en el corazón mismo de la sabiduría. Humana y musical.

Así que ante la partitura en blanco, se planteó una vez más el desarrollo de la obra. Jamás improvisaba una nota. Nunca se daba el lujo de que —como le sucedía a muchos compositores— el azar decidiera por él. Las melodías no le venían estrictamente de la improvisación —o de la introspección—, sino de ese bagaje musical que yacía en su cabeza. Cientos de melodías de extracción popular, miles de notas que había oído desde niño, lo mismo en sus travesías por la ciudad de Hamburgo que en sus escasos paseos por los alrededores, bullían como si se estuvieran cocinando en una olla de aceite hirviendo. Puso la música en el atril del piano y se sentó a tocar. Primero una nota y luego otra, le darían la pauta para arrancar. Siempre era lo mismo. No principiaba a partir de lo que su cerebro le dictara sino de la sonoridad. Que para él era la materia prima de su trabajo. No las ideas, sino los sonidos de las ideas. Ése era su precepto. Seguir siempre la orden de la música, no de sus conceptos.

Vino a su mente la expresión de Joachim con su Guarnerius al hombro. Todo lo hacía ver como sólo un gran maestro podía serlo.

Dejó la pluma en el tintero de plata que le habían obsequiado las chicas de un coro femenino que lo admiraba por encima de todas las cosas. ¿Cómo se llamaban? Las empezó a recordar una por una. Como si les pasara lista. Primero el nombre, luego el rostro, enseguida el apellido y por último la voz. Pero ya estaba distrayéndose una vez más. ¿Dónde estaba su poder de concentración, que todos ponderaban como excepcional? Dejó la pluma, cerró los ojos y tomó aire. Barrió su mente de impurezas, Joachim incluido. Y prosiguió su trabajo una vez más, ahora sí en definitiva.

Elogio del demonio

Para Coral

Paganini cargó por encima de él a su hijo recién nacido. El niño lanzó un grito que se escuchó hasta más allá de las habitaciones reales. Favorito de la nobleza, no faltó quien le ofreciera habitación y servicios médicos dignos de un soberano. Paganini aceptó. Siempre estaba de acuerdo en recibir cualquier dádiva que proviniese de la clase encumbrada. Ganaba dinero a montones —con Liszt, era el intérprete mejor pagado de la historia, además de su propio empresario—, pero le gustaba extender la mano y apretarla con los billetes bien aferrados.

 

Ahora se encontraba en el palacio de la condesa Francesca de Fiutti, de quien varios se disputaban sus favores. Pero ella no veía a ningún otro más que a Niccolo Paganini. Precedido de una fama sólo comparable a la de Rossini, se contaban de Paganini atribuciones demoniacas. Que si había hecho un pacto con el diablo —había quien aseguraba haberlo visto ensayar sus famosos Caprichos con Satán deteniéndole el arco—; que si su enorme y desorbitada melena ocultaba dos cuernos nacientes; que si hablaba un idioma extraño e ininteligible, sólo para unos cuantos sectarios; que si un rabo le brotaba de la espalda.

Mientras su esposa (ella y la condesa se soportaban cordialmente) lo miraba subyugada —aunque nadie podría decir si por el violinista o por su bebé—, la mente de Paganini era un marasmo. Se preguntaba qué nombre ponerle al niño. En primer término, que hubiese sido varón ya era para él harto significativo. Él había sido un niño golpeado. Sin el menor ápice de piedad, su padre solía golpearlo cada vez que daba una nota falsa. Como había acontecido con otros padres de niños músicos, quería ver en su hijo a un Mozart, que encima de todo lo sacara de pobre. Su padre había sido así con él, pero él no lo sería con su hijo. Nunca. Y sin embargo, encontró un parecido notable entre su hijo y su violín. Si a los violines se les ponía nombre, por qué no a su hijo. Un nombre de violín.

Tenía al niño bien afianzado con sus largas y enflaquecidas manos. Lo admiraba como acostumbraba admirar un violín. Ningún detalle pasaba inadvertido para él. Lo mismo se detenía en el barniz que en el remate, en las efes que en la encordadura. Y entonces se ponía al hombro aquel instrumento y tocaba. Cuántos violines había mandado al diablo porque no correspondían al precio.

En tanto el recién nacido no dejaba de llorar, su vista recorría cada parte del cuerpo de su hijo: la hinchazón de sus rasgos por el esfuerzo al pasar por el canal de parto; lo escaso de su pelo, pegado a la cabecita; el aroma de su aliento; su lengua, perfecta y de color rosado; lo diminuto de su nariz, como un pellizquito sobre la cara; la perfección de sus rasgos a escala miniatura, y, sobre todo, lo inusitadamente largo y perfecto de sus dedos, una réplica exacta de los dedos adultos, desde luego con todo y uñas.

Mi hijo será violinista, se dijo. Tiene los dedos de violinista, y mi genio. Pero cómo se llamará. Podría ponerle “Ruiseñor”, como mi Guarnerius; o “Cañón”, como mi Stradivarius.

Entonces la voz femenina lo interrumpió. ¿Estás pensando qué nombre ponerle?, escuchó. Yo ya lo decidí. Es el nombre de un guerrero y de un artista. De un hombre que no conoció el miedo y que el valor fue la única pasión que movió su voluntad. De un héroe que desde su montaña distinguía entre la cobardía y la valentía.

—¿Qué nombre es ése? —preguntó Paganini, cegado por la curiosidad. —Aquiles —respondió la mujer. —Que ése sea su nombre. Aquiles Paganini, hijo digno de su padre.

70 florines

Ferdinand Schubert cerró los ojos de su hermano Franz. Luego de arrodillarse y de externar una oración, su primer impulso fue hacerle llegar una misiva a su padre comunicándole el deceso. Pero se preguntó en qué términos debía redactar esa carta. Los últimos tiempos del compositor, su padre había permanecido distanciado de él, por, según decías, la vida licenciosa que llevaba; y no nada más los tiempos más recientes, sino más atrás, cuando Schubert había decidido no seguir siendo su empleado en la escuela de música de su propiedad; eso le había causado un tremendo disgusto. Todos sus hijos trabajaban para él en una actividad que los honraba, ¿por qué Franz no se sometía a su voluntad? Era algo que no comprendería jamás.

Tenía que pensar.

Puso el dorso de su mano derecha en la alguna vez rozagante mejilla de Schubert.

Había muerto a las tres de la tarde de ese 19 de noviembre de 1828, no había pasado más de una hora, y aún la piel se sentía tibia. Hombre de trabajo administrativo además de músico más o menos profesional, más o menos aficionado, lo ignoraba todo en asuntos de la salud; excepto que su hermano había padecido sífilis —tifus no, como algunos médicos se empeñaron en hacérselo creer— los últimos siete años de su vida, terrible enfermedad que lo había hecho aferrarse con desesperación a su magra existencia.

Lo cual no se reflejaba en su música. Aunque estuviera atravesando las circunstancias más difíciles en cuanto a la pobreza; dolorosas en cuanto a la enfermedad, o melancólicas en cuanto a una tristeza insondable, Schubert era capaz de crear la música más dulce y apacible jamás escrita.

Ferdinand contempló con ojos acicateados por la curiosidad, el libro que su hermano tenía en el buró para leer a ratos: El último de los mohicanos de James Cooper. Lector de Homero y de Goethe, de Heine y de Shakespeare, aparte de tantísimos poetas a cuya obra constantemente ponía música, también se entretenía leyendo novelas de aventuras. Y claro, recordó cuando le regaló Ivanhoe de Walter Scott —cómo habían comentado el trabajo que le había costado localizar el volumen, lo que se prestó a infantiles bromas entre hermanos.

¡Qué poco sabía el padre de Schubert de su hijo! De esto no tenía ni idea, reflexionó Ferdinand. Lo único que parecía importarle era que su familia mantuviera una moral severa, a costa de cualquier precio. Desde que había enviudado.

Su padre era músico, y ni aun así parecía comprender la esencia del alma de su hijo. Esa alma suya, que reunía en torno espíritus afines, de artistas, sobre todo de poetas —y cantantes, que estrenaban sus lieder en el ámbito doméstico donde corría el vino y la gracia femenina.

Pero no era esa ignorancia lo que influía en su ánimo para resistirse a informar a su padre; más bien la indiferencia paternal.

Su padre sabía de sobra la agonía pavorosa por la que había cruzado Franz. Sabía que llevaba más de una semana sin probar alimento porque su estómago lo devolvía todo; sabía que el compositor más amado entre sus contemporáneos —no necesariamente músicos, por supuesto— sufría fiebres altísimas que lo hacían perder la razón y convulsionarse. ¿Y cómo no iba a ser amado si sus melodías —príncipe de la melodía, se había ganado el sobrenombre— apenas conocidas por unos cuantos, elevaban el espíritu y tornaban en alegría el desasosiego, y en esperanza el desconsuelo?

Eso lo sabía.

Vino a su mente cuando los hermanos y el progenitor tocaban música de cámara, Franz a la viola y su padre al violonchelo, y él y su hermano Ignaz a los violines. Sin duda, allí había aprendido Franz las bases de lo que más tarde se convertiría en uno de sus torrentes más vigorosos y expresivos, de coraje y enjundia punzantes: el cuarteto de cuerdas.

La indiferencia no era nada más hacia su hermano, también lo era para él, Ferdinand.

Habría querido tenerlo a su lado en ese momento. Abrazarlo y que lo abrazara. Refugiarse en él. Que el hombre llorara y que ambos encontraran alivio, el uno en el otro.

Empezó a redactar la carta.

Un deber moral lo obligó. Su padre no se había presentado en casa cuando menos para despedirse de Franz Schubert. Eso no podía quedar impune. No delante de él. No para él, se dijo con el corazón sangrando. ¿Qué podría hacer para que el hombre se conmoviera, para que se percatara de lo que había hecho? Lo que habría dado Franz por verlo. No lo pensó dos veces. El entierro saldría en 70 florines. Le diría que él, Ferdinand, pondría 40, y que en consecuencia le corresponderían a él, al padre de aquella familia, 30. Tampoco era mucho.

La Pietà

Para TT

Antonio Lucio Vivaldi puso el violín en la gran mesa de caoba. Lo hizo con sumo cuidado, para que la madera no sufriera el menor rasguño. Se preparó para recibir a Anastasia Lido, su alumna estrella. Tocaba como un ángel —si es que los ángeles tocaban, porque más bien había que imaginárselos cantando.

Desde su niñez, Vivaldi había escuchado los epítetos más pronunciados por su genialidad indiscutible. “El dios de la música”, o bien, y que era su favorito: “Su Majestad el violín”. Que el vulgo le hubiera puesto esa corona en su cabeza a través de un sobrenombre, lo hacía sentirse orgulloso. No era fácil que eso ocurriera, y menos en una población donde la música era el pan de todos los días: Venecia. Porque musicalmente todos eran rivales de todos. Bastaba con salir a la calle, con acercarse a la Plaza San Marcos, con alquilar una góndola, para que la música colmara los oídos. Proveniente de todas partes, había que aguzar los oídos para disfrutarla. Los gondoleros se comunicaban entre sí cantando, y lo mismo hacían los mendigos para pedir limosna, o los marchantes para vender su fruta.

Sacerdote de formación, Il Prete Rosso —o el Cura Rojo, por su larga cabellera pelirroja y su condición sacerdotal—, sin embargo no estaba obligado a oficiar misa por padecimientos que lo eximían, como las crisis de asma. No era de lo más sencillo que las autoridades eclesiásticas hubieran estado de acuerdo en permitir esa libertad, pero en el caso de Vivaldi se sumaban las concesiones. Que si permiso para salir de la República de Venecia e ir a Roma, donde el arte del violín le correspondía a Arcangelo Corelli; que si batirse en un duelo violinístico con Giuseppe Tartini, quien además de magister violinista era filósofo, y director y profesor de su propia escuela de esgrima. Que si estrenar una ópera con la frecuencia que él disponía. Y a todo le decían que sí. Pero no nada más por sus dotes musicales, sino por ser el compositor que estaba al frente del Ospedale della Pietà para niñas abandonadas, y para hijas de buena familia cuyos progenitores valoraban como una bendición caída del cielo la mejor educación musical para ellas. Y que a los jerarcas de la iglesia les dejaba cantidades de fábula en liras, que iban a dar a sus arcas con exactitud geométrica.

Antonio Lucio Vivaldi extrajo el violín. Era un Stradivarius, que en buena lid, pues, le había ganado a Tartini. Se lo puso al cuello y dio una arcada con quietud pasmosa al tiempo de que el arco describía en el aire un semicírculo perfecto. Era esa arcada que identifica a los maestros cuando simplemente quieren constatar la afinación, pero que en manos de Vivaldi parecía el principio de una cadencia. Se permitió una arcada más. Como si el sonido proviniese desde la cúpula de la iglesia del convento donde se encontraba —el de la Pietà—, el sonido de las cuerdas dobles, tocadas con aplomo y dulzura a la vez, provocaba que el arco despidiera una nube de resina, que bajo el rayo de sol resplandecía como un polvo de oro. Sin quererlo, las notas articularon la melodía de L’Inverno de Le Quatro Stagioni, concierto primigenio de Il Cimento dell’Armonia e dell’Invenzione. Poco a poco le imprimió mayor velocidad a aquellos acordes que paulatinamente sonaron más telúricos a sus oídos. Como ingredientes de una mezcla diabólica —¿el día de mañana se tocaría su obra, lo había pensado siempre, como un mensaje del demonio, y no del gran Dios, como acotaban sus panegíricos?

Ya estaba en un franco delirio, con su larga cabellera al aire, su espada al cinto, regalo de Su Santidad, que se movía al ritmo de ese cuerpo delgado y consumido, cuando vio entrar a Anastasia Lido, con el violín bajo el brazo. Trece años tenía la infanta. A nadie había contemplado como a ella. De nadie se había asombrado tanto. De esa piel en la que parecía adivinarse el rubor de la Venus de Botticelli. De esa mirada que en mucho le recordaba la de Anna Giraud, su amante, la soprano que en exclusiva cantaba las óperas de él y que vivía en una casa contigua a la suya que se comunicaban por un pasadizo secreto. De esa gracia que semejaba extraída de la mujer veneciana por antonomasia, donde se daban la mano donaire y recato. De esa lubricidad de la que se jactaba la elite de las mujeres romanas.

Hizo una caravana delante del maestro y comenzó a tocar. L’Inverno de Le Quattro Stagioni.

 

Vivaldi se limitó a guardar silencio. Y contemplarla.

Oídos

Apenas en la madrugada, le había dado los últimos ajustes a su concierto para violín. Podía afirmar que por fin estaba listo. Aunque en él todo lo imposible era posible. Lo mismo era capaz de escribir una sinfonía en un par de meses, que tardarse años en terminarla, o de plano no concluirla jamás. Absolutamente imprevisible, quienes lo rodeaban sabían de sus inclinaciones.

Se asomó por la ventana. Delante de él, un camino de tierra flanqueado por piedras se perdía en una tierra pródiga en flores silvestres. Más allá, un bosque de pinos parecía ocultar secretos a los ojos de los profanos. Sibelius afinó la vista hasta descubrir una cascada entre el follaje, hasta el límite de su vista misma. Todas las mañanas la admiraba. Y al parecer el gobierno finés sabía de esa preferencia, porque cuando le adjudicaron aquella propiedad se contempló la perspectiva de que hubiese una caída de agua en las inmediaciones.

Esta situación le producía a Jean Sibelius una profunda alegría. Estaba ahí con su esposa, su violín y su piano, y suficiente papel pautado para escribir música por el resto de su vida. Pero no podía cruzar el perímetro del predio. Es decir, no podía ir a ninguna ciudad vecina.

Estaba encerrado. No hecho preso, pero sí obligado a permanecer en ese sitio. Consciente del temperamento de Sibelius, de su fase explosiva, de que el músico era capaz de tomar cualquier decisión aun a costa de su vida; sabedor de que el ejército ruso podía hacer suya la ciudad de Helsinki en cualquier momento, y de que Sibelius, motivado por su virulento patriotismo, no dudaría en ceñirse la espada y el revólver para defender a su patria, el gobierno había decidido alejarlo de la capital y mantenerlo aislado. Aunque desde luego él no estuviera de acuerdo. De hecho eso era lo que menos importaba.

¿Cómo era posible sobrevivir en ese estado de letargo, en esa inmovilidad obligada?, se preguntaba Sibelius todos los días apenas abría los ojos. Entonces se quedaba sumergido en un silencio letal. Por sus oídos desfilaban las notas de su música, la tensión musical de sus poemas sinfónicos, las pasiones de la mitología nórdica que había vaciado en su música; pero eso no era suficiente. Necesitaba la acción, y ésa no sobrevendría jamás.

Se sirvió un vodka helado. La mitad de un vaso. Lo bebió como si fuera un vaso de agua fría y refrescante. Sacó su cajetilla de cigarros y encendió el único que le quedaba. Pronto lo surtirían de una docena de paquetes. Aspiró la bocanada. Su esposa seguía dormida y eso le facilitaba las cosas. Porque ella ejercía sobre él una presión admonitoria. Cero bebida más cero cigarros igual a más años de vida, solía acribillarlo a la menor oportunidad. Él escuchaba esas palabras y prefería cerrar los oídos. Esos oídos suyos de una sensibilidad pronunciada, se negaban a seguir el hilo de aquella conversación.

Sorbió el vodka una vez más. Esta vez la bebida acarició su pecho como la mano de un muerto.

Se dirigió hacia el piano vertical y puso el cuaderno de papel pautado en el atril. Tecleó varias notas, que a sus oídos empezaron a cobrar la forma de una melodía que había oído de pequeño en los bordes del lago Oulu.

Entonces escuchó los motores.

Era el sonido mortal de aviones bombardero y de aviones caza.

Se dio media vuelta y salió corriendo al exterior. Miró al cielo y localizó los aviones en formación de ataque. Su corazón se aceleró cuando distinguió en el fuselaje la bandera rusa. Se aceleró como si siguiera el ritmo de la muerte. La misión de aquellos aviones era bombardear la ciudad de Helsinki. Con los brazos al cielo, gritó todos los insultos y las amenazas que le vinieron a la boca. ¿Sabría de ese ataque la aviación finesa? Sí, con toda seguridad. Sus oídos recordaron los gritos de los amantes de la música que lo aclamaban por donde pasara. Panaderos que dejaban los hornos, cocheros que suspendían el viaje, médicos que abandonaban al paciente. Cientos de personas que se asomaban al balcón para aclamarlo. Como si se pusieran de acuerdo cuando él se paseaba por aquellas avenidas copiosas de nieve, como si la vida de Jean Sibelius dependiera de la vida de todos, de todos y cada uno de aquellos ciudadanos. Por eso todo mundo había estado de acuerdo en que él se mantuviera muy lejos de aquella capital, que en cualquier momento podía ser bombardeada por los aviones rusos.

Todo mundo estuvo de acuerdo, menos él.

Alcanzó a escuchar los gritos de su esposa que lo llamaba desde el portón: “¡Jean! ¡Jean!”. Tomó una enorme piedra que estaba a su alcance, y la arrojó a los aviones, que parecían infinitos.

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